Tomo quinto ❦ Discurso segundo
El Todo, y la Nada, esto es, el Criador, y la Criatura, Dios, y el Hombre
Consiguiente a una parte de la materia del pasado, en el cual, representando al hombre su pequeñez, se procura abatir su vanidad
§. I
1. Alcibíades, famoso Capitán Ateniense, fue uno de aquellos hombres algo raros, en quienes juntándose grandes prendas con iguales defectos, se pueden hacer de ellos unos sujetos utilísimos a la sociedad, no añadiéndoles cosa que les falte, sino quitándoles lo que les sobra: dejándoles las virtudes, que los adornan, y despojándolos de los vicios, que los afean, al modo que del oro, como está en la mina mezclado con otras materias heterogéneas, se logran grandes provechos, no sobreañadiéndole quilates, sino quitándole impurezas. Fue Alcibíades hombre de gran corazón, de excelente, y despejado ingenio, de extremada habilidad para todo aquello a que quería aplicarla, de una facundia tan insinuativa, que persuadía cuanto deseaba: liberal, espléndido, y magnífico. Llegábase a esto una ventajosa gentileza de cuerpo, y hermosura de rostro. Sus vicios dominantes eran la ambición, y la soberbia, a los cuales daban fomento, y prestaban alas, ya su nobilísima estirpe, ya [27] las grandes riquezas, que había heredado de sus mayores. Amábale con ternura aquel insigne Filósofo Sócrates, porque veía en él talentos, que podían servir para cosas grandes, como su ánimo fuese purgado de los vicios, que podían hacer, no sólo inútiles, mas aún nocivos los talentos.
2. En efecto, muy de veras se aplicó Sócrates a hacer a Alcibíades este beneficio, que asimismo lo sería muy grande para toda la Grecia. Las ocasiones, que tenía para procurarlo, eran frecuentes; porque Alcibíades, enamorado de la conversación, y trato de Sócrates, que era el más dulce, y amable del mundo, apenas perdía ocasión alguna de oírle. Habiendo visto Sócrates es este casi continuado comercio, que Alcibíades, con un género de fastuosa complacencia, traía algunas veces a la memoria las grandes tierras, que poseía, y inferido de aquí, que su altivez se alimentaba en gran parte de su opulencia, trató de representar ésta muy disminuida a su imaginación, y a sus ojos con un modo ingenioso. Poniéndole delante una Tabla Geográfica del Mundo, le propuso que buscase en ella la Grecia, y dentro de Grecia, la Provincia Atica, Patria de uno, y otro. En lo primero halló alguna dificultad: pero mucho mayor en lo segundo; porque discernir una pequeña Región en un Mapa muy reducido, apenas era posible sin microscopio, y entonces aún no se había inventado este artificioso auxilio de la vista. Sócrates, que estaba más habituado al uso del Mapa, le mostró en él el espacio que ocupaba la Atica, algo menor en la Tabla que el que podía cubrir la ala de una mosca. Añadióle Sócrates a Alcibíades, que señalase allí la porción de tierra, que había heredado de sus padres, y abuelos. Esto era imposible, y así lo confesó luego Alcibíades.
3. Fácil es concebir, que habiéndose así en este género de representación desaparecido de los ojos de Alcibíades toda su hacienda, como si toda no fuese más que un punto indivisible, o un nada: fácil es, digo, concebir, [28] que luego le diría Sócrates, a qué intento había instituido aquella especie de juego filosófico, representándole sobre él, con reflexiones dignas de un Sócrates, cuan poca cosa, cuan despreciable, o por lo menos cuan insuficiente era aquella riqueza, de que tanto se gloriaba, para fundar en ella la vanidad, y orgullo que mostraba a toda Atenas.
4. Yo en el presente Discurso trato de imitar la hermosa invención de Sócrates, que acabo de referir, para más alto fin, que el que aquel gran Filósofo tuvo en el uso de ella. Más alto sí, pero semejante: de más extensión, y más utilidad; pero aprovechándome para obtenerle, en cuanto al fondo, de la misma idea. Sócrates sólo quería curar de su vanidad a Alcibíades: yo a todos los hombres que adolecen del mismo achaque: en una palabra, al hombre en general, a la especie humana.
5. ¿Mas qué se puede añadir sobre esta materia a lo que escribí en el Discurso pasado? Allí demostré, que todo ente criado es un casi nada, un ser tan diminuto, que tiene infinitamente más de carencia, que de entidad. ¿Esta máxima metafísica no comprehende al hombre del mismo modo que a todas las demás criaturas? Sin duda. Pero el hombre no se da por entendido de éstas máximas generales: porque aunque, cuando quiere hacer reflexión sobre ellas relativamente a su ser, ve que le comprehenden, como a todos los demás entes criados, directa, y efectivamente no se hace esta aplicación. Así es menester hablar determinadamente con él, y intimarle la aplicación de la regla general de el prope nihil a su mismo ser.
6. Mas no es sólo la mera inatención que impide al hombre el uso de esa regla general para el conocimiento de su pequeñez. Mas se mezcla también con esa inatención algo de error positivo. Ni es sólo la falta de aplicación de la regla: mas también entra a la parte una aplicación defectuosa, o siniestra.
7. A cuantas partes el hombre puede extender la vista, [29] se ve circundado de otros entes más imperfectos que él. Ve los brutos cuyo conocimiento es muy inferior al suyo. Ve los vejetables enteramente destituidos aún de aquel imperfecto conocimiento de los brutos. Ve los minerales, que careciendo de todo principio vital son de clase muy inferior a la de los vejetables. Si levanta los ojos al Cielo, ve, y admira la hermosura, y resplandor de los Astros; mas como sabe, que no sólo no son substancias inteligentes, o sensitivas, mas ni aún en algún modo vitales, decide soberanamente, que él es un ente mucho más perfecto que el Sol, y aún extiende esta ventaja de perfección sobre el Sol a los brutos, porque son en su modo cognoscitivos: prerrogativa la mayor que cabe en toda la circunferencia de las substancias materiales, y negada al Sol, como a todos los demás Astros. Mas por lo que mira a los vejetables, es de creer que se haga cuenta de que la vitalidad, que tienen éstos, es una perfección, que se compensa bastántemente con la magnificencia, luz, hermosura, y poderoso influjo del Sol.
8. De modo, que por la cuenta hecha, los cuerpos celestes, y vejetables son muy superiores a los totalmente inanimados, los animales a los vejetables, el hombre a los demás animales, y a todo el resto del mundo. ¡Oh, cuánto es lo que ve el hombre debajo de sus pies! ¡y con cuánta complacencia se mira en tan empinada elevación! Pero mostrarémosle ya el reverso de la medalla.
9. De esa grande multitud de objetos, que contempla debajo de sus plantas, y desprecia como indignos aún de ser vasallos suyos, todos, todos, sin exceptuar alguno son obras de las manos de Dios: todos participan de las perfecciones divinas: todos son, no sólo buenos, sino bonísimos, que así lo conoció, y dio a conocer el mismo Dios: Vidit Deus cuncta, quae fecerat, & erant valde bona. Esto quiere decir, que en toda esa grande multitud de objetos, mirados uno, por uno, hay innumerables perfecciones, y cualidades excelentes. ¿Y no faltan todas esas al hombre? Sin duda, porque este sólo tiene las propias [30] de su especie. Y en el lugar de todas esas que le faltan, tiene otras tantas carencias; esto es, otras tantas imperfecciones, u defectos. Así como Dios es infinitamente perfecto, porque poseyendo las perfecciones, que están repartidas en la inmensa latitud de todos los entes, no tiene carencia alguna; el hombre (como otro cualquiera ente criado) es casi infinitamente imperfecto, porque es un casi nada, es una minutísima entidad, envuelta, y como sofocada en un inmenso número de niquilidades, o carencias.
10. Es verdad que el hombre salió mejorado (digámoslo así) en tercio y quinto, respecto de todos esotros entes, que registra con sus ojos. Pero gloriarse de eso es una presunción ridícula, como lo sería la de una hormiga, que se gloriase de su magnitud corpórea, contemplándola como estatura prodigiosamente gigantesca, porque excede enormemente a la de esos átomos vivientes, de esos abreviadísimos animalejos, que sólo son perceptibles con el auxilio de los mejores, microscopios.
11. A estas consideraciones metafísicas añadamos una reflexión moral muy conducente a mi propósito. Desprecia el hombre como inferiores a los brutos, aún más a los vejetables. Con todo se ve, que envidia ciertas cualidades sobresalientes de algunos de aquellos, y de éstos, y aún celebra, y admira a los individuos de su especie, que ve adornados de otras cualidades semejantes. ¿Quién no envidia la valentía del León, la fuerza del Elefante, la perspicacia del Lince, la agilidad del Corzo, y mucho más la de cualquiera pajarillo, el canto del Ruiseñor, &c.? Aún a los vejetables se extiende la celosa emulación, o motivo para ella de algunos racionales, y mayormente de aquellos que más claramente manifiestan la confianza, que hacen de sus prendas. ¿Qué mujer hay tan bella, que iguale la hermosura de la rosa, la elegancia de la azucena, el candor del jazmín?
12. Aún a la bajeza de los minerales descienden el aprecio de los hombres. El diamante no es mas que una [31] piedra; y esa piedra colocada en un anillo, y mediante el anillo en un dedo, llena a un hombre, o a una mujer de soberbia, de modo que no se sacia de mirarle, y hacer con otros ostentación de aquel adorno. ¿Qué es esto? ¿Cómo aprecia el hombre eso mismo que desprecia? ¿Cómo constituye adorno de su persona, lo que es tan vil respecto de su especie? La respuesta, que ocurre más pronta es, que el hombre en sus pasiones, y afectos es un conjunto de inconsecuencias, y contradicciones.
