Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo cuarto Carta XXIII

Exortación a un vicioso para la enmienda de la vida

1. Muy señor mío: El P. Predicador Fr. N. que, al transitar por este Colegio, me visitó, como Vmd. le había ordenado, en su nombre dejó a mi cuidado avisar a Vmd. como cumplió con esta cortesana atención suya, de que le rindo las debidas gracias; aunque mucho más excitó mi gratitud a Vmd. la noticia, que repetidas veces me inculcó del singular afecto, que a Vmd. debo, y del grande aprecio que hace de mis Escritos; añadiendo, para lisonjear más mi amor propio, la de que Vmd. por el bello talento de que nuestro Señor le ha dotado, es voto respetable en la materia. Extendió luego el elogio a otras prendas, como la buena presencia, la liberalidad, la cortesanía, el agrado para todo el mundo.

2. Fueme muy grata esta conversación de aquel Religioso, mientras se contuvo en los términos referidos; pero declinando insensiblemente a otro asunto muy diferente, me dio con él tanta pena, como con el anterior me había dado placer. Fue declinando, digo, el elogio a censura, y censura muy fuerte; porque después de referirme algunas acciones de Vmd. nada conformes a la Ley de Dios, vino al fin a declararme, que había notado en Vmd. un gran descuido, si ya no un total abandono, en el importantísimo negocio de la salvación; y que no sólo con las obras, mas también con las palabras descubría Vmd. esta pésima disposición de su ánimo; porque haciéndole dicho Religioso una, u otra suave admonición sobre su modo de vivir, le respondía Vmd. con la cantinela ordinaria de los que sacudieron enteramente de sus [312] cuellos el yugo de la ley; que Dios es muy misericordioso; que siendo aún joven, harto tiempo le restaba para hacer penitencia; ¿que cuándo había de gozar del mundo, si no se aprovechaba de él en la juventud? Que tiempo había para todo, que una hora bastaba para una Confesión general, y un momento sólo para un Acto de Contrición.

3. Al fin, concluyó el Religioso su relación, asegurándome, que no por accidente, o secuela casual de la conversación me ministraba aquellas noticias, sino con designio muy premeditado, siendo el motivo, que tenía para ello, solicitar, que yo, mediante alguna, o algunas Cartas Exhortatorias, procurase apartar a Vmd. del precipicio por donde ciegamente se deja caer. Y aunque le representé, que teniendo Vmd. un entendimiento, cual él me había pintado, no podía yo proponerle razones que Vmd. no tuviese previstas, mayormente cuando las que hay para persuadirle a abandonar un rumbo tan peligroso, son tan claras, que estoy por decir, que tanto alcanza en ellas el más rudo, como el más ingenioso; insistió en su propuesta, alegando, que la afición, con que Vmd. leía mis Escritos, daría a mis razones más fácil entrada al alma, aun siendo las mismas que expondría otra cualquiera pluma. No sé si porque esta reflexión me movió algo, o porque yo hice la de que, aun cuando mi Exhortación no tuviese algún efecto, poco tiempo se perdería en hacerla, resolví ceder a sus instancias, y ahora voy a poner en ejecución lo que él me pidió, y yo le ofrecí. Acabóse mi coloquio con aquel Religioso, y doy principio a otro con Vmd. para mostrarle cuanto son débiles los cimientos en que estriba su imaginada seguridad.

4. Sí señor (empecemos por aquí), sí señor, Dios es muy misericordioso. ¿Quién se lo negará? No es muy misericordioso como quiera, sino que lo es sin límite, ni término alguno, siendo de Fe, que su misericordia es infinita. ¿Pero qué? ¿No es también infinita su justicia? [313] Tan cierto es esto, como aquello; porque la infinidad es igual, es la misma en todos los divinos Atributos. Sin embargo, me dirá Vmd. la Sagrada Escritura habla en varias partes con tan enérgicas expresiones de la Divina Misericordia, que da lugar a creer, que aunque sea igualmente infinita la justicia, explica, o ejerce más, respecto de nosotros, aquélla, que ésta.

5. Pero repongo yo: ¿no habla también la Escritura con expresiones igualmente enérgicas de la Divina Justicia? Paréceme que sí. El Dios de las venganzas llama al Soberano Señor el Santo Profeta David: Deus ultionum Dominus. ¿Qué expresión se me dará más valiente por la misericordia que lo es ésta por la justicia? Dice en otra parte, que su diestra está llena de justicia: Iustitia plena est dextera tua. Como que no hay que esperar de ella, sino, como decimos vulgarmente, justicia seca; pues aunque no puede ser ésto lo que significa, ésto es lo que suena. En otra, que la Justicia Divina es como los Montes de Dios: Iustitia tua sicut Montes Dei. Esta es una locución sumamente fuerte en el estilo de la Escritura, en el cual es familiar para significar una cosa sumamente grande llamarla cosa de Dios; Montes de Dios, los Montes más corpulentos; Cedros de Dios, los Cedros más altos; tinieblas de Dios, la suma obscuridad.

6. No obstante lo dicho, quiero concederle a Vmd. lo que pretende; esto es, que Dios ejerce más, y mucho más con nosotros el atributo de la Misericordia, que el de la Justicia. ¿Pero qué sacará Vmd. de ahí para su intento? Nada. Atienda Vmd.

7. Si un vasallo ofendiese a su Príncipe con infracción de sus preceptos, y esto, no una vez sola, sino dos, tres, y cuatro veces, y el Príncipe lo tolerase, sin darle castigo alguno hasta la quinta ofensa en que ya resuelve castigarle a proporción de su delito, ¿no diría todo el mundo, que el Príncipe había usado de una gran clemencia con el vasallo en la tolerancia de cuatro continuadas violaciones de sus preceptos, hechos a sabiendas, [314] con perfecta deliberación, y conocimiento? Parece que sí: pues apenas se habrá visto Príncipe alguno en la tierra tan tolerante; y si alguno se vió, más le tendrían por insensible, que por benigno. ¿Y si las ofensas fuesen, no sólo cuatro, o cinco, sino veinte, treinta, o cuarenta, y todas graves? Y si en medio de ser tantas, no quisiese el ofensor pedir perdón al Príncipe ofendido, prometiendo sinceramente la enmienda, antes lo fuese dilatando más, y más, hasta que a él se le antojase solicitar el perdón, sin que entretanto el Príncipe se resolviese a castigarle; ¿qué diríamos de la tolerancia del Príncipe, y de la proterva del vasallo? Pero esto es proponer un caso moralmente imposible, y yo lo confieso.

