Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo quinto Carta III

Defensivo de la Fe, preparado para los Españoles viajantes, o residentes en Países extraños

§. I

1. Muy señor mío. La Carta que recibí de V. S. con fecha de 8 de Febrero, me tiene tan complacido, como edificado, viendo el afectuoso celo con que V. S. atiende a conservar la santa creencia, que abrazó desde la infancia, en la prevención que solicita para precaver los peligros, que puedan ocurrir contra ella en la larga peregrinación política, que dispone hacer por las principales Cortes, y Reinos de la Europa.

2. Es así, Señor mío, que V. S. en el discurso de sus viajes se hallará incluido en muchos corrillos, en que concurran herejes de varias sectas, los cuales, así como se [124] toman la indebida libertad de creer lo que quieren, de la misma usan para proferir lo que creen. Y V. S. prevee muy bien cuán embarazado se sentirá en tales circunstancias, mayormente si los sectarios, como frecuentemente sucede, con sus aparentes argumentos procuran inducirle al asenso; porque ni V. S. es Teólogo para introducirse con ellos en disputa, ni sin ofensión suya podrá tal vez romper abiertamente la conversación, o encontrar razonable pretexto para separarse de ella, especialmente en la circunstancia de estar presentes personas de muy distinguido carácter. Por lo que V. S. solicita de mí alguna instrucción general, que en tales lances le sirva de defensivo externo contra las objeciones hereticales; y al mismo tiempo de preservativo interior, para que de ellas no le resulte alguna peligrosa impresión en el ánimo, que por lo menos debilite en alguna manera aquella firmeza de asenso, que tan justamente exige nuestra Santa Fe: mal efecto, que en el algunos Militares de su conocimiento ha observado, como consecuencia de su trato con sujetos inficcionados de alguna errada creencia.

3. Apruebo, como procedida de su discreto celo, la precaución de V. S. y sobre su asunto le satisfaré lo mejor que pueda. Para lo cual presupongo, que en tales ocurrencias se ofrecen dos modos de proceder con los herejes; esto es, o con guerra puramente defensiva, o usando también de la ofensiva: quiero decir, contentándose con responder a sus argumentos, o impugnando positivamente sus errores. En las guerras propiamente tales, en que con el hierro, y fuego se disputan intereses temporales, generalmente se tiene por menos costosa la defensiva, que pide menos fuerzas, y caudales. Pero en las guerras intelectuales de nuestro asunto sucede enteramente lo contrario. La razón es, porque son innumerables los sofismas, que los sectarios han discurrido contra nuestros dogmas. En todos tiempos han tomado a su cuenta este ímprobo trabajo; pero especialmente en estos últimos siglos no piensan en otra cosa. Los dogmas, que en la infalibilidad de la [125] Iglesia nos enseña, son bastantes en número, y los sectarios tan discordes entre sí, como con nosotros; unos impugnan un dogma, y otros otro, amontonando sobre cada uno las dificultades que pueden. Con que de todas resulta un cúmulo tan grande de objeciones contra los varios artículos de nuestra creencia, que para tener prontas soluciones oportunas a todas, es menester un dilatado estudio en la Teología Dogmática.

4. Ya por lo dicho ve V. S. el crecido caudal, y aparato de fuerzas, que es menester en este género de guerra para mantenerse sobre la defensiva. Pero me dirá V. S. ¿no es menester otro tanto para proceder ofensivamente? ¿No se necesita igual colección de argumentos para combatir a todos los sectarios, y a cada secta de por sí; como de respuestas para satisfacer a sus objeciones? Respondo que no; porque el que impugna no ha menester multiplicar argumentos, pudiendo con uno solo, eficaz, y bien manejado, triunfar de la secta, que combate; pero el que defiende, debe estar prevenido de soluciones para los varios reparos, que puedan proponerle a favor de ella. Así como el que quiere expugnar una Plaza, puede lograr el fin sin escalarla más que por una parte; mas el que está empeñado en su defensa debe estar pronto a repeler la invasión, velando sobre todas las que componen el recinto del muro.

5. Pero esta ventaja, aún mucho mayor que la dicha, puede lograr el Católico, que en la contienda con los sectarios se resuelve a hacer guerra ofensiva; esto es, tomar sólo la cualidad de arguyente; y es, que no sólo puede combatir con un argumento único cada secta particular, mas aún la colección de muchas, o de todas juntas: lo cual consiste en que todas flaquean por ciertos capítulos generales, sobre los cuales se pueden formar otros tantos argumentos demostrativos de la falsedad de todos los dogmas, que proscribe la Iglesia Católica Romana; y yo compendiariamente los expondré a V. S. para que en las ocasiones, que ocurran, de conversar con cualesquiera [126] sectarios, use de ellos, o entre ellos elija aquel, o aquellos, que según las circunstancias en que se halle, o sujetos, que le hagan frente, le parezcan más eficaces.

§. II

6. El primer capítulo, como genérico, con que a todo entendimiento desapasionado se puede persuadir la falsedad de todas las sectas, es su continua variación en los dogmas. Nadie niega, o puede negar, que la verdadera doctrina, que constituye el objeto de la Fe, es la que se nos derivó de la enseñanza de Cristo, y de los Apóstoles. Y es igualmente constante, que ésta no admite variación alguna; porque cualquiera variación en un dogma, evidentemente hace, que en cuanto a aquella, en que se haya variado, ya no sea el mismo dogma, por consiguiente, no sea el todo del dogma el que la Iglesia recibió de Cristo, y de los Apóstoles. Ahora, pues. La inconstancia de los sectarios en sus doctrinas, es un hecho notorio, evidentemente probado, con tantos hechos particulares, o específicos, que a querer yo exponerlos a V. S. aun con la más apretada concisión, ya no escribiría una Carta, sino un libro, y un libro de buen tamaño; pues el Ilustrísimo Bouset, que sabía explicarse con la mayor precisión del mundo, nos dio a luz sobre esta materia: Obra insigne, que merecía estamparse en láminas de plata con letras de oro.

7. En consecuencia de lo cual, aconsejo a V. S. procure adquirir dichos libros; que le será muy fácil, porque se han hecho muchas impresiones de ellos, y se aplique cuanto pueda a su lectura; bien persuadido a que en ella hallará una arma, a cuyos golpes no podrán resistir los herejes; siendo cierto, que ni han respondido hasta ahora, por más que quisieron esforzarse a ello, a los perentorios argumentos, que sobre sus continuas variaciones les hizo aquel sapientísimo Prelado, ni responderán jamás: lo que con alguna confianza puedo asegurar, habiendo visto en uno de los Tomos de la República de las [127] Letras la satisfacción, que pretendió dar a dichos argumentos uno de los más agudos, y eruditos enemigos de la Doctrina Católica, y aún me atrevo a decir el más agudo de todos; este es el famoso Pedro Bayle, en cuya empresa la infelicidad de la causa, de que se constituyó Abogado, hizo dar al través toda la magia de su elegante pluma, y artificiosísima Dialéctica, no pudiendo arribar con una, y otra a dar la más leve apariencia de probabilidad a su intentada respuesta.