13. Mas aún prescindiendo de todas las extravagancias, y errores del hombre, lo que no se debe dudar, es, que todas esas cosas, que por sus géneros, y especies contempla muy inferiores a su ser, por la entidad positiva, que no hay en ellas, todas son buenas, todas tienen perfecciones, que le son propias. Digo por la entidad, o lo positivo que hay en ellas; siendo cierto, que todo lo que tienen de malo, u defectuoso, consiste precisamente en las carencias, de que están inundadas: lo que no sólo es cierto de la defectuosidad física, o metafísica; más probabilísimo también de la malicia moral de los actos libres de la criatura intelectual: y para mí más que probable, sin que esto pueda perjudicar a la probabilidad de la opinión opuesta, que siguen muchos, y buenos Teólogos.
14. De modo, que aun mirando el hombre tanta multitud de criaturas inferiores a él, bien lejos de hallar motivo para ensoberbecerse, esa misma multitud se le ofrece para humillarse. Cada una de ese inmenso ejército de criaturas tiene su ser, su bondad, su perfección, porque todas son buenas, y muy buenas. Y cuantas son esas entidades, y perfecciones, otras tantas imperfecciones, o carencias, otros tantos nadas hay en el hombre.
15. Ahora, para que éste se haga cargo de su pequeñez, me imagino, que en un Mapa intelectual le presento su ser envuelto en esa multitud grande de nadas, así como Sócrates presentó a Alcibíades en otro Mapa del [32] mundo la tierra de su herencia, intrincada en una multitud grande de Provincias. Busque el hombre en ese Mapa su ser, discerniéndole en ese agigantado cúmulo de nadas. ¿Mas cómo le ha de discernir, si su ser no es más que una unidad, y sube a millones de millones el número de las carencias? Ahí está realmente esa unidad; pero se desaparecerá a su vista intelectual, como cero, o como un infinitamente pequeño, semejante a aquel que establecen en la cantidad los Profesores de la sublime Geometría de los infinitos.
16. Pero aflojemos un poco la cuerda, y dejemos que el hombre goce un poco de complacencia de la superioridad que obtiene sobre todas las demás criaturas sublunares. Concedámosle también, que se lisonjee de ser mucho más bien dotado de la naturaleza, que todos los cuerpos celestes. Finalmente crea norabuena, que en la superioridad de su ser tiene una cierta equivalencia de todas esas perfecciones que le faltan. ¿Mas qué obtiene su vanidad con todo eso? Nada, pues no quita todo eso, que siempre se quede en su nada, o casi nada, que constituye su minutísimo ser. De modo, que con todo eso, yo insistiré siempre en representarle su extremada poquedad.
17. Para cuyo efecto, imitando segunda vez la artificiosa invención, de que usó Sócrates con Alcibíades, pondré a la vista mental del hombre otro Mapa imaginario, aunque muy diverso del pasado; pero dirigido al mismo fin de abatir su mal fundado orgullo. En el Mapa pasado representaba la multitud de especies inferiores en perfección a la humana; en éste le representaré las que son de superior perfección; en aquel las que yacen debajo de sus pies; en éste las que están elevadas más, y más sin término sobre su cabeza; para que si en la comparación, que hace de sí mismo con aquellas, lisonjeándose de sus ventajas, se estima como que hace un personaje muy considerable en el mundo; en la comparación con éstas vea, que es un ente pequeñísimo, una [33] nada, o casi nada, propè nihil. Reconozca esta hormiga, que sólo porque es mayor que el Acaro, se estima gigante: reconozca, digo, lo que es, o lo que deja de ser, mostrándole otras criaturas, respecto de las cuales ella no abulta tanto como el más menudo insecto respecto del Elefante. Es el hombre (no se puede negar) mayor que todas esotras criaturas, que se le mostraron en el Mapa anterior. Y con toda esa ventaja no le quita ser un infinitamente pequeño, porque realmente en la Física hay también en cierto modo aquel misterio de la nueva sublime Geometría, que entre los infinitamente pequeños contempla unos mayores que otros.
18. En la Carta XXI del tercer Tomo expuse al Público el que llaman los Filósofos modernos Sistema Magno, y algunos de ellos se atreven a conjeturar existente. Grande es, con toda propiedad magno, si no en la realidad, en la idea, dicho Sistema. Este mismo Sistema, pues, saldrá delineado en el Mapa que ofrezco. Pero será ahora el que ofrezco un Mapa iluminado; y parecerá en el Sistema con otra magnificencia, otra hermosura, otro adorno que no le dieron hasta ahora sus Patronos.
19. En la nación de los Filósofos hay algunos viejos mal acondicionados, (vicio muy connatural a la senectud) que sin examinar razones, anatematizan, y tratan de delirios todas las invenciones de los modernos. Mas si por dicha uno, u otro de éstos llegan a hacerse cargo de los fundamentos de alguna nueva opinión, y por ellos venir en conocimiento de su probabilidad, o certidumbre, por privar al Inventor de la gloria de la invención; asiéndose de cualquiera ligera apariencia, echa por otro lado, y publica, que aquello ya lo dejó escrito alguno, u algunos de los Antiguos. Así sucedió con el descubrimiento de la circulación de la sangre: con la opinión de la materia sutil Cartesiana: con la de que los Cometas son ciertos Planetas tan antiguos como el Sol, y la Luna, y con otras.
20. Pues ve aquí, que como yo ya soy muy viejo, [34] me veo ahora tentado a caer en la misma flaqueza, respecto de la nueva invención del Sistema Magno, no a la verdad impugnando su existencia, lo cual ya hice suficientemente en la expresada Carta del tercer Tomo, sino atribuyendo a algún antiguo su invención. Los que dieron, o dan en el capricho de hacerle existente, en cada estrella fija consideran un Sol entero, tan gordo, y tan lúcido, como el de nuestro Globo, y que asimismo, que él preside a otros Planetas, de que está circundado, como también que es centro de otro Orbe, semejante al que acá conciben terminado en la circunferencia, que con su movimiento describe el Planeta Saturno. Sobre cuya última circunstancia, para que el Lector no la extrañe, se advierte, que todos los Filósofos, puestos de parte del Sistema Magno, suponen el Copernicano del movimiento de la Tierra, e inmovilidad del Sol.
21. Consiguientemente estos Filósofos no introducen en su Sistema un mundo solo: le componen de muchos mundos; esto es, de tantos mundos, cuantas son las que llamamos estrellas fijas, pues cada una de ellas es un Sol, que colocado en el centro de un mundo, por todo él difunde su luz, comunicándola a otra serie, o colección de Planetas, a quienes preside como Soberano.
22. Esta multitud de mundos es quien me pone en la tentación de atribuir al Sistema Magno una muy rancia antigüedad. Cuenta Plutarco (lib. de Tranquillitate animi) que habiendo oído Alejandro al Filósofo Anaxarco, que no sólo existía este mundo que vemos, mas también otros muchos, le contristó esta noticia de modo, que no pudo contener la lágrimas, expresando por motivo de esta flaqueza suya su desmesurada ambición; esto es, que se lastimaba de que habiendo muchos mundos, consideraba serle imposible la gloria de devorarlos todos, cuando con muchos peligros, y fatigas aún no había llegado a conquistar la mitad de uno. Sobre cuyo hecho podríamos suponer, que Anaxarco fue el inventor del Sistema Magno.
23. Mas fuera de que el delirio de creer existentes muchos, [35] y aún infinitos mundos, no fue sólo de Anaxarco, pues a otros antiguos, como Leucipo, y Demócrito, se atribuye el mismo; la opinión de éstos era muy distinta de la de los modernos, porque los antiguos ponían esotros mundos, que imaginaban, fuera de este grande ámbito etéreo, que contiene todas las fijas; de modo, que de ellas, y los demás astros que vemos, suponían componerse un mundo solo, y a los restantes consignaban el inmenso espacio, que por todas partes le circunda. Al contrario los modernos, en ese mismo ámbito etéreo incluyen los muchos mundos que imaginan, como se incluyen en él todas las estrellas fijas, que constituyen otros tantos Soles, de los cuales cada uno ilumina su mundo particular.
24. Bien contemplo yo, que los Filósofos de nuestras Aulas con tanto rigor clamarán contra la multitud de mundos de los modernos, como contra la de los antiguos. Sin embargo, para templar en alguna manera su indignación, los avisaré, que en orden a esta cuestión si hay uno, o muchos mundos, más torpemente se descaminó Aristóteles, que esotros Filósofos, a quienes tan severamente condenan. La razón es, porque estos atribuyeron existencia a unos mundos, que aunque no existentes, son verdaderamente posibles. Aristóteles concedió existente un mundo solo; pero negó la posibilidad de existir a otro, u otros cualesquiera mundos. De modo, que aquellos dejaron intactos los derechos de la Omnipotencia, los cuales abiertamente vulneró Aristóteles. Es claro su testimonio en el lib. I. de Coelo, cap. 9. que empieza: Dicamus autem deinceps oportet mundum, non solum unum esse, sed etiam plures esse non posse. Cuyo asunto prosigue en el resto de aquel capítulo, probándole con unas tales razones, que el más apasionado Peripatético (así lo creo firmemente) no dará por buenas.
25. La verdad es, que a una, y otra extremidad se opone el recto juicio. La existencia de muchos mundos es inverosímil por los motivos insinuados en la Carta citada arriba: la imposibilidad de ellos evidentemente falsa, porque ni a la infinita actividad de la Omnipotencia se [36] puede negar virtud para producirlos, ni a la infinita extensión del espacio, que llamamos imaginario, lugar adonde colocarlos.