8. Pero ve aquí Vmd. que una clemencia tan excesiva, que se reputa moralmente imposible en los Príncipes de la tierra, es la que ha ejercido, y está ejerciendo con muchos (acaso Vmd. uno de ellos) el Soberano Señor de Tierra, y Cielo. Y si es Vmd. uno de ellos (como parece ser según las noticias que se me han dado), ¿qué confianza puede tener en la máxima de que Dios es muy misericordioso? Si lo es, con Vmd. lo es, y lo ha sido. Si en este momento disparase un rayo sobre su cabeza, y con él precipitase su alma al infierno, ¿no se verificaría que había sido muy piadoso con Vmd. tolerándole, unas sobre otras, tantas ofensas, esperando que le pidiese perdón, y resistiéndolo Vmd.? ¿Pues qué? ¿Dios no será muy misericordioso, si no lo es cuanto quiera Vmd. que lo sea? ¿Es por ventura la voluntad del pecador la que debe reglar el tanto, o cuanto de la Divina Misericordia? Harto la ha desfrutado Vmd. harto la han desfrutado otros, que están ardiendo en el abismo, en la tolerancia de tantos pecados, en la repetición de tantos llamamientos, que su pertinacia hizo inútiles. Si luego que Vmd. cometió el primer pecado grave, le hubiera quitado la vida, para hacerle enteramente infeliz, ¿excedería de lo que debía a una rectísima justicia? ¿Sería tirano? ¿Sería cruel? No, sino justo; pues no fue tirano, [315] o cruel con tantos millares de Angeles, a quienes al primer delito que cometieron, arrojó de las luces del Empireo a las tinieblas del Averno. Luego fue piedad, y misericordia darle vida, y tiempo para hacer penitencia de aquel primer pecado. Luego fue más misericordia suspender el castigo, aun después de cometido el segundo. Más misericordia hacer lo mismo al tercero, más al cuarto, al quinto, &c. De suerte, que al paso que fue creciendo en Vmd. el número de las maldades, fue creciendo de parte de Dios la multitud de sus miseraciones, como la llama David.

9. Y advierta Vmd. que este Santo Rey, a aquella espera que le dió la Divina Majestad para arrepentirse de dos pecados solos, aunque muy graves ambos, uno de adulterio, otro de homicidio, a esa espera, digo, por dos pecados solos llamó una gran misericordia, y misericordia, que equivale a una multitud de misericordias, Miserere mei Deus secundum magnam misericordiam tuam, & secundum multitudimen miserationum tuarum dele iniquitatem meam. Si ésa es una gran misericordia, y tan grande, que vale por muchas, ¿qué diremos de aquella misericordia, que Dios ofrece con un pecador, a quien sufre, no dos, o tres solamente, sino veinte, o treinta, o muchos más pecados? Ea, pues, señor mío, Dios es muy misericordioso, pero ya lo ha sido mucho, y muy mucho con Vmd. si su vida es tal, cual me la han figurado. Por un pecado sólo (vuelvo a repetirlo para fijarlo bien en su memoria), por un pecado sólo, el de los Ángeles, están muchas millaradas de aquellas criaturas, por su naturaleza excelentísimas, y estarán por toda la eternidad padeciendo penas horribles. Por un pecado sólo, el de nuestro primer Padre, condenó Dios a innumerables miserias millones de millones de hombres, que componen su numerosísima posteridad. ¿Qué títulos puede presentar al Omnipotente ese puñado de polvo (pues no es otra cosa Vmd. como ni yo tampoco, ni hombre alguno es otra cosa), que títulos, digo, puede [316] presentarle, para que con Vmd. tenga una condescendencia sin término, quien no esperó al segundo delito de los Ángeles, para hacer eternamente infelices tantos millares de aquellas nobilísimas criaturas; ni al segundo de nuestro primer Padre, para derramar sobre toda su dilatadísima descendencia una inundación portentosa de trabajos, y desdichas?

10. Mas quiero dar a que Vmd. respire un poco. Ciertamente la confianza de que Dios, después de tolerar tanto, aún ha de tolerar más, es una confianza temeraria, y peligrosísima. Pero quiero suponer al Altísimo tan indulgente con esa rebelde hechura suya, que aún sufra más, y más, y sea por el largo espacio de diez, doce, o veinte años. ¿Piensa Vmd. que con eso mejora mucho su suerte? Al contrario. Cuanto más se va dilatando de parte de Dios la tolerancia, tanto en peor estado va poniendo Vmd. el gran negocio de su salvación. ¿Por qué? Porque sucesivamente se va haciendo cada día más, y más difícil la penitencia. Esto por dos principios. El primero es, que sucesivamente se va endureciendo cada día más, y más el corazón. Esta es una verdad tan clara, que excluye toda duda. La Escritura la hace patente. La confirman unánimes los PP. Las Historias la demuestran en mil funestos ejemplos. ¿Para qué he de repetir yo lo que se lee en tantos libros? Sin embargo, referiré uno, que por más reciente podrá ser más persuasivo, mostrando la experiencia, que la proximidad del tiempo conduce, como la proximidad de lugar, para que los objetos hagan más fuerte impresión en nuestras facultades perceptivas. Leí el caso, que voy a escribir, en uno de los Tomos de la gran Colección de viajes, que poco há se dio a luz en la Gran Bretaña.

11. Un Pirata Inglés, que infestaba el Océano en las orillas de la África, y el Asia, hizo en un combate presa suya un Navío mercantil de la misma Nación, cuyo Capitán era Monsieur Snelgrave, y a quien trató con cruel insolencia. Cayó muy luego gravemente enfermo el [317] Pirata; y su Prisionero Snelgrave, que era, según le representa toda la Historia de sus viajes, hombre de dulce genio, y noble índole, reconociendo ser la dolencia muy mortal, y condolido del estado infeliz en que veía a su tirano, acercándose a él, le exhortó a que volviese los ojos a Dios, y implorase la Divina Clemencia, para obtener el perdón de sus maldades. La respuesta del Pirata fue lacónica: No puedo, porque tengo el corazón muy duro. El suceso lo hizo visible. Agravándose por momentos la enfermedad, la noche siguiente entregó el alma a Lucifer, siendo los actos, en que ocupó los últimos instantes de la vida, repetidas, y horrendas blasfemias contra Dios, y contra todo el Cielo, que hacían estremecer aun los ánimos feroces de la pirática canalla que le oía.

12. Este es el común paradero de la demasiada dilación de la penitencia. Nótese, que el desesperado Pirata no dijo que no quería implorar la Divina Clemencia, sino que no podía, no puedo. Así sucede a los que retardan más, y más la conversión. Al principio no quieren, y a lo último no pueden. El no querer para en no poder; y el esperar mucho en desesperar.

13. No tiene Vmd. que escandalizarse de que diga que los pecadores, que retardan mucho la conversión, a lo último no pueden convertirse; pues mucho antes que yo pronunció lo mismo S. Agustín. Terrible sentencia es la de este gran Doctor: Es justísima, dice; pena del pecado, que el que no quiso obrar bien cuando pudo, después no pueda cuando quiera. Illa est peccati poena iustissima, ut qui rectum facere, cum potuisset, noluit, amittat posse, cum velit (lib. de Natur. & grat. cap. 67). ¿Y qué otra cosa nos da a entender el Oráculo Divino, cuando en la pluma de Jeremías nos intima, que así como no puede el Etíope mudar su color, tampoco el pecador envejecido su mal modo de vivir? Si mutare potest Aethiops pellem suam, aut pardus varietates suas, & vos poteritis benefacere, cum didiceritis malum (Jerem. cap. 13). [318]

