Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo cuarto Carta XIX

Danse algunos documentos importantes a un Eclesiástico

1. Muy señor mío: Recibo con una muy particular complacencia la noticia, que Vmd. me comunica, de haber logrado, por el favor del Rey, la posesión de ese rico Arcedianato, de que le doy la enhorabuena; y al mismo tiempo las gracias de que me haya considerado, por mi afecto a su persona, merecedor del gozo que me ocasiona un tan agradable aviso. Mas por lo mismo que miro este favor, no como efecto de su urbanidad, sino de su benevolencia, me contemplo obligado a corresponderle; no con meras expresiones de cortesanía, sino con algún servicio de tal cual importancia. ¿Mas qué servicio puede Vmd. esperar de mí? Aquel único, que no excede el limitadísimo poder de la inválida senectud; aquel, que si algunas veces se estima como útil, muchas se huye como tedioso.

2. Yo no dejo de temer, que en esta inclinación, que tenemos los ancianos a dar consejos, se mezcle algo de ambición. Acaso cuando ya ninguna otra cosa podemos esperar del mundo, por esta vía solicitamos su respeto. Acaso miramos como un género de obediencia aquella docilidad, con que otros se rinden a nuestras persuasiones, para lisonjearnos, como que tenemos en ella un imaginario dominio. Desdicha es de la humanidad, que aun colocada en el umbral de la muerte haya algo que anime su esperanza debajo de la Luna. Lo que se ve a cada paso es, que procuramos desengañar a otros, sin desengañarnos a nosotros mismos. Lo peor es, que en algunos el hábito de inculcar frecuentemente en sus conversaciones las más austeras máximas de [247] la Moralidad, en vez de provenir del santo deseo de inspirar a otros una depurada virtud, viene a ser efecto de aquella condición tétrica, y desapacible, que de ordinario domina la vejez. ¿Y qué sé yo si la impotencia de gozar ya los caducos bienes de la tierra excita en algunos viejos un ínvido desabrimiento contra los que aún se hallan en estado de disfrutarlos?

3. Yo pudiera alegar a mi favor, para ponerme fuera de la atribución de estos viciosos motivos, que estando en edad bastantemente robusta, tomé el arriesgado empleo de dar consejos, y desengaños: y esto no a uno, u otro particular sólo, sino a todo el Orbe de la tierra. Pero valga, o no este alegato, yo, íntimamente asegurado de mi buena intención, haré en esta Carta lo que hice en otras muchas; y verosímilmente con más fruto, que en algunas de ellas; de lo que me esperanza la buena índole de Vmd. Como quiera, atienda Vmd. como Eclesiástico mozo los consejos de un Eclesiástico viejo, que esto no le quita ejecutar después lo que más sea de su gusto.

4. Vmd. hasta ahora ha vivido sin sistema, y ya es menester formar alguno. Los jóvenes son comúnmente, en su modo de obrar, conducidos por una imaginación vaga, sin secuela de unas acciones a otras. Y aun algo más adelante de la juventud suele suceder esto a los que no habiendo fijado su fortuna, ponen la mira a formarse algún establecimiento cómodo; porque ya la variedad de las ocurrencias, ya la perplejidad en la elección de los medios, para arribar al fin que se han propuesto, traen la alma errante de unos pensamientos a otros; y a la inconexión de los pensamientos es consiguiente que sean también inconexas las operaciones. No se sigue rumbo alguno, o sólo se sigue aquel que de un momento a otro determina la variedad del viento.

5. Si Vmd. hasta ahora, como es natural, se halló en ese estado de fluctuación, ahora ya es otra cosa. Es menester determinar orden en el modo de vivir. ¿Pero adónde [248] voy yo con este preámbulo? ¿A proponerle a Vmd. una prolija serie de documentos, comprehensiva de todas las obligaciones de su estado? No señor. No es mi ánimo ése. A un punto particular he de ceñirme; al más propio de la situación presente de Vmd. al que a los principios más ocupa el pensamiento de los que acaban de conseguir algún rico Beneficio Eclesiástico, y aun a los que se lisonjean con las próximas esperanzas de conseguirle, acaso desde los primeros pasos de la pretensión: ¿Qué hemos de hacer de esta renta? ¿Cómo se ha de emplear? Es lo primero que ocurre. Y apenas puede ocurrir otro asunto digno de mayor consideración; porque su importancia es respectiva a una, y otra vida, la temporal, y la eterna; y es infinito lo que se aventura en una deliberación errada.

6. Tres objetos se presentan desde luego a la elección, dos extremos, y un medio: de los dos extremos, uno es la avaricia, otro es la prodigalidad, o de gasto superfluo. A la avaricia es preciso que Vmd. desde ahora atienda con el más vigilante cuidado a cerrarle todas las puertas, y ventanas del alma; porque si una vez se entra en ella, no saldrá jamás. Esta es una dolencia, que resiste toda cura. No porque los Doctores de la Medicina espiritual no prescriban remedios para ella, como para las demás pasiones viciosas. Pero sucede en la avaricia lo que en algunas de las enfermedades corporales. Para todas se hallan recetas en los libros Médicos, y algunas recomendadas como muy eficaces. Pero llegando a la experiencia, se ve, que hay enfermedades que se burlan de los más aplaudidos remedios, cuya eficacia preconizan los Autores, y falsifican los efectos. Por lo que dijo el sincero Sydenan: Aegroti curantur in libris, & moriuntur in lectis.