26. Realmente para el intento, que sigo en este Discurso, que es hacer bien notoria al hombre su extremada pequeñez, no he menester la existencia de otros mundos; bástame la posibilidad. Mas para que haga en su ánimo una impresión más sensible, será conveniente proponerle los otros mundos posibles debajo de la apariencia de existentes. La posibilidad es real, la existencia imaginaria. Esta vendrá a ser pintura formada sobre el modelo, que hallo delineada por los modernos en su Sistema Magno. Y esa misma pintura es el Mapa ofrecido: Mapa no sólo de una, o muchas Provincias, de uno, o muchos Reinos; en fin, no sólo de un Mundo entero, mas de muchos mundos. Voy ya desdoblando el Mapa.
§. II
27. Lo primero, que en él se ofrece a la vista, es el mundo, que en nosotros habitamos; esto es, no sólo el Globo terráqueo, que vemos debajo de nuestros pies, sino un Orbe compuesto de este globo, y de las siete Esferas Celestes, en que están colocados los siete Planetas, la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter, y Saturno. Éste se puede llamar el mundo viejo, porque desde la más remota antigüedad es conocido de los hombres, a distinción de los otros mundos, que añade el Sistema Magno: porque aunque éstos en la hipótesis hecha de su existencia, sean tan antiguos como éste; se pueden denominar nuevos, por recientemente descubiertos, así como vulgarmente se llama mundo viejo este Continente compuesto de la Asia, Africa, y Europa; y nuevo mundo el Continente, que componen las Tierras, y los Mares de la América, aunque en realidad tan antiguo como estotro, porque no ha mucho tiempo que se nos descubrió.
28. Pero en este mismo mundo viejo descubrieron los [37] modernos una gran novedad; esto es, la población de los Astros, de la cual hemos hablado bastante en el Discurso 7 del Tomo 8 del Teatro Crítico, donde también notamos, que la opinión de los Planetas habitados no es tan reciente como comúnmente se juzga, pues ya ha tres siglos, que el Cardenal Nicoláo de Cusa (hombre venerable, y venerado en la Iglesia) se manifestó Autor de ella; bien que, como en el mismo lugar advertí, este sabio Cardenal no habló en la materia decisiva, sino conjeturalmente. Y es verosímil, que la mayor parte de los modernos, que opinaron por la población de los Planetas, no hablaron en otro sentido.
29. Sobre la altísima superficie de éste, que llamamos mundo viejo, hay un espacio dilatadísimo, un pielago inmenso de sutilísima materia etérea, que en varios senos contiene los nuevos mundos, iluminados de otros tantos Soles; esto es, de esos Astros, que llamamos estrellas fijas, y que se nos representan no sólo pequeñas, sino minutísimas, lo que pende sin duda de estar enormemente distante de nuestros ojos.
30. Cuánta sea esta distancia, enteramente se ignora; pero con toda certeza se sabe, que es grandísima, aunque no una misma en todos esos Astros; siendo lo más verosímil, que la mayor, o menor vibración de luz en unos, que en otros, respectivamente a nuestra vista, proviene (por lo menos en parte) de su mayor, o menor distancia; la cual sin embargo en todos es tan grande, que los Astrónomos modernos, que más trabajaron en especularla, calculan, no sólo por centenares, mas aún por millares de años el espacio de tiempo, que una bala de Artillería tardaría en llegar de la tierra a ellos.
31. Aún más grandiosa idea da de esta distancia el Padre Boscoviz, famoso Astrónomo, y Maestro de Matemáticas en el Colegio Romano. Este célebre Jesuita, según se lee en las Memorias de Trevoux, conjetura, que la luz de las estrellas vecinas a la tierra tarda tres años plus minusvè en llegar a nosotros. Y para que por [38] el espacio de tiempo, que gasta en su movimiento la luz, se pueda hacer algún concepto de la distancia de los Astros, que la envían, advierto, que los Astrónomos modernos comunísimamente computan, que la luz del Sol tarda entre siete, y ocho minutos en bajar del Luminar al Globo terráqueo. ¿Pero cuánto dista de éste el Sol? Según el grande Dominico Casini treinta y tres millones de leguas (se entiende Francesas, menores que las Españolas cerca de una sexta parte). Con Casini concuerdan, creo, casi todos los modernos, o sólo hay tal cual leve discrepancia en algunos.
32. Aún no para aquí el Padre Boscoviz. Infinitamente más se extiende, pues añade, como hemos escrito en la Carta XXI del cuarto Tomo, que acaso hay estrellas en el Cielo criadas con las demás al principio del mundo, cuya luz está desde entonces volando por esos inmensos espacios, sin que hasta ahora haya llegado a nuestra vista.
33. Hágase ahora esta consideración. Si es tan rápido el movimiento de la luz, que en medio cuarto de hora corre el espacio de treinta y tres millones de leguas; esto es, la distancia del Sol a nosotros, en la suposición de necesitar la luz de las estrellas más bajas el espacio de tres años para venir desde allí hasta acá; ¿cuánta será la distancia de éstas? Ciertamente sube a no pocos millones de millones de leguas. Y aún esta distancia es casi ninguna, comparada con la de las otras altísimas estrellas, cuya luz, en la hipótesis posible del Padre Boscoviz, estando en continuo movimiento desde el principio del mundo, no pudo aún arribar a nuestra vista. Pero vamos registrando más el Mapa.
§. III
34. Siendo en las cosas naturales, a falta de más seguras luces, medio legítimo para el uso del discurso el de la analogía, nos es lícito inferir, que como en nuestro mundo no hay solo un Planeta; esto es, [39] el Sol, sino otros seis, aún no haciendo cuenta de aquellos Planetas secundarios, que llamamos Satélites; asimismo en cada uno de esotros mundos nuevos no hay un Planeta único; esto es, no sólo aquel Sol, que a todo su ámbito ilumina, sino otros, cuyo número, ni aún conjeturalmente podemos determinar, como ni podemos determinar si son semejantes, u desemejantes a nuestro Saturno, Júpiter, &c.
35. Pero con todo esto, ¿qué tenemos hasta ahora en tantos mundos nuevos? No mas que muchos amplísimos desiertos, entretanto que no les damos pobladores. Ni es muy difícil esto, continuando en el uso de la analogía, que hemos tomado por regla. Y aquí entra la iluminación, con que prometí adornar el Mapa.
36. En este globo que habitamos, vemos, que el genio de la naturaleza es poblarle de vivientes por todas partes: este se hace manifiesto en la prodigiosa multiplicación de individuos dentro de cada especie, y de especies dentro de cada género. Bastó la creación que Dios hizo al principio de dos individuos de cada especie de animales, para llenarse las tierras, y los mares de hombres, y de brutos. De un grano de semilla de cualquiera planta resultan dentro de pocos años dilatados huertos y selvas.
37. La inclinación de la naturaleza a multiplicar especies dentro de cada género, es manifiesta en las innumerables, que vemos de brutos, y plantas; mas se puede decir, que aún es más admirable en las que comúnmente no vemos. Hablo de las innumerables especies de minutísimos insectos, que todo lo tienen inundado. La naturaleza los produce; mas para hacerlos visibles, es, necesario apelar de la naturaleza al arte; esto, es recurrir al microscopio. Mediante este instrumento óptico, han reconocido los Naturalistas, que no hay planta alguna, que no esté cubierta de muchos millares de insectos, los cuales son de diversa especie en cada diversa especie de plantas: los han hallado asimismo en varios licores, en la agua [40] pluvial, en el vinagre, en la leche. Aún dentro de otros animales mayores se engendran, y tienen domicilio estos animalillos; de modo, que algunos Filósofos no sin motivo juzgan, que algunas enfermedades consisten únicamente en la generación de ciertas especies de ellos. El Padre Kircher refiere, que en la gangrena se han observado; y que el cundir, y matar tan prontamente la gangrena, consiste en que sus insectos prolifican copiosísimamente, y rapidísimamente.
38. Aún sin lesión alguna morbosa, o en el estado natural, aseguran hallarse en las entrañas de algunos animales. El famoso Microscopista Leeuwenhoek certifica ser tantos los gusanillos, que se descubren en aquella masilla blanca, que se engendra en los dientes, que aunque él tenía el cuidado de confricar diariamente los suyos con sal, hacía juicio, que tenía en ellos mayor número de estos insectos, que hay de hombres en todas las Provincias Unidas. Pero lo más admirable en esta materia es, que no pocos Autores modernos dan por examinado, y muy bien examinado con el microscopio, que la misma materia seminal de los animales está inundada de ciertos gusanillos, que sirven a la generación; lo que ha inducido a algunos Filósofos a la extravagante, y arriesgada opinión de que todos los animales hasta el hombre son formados de estos gusanillos, se entiende cada individuo de uno de ellos. Mas sea lo que fuere de tan monstruosa opinión (que tal la juzgo), esto en ningún modo perjudica a la segura prueba experimental, que hemos alegado, de la inclinación de la naturaleza a multiplicar en vivientes sus especies, y individuos.
39. ¿Pero la experiencia de la multiplicación de vivientes en el globo que habitamos, puede servir de prueba, para concebir poblados de vivientes los nuevos mundos? La analogía parece que naturalmente nos conduce a este término. Y aún los modernos, que tienen por verosímil la habitación de los Planetas de nuestro Orbe, creo aprecian mucho el argumento que toman de dicha analogía. [41] Por lo menos el más ilustre de todos ellos Monsieur de Fontenelle en el tratado, que escribió debajo del título de Coloquios sobre la pluralidad de Mundos, en que particularísimamente explicó aquella incomparable gracia, con que sabía hermosear cuanto escribía, principalmente insiste en esta prueba. Pero yo ciertamente juzgo este argumento ilusorio, y voy a explicar el motivo, que me asiste para reputarle tal.