14. Teólogos hay que toman estos textos, y otros semejantes en todo rigor literal, diciendo que aquellos depravados, que enteramente abandonan a Dios, y que, como se lee en el libro de Job, cap. 15, beben como agua la maldad: Bibunt sicut aquam iniquitatem, llega el caso de que también Dios los abandona enteramente, negándoles la gracia necesaria para la conversión. Pero los más benignos entienden en ellos lo que se llama imposibilidad, no por lo que suena literalmente, sino por una grandísima dificultad, diciendo, que aunque Dios en todos tiempos, y estados, mientras están los hombres en este mundo, les da la gracia necesaria para obrar bien; pero esa gracia, respecto de aquellos pecadores, que con repetidas maldades, así como de día en día van irritando más, y más la ira divina, cada día más, y más van desmereciendo los auxilios soberanos: esa gracia, digo, la dispensa Dios, respecto de aquellos pecadores, con una tan estrecha economía, que, aunque absolutamente se verifica que con ella sola rarísimo, o ninguno se convertirá; porque por una parte la resistencia del corazón endurecido es muy fuerte, por otra la actividad del auxilio poco, o nada eficaz; y éstos son los dos principios, porque dije arriba que cada día se va haciendo más, y más difícil la conversión del pecador, que la dilata mucho tiempo.

15. He expuesto a Vmd. el grande peligro, en que está, con el modo más natural, y más inteligible que he podido, absteniéndome de los términos, y expresiones de que usan los Teólogos en los Tratados de la Gracia, y el Libre Albedrío, como asimismo prescindiendo de las varias opiniones de distintas Escuelas sobre estas materias; las cuales, representadas a quien no es Teólogo de profesión, creo que más servirán a confundirle, que a ilustrarle. En el camino, que he seguido, no hallé por estorbo alguna de aquellas encontradas opiniones, a las cuales queda enteramente salva su respectiva probabilidad [319]. Sólo condeno la férrea dureza del Jansenista, más propia para conducir los pecadores a la desesperación, que al arrepentimiento. El Predeterminante, y el no Predeterminante convendrán sin duda conmigo en que tanto más difícil es el arrepentimiento, cuanto más se dilata; de modo, que es conforme a razón creer, que de los que remiten este importantísimo negocio a las últimas horas de la vida, rarísimo se salva. Esto por la razón de que todo lo que es extremamente difícil, rarísima vez sucede.

16. Mas para hacer a Vmd. palpable cuán peligroso es el sistema práctico que sigue, figuremos que éste es un juego en que Vmd. se expone a perder, y ganar. Cuando son iguales en el valor la ganancia, que en el juego se espera, y la pérdida a que se arriesga, obra imprudentísimamente el que juega con menos probabilidad de ganar, que de perder; y tanto la imprudencia será mayor, cuanto más exceda la probabilidad de perder a la de ganar. De suerte, que si, pongo por ejemplo, la probabilidad de perder excede a la de ganar, cuanto el número centenario excede a la unidad, precisamente será un fatuo el que abrace un tal partido. Y esto en suposición de que la pérdida, y ganancia se consideren iguales en el valor. Pero esta demencia, o fatuidad aún será mucho mayor, si a la minutísima probabilidad de ganar se añade, el que la pérdida, a que se arriesga, es incomparablemente mayor que la ganancia que procura.

17. Ahora, pues, señor mío, supongamos este caso. Pedro juega con Juan debajo de tales condiciones, y circunstancias, que Pedro tiene probabilidad como uno para ganar, y Juan como ciento; o lo que es lo mismo, la probabilidad de Juan para ganar excede a la probabilidad de Pedro, cuanto excede el número centenario a la unidad. Añádese a esto, que la cantidad, que se expone al juego, se regla de este modo, que si Juan pierde, no pierde más que un doblón; pero si Pedro pierde, pierde cien doblones. ¿No dirá Vmd. que Pedro, que [320] se pone a juzgar debajo de tales condiciones, es un hombre enteramente fatuo, o loco?

18. Pues, señor mío, aquí viene lo del Profeta Natan a David: Tu es vir ille. Vmd. o cualquiera, que viviendo estragadamente, retarda muchos años la penitencia, es ese Pedro, y aun mucho más ciego, y desbaratado que ese Pedro. Atienda Vmd. está jugando con Dios la felicidad eterna contra la temporal; de tal modo, que todo lo que puede ganar, viviendo tan a rienda suelta, son cincuenta, o sesenta años de una vida cómoda, u deliciosa, que es lo que Vmd. llama gozar del mundo. Pero si pierde (¿cómo podrá leerlo sin estremecerse?), si pierde, pierde la felicidad eterna. ¿Y qué es perder la felicidad eterna? Es quedar condenado a arder eternamente en las llamas del abismo, en la horrible compañía de todos los espíritus infernales. Eternamente digo, no por uno, no por cien siglos, no por cien mil millones de siglos, ni por tantas millonadas de millones de siglos como tiene arenas el mar, y átomos el aire, sino eternamente. De modo, que pasadas todas esas millonadas de millonadas de siglos, estamos como al principio, y principio de una cosa, cuyo fin nunca llegará.

19. Mas no obstante la infinita desigualdad (que ciertamente no es menos que infinita) entre lo que el pecador va a ganar, y lo que va a perder, ya podía reputarse por algún consuelo, aunque levísimo, si tuviese una muy excesiva probabilidad de no perder en ese juego la eterna felicidad, aunque quede subsistente alguna menor probabilidad de perderla. ¡Pero, ay, Señor! que no sólo no resta ese levísimo consuelo, mas por esa parte se agrava mucho más el desconsuelo. Pues por lo que dije arriba, de que tanto más difícil se hace la penitencia, cuanto más se dilata, se infiere, que en los que la dilatan por muchos años, mucho más si la retardan hasta los postrímeros días, o postrímeras horas, es, sin comparación, mayor la probabilidad de bajar al Infierno que la de subir al Empireo. [321]

20. Estoy firme en el concepto de que, aun cuando Dios no hubiese revelado, que de tantos Católicos, como hay en el mundo, sólo uno se había de condenar, todos deberíamos estar en continuo temblor, temiendo cada uno que sobre su cabeza cayese ese espantoso rayo. Confieso que la contingencia, respecto de cada uno en particular, es rara. Pero si esa contingencia viene, el daño es infinito. ¿Qué quiere decir esto? Que excede infinitamente lo terrible del daño a lo raro de la contingencia. En esta comparación tiene cada particular la medida de su peligro. Es decir: la contingencia es rara; pero es riesgo de un mal infinito.

21. Mas si cualquiera en particular, aun siendo la amenaza a uno sólo, debe temblar, ¿cuánto más éste, aquél, y el otro, que con la continuación de delitos continuamente están provocando la soberana indignación, para que la dirija a ellos? ¿Cuánto más, si la amenaza no es a uno sólo, sino a todos los pecadores, y con mayor indignación a los muy relajados?

22. Ahora, pues, señor mío, ¿en qué quedamos? ¿No es ya tiempo de capitular con Dios? Sí lo es; ya há muchos días que lo era. Sí lo es; y acaso no hay ya más tiempo para capitular que el presente en que Vmd. está leyendo esta Carta. ¿Qué sabemos si en la resistencia a este llamamiento constituyó Dios el último término al ejercicio de su misericordia con Vmd.? ¿Qué sabemos si este es el plazo fatal destinado a cerrar la puerta de la clemencia, y abrir los diques de la ira?

