Tomo quinto ❦ Carta XXIX
En respuesta de otra erudita (Histórica-Moral), que sobre el mismo asunto de Terremotos le escribió al Illmo. y Rmo. Sr. Don Fr. Benito Feijoo el Sr. D. José Rodríguez de Arellano, Canónigo de la Sta. Iglesia de Toledo, &c.
1. Muy señor mío: Recibí con el más alto aprecio la eruditísima Carta en asunto de los Terremotos, que V. S. me dirige, y en que tan profusa, y tan gratuitamente me honra, calificando de victoria ilustre la tal cual fortuna, que he logrado en la ardua empresa de combatir Errores comunes: en que lo que hay de hipérbole, contemplo como relativo al fin, que V. S. se propone de excitarme a concurrir, como auxiliar suyo, al piadoso designio de mitigar el terror introducido en los ánimos, por el gran terremoto, que padeció España el día primero del próximo Noviembre: como que considerándome V. S. poseído de aquella tímida desconfianza, que es casi propiedad inseparable de una edad avanzada, como la mía, y que podía retraerme de la resolución de producir algún nuevo rasgo para el Público, quiso animarme a ella, representándome la felicidad de mis antiguas producciones. Mas sea cual fuere el motivo, que V. S. tuvo para honrarme tan desmesuradamente, yo sólo por el de complacer [424] a V. S. diré algo, aunque poco, concurriendo con V. S. no como auxiliar suyo (por más que V. S. me convide a admitir tan apreciable título), sí solo en la cualidad de subalterno, al caritativo intento de relevar en parte de su consternación al Público, absteniéndome de los demás puntos concernientes al asunto de Terremotos, que V. S. sólo me llama a servirle en aquel punto determinado.
2. Y como de dicha Disertación se evidencia, que su pretensión no es desvanecer enteramente el temor, que puede infundir la aprehensión de los Terremotos, sí solo templarle, o disminuirle, a esos mismos términos reduciré yo la mía.
3. En efecto el miedo a los Terremotos, como el de la muerte (que viene a ser uno mismo, pus la muerte es lo que principal, o únicamente se teme en los estragos que hace un Terremoto), puesto en un punto determinado, es, o puede ser saludable, y será perjudicial, excediendo mucho de ese grado. Así se debe desear, que ese miedo sea simplemente miedo: esto es que no pase a estupor, pasmo, congoja, o deliquio, en cuyo estado, mediante la aflicción, que produce en el alma, hace por una parte triste, mísera, y breve la vida temporal; y por otra, perturbando las potencias tanto, cuando las inhabilita para aquellas cristianas disposiciones, que conducen a la eterna.
4. Parece ser, que el grande miedo, que introdujo el Terremoto en los ánimos en orden a sus repeticiones, provino principalmente de la grandeza, y prodigiosa extensión del Terremoto. Yo en el discurso de mi vida experimenté otros cinco, cuatro en Galicia, y uno en este País. Mas por haber sido leves, y haberse extendido a corto espacio, en nadie vi temor notable, de que repitiese; en lo que yo considero, que el Público está engañado, pues yo al contrario hago la cuenta, de que cuanto más terribles, y comprehensivos de mayor espacio son los Terremotos, tanto menos son temibles sus repeticiones. Así lo [425] persuaden, en primer lugar una buena razón física, y en segundo la experiencia.
5. La razón física, es, que cuanto mayor es el Terremoto, tanto mayor cantidad de materias inflamables, e inflamadas (que ciertamente son sus causas) se consume. Así es menester más dilatado tiempo para que, o por vía de nueva producción, o por afluencia de la contenida en partes distantes, se reponga igual cantidad de materias. Por consiguiente a un Terremoto grande no puede suceder otro igual sin interponerse en los dos un espacioso intervalo de tiempo.
6. La experiencia muestra lo mismo. Tengo presente el grueso catálogo de los más memorables Terremotos, que hubo en el mundo, desde la venida de Redentor hasta el siglo presente, copiados de varios Historiadores por el docto Premonstratense Juan Zhan, en el segundo tomo de su Specula Físico-Matemática, Serutin. 4 disquisit. I geoscopica, cap. 4. Llegan (que tuve paciencia para contarlos) el número de doscientos treinta y ocho. Y en toda esta colección no hay sino siete, u ocho Terremotos, que se extendiesen a más, que una, o pocas Provincias confinantes. Y aun de éstos se deben rebajar dos por lo menos, que pone como universales en todo el Orbe de la tierra; y otros dos, que dice fueron casi universales: lo uno, porque eso juzgo absolutamente inverosímil: lo otro, porque preguntaré, qué Correos, Cartas, o Gacetas trajeron las noticias de esos Terremotos de todo, o casi todo el Orbe; mayormente cuando todos esos cuatro portentosos Terremotos son colocados por el P. Zahn, o por los Autores que cita, en tiempos, en que aún no estaba descubierta la América, ni algunas porciones de la Asia, y África?