§. IV
40. Lo que se dice de la inclinación, genio, o aptitud de la naturaleza a la propagación, no se verifica de la naturaleza tomada universalisimamente, sí sólo de la naturaleza de los vivientes, lo que se debe entender de esa naturaleza existente à parte rei, en alguno, o algunos individuos. De modo, que los primeros individuos de cada especie no pueden existir por inclinación de la naturaleza a su producción, sí sólo porque Dios libremente los produjo; porque antes de la existencia de esos primeros individuos no había sujeto en quien existiese esa fecunda inclinación.
41. Ahora pues. Cuando por la inclinación de la naturaleza a la propagación se quiere probar, que hay vivientes habitadores, v. gr. del Planeta Saturno, se supone lo mismo que se quiere probar; porque esa inclinación de la naturaleza no puede suponerse preexistente, sino en otros vivientes de la misma, o mismas especies, de las cuales, en virtud de esa inclinación, se pretende dar a Saturno los primeros habitadores; lo que contiene manifiesta implicación, porque serían, y no serían esos los primeros.
42. Substituyamos, pues, a esta ruinosa prueba, otra, que indubitablemente estriba en un fundamento sólido, subrogando a la inclinación de la naturaleza criada a su propagación, la de la naturaleza increada a su difusión. Y de ésta, hablando en propiedad filosófica, se debe entender [42] lo que arriba dijimos del genio; índole, o inclinación de la naturaleza a multiplicar especies, e individuos. De suerte, que lo que allí entendimos por naturaleza, es el mismo Autor de la naturaleza.
43. Es máxima constante de los Filósofos, que la bondad es difusiva de sí misma. Siendo, pues, Dios infinitamente bueno, o la misma bondad, es claro que no le puede faltar esta noble prerrogativa. Acaso en esta subrogación no hacemos otra cosa, que rectificar la idea de los Filósofos, que acabamos de rebatir. Realmente la inclinación, y actividad de los vivientes para su propagación, de esa infinita bondad difusiva desciende, que en la producción de su ser les da así la actividad, como la inclinación. Añado, que la multiplicación de las substancias inanimadas privativamente es efecto de la Bondad Divina, pues en substancias, que carecen de toda vitalidad, no se puede suponer inclinación, o apetito alguno. Ni se me oponga a esto lo que se dicta en las Aulas del apetito de la Materia a la Forma, pues ya ha mucho tiempo, que el gran Canciller Bacon advirtió muy bien, que esa es una locución puramente metafórica. Y el tomarla en sentido propio, y riguroso, sólo es tolerable en los muchachos, que cuando oyen hablar de ese apetito a sus Maestros, conciben en la materia una golosina más insaciable de formas, que la que ellos tienen de melones.
44. Ni aún en los vejetables, aunque dotados de virtud generativa, admito yo apetito, o inclinación, propiamente tal, a la multiplicación de individuos por la generación. Sobre lo cual tengo muy expreso en mi favor a Aristóteles, el cual en el lib. I de Plantis decisivamente afirma, que las plantas enteramente carecen de apetito, como carecen de toda sensación, porque el apetito únicamente proviene del sentido: Affirmamus igitur, quod neque appetitum plantae habeant, nec sensum: appetitus enim non aliunde, quam è sensu est.
45. No resta, pues, otro principio de donde colegir la población de los Planetas, y habitación de vivientes [43] en ellos, sino la infinita bondad del Criador; advirtiendo aquí, que este principio igualmente es apto para conjeturar la población de los Planetas de los nuevos mundos, que por ahora hipotéticamente admitimos, que la de los Planetas de este nuestro mundo viejo.
46. ¿Pero qué habitadores serán los de unos, y otros? Ciertamente ni aquellos, ni éstos son de nuestra especie, porque los individuos de la especie humana consta de la Sagrada Escritura que todos descienden de Adán: Fecitque ex uno omne genus hominuim (Act. 17). ¿Pero no podrían ser racionales de otras especies diversas de la humana? Sobre eso nada hay revelado. En el Discurso pasado advertimos, que sin bastante fundamento se concibe comúnmente el Racional, como diferencia ínfima del género de animal, siendo mucho más verosímil, que sólo sea diferencia subalterna; como especie subalterna, también el complejo de animal, y racional. Convengo en que ni la revelación, ni la experiencia nos muestran entre los existentes otro animal racional, mas que el hombre. ¿Pero qué razón suficiente se podrá dar, de que entre los posibles no haya diversas especies de animales racionales? ¿O qué demostración de que, en la diversidad de tales especies, haya repugnancia, o contradicción alguna? Y no probándose dicha repugnancia, la posesión del derecho a nuestro asenso está de parte de la posibilidad, porque está de parte de la Omnipotencia.
§. V
47. Podemos, pues, sentar la hipótesis, de que así los Planetas de nuestro Orbe, como los de los nuevos mundos, son habitadores de animales racionales diversos específicamente de la especie humana, y diversos asimismo específicamente entre sí. Puesto lo cual, se sigue, que todas esas especies son desiguales en su perfección esencial. La razón es, porque todos los Metafísicos, conformemente a la máxima Aristotélica de que las especies sean unas respecto de otras, como los números, [44] species sunt sicut numeri; convienen en que toda la diversidad específica trae consigo necesariamente desigualdad en la perfección; de modo, que como repugna, que un número sea igual a otro, v. gr. el ternario al cuaternario, o el quintario al senario, repugna asimismo, que dentro del mismo género una especie sea igual a otra; antes es preciso que sea más, o menos perfecta.
48. De la suposición hecha, que los Planetas de los nuevos mundos son habitados de criaturas racionales, como los del mundo viejo, y cada uno de ellos de racionales de diversas especies; ¡qué número tan prodigioso de racionales de especies diversas, y desiguales en perfección resulta en el Universo compuesto de todos esos mundos! Supongamos en cada mundo seis Planetas habitados, y aún siete, pues los modernos, que fomentan la opinión de estar habitados los Planetas, cuentan por uno de nuestros Planetas a la Tierra. ¿Y cuántos son los nuevos mundos? Tantos como estrellas fijas, que cada una de ellas es un Sol, que ilustra un mundo entero.
49. Pero aún con saber esto, nada sabemos, porque resta averiguar cuántas son esas estrellas, y sólo el que las crió sabe contarlas, qui numerat multitudinem stellarum. Sin embargo, algunos Astrónomos se aplicaron a ajustar la suma. Entre los antiguos Hipparco, y Ptolomeo, que se quisieron cargar de este trabajo, nos dejaron noticia de mil y veinte y dos estrellas. Pero después de la invención del telescopio, los modernos, que lograron su uso, aumentaron considerablemente el número. Más que todos, por observador más diligente, Juan Hevelio, Burgomaestre de Dantzick, el cual arribó a designar mil ochocientas y ochenta y ocho estrellas. ¿Pero podremos, dar por cerrada esta cuenta? Nada menos. Esto no quiere decir, sino que los telescopios hasta ahora no descubrieron más. Si este instrumento se fuere perfeccionando más, y más, se irán descubriendo más, y más estrellas. Y aún suponiendo que llegase a la última perfección [45] posible, ¿podríamos asegurarnos de que no existen más estrellas, que las que entonces se descubriesen? En ninguna manera; porque, ¿qué principio hay capaz de limitar, o la potencia, o la voluntad del Criador para que no pueda, o no quiera producir muchos, no sólo millares, sino millones de estrellas a tales distancias, que excedan el alcance de cuantos telescopios pueden fabricar los hombres?
50. ¡Oh qué número sin número de estrellas fijas se nos presenta a la mente! Y por consiguiente, ¡oh qué número sin número de nuevos mundos se ofrece la especulación! Y si en cada uno de esos nuevos mundos, demás de un Sol, que le ilumina, hay seis, o siete Planetas, o globos habitados de diversas especies de criaturas racionales, como es consiguiente en la hipótesis del Sistema propuesto; ¡oh cuántos millones de esas diversas especies!
§. VI
51. Este es el Mapa que presento al hombre: a este animal glorioso, expresión con que definía Tertuliano a los Héroes del Gentilísimo, Animal gloriae: a este animal glorioso, digo, que por verse circundado sólo de irracionales, tanto se ensoberbece con su racionalidad: Mapa no de un mundo sólo, sino de muchos mundos: Mapa no a la verdad Geográfico, sino Filosófico, en que están colocadas esencias específicas en vez de Provincias, o Reinos. ¡Qué bulto, qué representación, qué tamaño ofrece a la idea la racionalidad humana, metida, o barajada en esa gran colección de diversas racionalidades! Apenas iguala al espacio, que en un Mapa de todo el Globo terráqueo puede ocupar una cabaña pastoril. Viene a quedar, por razón de su extremada pequeñez, en el estado de invisible. Donde es bien advertir, que esa pequeñez se debe considerar tenuísima, no sólo respectivamente a toda la colección de racionalidades, mas también comparada con algunas determinadas diferencias, o especies. Siendo justo suponer, que en esa gran [46] colección, donde por la razón insinuada arriba, todas las especies, así como diversas, son desiguales; hay algunas racionalidades de mucho mayor perfección, capacidad, penetración, o sutileza, que la humana.