7. Esto propio experimentamos en el vicio de la avaricia. Contémplese un avariento lleno de oro en la última senectud, o lo que viene a ser lo mismo, en los umbrales del sepulcro. Añádase, que no tiene herederos [249] forzosos. Quién no se persuadirá a que representándole a ese hombre, ya que él no se lo represente a sí mismo, que una muy pequeña porción de dinero que tiene amontonado en sus cofres, basta para sustentarle con mucho regalo lo poco que le resta de vida, que todo lo demás es superfluo: que en vez de ser alivio, es peso que le carga el cuidado, sin producirle alguna utilidad esa fatiga: que para la vida temporal, que ya se está acabando, de nada sirve guardado: y para la eterna, que muy presto empezará, y no se acabará jamás, puede aprovechar infinitamente bien expendido: que no puede faltar a su palabra quien le prometió, que repartido a pobres le reproducirá ciento por uno; y entre los pobres, puede, y aun debe contar, si los tiene, parientes necesitados: que de ese modo pone su rico caudal en cobro, libre de toda contingencia de latrocinio, para hallarle muy luego con creces, que exceden todo guarismo en el Cielo: ¿quién no se persuadirá, vuelvo a decir, a que tales representaciones, que no admiten respuesta, han de convencer a este hombre? Que estas verdades, aplicadas al alma, han de curarle su espiritual dolencia? El remedio, mirado en la teórica, parece infalible.

8. Pero en la práctica: ¡Oh Santo Dios! Apenas en todo un siglo, habiendo tantos avarientos, se ven dos enfermos curados con él. Sé de algunos ejemplares que ponen horror. Llega la última enfermedad, la cual va creciendo poco a poco, aprietan los dolores, se temen las resultas, avisa el Médico del peligro. Pero entretanto haeret lateri lethalis arundo. Siempre entretanto, lo que da más ejercicio al cuidado es el guardado tesoro. Llega a verse desahuciado. Ni aun ese terrible fallo es poderoso a arrancarle del corazón la fatal espina. Mas piensa en sus doblones, que en sus pecados. Aun estando tan cerca de dar la cuenta de éstos, más cuenta tiene de aquéllos. Se confiesa sin embargo, recibe el Viatico, y aun la Extrema Unción; pero todo con una distracción grande del entendimiento hacia su recogido caudal. Ni las más [250] patéticas exhortaciones pueden desencadenar su voluntad de aquel objeto, que lo fue de su amor toda la vida. Aun en las últimas angustias se lleva éste una gran parte de los suspiros.

9. Así muere un avariento. ¿Qué será de él? Poco lo dudo, y mucho lo temo. Mayormente cuando es ciertísimo que la excesiva ansia de adquirir, y conservar, rara, o ninguna vez deja de traer consigo algunos graves perjuicios del próximo, que sólo por medio de la restitución se pueden reparar, y nunca se reparan. ¿Quién hay, que conversando bastantemente el mundo, no sepa algunos casos atroces de moribundos obstinados en no restituir, aun conociendo la obligación? Esto en los usureros es cosa de cada día. Por eso nuestro célebre Quevedo, que estampó muchas excelentes Moralidades, aderezadas con el condimiento de graciosísimos chistes, pinta a Plutón reprehendiendo severamente a un Ministro suyo, porque después de haber conseguido con sus sugestiones, que un hombre hiciese algunos hurtos, asistió continuamente a su lado para impedir que restituyese; dando en la reprehensión de uno, a todos los demás Ministros infernales, la magistral advertencia de que en logrando que un hombre haga el robo, es superflua toda nueva tentación para que no restituya; y así, no perdiendo el tiempo en tan inútil negociación, fuesen a emplear su habilidad en otra parte.