7. Dije, que de esos Terremotos de grande amplitud se deben rebajar, por lo menos cuatro universales, o casi universales, por no meterme en si el que acaeció el tiempo de la muerte de Cristo (que también es comprehendido en el catálogo) fue universal; lo que muchos Intérpretes afirman, y otros niegan. Lo cierto es, que en el Evangelio [426] no hay expresión alguna de esa universalidad. El evangelista San Mateo, que es el único, que hace memoria de ese Terremoto, solo dice simplemente; que la tierra se movió: Et terra mota est (cap. 27). pero dado caso, que el Terremoto se extendiese a toda la tierra, como suponen todos, y con razón, que fue milagroso, porque el Evangelista le enumera como tal, a los demás prodigios sobrenaturales, que Dios obró en la muerte de Cristo, no hace al caso a mi asunto, donde sólo trato de Terremotos, que acaecen por causa natural.
8. Pero no puedo menos de notar aquí, que aunque el Padre Zahn continúa el catálogo de los Terremotos memorables hasta fines del pasado siglo, refiriendo uno, que se experimentó en una Ciudad de Flandes el año de 1694, no hace memoria de dos, que precedieron a éste en el mismo siglo, de más extensión, y acaso también de más certeza, que muchos de los mayores, que agrega en su abultada colección. Supongo, que llegaron a su noticia. Estos Terremotos omitidos acaecieron en la América. El primero tocó a la América Meridional, y es el mismo, que V. S. menciona en su Carta, citando al P. Fournier. Habla también de dicho Terremoto el Famoso Pedro Gasendo tom. 2 Physicae sect. 3 membr. I lib. I cap. 6 citando asimismo al P. Fournier con la honrosa expresión (sin duda por autorizar, o acreditar la noticia) de optimus e Societate Iesu Furnerius.
9. Aunque este Terremoto siguió la costa del perú por el largo espacio de trescientas leguas, mayor fue el de la América Septentrional en la Canadá, pues se alargó a cuatrocientas, postrando una montaña organizada de orcas, que ocupaba la cuarta parte de este espacio, y sustituyendo por ella una llanura de igual dimensión. Esta noticia halló en el segundo tomo de los Coloquios Físicos del Padre Regnault, pág. 189 de la edición Parisiense del año de 32. Entre esos dos grandes Terremotos de la América, solo mediaron cincuenta y nueve años, porque el primero acaeció en cuarto año del siglo pasado, y el segundo en [427] de sesenta y tres {(a) Todos los Eruditos, que al presente han escrito sobre Terremotos, han apurado las Historias para presentar uno, que con todas las circunstancias de verídico coincida con la extensión, y momento ejecutivo al que acabamos de padecer en España. Ninguno hasta ahora ha rayado en el asunto más alto, que nuestro Illmo. Feijoo, señalando uno, que corrió 400 leguas de París. Pienso que por no estar en la clase de los Terremotos la reventazón de los tres volcanes de Filipinas en el año de 1641, no se pudo tener presente. Pero realmente la tierra tembló, y el horrendo estrépito se oyó en más de 900 leguas de París en un mismo día, y a una misma hora. Véase la Historia de Filipinas del Padre Murillo, impresa en Manila, al fol. 123 b.}. Pero tomando el cúmulo de éstos, y todos los demás de enorme extensión, no corresponden ni aun a dos cada cuatro siglos. Por lo que dije al principio, y repito ahora, que si el terror de la gente es solo respectivo a la posible repetición de otros de igual tamaño al que acabamos de padecer dentro de breve tiempo, no digo que el temor no sea racional, como no pase al extremo de estupor; porque aunque la repetición pronta de tan agigantados Terremotos no sea regular, nada tiene de imposible. Y aun en caso, que lo fuese, ¿qué seguridad nos resulta de ahí, subsistiendo la contingencia de los Terremotos particulares a este, o aquel territorio, a esta, o aquella Ciudad en que pueden perecer, o todos, o la mayor parte de los habitadores?
10. En efecto, en el citado catálogo del Padre Zahn he observado, que la desolada Lisboa, cuyo reciente estrago tan justamente estamos lamentando, en el corto intervalo de diecinueve años padeció otro dos ruinosos Terremotos. El primero el año de 1532; el cual ocho veces se repitió. Son las palabras del Autor Ingens Terraemotus Olesipone octies iteratus est. El segundo año de 1551, en que fueron derribados doscientos edificios, y perecieron más de mil personas: Olisipone 200 aedificia collapsa ultra 1000 homines obtriverunt.