52. Mírese en este espejo, si puede mirarse, o verse en él, ese animal glorioso, que llamamos Hombre: ese átomo, que presume de Coloso: ese Señorito Pigmeo, que se contempla Monarca de un Mundo entero, no teniendo más vasallos, que las bestias, que ocupan un palmo de tierra; vasallos a cada paso rebeldes, habiendo perdido por su culpa aquel despotismo de que Dios le había dado la investidura en el Paraíso. Mírese, digo, en este espejo, y verá lo que es; o mejor diré, verá lo que no es; pues cuanto puede ver de sí mismo, es un nada, o un casi nada, prope nihil.
§. VII
53. Pero se me podrá decir, que yo en la comparación, que acabo de hacer, no cotejo al hombre con otras criaturas existentes, sí sólo meramente posibles; pues esos nuevos mundos poblados de muchos excelentes racionales, sólo existen en mi imaginación, o en la de algunos Filósofos, a quienes se antojó fabricar esos portentosos espectros; y siendo solo meramente posibles en ese estado, como carecen de toda existencia, carecen de toda realidad: son un verdadero nada; y respecto de lo que es nada, siempre el hombre es mucha cosa.
54. Convengo en que todos esos nuevos mundos son meramente posibles; pero pretendo, que para mi intento igualmente conduce su posibilidad, que su existencia. Para lo cual discurro así. Si esos nuevos mundos, poblados en la forma que he dicho, son posibles, pudo Dios, y aún puede criarlos. Si efectivamente los criase, sería la especie humana, en esa gran colección de otras especies de racionales, muchas incomparablemente más perfectas que ella, una cosa pequeñísima. Arguyo pues. Como las esencias específicas son invariables, en el presente estado [47] es lo mismo que sería entonces: Luego también en el presente estado es poquísima cosa, es un prope nihil.
55. Con todo no dejo de temer, que el Mapa Filosófico, que he mostrado al hombre, no sea más eficaz para hacerle conocer su pequeñez, que lo fue el Geográfico, que para humillar su vanidad le mostró Sócrates a Alcibíades, a quien la Historia nos representa tan orgulloso, después de aquel coloquio con el Filósofo, como era antes: haciendo más viva impresión en su ánimo la superioridad, que ejerce sobre los demás vivientes, que tiene a los ojos, que su pequeñez, respecto de los que están en los senos de la posibilidad. Mas aunque el Mapa propuesto no baste para humillarle, tengo alguna confianza de que podrá servir a otro fin no menos útil; esto es, a que con más íntima, fuerte, y clara persuasión se haga cargo de la grandeza del Criador, y por este medio se le exalten más en la voluntad, y entendimiento, el amor, y el respeto de aquel soberano dueño suyo.
§. VIII
56. Para imprimir en las mentes de los hombres el concepto más alto, y la admiración más profunda que se pueda, de la sabiduría, y poder Divino, suelen los Autores Ascéticos excitarlos a la contemplación de la fábrica del Universo, como que en esta grande obra suya resplandecen con suprema elegancia aquellos dos atributos de su adorable Artífice. Consideración ciertamente oportunísima a ese fin, aun cuando no la autorizara S. Pablo con aquella sentencia: Invisibilia Dei per ea quae facta sunt, intellecta conspiciuntur. Es Dios en sí mismo invisible a los mortales; pero por reflexión se nos hace visible, como en un espejo, en esta grande obra suya, o cúmulo de sus obras, que puso a nuestra vista.
57. Para ver en este espejo la grandeza, la sabiduría, y aún la hermosura (añado ahora) del Criador, no es menester mirarle como le mira el contemplativo en los raptos de oración; y mucho menos como le registra el [48] Filósofo, examinando sus maravillas en su estudioso retiro. Basta verle, como le ve el más sencillo, y rústico Aldeano, o la más ignorante Pastorcilla en cualquiera tiempo; pero con mucha especialidad en una noche serena, clara, y limpia de la Primavera, u del Estío. Este es un objeto, en quien, porque aun imaginado me llena el corazón de un suavísimo deleite, detendré algo la pluma, como que le tengo presente.
58. ¡Qué espectáculo tan triste, tan magnífico, tan hermoso! ¡Cuánta copia de luces, y qué brillantes en ese espacioso campo del Firmamento! Y el mismo campo, ¡qué agradable por aquel hechicero color azul, verdaderamente celeste, de que todo él está vestido! ¿Qué comparación tienen con aquella tela, y con aquellos brillantes sobrepuestos, las galas con que se adornan las mayores Princesas de la tierra; no siendo la vestidura que las cubre, más que un áspero tejido, y sus ponderados diamantes chinas robadas a una peña? Allí miro la Luna, y parece que está en el goce de toda su plenitud. ¡Qué rueda tan vistosa! ¡Qué candor tan amable! ¡Qué resplandor tan benigno! ¡Con qué majestad tan agradable se pasea por aquel círculo asignado a su movimiento! Hacia aquella parte se me presenta una prolongada faja, como de color de leche. Esta debe de ser la que llaman Via lactea los Astrónomos. También imita, aunque débilmente, la luz de los Astros, y acaso no es otra cosa, que una colección de Astros menores, u de Estrellas, que se representan más pequeñas, no por ser menor el tamaño, sino por ser mayor la distancia. Así lo conjeturo, porque también en la multitud de esotras, que sin disimular que son Estrellas, están derramadas por tan dilatados espacios, observo bastante desigualdad, así en la magnitud, como en la brillantez. Pero esa misma disminución de luz en algunas partes, aumenta con su hermosa variedad el lucimiento del todo. ¡Válgame Dios! ¡Qué grande será el que fabricó un Cielo tan grande! ¡Qué hermoso será el que hizo tantos luminares tan hermosos! [49]
59. Dime ahora tú (que contigo quiero hablar ahora), tú, enamorado habitador de la Corte de España, que a todo forastero fastuosamente, ponderas como el más ostentoso objeto de los ojos, y el más hechicero atractivo de las almas, cuando logra la pompa de iluminarse tu frecuentada Plaza de Madrid: dime, repito, ¿qué comparación tiene esa iluminación con esotra, que yo te recuerdo? ¿Qué proporción hay de esas míseras perecederas luces, que en el breve espacio de dos horas se encienden; y se apagan, a esotras inextinguibles antorchas, que seis mil años ha están alumbrando, y alumbrarán cuanto dure el Mundo? Si quieres creerme, pues, sal al campo, y levanta los ojos al Cielo, para cotejar lo que dejas con lo que logras. Esa, que ves, es la Casa del Señor, el Palacio de la Deidad, Templo del Santo de los Santos, y habitación eterna de los Justos. Mira la augusta espaciosa bóveda de ese Templo, con las innumerables lucidísimas lámparas, que la adornan, aunque no pendientes de ella, sino sostenidas como milagrosamente por la misma invisible mano, que las colocó en ese sitio.
60. Pero no sólo pretendo que mires al Cielo, y las Estrellas: quiero también que las oigas. ¿Pues hablan algo? Y mucho, y muy excelente. Hablan no menos que la gloria, el poder, la grandeza, y hermosura del Criador. ¿Pero no te lo dijo siglos ha aquel Santo Profeta Rey, que entendió harto mejor que yo su lenguaje? Coeli enarrant gloriam Dei. Sí, el Cielo habla, y oportunamente habla el Cielo, cuando calla la tierra. La noche, que enmudece todos los vivientes habitadores de nuestro Globo, suspende aquel bullicio, que podría estorbarnos la atención a las voces de la Esfera. Habla el Cielo, sirviendole de lenguas todas esas lumbreras, cuyos vibrados rayos son como sonoros gritos, que a tan lejanas distancias se hacen oír de nuestros ojos. Mira todo un Hemisferio poblado de luceros, y mira, y admira en ellos, no sólo la grandeza, y el poder; mas también la beneficencia, y liberalidad de su Autor, que los encendió para la delicia, no [50] de uno, o pocos Pueblos, sino de todos los mortales; y con igual claridad los veo yo aquí, ceñido de peñas, que tú colocado en esas abiertas campañas. Sobre que añado, que los pobres habitadores de la orilla del mar, distante de aquí cinco leguas, aún ven más que tú, y que yo, gozando de un teatro mucho más espacioso, y alegre. Tú, y yo no vemos mas que un Cielo: ellos ven dos, uno allá arriba, otro acá abajo; porque al de arriba ven duplicado en el reflejo del Océano, como yo también lo he visto una, u otra vez. Allí se ve otro manto azul celeste, extendido a cuanto se puede alargar la vista, otros Planetas, otra multitud de fijas; y aún al parecer con luz más animada, que la que ostenta allá arriba, porque la blanda agitación de las olas da apariencia de movimiento vital a los Astros. La flexibilidad del espejo hace movible la efigie. ¿Con qué gallardía se descubre nadante en el pielago la Luna? ¿Cómo añade gala a la gala de su cándida vestidura, aquella gentileza, con que ya la recoge, ya la despliega? ¿Qué alborozadas juguetean unas con otras, como galanteándose mutuamente, las Estrellas?
61. Este duplicado teatro luminoso, este duplicado Cielo goza el Pescador de esta orilla, registrando el horizonte delante de su choza, y no le gozas tú, Cortesano, examinándole desde tu idolatrado Prado de S. Gerónimo. Ve el Pescador todos los Astros de este Hemisferio reflejados en el dilatadísimo espejo del Océano. Tú, Cortesano, verás sólo cuatro, o cinco en el angosto, y algo enturbiado cristal del pigmeo de los Ríos de tu consumido hético Manzanares. Y sin embargo no cesas de fastidiarnos con la vulgarizada cantinela, de Madrid al Cielo; compadeciéndote de los que viven en estos, o semejantes retiros, como que allá todo es delicias, y acá todo miserias. Pero basta de apóstrofe.
