Tomo quinto ❦ Discurso sexto
Señales de muerte actual
§. I
1. En el Discurso pasado había empezado a tratar el asunto que explica el título propuesto, introduciéndole en él como una de las observaciones comunes que deben ser llamadas a examen. Pero a pocos pasos que di con la pluma, conocí que una materia de tanta importancia podía examinarse separadamente, no siendo posible tratarla con la extensión debida en un párrafo sólo, como parte de otro Discurso, sin dar a su cuerpo un miembro de desproporcionado tamaño.
2. No es la cuestión de las señales prognósticas o antecedentes, sino de las diagnósticas o coexistentes. De aquellas tratan dignamente los Autores Médicos, señalando no sólo las que son generales, mas aun determinando en cada especie de enfermedad los indicios particulares por donde se puede desesperar de la vida del enfermo, o conocer que la enfermedad es incurable. Pero de las señales de muerte actual o coexistentes de la misma muerte, han escrito pocos y ligeramente, de que no puedo menos de [135] admirarme, siendo cierto que es este un punto importantísimo y de sumo peso, como luego mostraremos.
3. Si las señas de muerte actual o existente, que comúnmente se observan como ciertas, son falibles; a los ojos se viene que este error pone a riesgo en muchos casos la vida temporal y la eterna. La temporal, porque juzgando muerto al que está vivo, se le puede quitar la vida miserablemente, o sepultándole o desamparándole. Esto segundo basta para que muera realmente el que sólo era muerto imaginariamente. Pongamos que vuelve de aquel deliquio que al os ojos de los asistentes lo representó muerto; es muy posible, que si prontamente le acuden con confortativos, se recobre enteramente, como de hecho ha sucedido en varios casos. Mas si porque todos le han abandonado ya como muerto no se le presta este socorro, lo más natural es que caiga luego en nuevo accidente, del cual no vuelva jamás. Basta para caer en un nuevo accidente el susto de verse amortajado.
4. Muchas veces se puede también arriesgar la vida eterna. Luego que se ve a alguno acometido de un accidente improviso en que se juzga lidiar con las últimas agonías, se llama corriendo a un Sacerdote que le absuelva. Llega éste y le halla sin respiración, sin color, sin movimientos. Lo que hace es volverse sin darle la absolución, porque le juzga muerto. Con que si no vuelve del accidente, y éste no le cogió en estado de gracia, no con otro dolor de sus pecados que el de atrición, perece para siempre aquel miserable; el cual pudiera salvarse, si fuese absuelto como pudiera serlo debajo de condición.
§. II
5. El justo deseo de precaver tan graves daños me indujo a dar al público las Reflexiones que he hecho sobre esta materia, y que fijamente me persuaden que ningún hombre muere en aquel momento que vulgarmente se juzga el último de la vida; sino algún tiempo después, más o menos, según las diferentes disposiciones que hay para morir. [136]
6. Pruebo esta general aserción: Lo primero, porque las señales de que comúnmente se infiere estar muerto el sujeto, son sumamente inciertas y falibles. Estas son la falta de respiración, sentido, y movimiento. La falta de sentido y movimiento por sí soplas, nada prueban; pues en la apoplejía perfecta, y en un síncope faltan uno u otro; no obstante lo cual se conserva animado el cuerpo. La falta de respiración no se convence con las pruebas vulgares, que son, aplicar a la boca candela encendida, o un tenue copo de lana, o un espejo, deduciendo la falta total de respiración, de que ni la llama de la candela ni el copo de lana se mueven, ni el espejo se empaña. Digo, que estas pruebas son muy defectuosas; porque cuando la respiración es muy lánguida y tarda, no mueve la llama ni el copo, como yo mismo he experimentado deteniendo la respiración, para que saliese con mucha demora; y la turbación que ese estado da al espejo, especialmente si el tiempo es caluroso, o lo está la cuadra, es tan corta que se hace inobservable. Siendo, pues, cierto, que entretanto que hay respiración, por tenue que sea dura la vida, no puede inferirse de aquellas vulgares pruebas la carencia de ella.