10. Aunque es sentencia común, que todas las pasiones ciegan, acaso bastaría decir, que acortan, debilitan más, o menos la vista; reservando la perfecta ceguera para la avaricia. Por lo menos, la turbación de la vista, que ocasionan las demás, comúnmente se minora algo con el tiempo; lo que la avaricia causa va creciendo cada día, hasta caer el avariento en la proximidad de la muerte en una obscuridad total, semejante a la de las tinieblas Egipciacas, que la Escritura dice se podían palpar. ¿No es palpable la ceguera de aquel, que tanto más desea tener cuanto menos puede vivir? ¿No es aun más [251] palpable la de aquel, que aun puesto en la última extremidad se resuelve a ser eternamente infeliz, por un bien que no puede ya gozar? Pues aun otra ceguera más palpable que ésta descubro en tal cual avaro. Ya se han visto algunos, que a la hora de la muerte se cerraron en callar a todo el mundo adónde tenían escondido su tesoro. ¿Y esto por qué? Discurro que imaginaban, que no pasando a otro poseedor, aún quedaba en alguna manera debajo de su dominio. No es la mayor corrupción de la potencia visiva aquella que quita ver los objetos reales, sino la que hace ver los que no tienen realidad alguna. En las tinieblas Egipciacas, en que el Sagrado Texto del Exodo dice, que no se veían unos a otros, ni aun cada uno a su propio hermano: Nemo vidit Fratrem suum; en el libro de la Sabiduría (cap. 17) se lee, que veían Espectros, y Fantasmas, que no tenían existencia, o realidad alguna, como explica S. Buenaventura, y Dionisio Cartujano. Esta segunda era, por ser una ceguera positiva, mayor que la primera, que era sólo privativa. Y tal es la de aquellos avarientos, que en la ocultación eterna de su tesoro ven en sí mismos los restos de un dominio también eterno; como que la imposibilidad de que otro le posea los mantiene, en algún modo, en la posesión que gozaron hasta entonces.

11. Acaso Vmd. al leer todo lo que sobre este punto llevo escrito, contempla superfluamente empleado el tiempo que he gastado en representarle los peligros de un vicio, a que su genio no descubre la más leve propensión; antes bien, su proceder, y modo de vivir hasta ahora ha manifestado no poca al extremo opuesto. Pero ni yo me fío en esa experiencia, ni Vmd. se debe fiar; porque hay otra experiencia harto común, que debe inducir en los dos una gran desconfianza de la particular de Vmd. Son infinitos los ejemplares de sujetos, que mientras tenían pocos reales, los expedían con desordenada profusión; y logrando después algún caudal considerable, se iban con tanto tiento en el gasto, [252] mayor, y mayor cada día, al paso que el caudal iba creciendo, que al fin pararon en una sórdida avaricia los que antes eran notados del vicio de la prodigalidad. Vmd. hasta ahora tenía muy cortos emolumentos, los cuales derramaba hasta carecer a veces de lo necesario. Ahora ya los goza muy considerables. ¿Qué sabemos lo que será ahora? ¿Qué dificultad hay en que Vmd. sea uno de aquellos muchos de que acabo de hablar?

12. No negaré a Vmd. que lo que en este asunto persuade la experiencia se representa arduo a la razón. Porque ¿cómo es posible, que quien fácilmente derrama aquello que puede hacerle falta, halle dificultad en desprenderse de lo que le sobra? Pero un ilustre ejemplo de la Física me servirá para allanar la arduidad de esta Paradoja Moral.

13. Nadie ignora, que siendo iguales en todas las demás circunstancias dos imanes, aquél atraerá más el hierro, que fuere de mayor magnitud. De modo, que el que pese ocho libras tendrá doblada fuerza atractiva que el de cuatro; y el de cuatro que el de dos. Y el gran Newton, que en todos los cuerpos halló cierta especie de virtud magnética recíproca de unos a otros, en todos encontró verificada constantemente la regla de que la atracción es proporcional a su magnitud. El grande atrae mucho; cuanto mayor más: el pequeño atrae poco; cuanto menor menos.

14. Pues ahora, señor mío. El oro es el imán del corazón humano. El es su conocido atractivo. Luego es natural que se experimente en él, respecto del corazón humano, lo que en el imán, respecto del hierro, que mucho oro le atraiga fuertemente, y poco oro débilmente: por consiguiente, que el corazón se desprenda, u desprenda de sí con facilidad el poco oro, y halle gran dificultad en desprenderle cuando le aprisiona una cantidad considerable.

15. Crea Vmd. que ésta más es identidad que similitud; y en lo mismo que la comparación representa de [253] expresión metafórica, incluye una delicada, pero realísima Filosofía. ¿Cuál es ésta? Que naturalmente, siendo iguales en todo el resto, lo grande en cada género nos apasiona más que lo pequeño. Con mucho mayor deleite miramos un gran Templo, que una pequeña Iglesia, aunque construida según las mismas reglas, y con la misma especie de materiales: una dilatada huerta, que un breve huertecillo: un espacioso río, que un pobre arroyo. Y no es menester buscar para esto otra razón, sino que tenemos hecho de este modo el corazón, y el ánimo.

16. Ya es tiempo de pasar al otro extremo vicioso, diametralmente opuesto al de la avaricia, el de la Prodigalidad, hacia el cual contemplo a Vmd. más peligroso, ya por la mayor propensión de índole hacia esta parte, ya porque a los ojos de muchos (y es verosímil, que Vmd. sea uno de ellos) es frecuente esconderse este vicio debajo de la especiosa apariencia de virtud. Suele llamarse generosidad, bizarría, hombría de bien, honradez, magnanimidad; y nada de esto es, ni puede ser. Sería (quiero decirlo así) el Hirco Ciervo de la moralidad juntarse en una misma acción las dos opuestas esencias del vicio, y la virtud, aun más diversa una de otra que la cervina de la caprina. La virtud es oro, y el vicio nunca puede llegar a ser ni aun oropel. ¿Qué digo oropel? Ni estaño, plomo, o hierro: le harían una gran merced quien le llamase escoria de la vida humana, siendo sólo la fétida podredumbre de la naturaleza racional.