§. IX
62. Hasta aquí sólo he mirado el Cielo, como le mira cualquiera del vulgo; y aún debajo de esa simple inspección me representa la grandeza, excelencia, [51] y perfección del Criador, de modo, que me deja absorto. ¿Qué será, si le exploro como examina el Filósofo, tomando por instrumento el telescopio de la especulación Astronómica? Luego a la primera vista descubro otro Cielo, otro Mundo, sin comparación más grandioso, que el que hasta ahora tenía presente. O no es otro, sino el mismo, visto con más claridad.
63. Esto significa, que ahora de nuevo se me aparece el Sistema Magno, con la multitud de sus Soles, y nuevos Mundos, en que a cada Mundo alumbra, y preside otro Sol como el que nos alumbra a nosotros. Y a la verdad, si este Sistema precisamente se ciñese a afirmar la existencia de esos muchos Soles, no hallo motivo concluyente para negar su realidad; antes al contrario representa alguna verosimilitud. Doy nombre de Sol, por lo que toca al asunto presente, a cualquiera Astro, que luzca con luz propia; esto es, no derivada por reflexión de otro Astro, y sea en la magnitud poco, o nada inferior a éste, que para nosotros hace el día. Una, y otra circunstancia se halla en las que llamamos Estrellas fijas. La primera, porque su viva radiación, o centelleo demuestra, que ellas mismas son la fuente, o manantial de su esplendor. La segunda, porque según la enormísima distancia, que reconocen en ellas todos los Astrónomos Modernos, respecto de nosotros, la cual llega a millares de millones de leguas, atendidas las reglas de la Optica, sobre la visibilidad de los objetos distantes, la Fija, cuyo diámetro no fuese igual, y aún mayor que el Sol, sería totalmente invisible a nuestros ojos. Sobre que puede verse la Historia de la Academia Real de las Ciencias, tom. 17. pág. 62.
64. Repito, que de toda la sumptuosidad del Sistema Magno, lo único que se puede admitir como existente, es dicha multitud de Soles, y todo lo demás solo como mera hipótesis; porque, que cada uno de esos Soles esté presidiendo a sus particulares Planetas, y que éstos, no sólo estén vestidos de mares, ríos y selvas, mas también poblados de varias especies de brutos, y de racionales, no [52] tiene fundamento alguno; y aún por lo que mira a pobladores racionales, tiene su admisión muy peligrosos tropiezos, como ya advertí en otra parte.
§. X
65. Habrá algunos que juzguen hacer un argumento plausible contra esta multitud de Soles, representando, que son inútiles, o superfluos, porque, ¿qué uso tienen, sino la de una leve iluminación, la cual se podría suplir ventajosamente, añadiendo el Criador a los Planetas, que produjo, otro, v. gr. otra Luna, que a la misma distancia, que a la que tenemos alternase con ella el ministerio de alumbrarnos; de modo, que la una estuviese sobre nuestro Hemisferio, cuando la otra en el opuesto?
66. Pero este argumento, por más que parezca a algunos especioso, bien mirado, no es mas que una bachillería, en algún modo sacrílega, semejante a aquella, que con verdad, o mentira, se atribuye a nuestro Rey D. Alonso el Sabio, cuando se cuenta de él la osadía de decir, que si Dios le hubiera consultado, cuando estaba para fabricar el mundo, hubiera evitado muchos defectos, que hay en este que crió. Es cosa digna, no sé si diga de risa, u de indignación (pero ciertamente de uno, y otro) que el hombre, que muchas veces no puede averiguar a qué fin se enderezan las operaciones de un vecino, que tiene enfrente: o entrando en la Oficina de un Artífice, no acierta a discurrir qué uso, u destino tienen algunos instrumentos, que ve allí; quiera, metiéndose en los secretos de la Providencia, averiguar los fines a que Dios destinó todas sus criaturas, mayormente las que están tan distantes de nosotros. Yo veo estas lumbreras nocturnas. Veo también, que con otros mil medios diferentes pudo Dios suplir esa escasa luz, que nos ministran. ¿Pero qué sé yo, si su Soberano Autor las destinó a otros fines muy diversos de la iluminación que gozamos? ¿Qué sé yo, ni quién lo sabe? Quis enarrabit Coelorum rationem? (Job c. 18). [53]
67. Pero ve aquí, que con ser yo tan ignorante, a estos presumidos, aún más ignorantes que yo, porque yo conozco mi ignorancia, y ellos no la suya, les señalaré otro motivo, que Dios pudo tener para la producción de todos esos Soles, más elevado, y más importante para nosotros mismos, que el de la iluminación. ¿Cuál es este? Poner a la vista tantos brillantes espejos, en que contemplemos la grandeza, el poder, y la hermosura del Criador.
68. Es el Sol una criatura de tal belleza, esplendor, y majestad, que pudieron en algún modo disculparse los que le imaginaron más que criatura, si fuese capaz de alguna disculpa el detestable error de la Idolatría. Pero, cuanto el concepto vulgar de que entre todas las criaturas no hay más que un Sol, es ocasionado al delirio de atribuir divinidad a este hermoso Astro; otro tanto la opinión filosófica de que en el vastísimo campo del Universo hay innumerables Soles, sirve al desengaño de que es Deidad falsa la que adoraban en él los antiguos Persas, los Peruanos, y otras gentes, así del viejo, como del nuevo mundo; porque así como la inclinación del genio humano es tributar estimaciones a lo que es singular, o raro, es muy propio de él mirar con desdén, por precioso que sea, lo que ve multiplicado. En un solo Sol puede imaginar atributos divinos; en dos mil Soles no más que una multitud de Astros, ya que no vulgares, vulgarizados.
69. Hago juicio de que si a uno de los Persas, que idolatran al Sol, preguntásemos el motivo de su adoración, respondería, que en cuantos entes han registrado sus ojos, éste ha hallado ser por su hermosura, y resplandor el más excelente de todos, y por consiguiente el más digno de ser venerado como Deidad. Pero si luego con razones filosóficas, o sólidas, o aparentes, se le persuadiese, que no solo hay ese Sol, a quien adora, en el mundo, sino otros muchísimos, y tantos que llegan a millares, cada uno de ellos igual en todas sus perfecciones al que constituyó objeto de sus cultos; sin más diligencia quedaría desengañado de su error. La razón es, porque aunque el [54] Persa Idólatra (lo mismo digo del Peruano) yerra en la designación del sujeto a quien atribuye la divinidad, como no admite muchos Dioses, sino uno solo, y aun por eso reconocía por tal el Sol, a quien juzgaba único, y singular; ahora que sabe, que hay muchos Soles, ni puede reconocer divinidad en todos ellos, porque eso sería asentir a la existencia de muchos Dioses; ni concedérsela a uno en particular; porque siendo todos iguales en cuanto a la naturaleza específica, no hay razón para concederla a alguno con preferencia a todos los demás.
70. Colocado en esta situación el entendimiento del idólatra del Sol, se ve precisado, a abandonar su error, porque necesariamente ha de caer en el desengaño, de que todos esos Soles son criaturas, y por consiguiente hay otro Ente in visible muy superior, que a todos ellos dio el ser; y no hallando otro sujeto a quien recurrir para atribuirle la Deidad, a ese constituirá objeto de sus cultos. ¡Oh, cómo desde ese punto trasladará la admiración con que antes contemplaba a su adorado Astro! La trasladará, digo, aumentada de infinitos grados, a este Autor de tantos, y tan grandes luminares, a este Sol de los Soles, Luz de luces, no cuerpo luminoso como ellos, en quien está la luz inherente, antes alma, o vida de la misma luz.
71. Pero así como afirmé, o concedí arriba, que no tiene fundamento alguno la opinión de los Filósofos, que establecen existentes muchos mundos, convendré ahora que también es enteramente gratuita la existencia, que atribuyen a esa multitud de Soles. Y realmente a la prueba, que toman de la proyección de la luz a tan enormes distancias, para constituir a cada estrella fija un luminar tan corpulento como este agigantado Astro, que ilumina nuestro Orbe, le falta mucho para ser concluyente. Se debe conocer, que cualquiera objeto a tanto mayor distancia se hace visible, cuanto es mayor su tamaño. En un día claro vemos una torre a la distancia de cuatro leguas, y no veríamos a la misma distancia, separada de las demás, una de las piedras de que se compone esa torre.
72. Mas aunque esto es cierto, consta asimismo, no sólo por las reglas de la Optica, mas también por experiencia, que para la visibilidad de los objetos luminosos a tal, o tal distancia, suple la luz por la magnitud, tanto más cuanto la luz es más intensa. Así vemos de noche la llama de una rústica tea a una legua de distancia; y en el día más claro no discernimos a la misma distancia el cuerpo de un bruto (v. gr. una oveja) mucho mayor que aquella llama.
§. XI
73. Llana es la aplicación al asunto que tenemos entre manos. Muy bien pueden las estrellas fijas, sin ser en el tamaño más que estrellas, o sin crecer a la magnitud de Soles, aún de aquellas remotísimas distancias en que las colocan los Astrónomos modernos, extender sus rayos hasta nuestros ojos. Para esto no es menester más, sino que el Criador en su producción les haya dado una luz mucho más intensa, más viva, más eficaz, que la del Sol, de modo, que cuanto éste las excede en la cantidad, o masa de materia, le excedan ellas en la vivacidad del resplandor. ¿Y quién se atreverá a negar, que Dios lo pudo hacer así? ¿Quién, sin una impía temeridad, señalará límite alguno al poder del Omnipotente?
74. Los hombres libentísimamente confiesan, que el poder de Dios es infinito. Pero en la aplicación de esta máxima a varios objetos particulares, muy frecuentemente usan de ella (digámoslo así) con una mísera economía. ¡Cuántos confunden lo existente con lo imposible, siempre que en lo existente se les representan la naturaleza, y propiedades muy distantes de todo aquello, que realmente existe!