7. Pero dado que aquellas pruebas convenzan la falta total de respiración, no por eso convencen la privación de vida. Hácese claro esto en los Buzos Orientales que trabajan en la pesca de las perlas, los cuales suelen estar una hora y más debajo del agua, donde la respiración les falta totalmente. Mucho más es lo que se cuenta de aquel famoso nadador Siciliano, a quien vulgarmente llamaban Pesce Cola, esto es Nicolao el Pez; pues se asegura, que días enteros estaba debajo del agua, sustentándose entretanto de peces crudos. En muchas mujeres que padecían afectos histéricos, se ha notado falta total de respiración (por lo menos observable) por días enteros, como advierte Francisco Bayle en el Tomo 3 de su Filosofía. Algunos de los animales que se entran en la máquina neumática, los cuales después de hecha toda la evacuación del aire se representan totalmente [137] exánimes por la falta de respiración, vuelven en sí, si algún rato después se vuelve a introducir el aire. Todo lo cual convence, que la falta de respiración por algún tiempo no infiere necesariamente falta de vida. Y si se habla de la falta de respiración perceptible a nuestros sentidos, aunque dure por mucho tiempo no es fija señal de muerte.
§. III
8. Pruebo lo segundo la conclusión: porque aunque la respiración se considere necesaria para la conservación de la vida, mirando la naturaleza hacia todas partes, se encuentra algún suplemento de ella; pues el feto vive sin respirar mientras está en el claustro materno, y aun después que se extrae de él, conserva la vida sin respiración como esté contenido en las secundinas, y nadando en aquel licor que están dentro de ellas. ¿Quién sabe, pues, si como en aquel estado tiene la naturaleza un quid por quo (aunque ignoramos cual sea) que suple por la respiración para el efecto de conservar la vida, tiene también respecto de los adultos, en tales cuales casos, por las extraordinarias disposiciones del cuerpo, algún otro quid pro quo equivalente de la respiración? En efecto Galeno (lib. de Loc. affect. cap. 5) en los gravísimos afectos histéricos pone por equivalente de la respiración la gran refrigeración del corazón; o lo que viene a ser lo mismo, enseña que el corazón muy refrigerado no necesita de respiración, si que puede pasar con la transpiración sola. ¿Quién podrá afirmar, ni que esta refrigeración no puede hallarse en otros afectos que los histéricos, ni que no pueda haber otra disposición sino esta, que excuse la respiración?
§. IV
9. Lo tercero, porque nadie sabe cuál es la última operación que el alma ejerce en el cuerpo, ni cuál es de parte del cuerpo aquella disposición que esencialmente se requiere para que se conserve la unión del alma con él; y no sabiendo esto, es imposible saber en qué punto [138] muere el hombre. Pongamos un cuerpo, que por sus grados de decadencia en las facultades vino a parar últimamente en aquel estado, en que se nos representa totalmente exánime, sin respiración, sin color, sin sentido, sin movimiento. Todo lo que podemos asegurar como cierto, es que el alma no ejerce en este cuerpo alguna operación perceptible a nuestros sentidos. ¿Pero de dónde podemos asegurarnos, que no ejerce allá en alguno o algunos de los senos interiores, alguna o algunas operaciones, o vitales o animales? No porque falte el sentido en las partes externas, se debe inferir que falta en todas las internas. Ya se vio en un cuerpo considerado cadáver, el cual estaba según las partes externas, insensible, dar un grito al penetrarle con un cuchillo las entrañas para hacer la disección Anatómica. Luego generalmente de que el alma deje de obrar en las partes externas, o cese de animarlas, nada se infiere para las internas.