8. Generalmente aquella doctísima Obra de tal manera desconcertó a nuestros contrarios, que para eludir su fuerza, recurrieron a los más extravagantes absurdos. Quisieron algunos negar las variaciones, con que se les daba en los ojos, aun donde eran tan visibles, que sólo una perfecta ceguera podía ser obstáculo para verlas. Otros confesando las variaciones, negaban su existencia en los dogmas fundamentales de sus sectas, admitiéndola sólo en artículos insubstanciales; subterfugio, que ya el Ilustrísimo Bosuet había preocupado, citando, no sólo pasajes de algunos sobresalientes Pseudo-Teólogos suyos, mas aún decisiones encontradas de sus espurios Sínodos, dando unos por dogmas capitales, y otros por insubstanciales, algunos profesados antes, y abrogados después.

9. Otros, en fin, dieron una graciosa salida, que fue concediendo las variaciones, que se le objetan, disculpar su inconstancia, con el discurso de decir, que ni a los Fundadores de las sectas, ni a los que la siguieron, tienen por infalibles, ni ellos se atribuyeron jamás tal prerrogativa; por lo cual no es de extrañar, que sucesivamente hayan reconocido algunos yerros en sus doctrinas anteriores, y procuren corregirlos. ¿Pero esto no es lo que la vulgaridad Española llama echarse con la carga; o, en otros términos, tirar las armas al suelo, y abandonar el campo con la fuga? Si los Doctores sectarios, que hubo hasta ahora, no fueron infalibles, tampoco lo serán los que sucedan a éstos; porque ciertamente serán hombres como ellos. Por consiguiente podrán, como ellos, [128] errar, e ir sucesivamente corrigiendo sus yerros. ¿Y qué resulta de aquí? Que vendrá Dios a juzgar vivos, y muertos, sin que de aquí allá puedan firmarse los sectarios en el conocimiento de lo que deben creer, o descreer, afirmar, o negar.

§. III

10. El segundo capítulo, para impugnar la colección de todas las herejías, se puede proponer, examinando el fundamento con que pretenden los sectarios apoyarlas. No colocan éste en la autoridad de la Iglesia: mucho menos en las Tradiciones Apostólicas: tampoco en el unánime consentimiento de los Padres: lo mismo digo de las decisiones de los Concilios Generales. ¿Cuál es, pues, la regla de la creencia? No admiten otra, que la Sagrada Escritura, porque sólo ésta tienen por infalible. Y en cuanto a la infalibilidad de los sagrados libros, convenidos estamos todos. ¿Pero estamos convenidos en la inteligencia de ellos? No sólo están en esta parte discordes los Sectarios con los Católicos, mas también opuestos entre sí unos con otros.

11. Y lo más gracioso que hay en esta materia es, que siendo esta oposición recíproca de ellos un hecho visible, y palpable, unos, y otros confiadísimamente afirman, que los textos de la Escritura, pertenecientes a los dogmas, están tan claros, que el más rudo no puede padecer error en su inteligencia. La contradicción, que en esto padecen, es evidente; pues si la inteligencia de la Escritura fuese tan fácil, todos convendrían en una misma; y como ésta es la única regla de su creencia, a la convención en el sentido de los textos, se seguiría infaliblemente la uniformidad de los dogmas. Pero esta uniformidad está, no sólo muy distante de su existencia, mas aún lejos de la esperanza. No se ignoran las varias tentativas, que se hicieron para unir Luteranos, y Calvinistas, procurando la unión, no sólo uno, u otro de los Doctores acreditados en los dos partidos, mas aún algunos Príncipes Protestantes. Pero todas estas tentativas fueron vanas, rehusando siempre [129] los Luteranos con tanta firmeza esta agregación, que no pocos publicaban, que antes irían a Roma, que venir a Ginebra; esto es, sujetarse al Papa, que admitir la doctrina de Calvino.

12. Donde se ve con más claridad cuán lejos están los Herejes de conciliarse en la inteligencia de la Escritura, para decidir por ella la verdad de los sagrados dogmas, se ve en la discordia de sus opiniones, en orden al Venerable Sacramento de la Eucaristía. Cristo se explicó en su institución, con la precisión, y sencillez, que se podía desear: Este es mi Cuerpo, dijo, luego que tomó el pan en las manos; y luego que tomó el cáliz: Esta es mi sangre. Leyeron, y reflexionaron estas palabras Lutero, y Calvino. ¿Y qué resultó? Que estos dos grandes campeones de la Herejía se desviaron tanto uno de otro en su inteligencia, cuanto dista el Cielo de la Tierra. Lutero, aunque en tantos artículos abierto desertor de la Iglesia Romana, viendo la explicación de Cristo tan clara, y positiva por la real presencia de su Cuerpo, y Sangre en la Eucaristía, se declaró altamente por ella.

13. Pero Calvino, cuya soberbia no se acomodaba a colocarse debajo de las banderas de otro caudillo, antes aspiraba a la preeminencia de Jefe soberano de algún numeroso partido; así como en otros artículos, también en éste, y en éste más que en todos los demás, se apartó de Lutero, negando toda presencia real, y física de Cristo en el Sacramento, en quien debajo de los accidentes sensibles no reconocía existentes otras substancias, que las del pan, y el vino, aunque con la cualidad de signos, figuras, o símbolos del Cuerpo, y Sangre del Redentor.

14. Es verdad, que aunque Lutero confesaba la real presencia de Cristo en el Sacramento, aun en orden a este misterio, retenía lo bastante para no dejar de ser díscolo de la Iglesia Católica, pues sólo admitía esa presencia, como momentánea en la misma recepción de las especies sacramentales, y en ningún modo permanente después de la Consagración, como reconocemos los Católicos. [130]

15. Pero ciertamente es digno de nuestra contemplación el modo con que recíprocamente se despreciaban, y asqueaban uno a otro; esto es, a sus respectivos dogmas, y por consiguiente a sus sectarios, estos dos Fundadores de la que llamaban Reforma. Lutero, llevado de aquella fiereza genial, verdaderamente más Scita, que Tudesca, con que a cuerpo perdido (pudiera decir también, y con más propiedad, a alma perdida) se arrojaba sobre cuantos no asentían a sus decisiones; contra Calvino, y Zuinglio, que en orden a la Eucaristía sentía lo mismo que Calvino, y los demás que seguían a éstos; declamaba con un ardor igual a la insolencia, con que sobre otros artículos se desvocó contra los Católicos Romanos.

16. Así en un Sermón de Sacramento Corporis, & Sanguinis Christi, que predicó en Witemberga, y de que da noticia Rodulfo Hospiniano, sectario de Zuinglio (apud Natal. Alexand. saec. 15. Hist. Eclesiast.), comprehendiendo a todos los herejes, que negaban la presencia real, debajo del nombre de Sacramentarios, abiertamente los llama fanáticos, blasfemos, dando asimismo a sus opiniones el honrado carácter de fantasías diabólicas.