17. Y reduciéndome de estas generalidades a lo que tiene de particular el vicio. de que empecé a hablar, mostraré a Vmd. que el de la prodigalidad, en vez de incluir algo de honradez, tiene mucho de ruindad, y vileza. Atienda Vmd. La riqueza, o abundancia de bienes temporales es una dádiva de la Deidad: un favor que nos hace el Dueño Soberano de todo. Dígame Vmd. si un Príncipe, si un gran Señor, sin otro impulso más que el de una pura benevolencia, le regalase a Vmd. con una alhaja reputada en el mundo como preciosa, y Vmd. [254] deñosamente la arrojase en la calle, o sin otro motivo más que el de un mero antojo se deshiciese de ella, dándola al primero que se pusiese a su vista, ¿qué nombre darían los hombres, y aun Vmd. mismo a este modo de proceder? ¿No confesaría que ésta era una desatención grosera, respecto del Príncipe a quien debía aquel favor; una ingratitud villana, un procedimiento torpe, indigno de todo hombre bien nacido? Pues, señor mío, ¿qué otra cosa hace el que habiendo recibido riquezas de mano de Dios, las expende, las derrama, las disipa por un mero capricho, y sin motivo alguno justo? ¿No es ésta una desatención desdeñosa, un claro, o por lo menos tácito desprecio del beneficio, que le hizo su Dueño Soberano? ¿Y ésta se llama honradez? ¿Esta es bizarría? ¿Esta es generosidad? Raro es el Diccionario de los hombres, cuando en él se destinan las voces a tan extraños significados.

18. Pero, señor mío, aún nos falta en la materia lo más desabrido, aunque también para la persona a quien escribo lo más importante del desengaño. El ruín proceder con Dios, de que he hablado, se verifica en todos los ricos, de cualquiera estado, o condición que sean, si no usan racional, y honestamente de la riqueza. Qué será si contrahemos el asunto a los Eclesiásticos.

19. Yo no pienso proponer a Vmd. las opiniones más rígidas, o austeras que hay sobre el gasto lícito de los Eclesiásticos, sí sólo una doctrina en que es preciso convengan todos los Teólogos, o en que ya están convenidos, a excepción de uno, u otro particular, que por lo mismo de ser uno, u otro particular, o poquísimos contra muchísimos, ninguna seguridad pueden dar a quien sinceramente desea salvarse.

20. Convienen todos los Teólogos en que los Eclesiásticos, de las rentas que perciben de sus Beneficios, todo lo que sobra de su decente, o congrua sustentación, deben expenderlo en beneficio de los pobres, u otros usos píos. Norabuena que esa obligación no sea de justicia, sino de caridad, y religión; por consiguiente, que [255] no cumpliendo con ella, no quede obligado a la restitución. Pero si esa obligación es grave, como todos sientan que lo es, de modo, que peca mortalmente el Eclesiástico, que demás de sacar su Beneficio lo que es menester para su congrua sustentación, expende alguna cantidad notable en usos profanos; del mismo modo le puede llevar el diablo por faltar a esta obligación de caridad, que si ella fuere de justicia.

21. La dificultad está en señalar los límites de la congrua sustentación, o la cantidad de réditos necesaria para ella. Dícese, que esto se ha de regular atendiendo a varias circunstancias, como a la costumbre de la región, a la cantidad de la renta, a la calidad, y grado de la persona. Y sobre esto se añade, que la congrua sustentación tiene su latitud, de modo, que aun en identidad de las tres circunstancias expresadas, sin salir de la esfera de lo lícito, caben en ella, como en el valor de las cosas precio estimables, los tres grados de ínfima, media, y suprema.

22. Pero veo, que todo esto es muy vago, y deja la materia en una indeterminación suma; de modo, que como en ninguna de las cuatro cosas expresadas se puede señalar punto fijo, un Eclesiástico, de genio gastador, añadiendo algo, aunque poco, en cada una de ellas, tendrá, en el cúmulo de esas adicciones, cuanto ha menester para vivir con la mayor esplendidez; v.gr. añada una octava parte en cada una: esas cuatro octavas partes juntas ya dejan a su despótico arbitrio la mitad más de lo que pide la congrua sustentación, puesta en sus justos límites. La partida sola de la costumbre deja una amplitud grande, que cada uno podrá adaptar a su genio como quisiere; pues en la multitud, v.gr. de mil Eclesiásticos, habrá algunos que en igualdad de renta gasten una tercera o cuarta parte, o acaso mitad más que otros.