11. Pero yo quisiera ahora, señor mío, ya que V. S. en el primer pliego de su Carta me representó la gente tan asombrada del Terremoto, que con este motivo se aplicó [428] en una gran parte a aliviarla algo del susto; quisiera, digo, que me avisase, qué temperamento halla en los ánimos en el tiempo presente: porque yo a la verdad recelo, que hayan pasado ya de un extremo a otro; esto es, de una excesiva conturbación a una nimia serenidad; y aun en el mismo contexto de su Carta hallo motivo para pensarlo así, porque habiendo en los principios de ella dirigido la pluma al propósito de moderar el miedo de los Terremotos, después usa de su brillante elocuencia para avivar , o fomentar ese mismo pavor; lo que no puedo atribuir a otro principio, sino al de que en el tiempo (aunque atenta la agilidad, con que V. S. maneja la pluma, no habrá sino mucho) que V. S. gastó en escribir su Carta, se mudó considerablemente el teatro, pasando el Pueblo de una extremada agitación a un soñoliento descanso.
12. Y me confirma en este pensamiento la consideración de lo que comúnmente sucede en tales casos, o algo semejantes al nuestro. Pongo por ejemplo. Hace el Cielo muestra de sus iras a esta, o a aquella Población con un terrible nublado, en que espantosos y continuados truenos acompaña el formidable disparo de algunos rayos. Se estremecen los habitadores, y una buena parte de ellos se compunge. ¿Pero cuándo dura este terror? No más que lo que dura el nublado. Serénase el Cielo, y serénanse los ánimos. Y siendo los nublados mucho más frecuentes, que los Terremotos, si el terror, que inspiran aquellos, aun en los Países, que son mas infestados, y reciben más daño de ellos, es sólo pasajero: ¿cómo se puede esperar que sea muy permanente el que imprimen éstos?
13. Por esto juzgo útil la publicación de algunos escritos de buena mano, que revoquen a la memoria el pasado Terremoto, representando la posibilidad de otros venideros. Y aún sería mayor la utilidad para reprimir las hambres de los vicios, si se procurase extender el temor a otros peligros, no solo no menores, pero tomada la colección de ellos, muchos más dignos de temor, que los Terremotos. [429]
14. Es cierto, que los Terremotos son pocos Pero los accidentes por donde pude venir una muerte tan pronta, que no de lugar a alguna disposición a favor del alma, son muchos. El año de 28 fui yo a Madrid, y allí contaban, que dentro del recinto de aquella Corte habían sucedido en el solo mes de Enero de aquel año 30 muertes repentinas, y acaso no contarían todas las que había habido, porque no constarían todas. ¿En qué población algo numerosa no se ven todos los años algunas? De modo que se puede formar al cómputo prudencial, de que dentro de nuestra Península cada año acaecen más muertes repentinas, por las muchas quiebras a que está expuesta la débil contextura de esta animada máquina, que las que ocasionó el pasado Terremoto; esto aunque entren en cuenta las que causó Lisboa, en que a la verdad variaron no poco las relaciones.
15. Pero a este cómputo de las muertes repentinas resta mucho que añadir, esto es, el cúmulo de aquellas, que son moralmente, aunque no físicamente, repentinas, y que en orden a la funesta secuela, que puede resultar hacia las almas, tienen el mismo riesgo que las otras: hablo de las muertes, que aunque suceden después de algunos días del concurso regular de una enfermedad, ya por la insensatez de los enfermos, ya por la impericia de los Médicos, vienen totalmente imprevistas. ¿Y cuántas de éstas suceden en el mundo? Innumerables. Yo, aunque siempre tuve poco comercio en el mundo, he visto muchas, tenido noticia cierta de muchas más.
16. Y no solo está el riesgo, en que la muerte venga totalmente imprevista. El mismo hay en que ocurra enteramente imprevisto un trastorno irremediable del cerebro, aunque preceda algunos días a la total extinción de la vida, porque desde el momento en que se pierde del todo el uso de la razón, tan incapaz queda el pobre enfermo de mejorar el estado de su conciencia, como si estuviese sepultado.