17. Ni es de omitir la ruda descarga, que en el mismo Sermón da sobre ellos, tomando la ocasión de que los Sacramentarios decían que era tan leve la materia en que discordaban de los Luteranos, que no se debía romper por eso la paz, concordia, y caridad, que los obligaba a amarse mutuamente: Maldita sea (dice el feroz Sajón), maldita sea la maldición de Dios, por toda la eternidad, esa paz, y concordia, que pretenden. Esto viene a ser lo mismo (prosigue), que si después que un hombre a otro le mató la mujer, y los hijos, le quemó la casa, y taló toda la hacienda, llegase a solicitar la composición con estas halagüeñas palabras: Compadre del alma, esto no ha sido motivo de riña, ni es razón, que por el levísimo daño, que os he hecho, dejemos de proseguir en la amistad, y concordia, que hasta ahora hemos tenido, y que exigen la caridad cristiana, y honrada vecindad. He usado en la traducción [131] de algunas locuciones populares nuestras, porque aunque menos literales, las juzgo más equivalentes, a las que, tanto en la lengua Latina, como en la Teutónica, frecuentaba la grosera facundia de Lutero.

18. Ni se piense, que Calvino, aunque menos inculto en el estilo, dejaba de desquitarse muy bien en cuanto a la substancia; pues en sus Instituciones abiertamente trata de idólatras a los que con Lutero adoraban el Cuerpo, y Sangre de Cristo, como realmente presentes en la Eucaristía. Y habiendo declarado, que no se debía elevar la Hostia en la Misa, presentándola a la adoración del Pueblo, se gloriaba de que con esta prohibición había arrojado el ídolo del Templo de Dios.

19. No fueron Lutero, y Calvino los únicos, que, separados de la Iglesia Romana, se separaron también recientemente en la inteligencia de las palabras de Cristo, efectivas del Sacramento. Andrés Carlostadio, Arcediano de Witemberga, aspiró también a cabeza de bando en la materia, inventando una interpretación la más extravagante del mundo de aquellas palabras del Redentor. Sostenía contra Calvino, que se debían entender de presencia física, y real; y disentía de Lutero, pretendiendo que en la proposición: Hoc est Corpus meum, el verbo est, no significaba la presencia de Cristo en el Sacramento, sino en sí mismo; esto es, aquella presencia material, que se hacía asceptable, o sensible a los ojos de los Apóstoles: como que al pronunciar Cristo: Este es mi Cuerpo, no ejecutó algún ademán, o movimiento designativo del pan, que había aprehendido de la mesa, sino de su Cuerpo visible, aplicando, pongo por ejemplo, la mano al pecho al mismo tiempo que decía: Este es mi Cuerpo.

20. Repito, que esta explicación es sumamente extravagante, pues según ella, comprehendiendo todas las palabras del texto, no se halla otra cosa en él sino que Cristo, tomando el pan en las manos, sin inmutación alguna en él; esto es, dejándole en la mera substancia de pan, le distribuyó a los Apóstoles, y al mismo tiempo, señalando [132] su Cuerpo, les anunció a los Apóstoles, que por ellos sería entregado a la muerte. ¿Qué hay en todo este contexto de Sacramento? Nada. Hay profecía, sí; pero Sacramento, no, ni una palabra, que lo indique.

21. Sin embargo, aún hay otra exposición heretical, tan impertinente como la de Carlostadio. Esta es la que inventó Juan Brencio, Canónigo de Witemberga, quien sin transubstanciación, o inmutación alguna, dejando todas las cosas como se estaban antes, de la ceremonia de la Consagración (que realmente en su mente no era más que ceremonia), discurrió un modo raro de verificar la real presencia del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía. Decía este buen Eclesiástico, que siendo indubitable, que la Divinidad de Cristo, por razón de su inmensidad, está en todas partes, e igualmente cierto, que la Humanidad está unida a la Divinidad, es consiguiente forzoso, que esté también en todas partes la Humanidad.

22. ¡Estupenda ingenuidad! Si la Humanidad de Cristo; esto es, su Cuerpo, y Alma, solo están presentes en la Eucaristía, por razón del atributo de inmensidad, que hace presente a Cristo en todas partes; está en el Pan Eucarístico, ni más, ni menos, que en otro cualquiera pan, aunque sea avenaceo, u hordaceo, y del mismo modo que está en un tronco, o en una piedra; y si esta presencia basta para hacer la Eucaristía Sacramento, cuanto hay en el mundo será Sacramento. Y siguiendo este hilo, podríamos, a imitación de los antiguos Egipcios, llegar a adorar la Deidad, como sacramentada, en puerros, y cebollas: asunto sobre que oportunamente los insultaba Juvenal:

O Sanctas Gentes, quibus haec nascuntur in hortis
Numina...

¿Quién creyera, que el Fundador de una doctrina tan irrisible había de hallar secuaces? Sin embargo efectivamente los halló, y no pocos, especialmente en Alemania, adonde les dieron, y dan el nombre de Ubiquistas, derivando la denominación, no del Fundador del dogma, como la de Luteranos, Calvinistas, y otros sectarios, sino del dogma [133] mismo, o de la voz Ubique, relativa al dogma de colocar la Humanidad de Cristo en todo lugar.

23. Siendo tanta, como hemos visto, la disensión de los herejes en la inteligencia de aquellas pocas voces, que nos presenta el Evangelio: Hoc est Corpus meum: Hic est Sanguis meus, ¿qué tolerancia habrá para oirlos gritar, que la Escritura en todo lo que pertenece a los dogmas está tan clara, que al más rudo no se le puede ocultar su genuino sentido; que por consiguiente, ésta es la única infalible regla en materia de Religión? Que la Escritura es infalible, nadie lo niega. ¿Pero es infalible la exposición, que ellos dan? Con evidencia se prueba, que no lo es; porque continuando el ejemplo del texto: Hoc est Corpus meum, de los cuatro Archi-Doctores suyos, que he citado, Lutero, Calvino, Carlostadio, y Brencio, lo más que pueden pretender es, que uno haya acertado conviniendo, que quieran, que no quieran, en que los tres restantes, como opuestos entre sí, y con él, han errado.

§. IV

24. El tercer capítulo de impugnación general a todos los herejes, es su libertad ilimitada en opinar. La llamo ilimitada, porque no solo se concede a cada particular el arbitrio de abrazar cualquiera de las sectas establecidas, mas también de introducir en algunas de ellas, o fuera de todas ellas, la novedad que se le antoje. Así, apenas hay, o hubo secta alguna, que no se haya dividido en varias ramas, y cada rama en otras, porque el error heretical es casi, o sin casi, divisible, como la materia primera, in semper divisibilia. Los movimientos de las imaginaciones desregladas de los Apóstatas de la Fe, no son respectivos a centro alguno. Tienen término a quo, que es la creencia de la Iglesia Romana, pero ningún término ad quem. Vaguean por un inmenso espacio imaginario, al modo de los Átomos de Epicuro.

25. Lo más irrisible es, que esta libertad de opinar, no está contenida dentro de la esfera de los doctos, o [134] reputados tales, sino común a doctos, e indoctos, de lo cual hay prueba experimental en innumerables hechos. Pero solo referiré dos, que por lo mucho que tienen de cómicos, dan una idea más viva de la ligereza de ánimo, e inconstancia (me atrevo a decir así) como pueril de nuestros Novatores.