23. De dos modos puede Dios hacer esto: o quitándole a Vmd. la vida, o negándole la gracia. La vida en el hombre más robusto está pendiente de un hilo. Así, ¿cuántas veces se han visto sujetos de una complexión, al parecer sanísima, en el mayor vigor de la juventud dar consigo repentinamente en el suelo, privado de toda acción el cuerpo, y de todo conocimiento el alma? Mas como éstos son pocos, respecto de aquéllos, que, postrados en la cama, paulatinamente van rindiendo el [322] aliento al porfiado combate de una enfermedad, éste riesgo da, por lo común (aunque contra toda razón) poco cuidado. Concederéle, pues, a Vmd. que sean pocos los que peligran por la repentina privación de la vida. ¿Pero quién sabe si son pocos, o muchos los que se pierden por la denegación de la gracia? Es de creer (y las reflexiones, que he propuesto arriba, lo prueban invenciblemente), es de creer, digo, que de los que viven años enteros en desgracia de Dios, dilatando más, y más la conversión, sean muchos, sean los más (¿qué sabemos si todos, con excepción de un corto número?) los que padecen esta lamentable destitución de la Gracia divina.

24. ¿Pero qué? ¿Les falta a éstos la asistencia de toda gracia? No por cierto. Ya sobre este punto me expliqué arriba. Creo, siguiendo la sentencia más común de los Teólogos, que a todos se les dispensan aquellos auxilios con que pueden convertirse. Sí. ¿Pero aquéllos con qué efectivamente se convertirán? ¿Está obligado a dar éstos el Altísimo? ¿Y mucho menos a los que continuadamente los han estado desmereciendo, a los que continuadamente han estado abusando de su clemencia, y exacerbando su ira?

25. Pero reconozco que Vmd. me puede salir al paso con una objeción que le parecerá muy plausible. Habrá oído Vmd. de muchos, y aún los habrá conocido, que vivieron muy estragadamente; y con todo, llegando el caso de adolecer mortalmente, y conocer que inevitablemente se mueren, hacen todas las diligencias cristianas que pide el lance; solicitan de Dios con lágrimas el perdón de sus culpas; se confiesan; reciben con sensible devoción el Viático; oyen las exhortaciones, que se les hacen, con demostraciones de que se les imprimen en el corazón. Los más, casi todos los que mueren a paso no muy acelerado, mueren de este modo. Luego los más hacen verdadera penitencia en las cercanías de la muerte, aun en caso que la dilaten hasta aquella estremidad. [323]

26. ¡Oh cuánto me alegrara yo de que ello fuese así! ¿Pero esas señas de verdadera penitencia son ciertas? ¿Son claras? No, sino muy equívocas, y obscuras. ¿Qué han de hacer los miserables puestos en aquel conflicto? Lo que hace el forzado de Galera, que empuja cuanto puede el remo, porque ve enarbolado sobre su espalda el látigo del Comitre: lo que hace el reo puesto en la tortura, que confiesa lo que no quisiera confesar. ¿Hay en todas aquellas acciones un mixto de voluntario, e involuntario, donde no se puede definir cuál de los dos prevalece? ¿Qué sé yo si exprime aquellas lágrimas, más que el dolor de haber pecado, el sentimiento de que ya no se puede pecar más? Acaso este afecto va tan disfrazado en aquél, que ni el mismo pecador lo puede discernir.

27. Como quiera que sea, la Sagrada Escritura nos presenta dos ejemplos de estos tardíos arrepentimientos, uno en el Viejo Testamento, otro en el Nuevo, que al más intrépido corazón deben hacer temblar. El primero es del Rey Antioco de Siria, de quien en el libro 2 de los Macabeos, capítulo 9, se refiere, que después de haber cometido muchas, y graves maldades, acometido de una terrible enfermedad, recurrió a la clemencia del Señor con tales demostraciones de arrepentimiento de lo pasado, y tales protestas de enmienda en lo venidero, que, según se explica la Escritura en aquel lugar, parece que no caben mayores, o más fuertes. ¿Pero todo esto de qué sirvió? De nada. El Sagrado Texto lo expresa. Clamaba, dice, aquel mal Príncipe al Señor, de quien no había de obtener misericordia: Clamabat scelestus ad Dominum, a quo non erat misericordiam consecuturus. Añadiendo después, que feneció la vida con una muerte infeliz: Miserabili obitu vitam finivit.

28. El segundo ejemplo es el de las Vírgenes necias del Evangelio. ¿Qué diligencia omitieron aquellas miserables de las que eran necesarias para evitar su condenación? Ninguna, al parecer. Solícitas fueron a buscar el misterioso aceite, que les faltaba. Emplearon en él su [324] caudal. Volvieron atentas con él a los obsequios del Esposo. Esto, y no más hicieron las cinco Vírgenes prudentes. Pues, ¿cómo éstas se salvaron, y las otras fueron ignominiosamente repelidas? Unas, y otras hicieron las mismas diligencias. Toda la diferencia estuvo en que las necias las hicieron tarde, y las discretas en tiempo oportuno.

29. Esto no es decir, que los esfuerzos, que hace el pecador para obtener el perdón de sus pecados, no sean útiles, aunque muy tardíos, como sean sinceros; sí sólo, que rarísima vez son sinceros, cuando son muy tardíos. Y me parece prueba clara de esta verdad la esperiencia de los muchos pecadores de hábito, que en las angustias de una peligrosa enfermedad dan cuantas muestras se pueden desear de un serio arrepentimiento; pero cobrada la salud, y reintegradas en todo su vigor las fuerzas, vuelven al mismo desorden, con que vivían antes de enfermar. No quiero yo decir, que una reincidencia, ni aun muchas reincidencias sean señal evidente de que los propósitos de no pecar, que las precedieron, fueron falaces. Este discernimiento pende del combinatorio examen de varias circunstancias que proponen los Teólogos Morales. No hablo de esos pobres muy frágiles, que cuantas veces caen, impelidos de una violenta pasión, tantas procuran levantarse con ansiosa solicitud; sino de aquellos, que a no mucha distancia del recobro de la salud vuelven al mismo hábito vicioso que tenían antes de la enfermedad, al mismo ejercicio usurario, a la misma ocasión próxima, al mismo concubinaje, al mismo odio permanente del ofensor, a la prosecución del mismo pleito injusto, a la misma venalidad de la judicatura, a la misma protección del facineroso, a la continuación de los mismos medios ilícitos, para saciar, o la ambición, o la codicia, &c. ¡Oh cuántos, y cuántos hay de estos, que vertieron muchas lágrimas en la enfermedad, y las hacen verter a otros en la salud! ¿Qué confianza, pues, puede tenerse de aquella confesión, de aquel arrepentimiento [325], de aquel propósito, que arrancó dle corazón, más un miedo puramente servil, que una sincera voluntad?