75. Yo al contrario en las cuestiones de possibili me considero puesto en una grande anchura, porque la Divina Omnipotencia me presenta un espacio inmenso, por donde mi imaginación puede vaguear libremente, sin más precaución, que la de evitar alguna repugnancia, o contradicción, que me salga al encuentro. Sobre cuyo pie, [56] aplicando esta máxima al asunto presente, preguntaré al más incrédulo, ¿de dónde sabe, o por dónde le consta que Dios no puede, o no haya podido criar unos Astros sin comparación más luminosos, que el Sol, que nos alumbra; o dotados de una luz tan brillante, que siendo muy inferiores en tamaño, v. g. que no igualen una millonésima parte del cuerpo solar, y estén colocados muchos millones de leguas más distantes de nosotros que el Sol, con todo extiendan su visibilidad hasta nuestros ojos? ¿Está por ventura al atributo de alguna criatura, ni en este asunto, ni en otro alguno, determinar, o señalar límites a la potencia del Criador?
§. XII
76. Para poner más claro mi pensamiento sobre la materia, me ocurre el siguiente caso. Supongo, que de muy lejas tierras llegase acá un hombre, el cual nos dijese, que en tal parte remota del mundo, o en algún seno de la tierra, o en las entrañas de algún desconocido bruto, se había hallado una piedra preciosa tan brillante, no siendo mayor que una lenteja, daba de noche luz a una gran Ciudad. Supongo, que una cosa tan extraordinaria no se debía creer sin la deposición de muchos testigos, y de una fe altamente acreditada. Pero muchos de los que lo oyesen, (y serían los más), no sólo no darían asenso a la existencia de tal piedra; mas obstinadamente negarían la posibilidad. Pero si yo me hallase presente, les diría, que no sólo creía posible que una piedra tan pequeña diese luz a toda una Ciudad, mas aún que ilustrase todo el Horizonte. Y a quien sobre eso me replicase, le reconvendría yo sobre que me señalase qué repugnancia, o qué predicados contradictorios hallaba en ese objeto; porque últimamente en las cuestiones de possibili ésta sola es la piedra de toque. Lo que más razonablemente me diría acaso, sería, que no entendía cómo esto podía ser. A lo cual yo opondría esta sencilla pregunta. ¿Y de que Vmd. no lo entienda, se sigue, que tampoco lo entienda Dios? ¿Qué se podrá responder a esto? [57]
77. Esfuerzo más este argumento con la reflexión de que algunos hombres hicieron, y hacen varias cosas, que tenían por imposibles otros hombres. Podría hacer un largo catálogo de ellas. Están llenas las Naciones de máquinas, cuya ejecución dos siglos ha se imaginaba quimérica. El espejo ustorio, con que se refiere, que Arquímides abrasaba las Galeras Romanas, en esta reputación estuvo en tanto grado, que muchos doctísimos Geómetras estaban persuadidos a que se hacia evidencia de ser tal espejo imposible. Con todo ya empezó a conocerse su posibilidad, no en algún espejo cóncavo, o convexo; sí en una multitud de espejos planos debidamente colocados. ¿Para qué más? Si las maravillas de la máquina eléctrica hubiesen empezado a conocerse en Asia, antes que en Europa, nadie creería acá la primera noticia, que nos viniese de ellas. Y yo me constituyo por fiador de que los más incrédulos serían los Filósofos. Lo mismo digo de los efectos de la máquina pneumática, en que mediante la extracción de un poco de aire de un momento a otro casi todos los cuerpos se inmutan tanto, como si se trasladasen a otro mundo totalmente diverso del nuestro. Y lo más es, que hablando con rigor filosófico, realmente se hace allí traslación a otro mundo diferente.
§. XIII
78. Bien veo yo, que a muchos lectores dará fastidio verme detener tanto en este asunto; para no pocos será, si no desabrida, insípida la lectura, aún cuando me ciñese más en él; porque los gustos en materia de literatura son tan varios, y aún acaso mucho más, que en orden a objetos de otras clases. Mas como no hay hombre, que no esté satisfecho del suyo, nadie debe extrañar que yo esté prendado también del mío, mayormente cuando por ningún capítulo se puede notar de viciosa o desordenada la complacencia, que siento en ponerme de parte de los derechos de la Omnipotencia: los cuales valieran, a mi parecer, aunque con una inadvertencia [58] verdaderamente inculpable, muchos Filósofos; esto es, aquellos, de quienes dije arriba, que confunden lo inexistente con lo imposible, siempre que en lo inexistente contemplan naturaleza, y propiedades desemejantes a todo lo que realmente existe.
79. Pero no sólo mi inclinación me condujo a explicar con alguna extensión el concepto, que hago de la Divina Omnipotencia. A lo mismo me guiaba la pluma la substancia del asunto, que me he propuesto en este capítulo. La inscripción puesta en su frente: El Todo, y la Nada, por la parte de que Dios es el todo, o es todas las cosas, tiene su prueba más inmediata, y más concluyente en el atributo de la Omnipotencia. La amplitud del ser tiene su medida justa en la amplitud del obrar. Toda causa tanto tiene de entitativa, cuanto tiene de activa; y como nadie puede dar lo que no tiene, quien puede dar el ser a todas las cosas, es preciso tenga en sí el ser de todas las cosas.
80. Siendo esto de evidencia metafísica, ya para el asunto, que he emprendido en este capítulo, no he menester poner a los ojos del hombre aquel mapa, que arriba he delineado; otro le puedo mostrar ahora de incomparablemente mayor extensión. Un mapa, en que no sólo está cifrado todo este mundo visible, que el Criador colocó a nuestra vista; no sólo todos aquellos mundos de que la fantasía filosófica compuso el sistema llamado Magno; mas infinitamente mayor número de mundos, y esos mayores, y mejores, sin término alguno, que aquellos, y asimismo poblados de infinitas especies de criaturas, sin término alguno más perfectos, que cuantas hasta ahora pudimos imaginar.
§. XIV
81. De esta colección inmensa de mundos, y criaturas se compone otro sistema, no sólo Magno, sino Máximo, en comparación del cual el que los Filósofos modernos llaman Magno, viene a quedar en mínimo: en menos de un átomo realmente es un nada; pues no [59] habiendo fundamento alguno, como ciertamente no le hay, para creerle existente, es sólo una entidad ficticia, mera, obra de una imaginación filosófica, como el Mons Aureus, que sirve de verbi gratia a los Lógicos, cuando hablan de su idolillo el Ente de razón. Mas esta misma entidad ficticia, ese nada, que he representado con tan agigantado bulto, ese sistema Magno, que no es más que un gran fantasma, o un magnífico espectro, sirve para conducir al hombre, por forastero que sea en el País de la Filosofía, a la inteligencia cierta, aunque no clara, del que llamo sistema Máximo; no sistema Imaginario, antes tan real, y verdadero, que tiene por apoyo, como ya he insinuado, una evidencia metafísica.
82. Tal es la condición del entendimiento humano, o tal su pequeñez, que no pocas veces es menester colocarle sobre una ficción, para que de allí pueda alcanzar a tocar alguna verdad. ¿Qué otra cosa son las Parábolas, cuyo uso está tan autorizado en las sagradas Letras, sino unas ficciones, en que con la relación de un suceso, que no hubo, se presenta alguna instrucción útil a los oyentes? ¿Qué otra cosa son asimismo los Apólogos, en que el Fabulista, prestando entendimiento, y loqüela a las bestias, como tan ingeniosamente hicieron Esopo, y Fedro en Máximas Morales, y Políticas, constituye a los brutos Maestros de los racionales?
83. Así yo he representado al hombre el fingido sistema Magno. Lo uno, para que dilatando su imaginación a otro Orbe incomparablemente mayor que este, que tiene a la vista, esté menos desproporcionado para recibir la imagen infinitamente más agigantada del sistema Máximo. Lo otro, porque el mismo sistema Magno, elevado de la ficción a la realidad, en la forma que luego voy a explicar, se verá, que entra parcialmente en la composición del Máximo.
84. Esos muchos mundos, de que se compone el sistema Magno, no existen, ni existieron jamás en sí mismos; pero existen en Dios, y juntamente con esos existen [60] en Dios infinitos otros. Generalmente cuanto Dios puede producir, existe de algún modo en Dios, y no con existencia fingida, o imaginaria, sino real, y verdadera. La razón es la ya arriba insinuada. Producir algún efecto, es dar el ser a tal efecto; y como nadie puede dar lo que no tiene, es preciso que siendo Dios causa productiva de todas las cosas, incluya en sí mismo el ser de todas las cosas.
85. En el capítulo antecedente, desde el número 48 hasta el 51 inclusive, distinguiendo las perfecciones criadas en simpliciter simples, y mixtas, dije como se contienen unas, y otras en Dios; esto es, aquellas formalmente, y estas sólo eminencialmente, explicando allí la continencia eminencial conformemente a la doctrina del Eximio Doctor; conviene a saber, que Dios contiene las perfecciones mixtas, no según su propio ser, sino en el ser de otras perfecciones de orden superior, equivalentes a aquellas: expresión (la de equivalentes), que yo corregí allí como impropia, o diminuta, substituyendo a la voz de equivalencia la de supervalencia; y a equivalentes, supervalentes; porque equivalentes no significa más que perfecciones de igual valor; y siendo perfecciones superiores a las mixtas, es preciso que sean, no sólo de igual valor, o precio, sino de otro valor más alto.