26. En el primero fue Autor de la Farsa un noble Francés llamado Nicolás Durando de Villegañón, Caballero de Malta, adornado de muchas bellas prendas, excelente Soldado, de habilidad, y expedición para cualquiera empresa, no solo agudo, y discreto, pero literato aun en materias de Religión, mucho más de lo que de un Militar se podía esperar, concurriendo también una agradable, y gallarda presencia, para hacerle bien visto de cuantos le trataban. Este Caballero, que en su juventud había bebido los errores de Calvino, viendo su secta en tiempo de Henrico II, aunque bastantemente propagada en Francia, aborrecida de los que manejaban el Gobierno, y por tanto expuesta al rigor de las Leyes, que ya se había empezado a experimentar en el suplicio de algunos particulares; ideó formar una pequeña República aparte, que pudiese servir de asilo a los Calvinistas, que, fugitivos de la justicia, y de la patria, quisiesen refugiarse en ella. Eligió para suelo de esta República (porque para su subsistencia era preciso colocarla muy lejos de la Francia, y aun de toda la Europa) una parte del Brasil, que baña el Río Janeiro. Comunicó su proyecto al famoso Almirante de la Francia Gaspar Coligny, gran Protector del Calvinismo; y habiendo sabido éste lograr el consentimiento del Rey Henrico, en tres bajeles, debajo de la conducta del Caballero Villegañón, se embarcaron para la América dos, o tres centenares de Calvinistas, que en una Isla del expresado Río Janeiro dieron principio a la nueva Colonia, con la construcción de un Fuerte, que del nombre de su Protector llamaron Coligny. Y dentro de poco tiempo tuvieron la recluta, negociada por el Almirante, de otros trescientos Calvinistas, entre quienes iban dos Pastores, o Ministros de la Escuela de Ginebra. [135]

27. ¿Y qué produjo esta mala semilla, derramada en el suelo Americano? Lo que se podía esperar de ella, espinas, y abrojos. Muy luego empezaron a discordar en la doctrina Ministros, y Ministeriados, Pastores, y Ovejas, Maestros, y Discípulos, enredándose en nuevas cuestiones, introduciendo a competencia varias novedades: de modo, que no bastando a conciliarlos toda habilidad, y autoridad del Caballero Villegañón, paró la discordia en palos, y cuchilladas efectivas: unos se esparcieron por una parte, y otros por otra; y el Caballero Villegañón, perfectamente desengañado de que en la doctrina de Calvino no hay cosa firme, o estable, se volvió a Francia, restituyéndose juntamente al seno de la Iglesia Católica, y produjo alguno, o algunos Escritos contra los Calvinistas. El mal suceso de esta expedición heretical se hizo patente a toda la Europa: le refieren muchos Autores, y no lo niegan los mismos Protestantes.

28. El segundo hecho, que he elegido para hacer más palpable la suma inconstancia de los herejes, aun excede en exrtravagancia, y ridiculez al pasado. Refiérelo Juan Barclayo en su tratado de Icon Animorum, cap. 4 y también Wolfango Jagero, aunque Autor Protestante, como se puede ver en el Tomo 45 de la República de las Letras, en el mes de Junio. A tres Protestantes Ingleses, de una vulgar, y pobre familia, el padre, y dos hijos, se les entró en las cabezas, y asentó en ellas el capricho de constituírse un sistema de Religión aparte, distinto de cuantos hasta entonces se habían admitido en la Gran Bretaña. En efecto, formaron dogmas, estatuyeron ritos, a que se conformaron en teórica, y práctica los tres. Pero esta conformidad duró poco. El padre en algunas cuestiones, que entre ellos se excitaron, empezó a sentir diversamente, que los hijos. Con que muy en breve se vieron formadas dos Iglesias en tres individuos, porque el partido dominante; esto es, el de los hijos, usando del poder, que le daba la superioridad de número; los dos hijos, digo, excomulgaron al padre, separándole (así decían [136] ellos) de la Comunión de los Santos. Son palabras del mismo Barclayo: Ab illis de Communione Sanctorum (nam sic Nugatores dicebat) eiectus est.

29. Ni con esto se acabó la Comedia. Aun resta la tercera jornada. Separados los hijos del padre, ocurriendo a aquellos nuevas dudas, se suscitaron nuevas cuestiones, en cuya resolución, no pudiendo convnirse reciprocamente, se excomulgaron uno a otro: Tanta est discordia fratrum. Con que en tres individuos de una misma familia, se erigieron tres distintas Iglesias, o Religiones.

30. Supongo, que este caso, circunstanciado del modo dicho, es bastante extraordinario. Pero no lo es, por lo menos en Inglaterra, distintas personas de una misma familia profesar diversa Religión. A un sujeto bastantemente advertido, que habitó algún tiempo en aquel Reino, oí haber visto, y observado esto varias veces: heterogeneidad consiguiente al sistema general de los herejes de cosntituirse cada uno Religión a su arbitrio, y explicar como se le antoja la Escritura. Como asimismo esta libertad es consiguiente a la carencia de regla, o fundamento establecido por donde gobernarse. Y del mismo principio viene, que en aquel Reino cada día se levantan, y propagan nuevas sectas. Así lo afirma en el citado lugar Barclayo, que pudo certificarse bien de esta verdad, porque vivió en Londres diez años seguidos: Novae in dies sectae rapiuntur ad Tribunal.

31. Cuando digo, que no es nuevo en Inglaterra, personas distintas de una misma familia profesar diversa Religión, no excluyo que en otros Reinos, donde está abandonada la Religión Católica, suceda lo mismo. Por lo que mira a la Alemania, tenemos para esto un buen testigo: este es el docto Juan Fabro, Obispo de Viena de Austria, el cual en un Escrito, que dio a luz el año de 1536, sobre la necesidad que había de celebrar un Concilio General, y el modo con que se debía proceder en él para reprimir la libertad de los herejes, dice, que en aquella Región sucede tal vez, que de diez personas, que componen [137] una familia, ninguna conviene en la Religión con otra. Diez individuos distintos dentro de una misma familia, y diez Religiones distintas dentro de una misma casa. (Hist. Eccles. de Fleury, tom. 28 pag. 35).

§. V

32. El cuarto argumento general contra los sectarios se puede tomar de la tolerancia, e intolerancia, con que proceden unas sectas respecto de otras. Comprendo los dos extremos opuestos de tolerancia, e intolerancia, porque uno, y otro veo mezclados en ellos, y uno, y otro ejercen sin regla, o compás alguno. De modo, que siendo este un punto de tanta importancia, en orden a la práctica de la Religión, en él varían, o desvarían tanto como en todo lo demás.