30. Pero lo que más eficazmente convence, que en los hombres muy entregados al vicio muchas de las muestras de penitencia, que dan, constituidos en el peligro, son ilusorias, es, que rarísima vez, los que cometieron pecados, que obligan a restitución, la ejecutan. Yo, por mi profesión, y aun en parte por condición genial, más propensa a la soledad, que al bullicio, vivo fuera del mundo; pero tan en sus confines, que oigo mucho, y aun algo veo de lo que pasa en él. He conocido algunos usurarios, no pocos usurpadores de haciendas ajenas; muchos, que con imposturas, y fraudes ocasionaron grandes perjuicios a los próximos; los cuales pecadores ya están en el otro mundo, y salieron de éste sin hacer la más leve diligencia para restituir, aunque tenían medios sobrados para ello. ¿Pues no se confesaron? ¿No dieron sus golpes de pechos? Muchos lo vieron. ¿Pero se confesaron bien? Eso es otra cosa.

31. El juicio más benigno, que puedo hacer de estos miserables es, que varios cuidados respectivos a sus más allegados, los dolores de la enfermedad, la aflicción de ver que se acababa la vida, la separación de cuanto amaban hasta ahora, los distraen de modo, que desatienden lo que es de su suprema importancia. A que se puede añadir alguna perturbación del cerebro, que muy rara vez falta en las graves enfermedades, por más que se diga de muchos que conservaron cabal el juicio hasta el último momento.

32. ¡Pero, ay señor mío! ¿Esta peligrosísima, y fatal distracción, que acompaña las graves enfermedades, no amenaza también a Vmd.? ¿Aunque en desiguales grados, no amenaza a todos? Digo en desiguales grados, porque es mucho más terrible, más ejecutiva esta amenaza, respecto de aquellos, que vivieron en una gran relajación. La razón es, porque estos, aun estando peligrosamente enfermos, dilatan comúnmente la Confesión, hasta que el Médico abiertamente les dice, que no tienen remedio; y entonces ya son más graves los dolores, mayores las congojas del ánimo, más [326] densas las nieblas de la razón, más ruidoso el tumulto de pasiones, y afectos, concurriendo todo a dificultar mucho, mucho (¿qué sé yo si a imposibilitar?) una Confesión buena.

33. ¿Qué más diré a Vmd.? ¿Pero qué más puedo decir? ¿O qué tiene Vmd. que responder? ¿Por dónde se puede escapar? Todas las avenidas están tomadas. Que recurra Vmd. a la infinidad de la Divina Misericordia, que a lo largo de la vida, que a la posibilidad siempre subsistente de la penitencia, que al libre uso del albedrío, que a la prometida asistencia de la gracia; todo está pasado en cuenta. A cualquier parte que Vmd. vuelva los ojos, se hallará rodeado de los precipicios que le he mostrado en esta Carta. De la Misericordia ya Vmd. ha logrado infinito más de lo que merecía, y mucho más que lo que debía esperar. De la asistencia de la gracia digo lo mismo. El libre albedrío sin ella es un pobre inválido. La vida no tiene un momento seguro. La penitencia, aunque siempre posible, cada día se va haciendo más, y más difícil; porque cuanto ella más se dilata, tanto los auxilios se dispensan con más escasez, y encuentran más duro el corazón.

34. Y pues no tengo más que decir, concluyo repitiendo lo que dije arriba, que acaso en esta Carta hace Dios el último llamamiento a la puerta de ese corazón, y desde ahora la deposita en su eterno archivo, para agregarla a los demás cargos en el día de la cuenta. Quedo a la obediencia de Vmd. Oviedo, &c.


Conversión de un pecador,
por Don Jerónimo Montenegro, su verdadero Autor;
Y no el que algunos años há se figuró en la Gaceta de Zaragoza.
Añadidas unas Décimas espirituales por el mismo Autor.

MADRID. M.DCC.LXXIV. POR PEDRO MARIN. Con las licencias necesarias.
A costa de la Real Compañía de Impresores, y Libreros. [329]

 
Aprobación
Del M. R. P. M. Fr. Joseph Balboa, Predicador General de la Religión de San Benito, Abad que ha sido del Colegio, y Universidad de Santa María la Real de Hirache, &c.

De mandato del señor licenciado D. Tomás de Nájera, y Salvador, Vicario de esta Villa de Madrid, y su Partido, leí el Romance Conversión de un Pecador arrepentido, compuesto, corregido, y aumentado por D. Jerónimo Montenegro: no merece censura: es acreedor de justicia a los mayores elogios: cuantos le leyeren serán Panegiristas, como sucedió hasta ahora: los que tuvieron la fortuna de verle, u oírle, procuraron copia impresa, o manuscrita: imprimióse una vez con el nombre de su verdadero Autor; otra como el de uno que tuvo valor de venderse tal al Público: si hubiera disculpa para tan precioso robo, éralo ser hurto de buen gusto. Basta este rasgo (hay otros despreciados del Autor, que notó de repente) para inmortalizar el nombre de este gran numen: logró decir, y hacer mucho bueno, útil, y breve: conviénele lo que oportunamente dijo mi doctísimo D. Agustín Calmet en el Prolegómeno a las Lamentaciones de Jeremías: Estilo utitur Auctor, vivido molli, pathetico, qualem carminum huiusce genus exposcit. Elegantissimum est, quantum aliud unquam in tota antiquitate carmen, & movendis lacrymis aptissimum. Por todo le juzgo digno de estamparse muchas veces: de imprimirse en la memoria, y corazón de todos: que a menudo le publiquen los labios, sintiendo el alma lo que dice la boca. Es mi dictamen (salvo meliori). S. Martín de Madrid, Septiembre 14 de 1754.

Fr. Joseph Balboa

 
Censura
Del Rmo. P. M. Fr. Juan Garrido, Maestro General de la Religión de S. Benito, con honores de General de su Congregación de España, y Consultor de la Sagrada Congregación del Indice, &c.

M. P. S.

De orden de V.A. he visto el Romance, que, con título de Desengaño, y Conversión de un Pecador, escribió años há D. Jerónimo de Montenegro, y hoy pretende reimprimir un aficionado suyo con la adición de unas Décimas al mismo asunto en metáfora de Reloj. Su Autor, ni se presenta del todo, ni le sería posible ocultarse: la misma Obra, por su estilo, energía, y viveza de los conceptos, publicará siempre el mineral de donde salió. En la Metáfora del Reloj lo más apreciable es la repetición. Es común achaque de la fragilidad humana el descuido de las horas de la vida; pero el admirable artificio de la repetición hace presente lo pasado, y los golpes repetidos despiertan al más dormido. Esto pretende el aficionado en la segunda impresión; y no conteniendo Romance, y Décimas cosa opuesta a nuestra Santa Fe, buenas costumbres, y Regalía, antes bien el más importante desengaño, se debería reimprimir muchas veces, no sólo en papel, sino en las finas membranas del corazón humano. Así lo siento, salvo, &c. En S. Martín de Madrid, en 12 de Agosto de 1754.

Fr. Juan Garrido[331]

 
Desengaño, y conversión de un pecador,
por Don Jerónimo Montenegro.


Romance
 

Mudas voces, que del Cielo
al corazón dirigidas,
tanto tiempo há que os malogra
mi obstinada rebeldía:

Ya os escucho, ya os atiendo
ahora, que a la prolija
instancia de vuestros ecos
despierta el alma dormida.