10. Diranme que en cesando la circulación de la sangre, y movimiento del corazón, cesa la vida. Pero yo preguntaré lo primero, ¿de dónde se sabe esto? Pues es imposible saberlo sin que algún Ángel lo diga, o Dios por otro medio lo revele. Todo lo que podemos afirmar, es, que en llegando ese caso, no hay alguna operación vital perceptible por nuestro sentidos; pero no el que no la haya absolutamente. ¿Cuántos millares de cosas hay, aun dentro de la esfera de la materia, totalmente escondidas a la percepción sensitiva, y que sólo se conocen por ilación? Lo segundo digo, que entretanto que la sangre está líquida, nunca se puede asegurar que haya cesado la circulación. Puede ser esta tan tarda, que no se perciba. Puede circular acaso su parte más sutil y espiritosa, dejando estancada la grosera, y esto bastar para la conservación de la vida. Digo lo mismo del movimiento del corazón, que puede ser tan tardo que no se conozca. [139]
§. V
11. Pruébase últimamente la conclusión y con mayor eficacia, exhibiendo varios ejemplares de hombres que por la observación de las señas comunes se juzgaban muertos, y volviendo en sí largo rato después, se halló que realmente estaban vivos. Plinio, Valerio Máximo, y Plutarco refieren muchos de estos ejemplares, aunque no a todos califican por ciertos; y en algunos sus propias circunstancias muestran que son fabulosos. El que parece está bastantemente justificado, es el de Acilio Aviola, Varón Consular, que creído de todos muerto, y arrojado en la pira, la llama le despertó de aquel profundísimo deliquio en que yacía, y dio con sus movimientos manifiestas señales de vida; pero fue tan desgraciado que no se le pudo socorrer por ser tan grande la llama, que lo estorbó. Digo, que este suceso parece bastantemente justificado, porque le refieren como cierto Valerio Máximo, y Plinio, de los cuales el primero fue coetáneo al mismo Aviola, y el segundo poco posterior: Romanos entrambos, que por consiguiente no escribían como verdadero un hecho, de cuya falsedad, si fuese falso, habría en Roma muchos testigos.
12. Es famoso también entre los antiguos el caso del Médico Asclepiades, que encontrando por accidente la pompa funeral de uno, a quien estaban para arrojar en la pira, con curiosidad llegó a ver quien era; y habiendo notado no sé qué delicados indicios de que vivía, le hizo restituir a su casa, donde con medicamentos le recobró y restableció la salud. Refieren este suceso Cornelio Celso, Plinio, y con más extensión Apuleyo (lib. 4. Florid.) el cual dice, que antes que Asclepiades lograse su intento, hubo una grave alteración, haciendo la mayor parte de la gente y entre ella los mismos parientes del difunto, gran mofa del Médico, porque aseguraba tener vida el que para ellos era cadáver con evidencia. Estos casos son notabilísimos, porque los Romanos detenían los cadáveres en casa por algunos días, antes de entregarlos a las funerales llamas. [140]
13. El Emperador Zenón, habiendo caído en un pesado accidente epiléptico, fue creído muerto, y enterrado vivo; de lo cual se hallaron después evidentes señas, porque abierto el sepulcro, se vio que, o de hambre, o de rabia se había comido sus zapatos, y aun sus propias manos. Verdad es, que en esta fatalidad no acusan tanto los Escritores la ignorancia de los asistentes, cuanto la malicia de la Emperatriz Ariadna, de quien se creyó que con conocimiento le había hecho enterrar vivo, por hallarse muy fastidiada de él, y muy enamorada de Anastasio a quien hizo luego proclamar en su lugar, en perjuicio de Longino, hermano de Zenón a quien tocaba el Imperio. Añaden, que habiendo vuelto en sí en la bóveda donde le sepultaron, clamó para que le abriesen; y oyéndole los Guardas puesto por la Emperatriz, le respondieron, que ya reinaba otro Emperador; a que el infeliz Zenón replicó que no pretendía ya recobrar la Corona, sino que lo cerrasen en un Monasterio; pero los Guardas, arreglándose a los órdenes de la impúdica y cruel Ariadna, no quisieron abrirle. Hay también alguna variedad entre los Escritores sobre las circunstancias de este suceso; por lo cual no le juzgamos muy decisivo para nuestro propósito.
14. Con mayor razón no puede alegarse el ejemplo del Sutil Doctor Escoto, de quien corrió un tiempo que poseído de un accidente apopléctico, fue enterrado vivo; y después vuelto en su acuerdo, viendo imposible la salida del sepulcro se quitó la vida desesperado, haciéndose pedazos la cabeza contra la bóveda. Ningún cuerdo ignora hoy que esta fue una fábula inventada por sus enemigos, cuya falsedad se ha convencido son sólidas razones.
15. Pasando, pues, a casos de más reciente data, y de mayor certeza, nos ocurre lo primero el de Andrés Vesalio que referimos en el Discurso 5 del primer Tom. Yendo este Médico a hacer disección Anatómica de un Caballero Español a quien había asistido en la enfermedad, al [141] romperle con el cuchillo el pecho, dio un grito el imaginado difunto, con que se conoció que estaba vivo; pero presto dejó de serlo, por la herida mortal que acababa de recibir.