86. Mas aunque convengo en que es preciso conceder en Dios la continencia eminencial de todas las perfecciones criadas, explicada por la continencia formal de otras perfecciones superiores, dudo, que ésta por sí sola no baste para constituir en Dios la virtud productiva de aquellas; antes probabilísimamente juzgo necesaria para esto alguna continencia formal de esas mismas perfecciones inferiores. Lo cual muestro en las causas criadas. La perfección específica del hombre en línea de animal, es superior a la de cualquier bruto. No obstante lo cual, no puede el hombre, por lo menos como causa adecuada, producir algún animal de otra especie inferior a la suya. Lo mismo se ve en la comparación de unos brutos con otros. [61] Supongo que la perfección específica del León es superior a la del Ciervo, sin que por eso sea el León capaz de producir algún individuo de la especie cervina.
§. XV
87. Añado, que cuanto yo alcanzo, la continencia eminencial de todas las entidades, y perfecciones criadas, explicada precisamente por la continencia formal de otra entidad, o perfección superior a todas aquellas, no adecua aquel altísimo concepto, que exprime la definición, que Dios dio de sí mismo. Yo soy el que soy, en la cual yo percibo claramente el sentido de estas: Yo sólo soy, Yo incluyo en mí todo el ser. Lo mismo digo de aquella, que viene a ser la misma: El que es me envió a vosotros. Así se define Dios: El que es; y como la definición no puede convenir a otro, que al definido, se sigue que fuera de Dios, nada es; o que todo lo que se puede imaginar fuera de Dios, es nada.
88. Esta es puntualísima, y literalísimamente la exposición que dio mi P. S. Bernardo de aquel texto del Éxodo en el lib. 5 de Consideratione, dirigido al Papa Eugenio, cap. 6, cuyo título es: Principii, & essentiae rationem propiè soli Deo convenire; y en todo el discurso de él con varias proposiciones, cuya significación es idéntica, no dice otra cosa, que lo que yo acabo de decir; esto es, que Dios contiene en su esencia todo lo que es ente, o toda la amplitud del ser. Suyas son entre otras, que tienden a lo mismo, las siguientes expresiones: Iam si vidisti hoc tam singulare, tam summum esse, nonne in comparatione huius, quidquid hoc non est, indicas potius non esse, quam esse ¿Quid item Deus? Sine quo nihil est. Tam nihil esse sine ipso, quam nec ipse sine se esse potest. Ipse sibi, ipse omnibus est. Ac per hoc quodammodo ipse solus est, qui suum ipsius est, & omnium esse.
89. Santo Tomás está perfectamente acorde a S. Bernardo en la inteligencia de aquella soberana definición. En la primera parte, quest. 13, art. 11, pregunta así Santo [62] Tomás: Utrum hoc nomen Qui est, sit maxime nomen Dei propium. ¿Ésta es la inscripción de aquel artículo: Si este nombre EL QUE ES, es el más propio de Dios? Y en el cuerpo del artículo respondo afirmativamente, probándolo con tres razones. De las cuales la segunda, que es la que viene derechamente a mi propósito, toma de la universalidad de este nombre: Secundo propter eius universalitatem. Bien. Luego el ser de Dios, que se expresa en el nombre El que es, es el ser universal. Luego el ser de Dios es el ser de todas las cosas. Consecuencia tan legítima, que parece idéntica con el antecedente, de que se infiere; siendo claro, que si no el ser de todas las cosas, no puede ser el ser universal.
90. ¿Pero ese ser de todas las cosas está en Dios como en ellas, o en ellas como en Dios? Nada menos. Eso sería caer, por lo menos indirectamente, en el monstruoso dogma del impío Benito Espinosa. Está ese ser en todas las criaturas íntimamente mezclado con innumerables imperfecciones; en el Criador depuradísimo de toda imperfección.
91. Creo que no faltarán quienes a esto me opongan, que si el ser de las criaturas está en el Criador sin las imperfecciones, con que está mezclado en ellas, no está incluido en el Criador todo el ser de las criaturas, del cual son parte esas mismas imperfecciones. Pero esto es lo que yo redondamente niego, porque la imperfección nada tiene de ser, u de entidad, no es cosa positiva, sino mera carencia de alguna perfección, y por consiguiente carencia de alguna entidad. La voz misma lo dice, porque la imperfección es defecto, o falta, y la falta es mera carencia; porque ¿qué es faltar algo a la criatura, sino carecer ésta de ese algo?
92. Confirmo esto con la reflexión de que la imperfección transcendente a todas las criaturas es su limitación. En esto se discierne el ente criado, y finito, del infinito, e increado. ¿Y qué es la limitación sino carencia, o, por mejor decir, un complejo de innumerables carencias? [63] Este individuo llamado Pedro es individualmente limitado porque no tiene el ser individual de Juan, Francisco, Pablo, sino precisamente el de Pedro. Es específicamente limitado, porque no tiene la naturaleza del perro, del león, del caballo, sino precisamente la de hombre. Es genéricamente limitado, porque no es planta, piedra, mineral, sino únicamente viviente sensible. Así discurriendo por los restantes grados metafísicos.
93. De modo, que la criatura, sea la que fuere, la de más perfección, la de más entidad, la (digámoslo así) de más bulto, la más agigantada, no es más que un átomo, un infinitamente pequeño, un prope nihil, aislado, y aún como sumergido en un anchurosísimo océano de nadas. Al contrario el Criador es como un pielago inmenso, interminable del ser, con exclusión absoluta de toda carencia, quien, como excluye en sí toda bondad, asimismo incluye toda entidad, porque el Ente, y el Bien, como sabe todo Metafísico, son convertibles; esto es, recíprocamente se infiere uno a otro. Y es claro, que si a Dios le faltase algo de entidad, no sería con propiedad el Ente infinito; como si le faltase algo de bondad, no sería el Bien infinito, sino en alguna manera limitado, como lo es en cualquiera línea del complejo, a quien falta algo perteneciente a aquella línea.
94. Veo que aquí se me puede hacer una objeción, fundada en la doctrina, que admití en el Discurso pasado al núm. 51, donde concedí, que en el Bien infinito, aunque infinitamente delectable, no hay aquella delectabilidad objetiva, que nuestros sentidos perciben en los objetos corpóreos, v.g. el olor de las rosas, el sabor de los manjares, &c. lo que parece se opone a la doctrina presente, que establece incluido en el Ser Divino cuanto hay de entidad, bondad, o perfección en las criaturas.
95. Respondo, que no hay oposición alguna de aquella doctrina con la presente. Así repito ahora lo que dije entonces. No hay en el Bien infinito aquella delectabilidad objetiva, que nuestros sentidos perciben en los objetos [64] corpóreos. ¿Pero esto qué quiere decir? ¿Que falta en el Bien infinito algo de bondad de esos objetos? En ninguna manera; sí sólo, que del modo que está en él, ni es, ni puede ser objeto de los sentidos corpóreos. No falta de entidad, o perfección de parte del objeto; sólo falta capacidad de parte del sentido. Está esa perfección elevada a una esfera superior a toda potencia corpórea; pero proporcionada al entendimiento de los Bienaventurados, ilustrado con el lumbre de gloria, de cuya contemplación les resulta una fruición, u delectación, incomparablemente mayor, que cuantas nosotros podemos percibir de los objetos de los sentidos.
§. XVI
96. Pero ya es tiempo de concluir este Discurso, el cual cerraré con llave de oro, probando el asunto, de que el Ente infinito es realmente todas las cosas, o todos los entes, con una autoridad muy superior a la de todos los Doctores, y Maestros de nuestras Universidades. ¿Qué autoridad es esta? La de aquel Angel, vestido de sayal, el Serafín de Asís; el cual en los Opúsculos, que dejó escritos, incluyó aquella, que llama oración cotidiana, y empieza con este tiernísimo centelleante rasgo: Deus meus, & omnia. Dios mío, y todas las cosas.
97. El P. Ribadeneyra, en la Vida de este gran Santo, que escribió en el primero Tomo de su Flos Sanctorum, dice, que muy frecuentemente, elevado en velocísimos raptos el espíritu hacia su Criador, prorrumpía en estas voces por sí solas: Deus meus, & omnia. Y el Benedictino Cistersiense, Autor del devotísimo libro Viator Christianus, añade, que algunas veces se le oía orar toda la noche, repitiendo sin intermisión las mismas palabras: Deus meus, & omnia. Deus meus, & omnia.
98. Estos, que el citado Autor llama movimientos anagógicos, ¿qué eran sino llamaradas, que hacia su Criador despedía aquel pecho abrasado en el divino amor? Pero a estos ardores de la voluntad, ¡oh qué admirables iluminaciones prececerían en el entendimiento! Así era preciso que [65] sucediese. Y así me imagino, que entre Dios, y Francisco intervenía una especie de comercio conmutativo de géneros tan preciosos, que sólo pueden estimar dignamente su valor las Inteligencias Angélicas. De Dios, del Padre de las lumbres descendían a Francisco rayos de luz, de los cuales en el espíritu de Francisco nacían rayos de fuego; de modo, que lo que recibía Francisco de Dios en luces, se lo retribuía Francisco a Dios en llamas. ¡Oh felicísima, y privilegiadísima alma! Sancte Francisce, intercede pro nobis.
Nota
«Habiendo concluido este Discurso, me acordé de haber leído esta máxima de un Padre de la Iglesia: De Divinis etiam vera dicere periculosum est. Lo que es preciso entender de las opiniones nuevas, aunque se supongan verdaderas. Y como se puede contar por nueva, por lo menos entre los Teólogos Escolásticos, la que propongo en este Discurso de la continencia formal de las perfecciones criadas en la Deidad; mi intento es, que lo que digo en este asunto no se mire como aserción positiva; sí sólo como razón de dudar contra la doctrina común.»