33. Es cierto, que la voz común de los herejes suena por la Tolerancia general, o libertad de conciencia. Pero si se llega a examinar con alguna particular atención la materia, se hallará, que esta libertad cada secta la quiere para sí, sin restricción alguna; mas respecto de otras, la admite, o reprueba, según las circusntancias se la representan conveniente, o desconveniente a sus particulares profesores. Bien entendido, que en los Países donde domina la Religión Católica, todas las sectas claman por la libertad de conciencia, y llaman tiránico el Gobierno, que se la deniega. Pero en los Países donde la Religión Romana está abatida, cada secta aspira, según sus fuerzas, a la dominación sobre todas las demás; y si llega a conseguirla, a todas las demás procura oprimir, o desterrar. Lutero a los principios solo fulminaba sus iras contra la autoridad del Papa, y de la Iglesia Romana; pero después que vio algo engrosado su partido, a cuantos disentían de cualquiera opinión suya, a sangre, y fuego declaraba la guerra, aunque fuesen desertores, como él, de la Iglesia Romana. Ya se vió arriba, como trataba de herejes, y fanáticos a los Sacramentarios. Abominaba [138] asimismo los Anabaptistas. Altamente despreciaba a Ecolampadio, y a Carlostadio; siendo así, que a este último debió el grande ejemplo, que imitó de las sacrílegas nupcias con una Religión profesa.

34. Por otra parte Calvino, aunque menos precipitado, y ardiente, no menos soberbio, y ambicioso, aspiraba a la dominación sobre todos los demás sectarios, o a la ruina de todas las demás sectas, igualmente que Lutero. Cuando calificaba, o quería calificar de idólatras a los Luteranos, porque adoraban la Eucaristía, ¿qué pretendía sino echarlos del mundo? Así Muncero, Jefe de los Anabaptistas, que notando la superioridad, que Lutero se arrogaba sobre todos, decía, que había dos Papas, uno el que obedecían los Católicos, y el otro Lutero; con igual, y aun con mayor motivo podría decir, que había dos Papas, uno en Roma, y otro en Ginebra, donde Calvino usurpó un cruel, y tiránico dominio en materia de Religión, como se vio en el suplicio del infeliz Miguel Serveto, a quien hizo quemar vivo, porque negaba la Divinidad del Verbo. Ni se piense, que esto fue electo de alguna pasión personal de ira, o enojo, que Calvino tuviese contra Serveto; sino una acción consiguiente a la máxima general, estampada en su ánimo, de que era justo proceder con este rigor en casos semejantes; pues luego contra algunos, que lo censuraban, hizo la Apología de su hecho, en un Escrito, que publicó, y cuyo asunto era probar, que los Príncipes, y Magistrados debían castigar con pena capital a los herejes.

35. Ni esta fue solo opinión particular de Calvino; pues el suplicio de Severo, demás de la de Ginebra, fue aprobado de otras cuatro Iglesias Helvéticas. Y en la máxima general sufragaron a Calvino, Brencio, Bucero, Bullingero, Capiton, y otros Autores principales del parido heretical, como se puede ver en Natal Alejandro, Saeculo 15, Histor. Eclesiast.

36. Aquí se ve, que estos Monsieures, y los demás que los siguen, con notable inconsecuencia, y aun manifiesta [139] contradicción, acusan a la Iglesia Romana de cruel, y sanguinaria, porque usa del fuego, y el cuchillo contra los herejes, después que no puede reducirlos con la persuasión. Es verdad, que los Luteranos, y Calvinistas niegan que sean herejes. ¿Mas que importa que lo niegen? ¿Deben ellos ser Jueces en causa tan propia? También Serveto, Jorge Blandrata, Valetín Gentilis, Fausto Socino, y otros Anti-Trinitarios, que excluían la Divinidad del Verbo, y del Espíritu Santo, negaban ser herejes, sin que esto los indemnizase en los Tribunales de Lutero, y Calvino. Con mucho menos razón puede indemnizar a Luteranos, y Calvinistas esta excusa en los Tribunales de la Iglesia Romana.

37. Otra inconsecuencia, o contradicción de Calvino nos presenta este hecho. Calvino, como se vio arriba, tenía por idólatras los que adoraban a Cristo en la Eucaristía: luego reputaba idólatras a Lutero, y a todos los Luteranos, que rendían a aquel Venerable Sacramento esta adoración; y por consiguiente tan impíos eran en su mente éstos, como Serveto. ¿Por qué, pues, tolerando a éstos, no podía tolerar a Serveto? Pero la solución a este argumento es fácil. Halló a Serveto solo, y desnudo de todo apoyo. Al contrario veía cerca de Ginebra; esto es, en la contigua Alemania, innumerables Luteranos, donde eran sostenidos de Príncipes poderosos. Y esta regla, no otra, siguierono siempre en su recíproca tolerancia, o intolerancia los sectarios.

38. De modo, que para sufrirse, o anatematizarse unas sectas a otras, no atienden tanto a la mayor, o menor desconformidad de los dogmas, que profesan, cuanto a las mayores, o menores fuerzas con que se hallan. La más débil tolera, aunque con impaciencia, a la más fuerte; y ésta oprime en cuanto puede a la más débil. Digo en cuanto puede, porque las más de las veces, o la constitución del Gobierno, o la prudencia de los Príncipes, y Magistrados, o la atención a temporales intereses, no les permiten llegar a los últimos rigores. Los Holandeses por política [140] abrazaron casi en toda su extensión la máxima de la Tolerancia, como conducente al aumento de la población, y al comercio. Sin embargo esta Tolerancia fue interrumpida con terribles turbaciones entre Gomaristas, y Arminianos, nombres tomados de los Autores de los dos partidos: aquellos, rígidos Calvinistas: éstos, Calvinistas mitigados: aquellos intolerantes: éstos, que solo podían ser tolerados: aquellos, que hacían a Dios Autor del pecado: éstos, que aunque en varios puntos de doctrina seguían a Calvino, miraban con horror un dogma, que al mismo tiempo despojaban a Dios de su santidad, y a la criatura de su libertad. Ni estas inquietudes dejaron de costar bastante sangre nada vulgar, como sucedió en las muertes de los dos hermanos Juan, y Cornelio Wit, y en las de Barnevelt, y en un hijo suyo; como hubiera también acaecido al famoso Grocio, si el ardid, y valor de su mujer no le hubiera sacado de la cárcel, y puesto en libertad, substituyendo su propio riesgo al peligro de su marido.

39. Los varios espectáculos, ya funestos, ya ridículos, que en su Historia nos presenta la inconstante Inglaterra, después de la prevaricación del lascivo, y cruel Henrico VIII, constituyen un ejemplo muy sensible, de que la deserción de la verdadera Fe, es un principio sumamente fecundo de disensiones en materia de Religión.

40. Los Ingleses por lo general, después de la época referida, siguen la máxima ordinaria de los Herejes, que cada uno tiene derecho a ser Legislador de la propia conciencia, formándose Religión a su arbitrio. Pero este derecho no se lo conceden mutuamente unos a otros; sino, como ya insinué arriba, entretanto, que las fuerzas están como equilibradas: de modo, que ningún partido pueda sufocar a los opuestos. Pero a proporción, que el poder de alguno crece, o si desde el principio se halla en estado de poder dar ley, luego con el mayor conato procura una absoluta dominación, persiguiendo despiadadamente a cuantos no asienten a sus dogmas. Gimen entretanto, y se lamentan los que están de bando menor, alegando, [141] que la Religión es libre, y que cada uno puede, y debe seguir el dictamen de la propia conciencia. Mas si estos mismos (de que hay muchos ejemplares) por algunos accidentes favorables con el tiempo, mejoran de fortuna, y se ven en estado de hacer la guerra con ventajas, al punto, abandonando la predicada máxima de la libertad de conciencia, de perseguidos pasan a perseguidores, y con la mayor aplicación procuran oprimir a los que antes los oprimian a ellos.