Así me decis, así
me habláis al pecho: repita
mi labio los desengaños,
porque mejor se me impriman.

Hombre; mas no hombre, bruto,
que descaminado pisas,
en busca de la fortuna,
la senda de la desdicha:

Polvo indigno, que volviendo
a la antigua villanía,
del noble ser te degradas,
que te dio mano divina:

Barro abatido, que siempre
terco en ser barro porfías,
por más que ilustres piedades
para estrella te destinan:

Estatua, a quien hace estatua
o que juzgas que te anima,
pues te alejas más el alma,
cuanto alargas más la vida.

Hombre, bruto, polvo, barro,
y estatua, en fin, carcomida
imagen de Dios un tiempo,
sombra ahora de ti misma:

¿Qué error es ése? ¿Qué ciega
ilusión te precipita
por el desliz del alhago
a la región de la ira?

¿Adónde vas? ¿No lo ves?
Mira aquella obscura sima,
que tenebrosos incendios
envuelve en negras cenizas.

Mírala bien, que hacia ella
tus pasos tiran las líneas,
sólo para esto rectas,
para lo demás torcidas.

Mírala, que colocada
en la mira adonde aspiras,
ya para sorberte abre
la garganta denegrida.

Mírala, y suspende el paso,
que acaso tan poco dista,
que media un instante sólo
entre tu planta, y tu ruina.

Suspende el paso: no creas
la engañosa perspectiva
con que se finge muy lejos,
aun cuando está más vecina. [332]

¡Ay de ti, si este momento
es el fatal, que termina
tu ser, para que a tus yerros
ayes eternos se sigan!

¡Oh! que no será; mas dime
¿en qué se funda, en qué estriba
ese no será engañoso,
que allá el Infierno te dicta?

Que puede ser no lo niegas:
pues siendo así, ¿qué sofisma
te convence a que no sea
aquello que ser podría?

Ese no será, oh ¡a cuántos
tiene en la Laguna Estigia!
¡Ay de ti, si a esos millares
nuevo guarismo te aplicas!

Vuelve en tí: repara cómo
con bárbara grosería,
para galantear el daño,
vuelves la espalda a la dicha.

¿Qué te arrastra? No lo ignoro:
aquellas bien coloridas
figuras del bien que adoras
con la inscripción de delicias.

¡Oh cómo yerras el nombre
de esa ponzoña atractiva!
si son delicias, o afanes,
tu experiencia te lo diga.

A tí propio te consulta,
y en tus sucesos descifra
de esos amargos placeres
los mal formados enigmas.

Acuérdate cuántas veces
en la copa apetecida,
donde ideabas el néctar,
sólo encontraste el acibar.

¿Cuántas veces, deshaciéndo
bien fabricadas mentiras,
las que a la vista eran rosas,
palpaba la mano espinas?

¿Cuántas veces a la ardiente
sed, que el pecho te encendía,
te ministró el escarmiento
pociones de hiel, y mirra?

¿Cuántas en esa intrincada
selva, por donde caminas,
fue atajo para la pena
la senda de la alegría?

¿Cuántas, al querer cantar
fortunas resbaladizas,
vino a ser pronta la queja
eco de la melodía?

¿Cuántas, turbando el acento
adversidad repentina,
hirió el dolor en el alma
más que la pluma en la lira?

¿Qué placer lograste puro?
¿Qué gusto, en que la maligna
suerte no te haya mezclado
más veneno, que ambrosía?

Y aun ése, ¡cuánto sudor
te costó! Siendo la activa
solicitud del descanso
la mayor de tus fatigas.

Tal vez del objeto amado
la posesión conseguida,
se borró la falsa imagen,
que pintó la fantasía.

Y así te cansó muy luego
la suerte más pretendida,
sucediendo un tedio estable
a una gloria fugitiva.

Cuando la hallas más constante,
advierte si se equilibra
la inquietud de conservarla
con el gozo de adquirirla.

Por tu daño la pretendes,
pues siempre contigo esquiva,
ya te congoja esperada,
ya te asusta poseída. [333]

Los bienes transforma en males
la solicitud continua,
pues con ansia los conserva,
y con ayes los explica.

¡Oh mortal! tu ambición vana
¿qué es ya lo que solicita,
si aun las dichas te molestan,
si aun los bienes te fatigan?

De tanto incienso, que has dado
a esas Deidades mentidas
¿qué sacó, sino otro humo
por premio tu idolatría?

Pero doite que a tus votos
fuesen sus aras propicias:
cuenta desvelos, cuidados,
temores, ansias, porfías.

Desprecios, dudas, agravios,
que sufriste, y examina,
hecha la cuenta, si al precio
pagaste bien la caricia.

Lo más es, cuando en tortura
te puso la tiranía
de aquellas furias, que celos
comúnmente se apellidan.

¡Oh cordel! en cuyos nudos
se estrujan, se sutilizan,
se rompen del corazón
las más delicadas fibras.

¡Oh fuego! de cuya ardiente
rabiosa saña nativa,
para consumir un alma
basta que salte una chispa.

¿Y tú lo sufriste? ¡Oh hombre!
con mucho menos que gimas
a otro fin, todo un Dios robas,
y todo un Cielo conquistas.

En, fin, como a un vil esclavo
te trata, y te tiraniza
de esos deleites, que buscas,
la cruel alevosía:

Que en esa serie de afanes,
con mental oculta liga,
cuanto el pesar ejecuta
el placer lo determina.

Ea, pues, si no has sacado
en la tierra que cultivas,
de la siembra de cuidados
otro fruto que agonías:

Vuelve en ti, y vuelve el rostro
al Cielo, que te convida
con más seguros deleites,
que los siglos no marchitan.

Mira abiertas doce puertas,
que de la Región Empirea
los resplandores te muestran,
la entrada te facilitan.

Mira de felices almas
brillante turba florida,
que con el divino néctar
en copas de oro te brinda.

Resuelve, acaba, pues ves
que las nueve Jerarquías
para darte norabuenas
previenen pompa festiva.

Acaba, rómpase ya
la cadena que te liga,
hecha por Cíclope informe
en la tartárea oficina.

Desata esos eslabones,
cuya pesadez tejida,
hacia el abismo te arrastra,
cuando el deleite te tira.

Sigue ya: Celestes voces,
que de esa encumbrada cima
resonáis severas, siendo
en la verdad compasivas;

Ya estoy rendido, ya son
triunfos de vuestra energía
vencida mi voluntad,
y mi razón convencida.[334]

Ya cae del Pecho al suelo
la muralla diamantina,
que de impulsos soberanos
burló tantas baterías.

Ya de esa Antorcha sagrada
la claridad matutina,
que verdades centellea,
las tinieblas me disipa.

Ya en mis potencias empieza
a rayar el claro día,
de cuya feliz Aurora
el llanto será la risa.

A su luz, ¡oh qué diversas
las cosas ya se registran!
y parecen ellas otras,
cuando es otro el que las mira.

Pero más que otros objetos
la propia ceguedad mía
me lleva la vista ahora,
aunque ya no me la quita.

¿Qué sombras, qué nieblas son
aquellas, que en vil huida
este Horizonte despejan,
y al Averno se encaminan?