17. Que esta calamidad suceda algunas veces por [430] ignorancia de los Médicos, es cosa, que no necesita de prueba. Mas porque los señores Doctores, que ya parece están algo reconciliados conmigo, no me lo lleven mal, advierto, que hay en esta Ciencia, como en todas las demás, no solo ignorancias de ignorantes, más también ignorancias de doctos. Las primeras son propias de los de corta capacidad, o poco estudio. De las segundas no están libres los de más ingenio, y aplicación, especialmente en la Ciencia Médica, que es la más incomprensible de todas; fuera de que una inadvertencia, o falta de reflexión, pude caer en el hombre más sabio del mundo. En el Tomo VIII del Teatro Crítico, Disc. X n.192 referí el caso de un Abad de este Colegio, a quien yo un mes antes predije un total desbarato del cerebro, sin poder persuadírselo al Médico, que le visitaba actualmente, como convaleciente de una indisposición, al parecer nada grave, que acababa de padecer, aunque le insinué la reflexión, que motivó el pronóstico, la cual expuse asimismo en el lugar citado, porque puede servir para otros casos semejantes, que me parece muy natural ocurran varias veces. No por eso niego, que muchas está la causa del accidente capital, o muerte repentina tan altamente escondida en algún retirado seno del cuerpo humano, que solo al entendimiento de un Ángel es accesible. Mas pos eso mismo debemos temer siempre, que esté cerca de nosotros el golpe fatal, como que tal vez puede venir oculto debajo de las apariencias de la más perfecta salud.
18. En las enfermedades peligrosas, que dan bastantes treguas para aprovecharse del beneficio de los Santos Sacramentos, es muy ordinario retardar demasiado los Médicos el desengaño de los enfermos, no por ignorancia, sino por temor de que el susto los empeore. Pero creo que se engañan mucho en esto; siendo experiencia constante, que aunque se alteran, y estremecen al intimarles su riesgo, después que reciben los Sacramentos, especialmente el de la Penitencia, se reconoce en ellos tal consuelo, y [431] alegría, que es capaz de hacerles provecho muy superior al daño, que pudo causar el terror antecedente. Este consuelo es mayor, y más visible al acabar de confesarse, en los que tenían grabada de mucho peso la conciencia. No ha mucho que supe de un Caballero, en quien se podía sospechar algún especial gravamen, porque había vivido muchos años muy dentro del Mundo, que dijo algunas horas después de confesarse, que aquel era el día más alegre que había logrado en toda su vida.
19. En cuya materia se debe considerar, que la nimia demora en la percepción de los Santos Sacramentos, no sólo trae peligro de morir sin ellos, mas también el de que su percepción sea inútil, por haberse retardado tanto, que ya la potencia intelectual está desbaratada, o por lo menos tan conturbados, así el entendimiento, como la voluntad, que se puede dudar de su suficiente cooperación al influjo de la divina gracia.
20. No parece que pudo ser otro, que el expresado motivo el que movió al Santo Pontífice Pío V a expedir el año de 1566 la Constitución Apostólica Supra gregem Dominicum, en que no sólo estrechísimamente manda a los Médicos, que cuando son llamados de los enfermos, ante todas cosas los persuadan a confesar todos sus pecados a un Ministro idóneo; mas severamente les prohibe asistirlos, o visitarlos después del tercero día de enfermedad, si dentro de ese término no se han confesado, en que insiste con tanta fuerza, que requiere, que tengan noticia de la Confesión por Certificación escrita del mismo Confesor.
21. Es cierto que los Médicos no practican esto, sin que yo haya jamás entendido, o discurrido el por qué no lo practican, o por qué los que tiene autoridad para ello no los obligan a practicarlo, observando las reglas que prescribe la misma Constitución. Procuré varias veces persuadir a un Médico docto esta práctica; pero nunca pude vencerle a ello, aunque no se manifestó razón alguna para excursarse; solo decía misteriosa, y vagamente, que [432] tenía sus motivos; añadiendo que si yo ejerciese el oficio de Médico, haría lo mismo que él. Pero es muy cierto, que, bien lejos de eso, yo me conformaría literalísimamente a la disposición de aquel Santo Pontífice, porque lo considero importantísimo a los enfermos.
22. El único inconveniente; que en ello se ofrece, es, que conspirando los Médicos en ejecutar lo que ordena dicha Bula, a los principios acaso morirían dos, o tres enfermos en cada Pueblo por la falta de su asistencia. Dije acaso, porque ¿cuántas veces los preceptos, o por mejor decir los errores de los Médicos, son fatales a los enfermos? Ya muchas veces se hizo el cómputo (prudencial le llaman los que le hicieron) de que no son más fecuentes las muertes en los Lugares, que carecen de Médicos, que donde los hay.