41. En Inglaterra lo mismo fue introducirse el error, que hallarse dominante; y lo mismo fue empezar a dominar, que empezar a perseguir; porque en el afectado despotismo de su Autor Henrico VIII, halló cuanto poder era necesario para propagarse por la violencia; y es su genio despiadado sobrada disposición para ejercerla. Bañó Henrico todo su Reino de la sangre de los que no quisieron reconocerle Cabeza de la Iglesia Anglicana, entre quienes fueron sobresalientes objetos de sus iras los tres mayores, y mejores hombres, que produjo Inglaterra en aquella edad; el Canciller Tomás Moro, el Obispo de Rochester Juan Fischer, y el Cardenal Reginaldo Polo, de los cuales los dos primeros perdieron la vida en el cadalso, y el tercero la salvó, a pesar de las diligencias, que hizo Henrico para quitársela.

42. Sucedió a Henrico VIII su hijo Eduardo VI, Rey solo en el nombre, que por su corta edad, y apagada índole, no tuvo otros movimientos, que los que le daba el impulso de sus Ministros; los cuales, solo atentos a arruinarse unos a otros, por constituirse cada uno absoluto arbitro del Gobierno, parece miraban con total indiferencia las materias de la Fe. Pero esta indiferencia fue muy fatal a la Religión; porque no asistiendo a la defensa los que tenían el poder en su mano, se llenó Inglaterra de Luteranos, Calvinistas, y Zuinglianos, mediante la predicación de los Ministros de estas tres sectas, que no cesaba de suministrar la corrompida Alemania. Pero la persecución en este Reinado no parece llegó a la efusión de [142] sangre, contentándose solo con prohibir el uso del púlpito a los Católicos, que se franqueaba a todo género de Sectarios.

43. Por la muerte temprana de Eduardo, sucedió en la Corona la Católica María, la cual aplicó todas sus fuerzas a restablecer en Inlaterra la Religión Romana; pero no pudo evitar, que quedasen muchas mal sepultadas semillas de la herejía, que la produjeron en el Reinado de su hermana, y sucesora Isabela.

44. Esta Princesa, algo menos sanguinaria, que su padre Henrico, pero mucho más artificiosa, supo dar color de crímenes de Estado a los esfuerzos, que hicieron varios particulares para resucitar la Religión verdadera; y con este pretexto se derramó no poca sangre Católica, en que se puede contar la de la ilustre María Estuarda, Reina de Escocia, siendo muy verosímil, que en su muerte tuvo no poco influjo el odio de su Religión.

45. Es cierto, que Isabela a los Principios no se mostró absolutamente irreconciliable con la Iglesia Romana, o con la Silla Pontificia; pues a Paulo IV, que reinaba entonces, por medio de su Embajador, dió parte de su exaltación al Trono, como a los demás Soberanos de la Cristiandad; pero la entereza de Paulo IV, que no solo rehusó conocerla por Reina, más aun asperamente la dio en rostro con la bastardía de su nacimiento, la indispuso extremamente hacia los Católicos, y aficionó por consiguiente al partido de los Herejes; los cuales por su parte se ingeniaron bien para empeñarla más, y más a su favor, con el arbitrio de declararla Suprema Cabeza Espiritual de la Iglesia Anglicana; lo que altamente lisonjeó la vanidad de Isabela, porque con ese reconocimiento se vio colocada en una especie nueva de Soberanía, a la cual, como inadaptable al sexo, no había aspirado jamás alguna otra Reina.

46. Este suceso, combinado con otro de igual notoriedad, muestra, que en cuantos pasos dan los Protestantes, ya para autorizar su apostasía, ya para infamar la [143] Iglesia Romana, únicamente son conducidos por una pasión atropellada, y ciega.

47. Ha cinco, o seis siglos, que por la Cristiandad se empezó a difundir el falso rumor de que una mujer, fingiéndose hombre, a favor de un grande ingenio, y copiosa erudición, había acertado a engañar a los Romanos, hasta ser colocada por ellos en la Silla Apostólica, como sujeto en quien concurrían todas las prendas capaces de dignificarle para tanta elevación. Esta fábula, que debió su nacimiento a una crasa equivocación; o por un Papa, cuyo genio afeminado, y débil, indujo al Pueblo de Roma a la hablilla burlesca, y satírica de que no era varón, sino hembra; o por otro, que ciegamente apasionado por cieta dama, dejaba a su arbitrio una gran parte del gobierno: al paso que el rumor se fue aumentando, se fue vistiendo de varias circunstancias, hasta formar casi historia completa de una mujer, que jamás hubo en el mundo. Adaptáronle el nombre de Juana, por lo que Onufro Panvinio sospechó, que la equivocación viniese del Papa Juan XII, cuya vida (por no decir más) no fue de mucha equivocación: le dieron estudios en Atenas: en fin, en una función pública, muerte ignominiosa, ocasionada del íntimo comercio con un doméstico suyo. Y aún han querido algunos, que de esta tragedia resultó instituirse, y conservarse en la elección de los Papas en una ceremonia de la suprema indecencia, para asegurarse del sexo del que se elige.

48. No siendo esta historia otra cosa, que un tejido de ineptísimas ficciones, no es de extrañar, que se haya extendido mucho por el mundo, y sido creida de infinitos. En ninguna manera. Antes de su misma extravagancia sirvió para su propagación. ¡Tal es el genio humano! Cuanto una cosa es más extraordinaria, tanto es más inverosímil: cuanto más inverosímil, tanto menos creíble. De aquí parece, que lo que más naturalmente se sigue es, que estas portentosas patrañas, mereciendo el desprecio de todo racional, inmediatamente a su nacimiento fuesen seputadas en [144] el olvido. Pero así la lectura de las historias, como la experiencia de todos los siglos, nos muestran lo contrario. El vulgo es tan antiguo en todas las Naciones, como las Naciones mismas. Y con ser tan anciano, siempre es un párvulo, siempre es niño; y como niño, halla nutrimiento más conforme a su pueril curiosidad en las fantásticas aventuras de los Paladines; en los más desatinados portentos de los Magos, en las batallas de las huestes aéreas; generalmente en todo lo que por extraordinarísimo presta motivos al disenso; que en los sucesos, y revoluciones verdaderas de las cosas humanas.

49. ¡Tal es el vulgo! ¿Y qué es el vulgo? ¿Qué individuos, qué partes constituyen esta porción del linaje humano, a quien damos el nombre de vulgo? Esos individuos son tantos, que les falta muy poco para completar el todo de la especie. Aun en las Naciones más cultas, apenas cada millar nos presenta dos, o tres, que no sean de esa colección. Ningún distintivo exterior sirve para discernir quién está dentro, o fuera de esta baja clase. Debajo de todas ropas, títulos denominaciones, y grados, hay almas, o entendimientos vulgares. Ni el sobreescrito declara, si la Carta es discreta, o necia: ni el rótulo, si el libro es bueno o malo.