16. Paulo Zaquias citando a Schenckio, refiere otro error semejantísimo a éste en que cayó un docto Médico con una mujer accidentada, Sólo hubo en éste la particular circunstancia, que no se debe omitir, que la mujer no gritó ni dio muestras de sentimiento hasta que recibió el segundo golpe. Digo, que no se debe omitir esta circunstancia, porque en ella se muestra cuán altamente escondida o sepultada (digámoslo así) está a veces la vida en el cuerpo, cuando no se da por entendida al primer recio golpe de un cuchillo.
17. Bacon escribe que en su tiempo un Médico Inglés restituyó con friegas y baños calientes a un hombre, media hora después que le habían ahorcado. Gaspar de los Reyes cuenta de otro ahorcado en Sevilla, que fue hallado vivo largo rato después. La circunstancia de que el campo, llamado de la Tablada donde se ejecutó el suplicio, estaba ya totalmente despejado de la gente que había concurrido al espectáculo, cuando un Mercader que transitaba por allí, notó en el ajusticiado señas de vida, persuade que hubiese pasado más de media hora. Y no dejaré de notar aquí la estupenda perversidad de este malhechor; porque nadie fíe jamás en semejante canalla. Cortó el Mercader el cordel, puso el Ladrón a las ancas de su caballo con ánimo de salvarle; y a poco que se habían apartado de Sevilla, habiendo por la conversación sabido el libertado que su libertador iba a hacer empleo a una Feria, quitándole un puñal que tenía pendiente al lado, le atravesó el pecho con él, por aprovecharse del dinero que llevaba destinado para la Feria. Tengo presentes dos casos de Ladrones, que habiéndose salvado de las manos de la Justicia con el pretexto de Inmunidad Eclesiástica, robaron después a los mismo que habían sido principales instrumentos de su evasión. Uno de los robados fue Monje de mi Religión, hijo de la Casa de San Benito de Valladolid, y Mayordomo de ella cuando sucedió el caso.
{(a) Monsieur de Segrais en sus Memorias Anécdotas cuenta de su propio Lugar (la Ciudad de Caén) el suceso de otro ahorcado que sobrevivió al suplicio. Habiendo notado en él algunas señas de vida, le trasladaron de la horca a una casa vecina y colocaron en su cama, poniéndole guardas de vista entretanto que la Justicia determinaba lo que se había de hacer. Los guardas, por no estar ociosos, echaron mano de la baraja para ocupar aquel rato. Estando jugando ellos volvió en sí el ahorcado, el cual según contaba después, como tenía aún la imaginación llena de las cosas que le había dicho el Confesor en aquel trance, de las cuales una era que luego que saliese de esta vida, entraría en la eterna Bienaventuranza, al punto que revino del deliquio, creyó estar ya en el Cielo, aunque le sorprendió ver jugar a los guardas, extrañado que en el Cielo hubiese juego de naipes. Mas entrando luego en conocimiento de la realidad, tuvo arte para escapar de los guardas y entrar en un Convento donde tomó el Hábito. Este caso fue muy celebrado, no sólo en Caén, mas en toda la Francia. El Abad Franquetet, uno de los hombres más serios que tenía París decía, que sólo se reía cuando encontraba alguna persona de Caén, porque se acordaba del lance del ahorcado.}
18. Miguel Luis Sinapio da noticia de otro Ladrón ahorcado en Viena de Austria, que habiendo sido conducido de la horca al Teatro Anatómico, en él se reconoció que estaba vivo. El año pasado nos refirió la Gaceta de París un caso perfectamente semejante a este, que acababa de arribar entonces. Supone, que a ninguno de dichos ahorcados se había quebrantado la que llaman nuez de la garganta.