23. Ya se ve, que esta materia no es capaz de calcularse con exactitud matemática; pero creo admite alguna regla prudencial, que acorte mucho aquel espacioso campo, en que puede dilatarse cuanto quiera cada [256] individuo, o por lo menos pasar mucho del término justo, sin que alguna objeción pueda convencerle de que excede de él. Yo me aventuro a proponer a Vmd. la regla que se sigue, algo esperanzado de que ha de lograr la aprobación de las personas de buen juicio, a quienes se comunique. Todo Eclesiástico debe hacer alguna rebaja sensible en su gasto, de aquel que comúnmente hace con su persona un lego de renta igual a la suya.

24. No me parece que esta regla pueda improbarse por capítulo alguno. Quién podrá negar, que los Eclesiásticos están obligados a ser más modestos en todo su porte, que los legos; v.gr. en el vestido, en la mesa, en los adornos de casa, en todos los demás muebles, &c. Esto pide la humildad cristiana, que debe resplandecer más en los Ministros de la Iglesia, que en los individuos del siglo. Esto pide también la calidad de los bienes que gozan: porque ¿quién no ve, que es mucho más disonante emplear en superflualidades los bienes de la Iglesia, que los profanos? Y finalmente, la obligación de la limosna, que nadie niega ser mayor, que proceda de este, o aquel principio en los Eclesiásticos, que en los legos, los precisa por consecuencia forzosa, a estrecharse más en los gastos de la persona.

25. La rebaja, de que hablo, debe ser bastantemente sensible. Lo uno, porque no siéndolo, no podemos asegurarnos de que hay rebaja. Lo otro, porque si es casi imperceptible, se debe reputar como si fuera, según el axioma de los Juristas: Parum pro nihilo reputatur.

26. La regla establecida no puede tacharse de muy estrecha. Las mismas razones, con que acabo de probar que es razonable, convencen que no es rígida. Tampoco la juzgo laxa, aun no rebajando más de lo preciso, para dejar algo desiguales uno, y otro gasto. Aunque si alguno la tuviere por tal, no opondré a su opinión otra cosa, sino que la mucha estrechez en la reforma de costumbres suele hacer inútil la buena intención de los Reformadores; siendo sumamente arduo traer de golpe los [257] hombres del extremo de la relajación al de una apurada austeridad.

27. Acaso me propondrá Vmd. la objeción de que como no se puede tomar la medida a la costumbre en orden al gasto de los Eclesiásticos, por la gran discrepancia que hay en esta materia de unos a otros, la cual me movió a condenar como impracticable la regla de la costumbre; tampoco se podrá poner la mira, para hacer la rebaja, que propongo, en la costumbre de los legos, porque también en estos, entre los de una misma esfera hay en cuanto a gastar una notable diferencia de unos a otros. Pero respondo, que esa diferencia es mucho menos en los legos, que en los Eclesiásticos. Cotéjense dentro de un mismo Reino los Caballeros que tienen, por ejemplo, dos mil ducados de renta, con los Eclesiásticos, que gozan otro tanto. Entre aquellos uno, u otro, raro se hallará notado, u de muy disipador, u de muy mezquino. Pero entre éstos son muchos los que se ponen, ya en uno, ya en otro extremo: unos que se dan a la pompa, a la magnificencia, al excesivo regalo; otros por el contrario, a quienes la ansia de atesorar estrecha nimiamente en el gasto. Yo por lo menos así lo he observado. Y no es difícil descubrir el principio de donde viene esta desigualdad.

28. Pero si los Eclesiásticos deben moderarse más en sus gastos personales, que los legos de igual renta, ¿qué diremos de aquellos que no sólo afectan igualar la pompa de éstos, mas excederla? De aquellos que hacen vanidad de tener mejores caballos, más opíparas mesas, más preciosos muebles, más brillantes habitaciones, vestir más ricos paños, &c. ¿Qué es esto sino hacer vanidad de lo que les había de causar confusión? Así lo sentía el grande Agustino, cuando decía, que se avergonzaría de usar algo rica vestidura: Fateor enim vobis, de pretiosa veste erubesco (Serm. 50, de Diversis). Uso de la autoridad de S. Agustín, porque no fue de los más rígidos censores, antes seguía aquel medio correspondiente a su [258] soberana prudencia, diciendo de él su historiador Posidio, que su vestido, su calzado, su lecho, ni eran vistosos, ni tampoco muy viles; nec nitida nimium, nec obiecta plurimum (cap. 22), porque juzgaba, que ni uno, ni otro extremo era decente a su estado de Obispo. El mismo Posidio añade, que en la mesa usaba de cucharas de plata, pero todas las demás partes de lo que se llama vajilla, eran, u de barro, u de mármol, u de madera. Debía de ser muy raro entonces el vidrio en la Africa.

29. ¿Qué diría hoy el Santo, si viese Eclesiásticos muy inferiores al Orden Episcopal, ostentar en sus lechos ricas colchas, preciosas colgaduras, mucho encaje en las almohadas, mucha sutil holanda en sábanas, y camisas, y a proporción todo lo demás, sin que se avergüencen de ello, antes haciendo vanidad? ¿No es cosa insufrible ver a un Párroco, o a otro Eclesiástico, también muy inferior al Orden Episcopal, sacar jactanciosamente la caja de oro en un corrillo para dar tabaco, y la muestra de oro para ver qué hora es? ¡Oh cuánto celebraría yo, que en tales casos se hallase presente un Varón de celo Apostólico, para representar al desvanecido Eclesiástico, que en el tabaco contemplase que había de ser polvo como él algún día; y por el reloj se acordase de aquella hora en que le harían cargo de haber expendido en aquellas preciosidades lo que debiera emplear en socorrer a los pobres!