¡Oh errores míos! vosotros
sois: ¿qué mucho que os distinga,
si objetos tales entonces
se ven cuando se desvían?

Ahora conozco como
para insultos, que emprendía,
la noche de la ignorancia
hizo sombra a la malicia.

¡Qué atezada que está aquella
parte superior altiva
del alma, donde su copia
imprimió la Deidad Trina!

¡Raro desorden! ¿Pues cómo
en la cumbre esclarecida
adonde las luces nacen,
los horrores se avecindan?

¿Mas qué dudo, si estoy viendo
en la parte apetitiva
humeando aún del fuego
las cenicientas reliquias?

De ese incendio puro, de esa
llama que arde, y no ilumina,
tiñó la bóveda excelsa
el humo que subió arriba.

¡Qué turbado está el gobierno
de esta animada Provincia!
La superior obedece;
la parte inferior domina.

Y fue, que de las pasiones
sediciosa infiel cuadrilla,
a la razón descuidada
robó la soberanía.

A más paso la insolencia;
pues con política impía,
después de usurparle el Cetro,
también le quitó la vista.

Sí quitó; con que ella ciega,
errante, pobre, sin guía,
en todo tropieza, y sólo
para tropezar atina.

¡Oh Cielos! ¿Qué sierpe es ésta,
que con tenaces espiras,
enroscada al alma, en ella,
huesped ingrato, se anida?

¡Qué espantosa, horrible fiera!
¿Si en sus adustas campiñas
la produjo la infeliz
fecundidad de la Libia?

Mas, ¡ay Dios! Esta es la culpa,
aquella disforme hidra,
que por siete bocas siete
negros venenos vomita.

¡Qué fea! ¡Qué horrenda! ¡Y yo
(¡oh qué mal la conocía!)
qué ciego, cuándo a este monstruo
le he doblado la rodilla![335]

Tanta es su fealdad, que cuando
el discurso se averigua,
sólo le halla en la hermosura
de la deidad la medida.

¡Qué estragos hará en los hombres,
si odiosamente engreída,
con la ponzoña que escupe
aun las estrellas salpica!

¡Si apagó con sólo un soplo,
siendo aún recién nacida,
tantos millares de luces
que sobre el Empireo ardían!

Tan pestilente es su saña,
que contra Dios atrevida,
ya que el ser no le inficiona,
la piedad le esteriliza.

Siendo aquella Majestad
forma que la gravifica,
tan ruín es, que la empeora
una bondad infinita.

¿Y de esta sierpe, esta furia,
es mi pecho la guarida,
sirviéndole de caverna,
donde reposa tranquila?

¡Ay dolor! ¿Si podré yo
arrancarla, o desasirla?
¿Qué he de poder? Si ella propia
las fuerzas me debilita.

¡Oh hombre el más infeliz
de cuantos en varios climas
con eternos movimientos
lustra el Sol, y el Cielo gira!

Mas, despechos, deteneos,
que ya acá dentro me inspira
luz oculta a tanto mal
oportuna medicina.

Ya conozco, que de aquella
dolencia del hombre antigua,
el mal que a sentirse llega,
sólo con sentir se quita.

Ya llego a entender, que puso
Eterna Sabiduría
el remedio de la llaga
en el dolor de la herida.

Ya sé cómo de mis ojos
la corriente cristalina
puede borrar las ofensas,
fluyendo por las mejillas.

Pues si esto es así, ojos míos,
vuestra amable compañía
séame útil esta vez,
ya que tantas fue nociva.

Llorad, mis ojos, verted
en carrera sucesiva
el riego, que no la tierra,
el Cielo sí fertiliza.

Corred lágrimas, que de esas
ya preciosas margaritas,
por muchas que se derramen,
ninguna se desperdicia.

Pero antes buscad, mis ojos,
noble Imagen, ara digna,
a quien consagreis piadosos
de mi dolor las primicias.

Tened, que a aquella pared
arrimada se divisa
pequeña estatua, a quien hace
triste sombra una cortina.

¿Qué será, que a registrarla
mental impulso me guía?
Llego, pues; ¿pero qué veo?
¡Oh providencia exquisita!

Imagen; pero tan propia
de un Dios hombre, que agoniza,
que en el dictamen del susto
el mismo bronce peligra.

Traslado; pero tan vivo
de un Crucifijo, que expira,
que al original, que muere,
la copia le resucita. [336]

A mi vista se presenta
ocurrencia tempestiva
de un Redentor, que fallece,
a un pecador, que se anima.

Y al careo doloroso
del mismo color vestidas,
purpúrea la fineza,
se sonroja la perfidia.

¡Ah, Señor, que en lo que vierte
de tanta llaga me avisa
ese ya medio cadáver,
que está cerca el homicida!

Yo, yo lo fui: (¡oh conciencia,
pulso del alma, que indicas
sus males, y al mismo tiempo
la acusas, y la castigas!)

Sí fui, Señor; mas protesto,
que esta confesión sencilla
la hago ante la clemencia,
huyendo de la justicia.

Sí fui: mal puedo negarlo,
cuando en esa faz herida
con sangrientos caracteres
están mis culpas escritas.

¿Mas qué importa que lo estén,
si esa sangre, que os matiza,
es tinta para borrarlas,
aun más que para escribirlas?

¿Qué importa, si al mismo tiempo
están rasgando a porfía
tanta espina, y tanto clavo
el papel que las afirma?

Yo fui, Dios mío, yo fui
el infame parricida
cómplice de vuestra muerte,
que mi vida lo atestigua.

Yo fui el ingrato, aleve,
vil autor de esas heridas,
que abrió la culpa, y conserva
abiertas la bizarría.

Yo fui de los alistados,
cuando con ronca bocina
contra Vos convocó todas
el Infierno sus Milicias.

Desertor seguí las huestes,
que contra el Cielo militan,
donde villanas flaquezas
tienen plaza de osadías.

Y, a pesar vuestro, logré
con hazañas de esta guisa
funestas estimaciones
en la negra Monarquía.

Contra Vos, y contra mí
mi malignidad nociva
fue tanta, que envidia puede
ocasionar a la envidia.

Jamás se hartó de ofenderos
mi voracidad invicta;
porque aun cuando se saciaba,
deseos apetecía.

¡Oh exceso el más execrable
que la razón abomina,
después de agotar la ansia,
busca sed la hidropesía!

Todo el ámbito del vicio
corría audaz hasta la línea,
adonde lo irracional
con lo imposible confina.

Y al seno de las quimeras
con sutiles invectivas,
ya que no pudo la planta,
llegó la imaginativa.

Nuevos modos de agraviaros
buscó la mente perdida,
y hasta dar en insensata
excedió de discursiva.

Sirviendo a las sinrazones
la razón, tal vez hacía
con la gala de agudeza
la culpa bien parecida. [337]

Cómplice del desacierto
fue del arte la doctrina,
en que, aun más que la ignorancia,
erró la sofistería:

Porque hiere más la ofensa,
si es que el discurso la afila,
y a un yerro se junta otro,
cuando le pule la lima.

Pues en metro mis pasiones,
y con musa enternecida
a suavizar desconciertos
violenté las armonías.