19. Poco ha que murió en la Villa de Vega, sita en este Principado, Don Francisco de Ribero, de quien me aseguró el Licenciado Don Manuel Martínez, sujeto veraz y hábil que se hallaba presente, que dos otras horas después que todos le tenían por muerto, levantó la mano derecha, haciendo clara y distintamente seña con los dedos para que despabilasen una luz que junto a él estaba ardiendo. [143]
20. Más admirable que todo lo referido es lo que sucedió a David Hamilton, Médico de Londres, con una mujer noble. Cuéntalo él mismo en el Tratado que escribió de Febre miliari. De resulta de un parto trabajoso fue invadida la enferma de quien hablamos, de una fiebre miliar; y agravándose frecuentemente los síntomas, después de una convulsión universal, cayó en tan profundo deliquio, que todos la creyeron muerta: de modo, que yendo el Médico Hamilton a visitarla de orden del marido de la paciente, le estorbaban los criados la entrada; pero él porfió hasta que logró verla. Hallola con toda la palidez e inmovilidad propia de la muerte. Tocó la arteria; ni el menor vestigio de movimiento pulsatorio había en ella. Aplicó un espejo a la boca y narices; no recibió la menor turbación. Sin embargo, por alguna conjetura tomada de los antecedentes, sospechó que era semejanza de la muerte aquella, y no muerte verdadera. Ordenó luego que la dejasen en la cama, sin hacer novedad alguna en la ropa hasta que pasasen algunos días, ni la enterrasen (lo que es muy digno de ser notado) hasta que se pasase una semana entera. Prescribió algunos remedios para recobrarla. Apenas querían oírle. Venció en fin al marido, y fue llamado un Cirujano para sajarla ventosas, que era uno de los remedio ordenados. Vino el Cirujano; y después de bien contemplado el cuerpo de la enferma, preguntó con irrisión a los domésticos: ¿Para qué querían que se aplicasen ventosas a una difunta? Mas al fin, cediendo a sus instancias, las aplicó. Continuáronse de orden del Médico los remedios: la enferma siempre como muerta, hasta que pasados dos días empezó a respirar blandísimamente: el día siguiente a hablar y moverse, En fin sanó del todo, y vivió después cinco años.
21. Este notabilísimo caso es igualmente oportuno para confirmar mi opinión, que para abrir los ojos a los Médicos. Es sin duda, que aquella señora si cayese en las manos de un Físico ordinario, sería enterrada vida. Su felicidad consistió en que la viese un Médico de más que [144] vulgares luces. No hay que pensar que este sea un suceso fingido. Su data es muy reciente, esto es, del año 1697. Diole a luz Hamilton pocos años después en el mismo Lugar donde acaeció, nombrando la señora, la calle en que vivía, y aun el sitio determinado de la calle (prope Divi Georgii templum). ¿Quién creerá, que un hombre que tenía que perder, mintiese al público en tales circunstancias? Omito otros muchos casos, que pueden verse en Paulo Zaquías, en Juan Schenckio, y en Brabo de Sobremonte; entre los cuales hay algunos de reviviscencia después de pasado uno y aun dos días. Pero no es razón callar que en esta Ciudad de Oviedo, a los últimos años del siglo pasado, se vio recobrarse en el féretro un pobre a quien llevaban a enterrar en la Parroquia de San Isidro. Testificómelo el Doctor Don Juan Francisco de Paz, hoy dignísimo Catedrático de Prima de Cánones de esta Universidad, que se halló presente al suceso. [145]
{(a) A los casos de vivos creídos muertos, añadiremos dos muy singulares, pertenecientes ambos al Cardenal Espinosa, que fue Presidente de Castilla en tiempo de Felipe II y muy estimado de aquel Rey. La Madre de este Cardenal le dio a luz estando en el féretro para ser enterrada, y vivió después catorce años. Es bien de creer que en el mismo momento se debieron recíprocamente la vida el hijo a la madre, y la madre al hijo: siendo muy verisímil que el impulso maquinal de la naturaleza para la expulsión del infante, despertase a la madre del deliquio profundo en que yacía, sin cuya diligencia hubiera pasado del féretro al sepulcro. El suceso del Cardenal en su último día fue semejante al de la madre, en cuanto a juzgarle muerto cuando no lo estaba: pero la resulta muy diferente, porque el error de juzgarle muerto ocasionó que le matasen. Juzgose muerte un síncope profundo; y dándose priesa en embalsamarle, fue llamado un Cirujano para abrirle. Pronto este a la ejecución, le rompió el pecho: y al mismo tiempo el Cardenal excitado del dolor, alargo la mano a detenerle el brazo. Ya estaba hecho todo el daño. El corazón se notó palpitante después algún tiempo: mas finalmente el cuchillo Anatómico hizo el luego verdadera la muerte, que antes era sólo aparente. En el Tom. I. Discurs. 5, núm. 26, referimos otra tragedia semejante, de que fue instrumento el célebre Médico y Anatómico Andrés Vesalio. Son dignísimos de observarse estos casos. Si [145] Médicos grandes incurren en tales yerros, y se cometen también con grandes Señores, ¡cuánto más expuestos estarán a cometerlos y padecerlos Médicos y personas ordinarias! Tristísima cosa es, que tal vez por precipitar el juicio, o lo Médicos, o los asistentes, asintiendo a que está muerto el que está vivo, padezca un inocente aquel terrible suplicio que prescribían las Leyes Romanas a las Vestales impúdicas.}