50. De este principio viene estar tan lleno el mundo de fábulas, y el mismo influyó, como en otras infinitas, en la aceptación, con que se admitió la monstruosa patraña de la Papisa Juana. Mas es verdad, que a favor de ésta, demás del principio común, que he dicho; intervino otra causa particular, que voy a referir.

51. Cuando, llamados de la bélica trompeta de Lutero, y otros Herisiarcas, empezaron a inundarse de los sectarios de éstos varias Provincias de la Cristiandad, ya estaba estampada en muchos libros la fábula de la Papisa, aunque con diversidad, porque lo que mira el asenso, o disenso de sus Autores; porque algunos pocos la escribieron, como persuadidos de la verdad del suceso, los más como inciertos, y dudosos. Los desertores de la Fe Católica, que [145] hallaron en tal estado la fábula, abrazaron el empeño de fomentarla, y persuadirla, como si fuese verdad histórica, pareciéndoles, que de este modo echaban un feísimo borrón en la Iglesia Romana. Aprehensión ridícula: pues aun cuando el suceso fuese verdadero, solo infería, que en Roma se había hecho una elección nula por error, en orden a la persona lo cual nada infiere hacia la doctrina, que profesa la Iglesia Romana.

52. El caso es, que todos los esfuerzos, que hicieron los Herejes para persuadir que hubo error, fueron vanos; porque varios Autores Católicos, con monumentos irrefragables de la Historia, tan claramente probaron ser una disparatada ficción cuanto se escribió de la Papisa Juana, que de esta fábula, en que los Herejes pensaban hallar un oprobio nuestro, resultó una no leve confusión suya, especialmente después que David Blondel, Ministro Calvinista, y famoso Escritor entre los suyos, en un Escrito, que dio a luz sobre esta cuestión, suscribiendo a los Autores Católicos, más sincero en esta parte, que lo son comunmente los de su Iglesia; dio nuevas luces para el conocimiento de la verdad: lo que llevaron muy mal los demás Protestantes; pero les fue preciso tragar esta amarga pócima, la cual, sin embargo de la displicencia, con que la recibieron, en ellos mismos hizo el efecto del desengaño; pues desde entonces han cesado de importunarnos con esta monstruosa invención.

53. Aquí entra ahora la combinación, que anuncié arriba. En aquel tiempo en que Isabela, hija de Henrico VIII, y de la infeliz Ana Bolena, fue elevada al Trono de la Gran Bretaña, aún subsistía entre los Protestantes la Fábula de la Papisa Juana, que con ella improperaban a los Católicos, como si el error, que siniestramente suponían en aquella elección, degradase de su autoridad a cuantos Papas habían sido legítimamente electos hasta entonces, o lo serían en adelante.

54. Pero ve aquí una cosa admirable. Al mismo tiempo, que los Protestantes se esforzaban a insultarnos con la disparatada [146] especie de una Papisa, elegida en Roma, ellos erigieron otra Papisa en la Inglaterra, constituyendo Cabeza de la Iglesia Anglicana a su adorada Reina. Monstruosidad, que no pueden pretextar, o cubrir con la elección de la Papisa Romana; la cual, aun cuando hubiese sido verdadera, estaría disculpada con el error, que hubo en orden al sexo de la persona electa: recurso, que no tienen los Herejes Anglicanos para su elección, pues no ignoraban, que daban esta preeminencia a una mujer. Y finalmente, nosotros estamos bien lavados de la pretendida mancha de la Papisa Juana, sabiendo ya todo el mundo, que ésta es una mera fábula, sin que, después de publicado el citado Escrito del Calvinista David Blondel, se atrevan a negarlo los más encaprichados Protestantes. Resta ver, como podrán éstos lavarse del borrón de su Papisa Isabela: hecho innegable, y testificado aun por los contrarios de nuestra Religión. Lo más notable fue, que escrupulizando la misma Isabela admitir esta suprema dignidad eclesiástica, los Doctores de su iglesia le aquietaron la conciencia, haciéndola deponer el escrúpulo.

55. Ni con el Reinado de Isabela se acabaron las persecuciones por causa de la Religión. Se mitigaron a la verdad, o se suspendieron en el de un sucesor Jacobo I Príncipe tan pacífico, o tan paciente, que dejó inulta en, los Ministros Británicos la muerte inicua de su madre María Estuarda, y perdonó al pérfido Bucanan las calumnias, con que procuró manchar la memoria de aquella ilustre Reina. Digo, que dejó inulta en los Ministros aquella muerte, porque en ella verosimilmente tuvieron influjo más positivo éstos, que la misma Isabela, aunque tampoco pudo ésta lavarse las manos de aquella Regia sangre, ni aun borrar en muchos la sospecha, de que el principal delito de María en el corazón de Isabela, era excederla en hermosura. Se sabe cuanta era su delicadeza en esta materia.

56. Al mitigado gobierno de Jacobo sucedió el turbulento Reinado de Carlos I, en el cual el odio de los [147] Presbiterianos, no solo contra los Católicos, mas también contra los que con el nombre de Episcopales seguían la Liturgia Anglicana, bañó de sangre toda aquella Isla, hasta mancharla con la de su mismo Rey.

57. Continuose la persecución en la persona de Carlos II, hijo, y sucesor legítimo de aquel infeliz Soberano, quien por medio de raras aventuras, y riesgos, errante por varios rústicos albergues, cubierto con los más humildes disfraces, hasta pasar tal vez por criado de a pie de una honradita Paisana, a quien se descubrió, entregándose a su buena fe, pudo ultimamente salvar en Francia su vida; y después por la fidelidad, y valor del General Monk, recobró la usurpada Corona. Este Príncipe, luego que se vio colocado en el Trono, quiso entablar la libertad de conciencia en el Reino; pero se opusieron tan fuertemente a ellos los Protestantes, que no pudo conseguirlo; viéndose en este caso lo que en otros muchos; esto es, que los dichos Monsieures los Protestantes, que tanto claman por la libertad de conciencia, detestando la denegación de ella, como una intolerable tiranía de los Príncipes Católicos, que no la permiten en sus Estados; en realidad solo quieren esta libertad para sí mismos: la imploran cuando está débil su partido, y la deniegan cuando tienen la fuerza en la mano.

58. Otra aun más monstruosa irregularidad, en orden a este asunto, mostraron los Ingleses en el proceder que tuvieron con Jacobo II, hermano, sucesor legítimo en la Corona de Carlos II. Profesaba Jacobo la Religión Católica, y solo por este motivo le despojaron los Ingleses de la Púrpura. Aquí entra una reflexión, en que se hace patente, que la Religión, que tan siniestramente se da el nombre de Reformada, en el punto de libertad de conciencia, como en otros muchos, o por mejor decir en todos, no siguen regla alguna; o tienen por única regla su capricho, o su antojo. Claman los Protestantes contra los Prícipes Católicos, que no permiten libertad de conciencia a sus súbditos; y en Inglaterra los Protestantes no [148] quisieron permitir la libertad de conciencia a su propio Rey pues porque no quiso abandonar la profesión de la Religión Católica, le arrojaron del Trono. ¡Rara inversión de ideas! ¿Qué es esto sino constituir al Príncipe dependiente de sus súbditos, y a los súbditos superiores del Soberano?