30. Con harto dolor le digo. En una de las Provincias más míseras de España, donde hay infinitos pobres, no por ser holgazanes los naturales, como sucede en otras algunas tierras, sino porque el trabajo de sus manos está tan pensionado, que no alcanza a ganarles el preciso sustento; el lujo de los Eclesiásticos tengo entendido es mayor que en otras Provincias más opulentas, o menos necesitadas. ¡Qué pompa! ¡qué adorno! ¡qué magnificencia! ¡qué abundancia de todo! Pero el mayor desorden es el de los convites. Digo, que es común, si no en toda la Provincia, en algunas partes de ella el que los [259] Párrocos, no sólo instituyen suntuosísimos banquetes para gran número de convidados el día del Santo de su nombre, y del Santo Patrono de su Iglesia; mas que cada uno de estos convites dura tres días, y que el número de los platos es el que bastaría para la mesa de un Embajador en la función de celebrar el cumple años de su Príncipe.

31. ¿Con qué moralidad se puede salvar esto? Recurren a que es costumbre. Vano recurso; porque para que la costumbre justifique una acción, es menester, dicen los Canonistas, que tenga aquella racionalidad que exige la imposición de una ley, que es por lo menos racionalidad negativa; esto es, que ya que no se vea razón positiva que la autorice, tampoco se encuentre razón positiva, que la condene. No una razón sola, dos muy poderosas reprueban esta costumbre: una es la sobriedad, templanza, y moderación debida al estado Eclesiástico; otra, que no se puede expender en superfluidades lo que excede su congrua sustentación.

32. Aun cuando esos excesos no sean contra el Derecho Natural, u Divino (para mí es probabilísimo que lo son, mayormente en los Párrocos) no por eso costumbre alguna basta a justificarlos. Sin esa oposición al Derecho Divino puede una costumbre ser de tal naturaleza, que nunca pueda perder la cualidad de corruptela, ni por consiguiente la mancha de ilícita. Y aunque no todos los Autores explican de un modo, que es lo que constituye una costumbre en esta cualidad, siempre me pareció la mejor explicación por más clara, y más comprehensiva de todas la de los que dicen, que siempre que algún acto es tan disonante a la razón, que por más que se haya generalizado su uso, nunca pierde esa disonancia, se debe cualificar de corruptela. Pues aun cuando la costumbre de esos ostentosos convitones se hubiese extendido a Reinos enteros, y durase por espacio de algunos siglos, ¿cómo podría jamás dejar de ser gravemente disonante a la razón el que los bienes Eclesiásticos se expendiesen en ellos?

33. Añado, que ni podrán esos Párrocos alegar [260] costumbre tan generalmente introducida que pueda disculpar tales excesos. ¿Por ventura no hay en la misma Provincia algunos que los condenan, o por lo menos no los practican? Me atrevo a asegurar, que de los que son verdaderamente doctos, raro, o ninguno caerá en ellos. Digo de los que son verdaderamente doctos; y no se me dé a esta expresión algún sentido odioso. Yo supongo, que todos los que ejercen las funciones de Párrocos están dotados de toda la doctrina necesaria para instruir a sus Parroquianos, y administrarles los Santos Sacramentos. Pero al mismo tiempo supongo, que no serán muchos los que estén versados en los principios del Derecho Natural, Divino, y Canónico, por donde se debe decidir la presente cuestión. Estos son los que llamo verdaderamente doctos, y los que, aunque sea muy corto el número, reclamando con la práctica contraria contra la costumbre introducida, la dejan totalmente inválida, y sin fuerza para autorizar a aquel depravado uso.

34. Aun cuando no tuvieran contra él más que el ejemplo de los señores Obispos, bastaría para abrirles los ojos, y hacerles ver, que la costumbre, que alegan, está enteramente desautorizada. Es cierto que el Orden Episcopal, como de verdaderos Príncipes de la Iglesia, admite mucho mayor ensanche en los gastos domésticos, que el de los Eclesiásticos inferiores. Con todo, rarísimo Obispo se hallará, acaso ninguno, que en los gastos domésticos expenda cantidad igual a aquella que comúnmente emplean en ellos los legos, que perciben iguales rentas. Y si hay alguno que lo haga, no pienso haya Teólogo que le absuelva de pecado grave.

35. Acaso alguno, para los convites, me querrá alegar por los Obispos el ejemplo del grande Arzobispo de Milán S. Ambrosio, de quien Paulino, Escritor de su vida, dice, que tenía varias veces por convidado a su mesa al Conde Argobastes, famoso Caudillo del Imperio Romano en aquel tiempo; y Sulpicio Severo, que no pocas veces hacía este cortejo a los Cónsules, y Prefectos [261] de las Provincias; lo que no es creíble hiciese, sin que la esplendidez de la mesa correspondiese al carácter de tan altos Señores.