§. VI
22. De las razones y ejemplos que hemos propuesto, se colige con evidencia que es cortísima precaución la de aquellos Autores Médicos, que escriben que en los casos de apoplejía, síncope, y sofocación de útero se deben solicitar más rigurosas señas de muerte que las que comúnmente se observan; pues con razones y ejemplos hemos probado que las señales comunes falsean, no sólo en esos casos sino en otros muchos. La enferma de Hamilton no padeció alguno de estos tres afectos, como puede verse en la relación de su cura. Y si alguno me replicare, que acaso le padeciera aunque el Medico juzgase lo contrario, de esto mismo formaré un argumento terrible: pues como Hamilton se engañó, podrán engañarse los demás Médicos con otros enfermos que caigan en deliquio por alguno de aquellos tres afectos; y juzgando ser otra enfermedad muy diversa, darlos por muertos, cuando no lo están. ¿Y quién duda que sucederá muchas veces ser apoplejía lo que el Médico juzga muerte, siendo la apoplejía en su más alto grado, de confesión de los mismos Médicos, tan semejante a la muerte en todo lo que se presenta a los sentidos? Fuera de que si en los casos de apoplejía y sofocación de útero son las señales falibles, lo son absolutamente, o sin esa restricción; pues esa misma excepción prueba que no hay conexión de la privación de respiración y movimiento externo con la privación de vida; y quitada esta conexión, para ningún caso pueden ser fijas aquellas señales. [146]
23. No ignoro que uno u otro Autor Médico extiende a más casos que los tres expresados, la desconfianza de las señales comunes de muerte. Pero a esto digo dos cosas: La primera, que esa desconfianza debe ser universalísima, como prueban nuestras reflexiones. La segunda, que importa poco que algunos Autores sean más cautos, si esa es una teórica que se queda en sus libros, sin reducirla jamás a práctica los demás Médicos. Es tanto en esta parte el descuido, que no sólo no se apela a pruebas extraordinarias, mas aun pocas veces se usa de las vulgares del espejo y la candela.
24. Si alguien me opusiere, que obran prudentemente los Médicos siguiendo en orden a las señales de muerte la opinión comunísima de sus Autores; respondo lo primero, que esa opinión comunísima no sale de la esfera de probable, pues no estriba en algún principio cierto; y en materia donde es tanto lo que se arriesga, nadie debe fiarse en probabilidades; sí buscar cuanto se pueda lo más seguro. Lo segundo, que contra esa opinión común hemos alegado tan fuertes razones, que si no la quitan del todo la probabilidad, se la debilitan mucho. En los dos Tribunales de la razón y la experiencia reside siempre autoridad legítima para despojar de la posesión a las opiniones más recibidas.
§. VII
25. Habiendo condenado por insuficientes las señales comunes de muerte; esperará sin duda de mí el Lector otras que sean totalmente seguras. Mas yo le confesaré desde luego con ingenuidad que no tengo cosa cierta que decirle en esta materia, ni acaso la hay. El no estornudar, siendo provocado con esternutatorios fuertes, que algunos proponen como seña segurísima para mí es inciertísima; pues de que esté totalmente privada de sentido la túnica interna de la nariz, y filamentos de nervios de que esta túnica se compone, ni probablemente se puede inferir la total extinción de la vida. Antes creo que yo [147] pudiera suceder estar aquella túnica, por alguna indisposición, u orgánica, o humoral totalmente privada de sentido, y en lo demás hallarse muy bien el sujeto. Los ojos ofuscados o empañados, tampoco prueban nada; pues de una obstrucción total de los nervios ópticos puede sin duda resultar ese efecto. El color verde, o lívido, o nigricante del rostro merece más consideración. Pero es menester que la inmutación de color sea muy grande; pues en algunos sujetos indispuestos, que aún gozan el uso de todas sus facultades, vemos tal vez bien sensible declinación de color hacia las especies referidas. La rigidez de los miembros, aunque se tiene por indicio cabilísimo, a mí me parece equívoco; pues en la convulsión universal, que llaman Tétano los Médicos, están todos los miembros rígidos: no obstante lo cual el sujeto vive, bien que en grandísimo peligro de dejar de vivir luego.