59. De todo lo que he discurrido sobre este cuarto argumento, colegirá V. S. claramente, que cuanto vocean los Protestantes la libertad de conciencia, y recíproca tolerancia de unas Religiones a otras, como debida a todo el mundo, todo es ilusión, y añazaga. Quieren sí la tolerancia; pero una tolerancia solo cómoda para ellos; esto es, quieren ser tolerados, sin ser tolerantes. Es verdad, que en la cualidad de tolerantes admiten dos excepciones. La primera, cuando se hallan sin fuerzas para oprimir a sus contrarios. La segunda, cuando de la intolerancia se puede seguir algún grave dispendio a su República: v. gr. una grande disminución del comercio, o de la población del Estado adonde dominan.

60. Pero lo más admirable, que hay en la complicación de tolerancia, e intolerancia heretical, es, que son muchos los Protestantes, que rehusando tolerar la Religión Católica, toleran lo que es supremamente intolerable; esto es, la absoluta irreligión, la denegación de todo culto a la Deidad, el Ateísmo. Un muy señalado ejemplo de tan raro desorden nos muestra Inglaterra, donde al mismo tiempo, que el Gobierno Británico proscribe todos los libros favorables a la Religión Católica, deja de correr indemnes muchos, que abiertamente fomentan la impiedad. La introducción de un Agnus Dei, de una Medallita de Roma, fue en tiempo de Henrico, y de Isabela tratada como crimen de lesa Majestad. Acaso ahora (que lo ignoro) sucederá lo mismo. Pero Escritos, en que directamente se impugna la inmortalidad del alma, públicamente se venden. El impío dogma del Materialismo, que, destruyendo su espiritualidad, la identifica con la máquina corpórea, y por consiguiente la supone perecedera con ella, se extendió [149] tanto en Inglaterra, que rebosó una no muy pequeña parte de su veneno a su vecina Francia, si son bien fundadas las quejas, que contra la propagación de esta peste en aquel Católico Reino gritó el celo de algunos Prelados suyos.

§. VI

61. Habiéndome detenido en los cuatro argumentos generales, que he propuesto, más de lo que corresponde a la estrechez de una Carta, me ceñiré cuanto pueda en otro, que me resta, aunque acaso el más decisivo de todos.

62. Éste se toma de la promesa de Cristo, en orden a la permanencia, o duración perpetua de su Iglesia, la cual promesa está clara en el cap. 16 de S. Mateo, y repetida, en el cap. 28 del mismo Evangelista. En el primero, hablando Cristo con S. Pedro, le dice, que sobre él, como piedra fundamental, edificará su Iglesia, con una estructura tan firme, que las puertas del Infierno, esto es, las Potestades infernales (como explican comunmente este lugar los Sagrados Expositores) nunca podrán derribarla. En el segundo: dirigiendo la voz a todos los Apóstoles, y en ellos no solo a sus sucesores, mas a todos aquellos en quienes fructifique, mediante su predicación, la semilla de la divina palabra, (lo mismo según lo literal del texto, que a toda la Iglesia) los asegura de su continua asistencia, y protección hasta el fin del mundo: Et ecce ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem saeculi.

63. De aquí se deduce un argumento, a mi parecer perentorio, contra todos los Heresiarcas, y por consiguiente contra todos los Herejes, el cual formo de este modo. Determinemos el discurso a Lutero. Pero lo que voy a decir de Lutero se puede aplicar del mismo modo a Calvino, a Juan de Hus, Wiclef, y a cuantos precedieron, y subsiguieron, o subseguirán a éstos, si es que aún restan en el estado de futurición otros monstruos de esta clase. [150]

64. Arguyo, pues, así. Según los textos alegados, aquella Iglesia, que Cristo edificó, aquella misma duró hasta ahora, y durará hasta el fin del mundo. Luego esa misma duraba cuando Lutero levantó bandera, y empezó a formar su secta en Alemania. Si existía la misma Iglesia, existía en ella la misma doctrina, que Cristo comunicó a los Apóstoles, el mismo Sacrificio, los mismos Sacramentos. De otro modo, ya no sería la misma Iglesia, sino otra distinta.

65. Y pregunto ahora. ¿Dónde estaba esa Iglesia? ¿Qué miembros la componían? ¿Qué pastores la cuidaban? ¿Podrán señalar otros miembros, que los que estaban incorporados bajo la obediencia de la Iglesia Romana? ¿Ni otros Pastores que el Papa, como Pastor universal, y los Obispos, como sus subalternos, para el régimen de las Iglesias particulares? Ya varios Protestantes, presintiendo esta gran dificultad, para desembarazarse de ella, dijeron, que la Iglesia de Dios se compone de solo los predestinados. ¡Raro sueño! Con que, según esto, la Iglesia se compone de unos miembros, que nadie puede discernir, ni ellos mismos saben lo que son; porque a nadie puede constar, que está predestinado, sin particular revelación divina. Se infiere de aquí, que entre esos miembros no hay unión alguna, y por consiguiente la Iglesia es un Cuerpo destrozado, como lo es necesariamente cualquiera cuerpo, cuyos miembros están desunidos.

66. Ciertamente no es excogitable otra unión entre los miembros de este Místico Cuerpo, que la que consiste en la confesión de la misma doctrina, la participación de los mismos Sacramentos, y sujección a la misma cabeza. Esta unión halló Lutero, cuando vino al mundo, entre todos los que reconocían la superioridad del Pontífice Romano y esta unión rompió aquel Apóstata, destrozando, cuanto estuvo de su parte, el Cuerpo Místico de la Iglesia.

67. Y pues es de Fe, que cuando Lutero dio principio a su predicación, subsistía este Místico Cuerpo, digannos [151] los señores Luteranos, ¿dónde estaba, qué sitio ocupaba la Religiosa Grey, que llamamos Iglesia de Cristo, quiénes eran Ovejas de ese Rebaño, quiénes los Pastores? ¿Podrán señalar otros, que los que entonces la Iglesia de Roma reconocía por tales? Muéstrennos otros sucesores de los Apóstoles, distintos del Pontífice Romano, y de los Obispos, que a éste prestaban la obediencia.

68. Pero basta ya para Carta, pues Carta, y no Libro, como dije arriba, me propuse escribir. Bastará también, y aun creo sobrará, para que V. S. se desembarace con aire cuando suceda, que algún erudito de estado, o Teólogo petimetre (hay muchos de éstos entre los Protestantes) quiera bachillear con V. S. en materias de Religión. Limito el uso de esta instrucción para los encuentros que V. S. pueda tener con eruditos de estrado; conociendo, que sería necesario mucho mayor extensión de doctrina para provocar a certamen a los que están revestidos del carácter de profesores Teólogos, los cuales, a falta de argumentos, o soluciones sólidas, están bien proveidos de sofismas, y trampantojos. Nuestro Señor guarde a V. S. muchos años, y acabada su peregrinación, le restituya a este Reino sano de cuerpo, y alma.



{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo quinto (1760). Texto según la edición de Madrid 1777 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo quinto (nueva impresión), páginas 123-151.}