36. Pero respondo lo primero, oponiendo al ejemplo de S. Ambrosio el de S. Agustín, S. Basilio, y S. Juan Crisóstomo, nada inferiores, ni en doctrina, ni en piedad al Santo Arzobispo de Milán; de los cuales consta por varios Autores, que usaban una estrecha frugalidad en sus mesas. Opongo también el ejemplo de S. Martín Turonense, de quien refiere Sulpicio Severo, que alegándole el Perfecto Crescencio la cortesana práctica de S. Ambrosio, para que le recibiese por huesped en su Monasterio, no quiso convenir en ello aquel insigne Prelado.

37. Respondo lo segundo, que S. Ambrosio se halló sin duda en circunstancias en que conoció convenir al servicio de Dios, y bien de la Iglesia el cortejo que hizo a aquellos Magnates. Esto lo persuade eficazmente, no sólo su alta santidad, mas también el particular carácter de su espíritu, muy superior a todos aquellos respetos humanos, que inclinan a complacer, y obsequiar a los poderosos del mundo, como se vio en el valor heróico con que al Emperador Teodosio estorbó la entrada de la Iglesia por la mortandad ejecutada en Tesalónica; y en la generosa intrepidez de dar en rostro con su inicuo proceder a Máximo, poseedor de una gran parte del Imperio Romano; separándose de su comunión, y de la de los Obispos, que comunicaban con él.

38. Coincide con la práctica de S. Ambrosio la del Santo Arzobispo Hamburgués Wano, de quien dice el Cardenal Baronio (ad annum 1013), que haciendo algunos presentes a los ferocísimos Reyes del Norte, los hallo propicios cuanto quiso a favor de su Iglesia.

39. En vano querrán pretextar algunos Eclesiásticos los regalos, y convites, que hacen a los Señores, con el ejemplo de estos dos Santos Obispos, si no se hallan en las circunstancias que ellos, y mucho menos si no [262] obran con el espíritu, y fin con que ellos obraron. La regla comunísima, que siguieron casi todos los Santos Prelados, y Pastores, que tuvo la Iglesia, es la contraria; esto es, expender únicamente en los pobres todo lo que sobra de su razonable sustento, dejando a los ricos que gocen de los bienes que Dios les dio, pues tienen bastantísimo con ellos.

40. Con cuya ocasión me parece conveniente advertir aquí, que se engañan torpemente no pocas veces los Eclesiásticos, que con sus bizarrías piensan lograr la gracia de los poderosos del siglo. Son muchas las ocasiones en que por ese medio, bien lejos de conseguir su estimación, incurren su desprecio. Son recibidos sus obsequios con muy buena cara, y correspondidos con encarecidos ofrecimientos de sus buenos oficios para cuanto dependa de su poder. Pero entretanto los obsequiados, si son algo advertidos, no dejan de considerar, si el obsequiante excede en el cortejo de lo que permite su estado: si la mira, que tiene en él, es algún interés personal, y por tanto incapaz de justificar la acción: si aquellas muestras de generosidad, para poder atribuirse a buen fin, están acompañadas de las demás virtudes propias de un Eclesiástico: si bizarrea sólo por el fin de ganar la reputación de caballeroso; lo que será una soberana simpleza, si pretende ese crédito a expensas de caudal ajeno, v.gr. del de una Comunidad fiada a su gobierno; pues nadie ignora, que de los bienes ajenos los más ruines son los más pródigos, y que hay quienes, no sacando jamás un cuarto de la faltriquera para dar a un pobre, a puñados sacan los doblones del arca común para que sirvan a sus antojos.

41. Lo que yo por lo común he visto es, que los que mandan el mundo, mucho mayor, y más sólido aprecio hacen de un Sacerdote recogido, humilde, modesto, que de su poco, o mucho caudal corta lo que buenamente puede para socorrer a necesitados, sin pensar en lo que el mundo neciamente apellida bizarrías, y en todo lo demás cumple exactamente con sus obligaciones, que de [263] esotros Eclesiásticos espléndidos, magníficos, ostentosos, y que, si se ofrece la ocasión, mucho más atienden a la humilde súplica de aquel para favorecerle, o para favorecer algún tercero por quien pide, que a las repetidas recomendaciones de esotros.

42. Divinamente a este intento S. Jerónimo, escribiendo a Nepociano: Debes evitar (le dice) los convites de los seculares, y principalmente de aquellos que están hinchados con los honores que gozan. Es cosa torpe que delante de las puertas de un Sacerdote de Cristo estén de guardia los Lictores de los Cónsules, y el Gobernador de la Provincia coma con más regalo en tu cosa que en su Palacio. Si tomas para esto el pretexto de suplicarle por algunos miserables, creeme, que antes deferirá para este efecto a un Sacerdote modesto, que a un Eclesiástico rico; y más respeto tributará a la virtud de aquél, que a la opulencia de éste.