No hubo talento, que no
me sirviese a la injusticia,
hallando sombra los yerros
en las luces adquiridas.

Fui lince en las ceguedades,
valiente en las cobardías,
firme para los tropiezos,
ágil para las caídas.

Esto fui, mucho me pesa,
mucho, Señor, me contrista;
y querría antes no ser,
que ser lo que ser solía.

Ya miro con horror cuánta
apariencia fementida
sobre mi albedrío injustas
se usurpó prerrogativas.

Ya a la voluntad sus propios
apetitos la fastidian,
y viene a ser el antojo
objeto de la ojeriza.

Ya por víctimas (¡oh trueque!)
los Ídolos sacrifica:
y cuanto lució en el ara,
se abrasa en ahora en la pira.

Ya no más engaños: ya
desde hoy mis pasos dirijan
(dejadas tantas errantes)
de la Fe lumbreras fijas.

Prometoos, Señor, la enmienda,
y aqueste llanto me fía,
que asciende, cuando mis ojos
a vuestros pies le derriban.

Mares quisiera llorar,
donde mis votos tendrían
tanto más seguro el puerto,
cuanto más lejos la orilla.

Quisiera a importunos golpes
hacer este pecho astillas:
porque a quebrantos soldara,
tanta quiebra contraída.

Piedad, Señor: perdonarme
por ser quien sois, que acredita
más que el obsequio, que acepta,
a un Dios la ofensa, que olvida.

Piedad, Señor, por Vos mismo:
que el carácter de benigna
a la Deidad, si es posible,
de nuevo la diviniza.

Piedad, Señor: atended
a que en mi favor os gritan
vuestras perfecciones propias,
más que las lágrimas mías.

En destruir esta caña,
que uno, y otro cierzo agita,
hoja, que el viento arrebata,
débil paja, flaca arista:

Qué interés, qué gloria halláis:
Acordaos, que algún día
le dolió a vuestra clemencia
el golpe de la justicia.

Y al contrario, no ignoráis,
que el perdón le comunica
allá no sé qué realces
a vuestra soberanía.

Ea, Señor, esta vez
haced que en gloriosa riña,
a hazañas de la blandura
quede la saña vencida.[338]

No ignoro, que mis maldades
merecen bien que despida
rayos sobre mi cabeza
esa diestra vengativa:

Que los hombres me aborrezcan,
que las furias me persigan,
que los abismos me traguen,
que sus llamas me derritan;

Y lo que más es, merecen
(¡oh circunstancia precisa!)
en vuestros divinos odios
el colmo de mis desdichas.

¡Terrible objeto, que el pulso
al corazón desanima!
pues con lo que se estremece
estorba lo que palpita.

¿Yo aborrecido de Vos?
¡Oh dolor, donde fulmina
su más ardiente centella
aquel nublado de ira!

Ya en lo demás resignado,
bien que juntamente pida
el medio cuartel al brazo,
rindo el cuello a la cuchilla.

Sea cuanto Vos quisiereis,
Dios mío: sólo os suplica
mi humildad, que del enojo
la venganza se divida.

Como no me aborrecais,
mas que la justicia insista
contra mí: pues más el ceño
que el destrozo me lastima.

Haced que os ame, y amadme,
que es lo que el alma suspira:
y en el resto sus derechos
sobre esta alteza ofendida:

Pues si entre piedad, y amor
se me permite que elija,
renunciaré la clemencia,
como el cariño consiga.

Mas no es ése vuestro genio,
pues queréis que el hombre viva,
cuando éste para su muerte
lazo, y acero fabrica.

Pronósticos más alegres
concibe mi astrología
por el Cielo de ese rostro,
aun cuando mustio se eclipsa.

Aun con sus propios desmayos
mi esperanza vivifica;
pues en la falta de aliento
misericordia respira.

Ese inclinar la cabeza
es darme la bienvenida;
pues juzgo que la ternura,
más que el deliquio la inclina.

De esos ojos el Ocaso
serenidades intima,
y en ardores, que desmayan,
benéficas luces brillan.

Blanca bandera enarbola
(de la paz hermosa insignia)
el amor de los candores
de esta tez descolorida.

Ni lo sangriento lo estorba;
pues si a buena luz se mira,
con la sangre derramada
fue la cólera vertida.

De esos rubíes, que brota
fértil generosa mina,
finezas el fondo ostenta,
si el color enojos pinta.

No hay para el perdón que espero
ni una señal que desdiga:
cuando aún las de los golpes
ablandado os significan.

Cuantas leo en ese cuerpo
(¡oh Lógica peregrina!)
consecuencias de la culpa,
son de la gracia premisas. [339]

Ya acá dentro estoy oyendo
de mi perdón las noticias,
que mensajero del Cielo
consuelo interior ministra.

Y anuncio tan deseado,
¡oh Bondad incircunscripta!
sólo porque es vuestra ya,
no doy el alma en albricias.

Vuestra es por los derechos
de ser hechura, y conquista;
aunque sin yerros esclava,
y con libertad cautiva.

Vuestra es ya; y a serlo siempre
con escritura se obliga,
en que es un arpón la pluma,
purpúrea sangre la tinta.

Las telas del corazón
papel, o membrana fina,
donde hace el dolor los rasgos,
y el amor echa la firma. [340]


 
Décimas a la Conciencia, en Metáfora de Reloj,
por el mismo Autor.


Conciencia, Reloj viviente,
que en el espíritu humano
fabricó con sabia mano
Artífice Omnipotente;
pulsa, suena indeficiente,
pues que sirve, bien oída,
esa máquina regida,
en su más tranquila calma
de despertador del alma,
y de muestra de la vida.

Tu artificio es singular,
pues del tiempo dilatado,
más que el presente, el pasado
aciertas a señalar:
Para mí en particular
fue tu estructura precisa;
pues cuando, como va aprisa.
En su curso no advertí,
de las horas que perdí
la repetición me avisa.

Cuando del tiempo ligero
lo que ya viví repasas,
aunque veo que te atrasas,
no hay Reloj más verdadero:
Ríñesme entonces severo
errores del albedrío;
mas fuera nuevo error mío,
sobre tanto desacierto,
achacarte el desconcierto,
cuando es mío el desvarío.

Noche, y día, sin parar,
tu agitación misteriosa
un momento no reposa,
ni me deja reposar:
¿Cómo no he de reparar
tu continua pulsación?
O ¿cómo a la distracción
lugar alguno le queda,
si los dientes de tu rueda
me muerden el corazón?

Fuerza es que siempre constante
nunca el curso un Reloj pierda,
donde es la reflexión cuerda,
y el pensamiento volante:
mas que tal vez se adelante
tu vuelo, quiero deberte;
pues será feliz mi suerte,
si, a mi atención prevenida,
en el día de la vida
das la hora de la muerte.

Tu aviso con igualdad
observaré diligente,
sabiendo que está pendiente
del tiempo la eternidad:
y pues con tal brevedad
vuela el día que me alienta,
bien es adviertas atenta
cuánto te importa, Alma mía,
tener cuenta con el día
para el día de la cuenta.

F. B. G. F. M.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo cuarto (1753). Texto según la edición de Madrid 1774 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo cuarto (nueva impresión), páginas 311-340.}