23. Pero doy el caso, que por falta de asistencia del Médico muriesen uno, u otro enfermo, que asistidos de él vivieran. Todo ese daño se reduciría a dos, o tres a los principios de ponerse en planta la observancia de la citada Bula; pues en adelante, viendo constante al Médico en cumplir con la obligación que ella impone, ¿qué enfermo sería tan bárbaro, que voluntariamente se privase del auxilio de la Medicina, considerándole útil a la salud del cuerpo, sólo por no usar desde luego de la medicina espiritual, evidentemente importantísima para la salud del alma? ¿Y qué comparación tiene el daño del perder en cada Pueblo dos, o tres enfermos la vida temporal por falta de Médico, con el de perder en cada Provincia centenares, y millares la eterna, por retardar más de lo justo la Confesión Sacramental?
24. De modo, señor mío, que aunque sea muy justo temer los Terremotos, por lo que estos amenazan, y ocasionan muertes repentinas; pero me parece mucho más digna de ser temida la colección de los varios accidentes, de donde puede venir, ya una muerte inopinada, ya una imprevista, e incurable perversión del juicio; porque estos son muchos, y bastantemente frecuentes, al paso que los [433] Terremotos pocos, o raros. Pero éstos añadidos a aquellos (como efectivamente debe agregarlos nuestra meditación) hacen mayor, y verdaderamente muy grande el número de los peligros de morir sin gozar el beneficio de los Sacramentos.
25. Siendo esto así, ¿quién no admirará la funesta indolencia, o perniciosa serenidad de tantos millares de personas, que entregadas a sus pasiones por largos espacios de tiempo, no acuden a aquellos preciosos manantiales de la gracia? ¿A quién no debe asombrar la espantosa catástrofe, a que los descuidados en purificar la conciencia se arriesgan en el velocísimo tránsito de este al otro mundo? ¡Oh Santo Dios, cuánta mudanza de un momento a otro! En éste está un hombre jugando, en el siguiente ardiendo. En éste colocado en catre de plumas, en el siguiente en lecho de llamas. En éste paseando en dorada carroza, en el siguiente encadenado en una profunda sima. En este deleitándose con melodiosas canciones, en el siguiente oyendo solo alaridos de millones de condenados. En éste meditando la venganza de una ofensa, en el siguiente expiando con horribles tormentos las que cometió contra la Majestad Divina. En éste lisonjeándose de alegres esperanzas, en el siguiente viendo convertirse las esperanzas en eternas desesperaciones. en éste mirándose ceñido con los brazos de algún objeto de su pasión, en el siguiente puesto debajo de los pies de los demonios.
26. Lo que acabo de decir, sucedió puntualísimamente, no a una sola, sino a dos personas de un Pueblo de Galicia, de donde vino aquí la noticia estos días. Un hombre, y una mujer, incitado de su apetito a la torpeza de un pecado de adulterio (la mujer era casada), se cerraron en un aposento para la ejecución de su depravado deseo. No parecieron más, ni aquel día, ni el siguiente. Al tercero, buscándolos, los hallaron dentro del mismo aposento. ¿Pero cómo? Abrazados uno con otro, y entrambos muertos. El horror me hace soltar la pluma [434] de la mano. Dios nos libre de sus iras, y a V. S. guarde muchos años. Oviedo, y Enero 25 de 1756.
Adición
Teniendo escrita esta Carta, me ocurrió una advertencia perteneciente al asunto de muertes repentinas, y juntamente para mandarla a la pluma, muy propia del oficio literario, que especialísimamente profeso de Desengañador de Errores Comunes. Está persuadido el vulgo a que los accidentes apopléjicos, y otros equivalentes a ellos, casi siempre provienen de los excesos en comida, y bebida, y así son infinitos los que creen, que observando un buen régimen, están indemnes de tales accidentes. No hay tal. Conocí hasta veintidós sujetos, que murieron repentinamente (los tres en este Colegio, desde que vivo en él) de los cuales ninguno era tocado, poco, o mucho del vicio de glotonería, o el de la crápula. Añado, que el célebre Boerhave, tratando de la apoplejía, aunque pone entre sus causas las destemplanzas de la mesa, señala más de treinta totalmente distintas, algunas absolutamente irremediables, porque consisten en algún vicio nativo, o de la complexión o de la organización, que ninguna precaución puede evitar. Así, nadie se puede lisonjear de la esperanza de indemnizarse de toda muerte repentina, ni con el más exacto régimen, ni con otro medio alguno.
El único, no para evitar la muerte repentina, sino para no vivir oprimido del susto de ella, es la cuidadosa diligencia en guardar la Ley de Dios, y frecuentar los Sacramentos; y haciéndolo así arrojar intrépidamente el corazón a venga lo que viniere: quiero decir, esperar con una generosa cristiana resignación cuanto quiera disponer nuestro Soberano Dueño.