43. Esto no es disuadirnos todo género de obsequio hacia los poderosos. Se les ha de prestar éste, siempre que la falta de él justamente se pueda reputar incivilidad. Ni hemos de buscar las ocasiones de cortejarlos, ni huirlas, cuando las ocasiones nos buscan a nosotros. Aquellos, a quienes, o el esplendor de la cuna, o la autoridad del puesto constituyó en grado superior al común de los hombres, son acreedores al respeto de éstos. De Dios, a quien deben la altura en que se hallan, desciende originariamente esa obligación. Pero ese respeto se ha de contener dentro de aquellos límites, en que ni perjudique a la Dignidad del Sacerdocio, ni al cumplimiento de alguna otra deuda anexa a ese estado. En el trato político tanto debe huir el Eclesiástico de indecoroso abatimiento, como del orgullo arrogante. Ni túmido, ni tímido ha de mostrar su genio. Pide su porte gravedad, pero alejada de todo resabio de presunción.

44. Mas vuelvo a las expensas, que siendo el principal, o único asunto, que me he propuesto en esta Carta, insensiblemente empezaba ya a desviarme de él. Y [264] volviendo a él, digo, habiendo representado a Vmd. la indispensable deuda de huir los dos extremos viciosos, la sórdida avaricia, y la inconsiderada profusión, visto está que ha de caminar por el medio colocado entre uno, y otro. Pero no olvide Vmd. esta advertencia consiguiente a lo que dije arriba, que el que es medio para un Caballero lego, no lo es para un Caballero Eclesiástico. De diverso modo ha de tomar éste que aquél la medida para ponerse en el medio. O, para decirlo con más exactitud, no una sola, sino dos medidas ha de tomar, la una para reglar sus gastos personales, la otra para tantear sus expensas con los pobres. Y son tan diversas una de otra, que en la primera es virtud acercarse a las estrecheces de la miseria, y en la segunda tocar los confines de la prodigalidad.

45. Yo aseguro a Vmd. que siguiendo este camino, no sólo logrará los agrados del Cielo, mas también las estimaciones del mundo. No está la virtud tan desvalida entre los hombres como comúnmente se dice. No son muchos los que la practican. Pero se compensa esto ventajosamente con que todos la veneran. El más relajado, el más abandonado a los desórdenes del apetito la rinde este apreciable tributo. El mismo Idolo Dagon se postra delante del Arca del Testamento. Quiero decir. Esos mismos, que reciben las adoraciones de los mortales, adoran a los que sólo adoran a Dios. Hace el mundo lo que se dice de algunas mujeres; no ama a quien le ama, sino a quien le desprecia. La reverencia, que se da a la virtud, es culto del corazón. La que se presta a la pompa mundana es homenaje, que rinden los ojos, las manos, la lengua; en una palabra no el alma, sino el cuerpo. Es, sin comparación, mayor el número de hipócritas en los devotos de los hombres, que en los que representan serlo, respecto de Dios. Entre éstos hay bastantes; de aquellos casi toda la devoción es hipocresía.

46. No digo yo esto por excitar en Vmd. el amor a la perfección digna de su estado, con el fin de lograr la [265] estimación mundana (Ya no sería ése un amor muy limpio). Sí sólo por apartar de sus ojos un vano espectro, un fantasma, que, aterrando a no pocos Eclesiásticos, los aparta de la senda, que debieran seguir. Este es la aprehensión de que los desestimen, si no tienen aquel porte espléndido, que ven en otros poseedores de no mayor renta que la suya. Ese temor es justo, y la desestimación será razonable, si se estrechan en el porte sólo con el fin de atesorar. Pero si cercenan de los gastos personales, por tener más que expender en los pobres, por eso mismo serán estimadísimos; y tanto más, cuanto más se estrechen. Sin embargo que hacia esta parte me parece justo poner una limitación; esto es, que la estrechez no sea tal, que cercene aun de la decencia precisa del vestido.

47. En este punto hay dos extremos que evitar, la gala, y la inmundicia: el torpe desaseo, y el aseo demasiado: un traje rústico, y un hábito rico. Uno, y otro da en rostro a los que lo miran: y uno, y otro es ajeno de la gravedad modesta, propia de un Eclesiástico. El primer defecto hace su trato tedioso; el segundo funda hacia las costumbres un nada favorable concepto. Y aun subiendo éste a cierto grado, que luego expresaré, puede granjearle, en vez de una común estimación, un desprecio universal. Atienda Vmd. a lo que voy a decir, y con ello concluyo. ¿Quiere Vmd. saber cuál es el animal más ridículo, y contemptible que hay en el mundo? Yo se lo diré. Un Eclesiástico Petrimetre. Dios le libre a Vmd. de caer en tal oprobio, y le guarde muchos años. Oviedo, &c.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo cuarto (1753). Texto según la edición de Madrid 1774 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo cuarto (nueva impresión), páginas 246-265.}