26. El hedor del cadáver se siente generalmente, que quita toda duda, pero sobre ser incomodísimo para el Público esperar a que den esta seña todos los cadáveres; hay tres reparos contra ella: El primero, que es fácil confundir el hedor de los humores podridos que hay en el cuerpo, con el hedor de las partes sólidas. El segundo, que los que son de exquisito olfato, perciben algún hedor no sólo en los que están muertos, más aún en los que están muy malos o próximos a morir. El tercero, que hay sujetos que en su natural constitución expiran habitualmente efluvios fétidos. Herodoto escribe, que los antiguos Persas no daban a la tierra los cadáveres, hasta que las aves o los perros, atraídos de su olor acudían a devorarlos. Pero sobre que esta práctica tiene el peligro de infección para los que cuidan de prestar los oficios debidos al cadáver, bien podría suceder que el hedor de un miembro sólo corrompido, como de un pie o de una mano, estando aún animado el cuerpo en sus principales partes, atrajese a una ave o a un perro. [148]
§. VIII
27. La seña que juzgo se acerca más a la seguridad, es la total frialdad del cuerpo, así extensiva como intensiva. Total en lo extensivo; esto es, que comprenda toda la superficie del cuerpo. Total en lo intensivo; quiero decir, que sea tanta la frialdad cuanta es la de un cuerpo inanimado; v.gr. una piedra, colocada en el mismo ambiente en que está el cadáver.
28. Pero como no todos los cuerpos, aun colocados en el mismo ambiente dan al tacto igual sensación de frío, sino mayor o menor, según su diferente textura; así vemos, que se sienten más frío los cuerpos densos que los raros, y los húmedos que los secos: se debe escoger para regla un cuerpo, que en humedad y densidad difiera poco del cuerpo humano; y tal me parece la rama recién cortada de un árbol medianamente denso, y más que medianamente jugoso. Colocada, pues, ésta en la cuadra misma donde está el cadáver, el tiempo que parezca suficiente para que se temple según el ambiente de ella, cuando se hallare que aquel en toda su superficie se representa tan frío como ésta, se puede hacer juicio que salió para siempre que salió del comercio con los mortales. Explicome con esta frase, porque no quiero asegurar que esa sea señal cierta, ni aun con certeza moral, de que el alma se haya desanidado ya enteramente del cuerpo; sí sólo de que si no lo hizo, brevemente lo hará, excluida toda esperanza del recobro; lo que viene a valer lo mismo para el efecto de dar al cuerpo sepultura.
29. Lo que mueve ha hacer este juicio, es, considerar que entretanto que resta algún calor en las entrañas, necesariamente en virtud de la continuidad y poca distancia que hay entre ellas, y la superficie del cuerpo, se comunica algún grado de calor a ésta. Luego cuando en la superficie no se encuentra más grados de calor de la superficie de un tronco colocado en el mismo ambiente, se puede hacer juicio que se extinguió el calor de las entrañas. [149] Y extinguido el calor de las entrañas (prescindiendo de si aún entonces puede por brevísimo tiempo ejercer alguna tenue operación en ellas) parece se debe desesperar enteramente del recobro.
30. La comparación de un frío con otra para ser justa, no debe fiarse al confuso informe del tacto, sí a la demostración del Termómetro. Si alguien le pareciere mucha prolijidad, advierta cuanto se aventura en el yerro. Santorio, que inventó el Termómetro, no le destinó al uso que hoy se hace de él, sí sólo al de explorar los grados de calor de los febricitantes. Dejose la utilidad por la curiosidad; y se pudiera recobrar con grandes ventajas la utilidad, examinando con el Termómetro, no sólo el calor de los vivos, más también la frialdad de los muertos.
31. He dicho que esta seña es la que más se acerca a la seguridad, no que sea absolutamente segura, por haber leído que en muchas mujeres histéricas se notó por días enteros, juntamente con la falta de movimiento, sentido, y respiración, la extinción total de calor. Y aunque me persuado que el examen de esta última parte no se hizo en ellas con el rigor y exactitud que he propuesto, sino a bulto, tomando por extinción total una diminución considerable del calor que goza el cuerpo humano en su estado natural, no deja aquella excepción de tener bastante fuerza para suspender el asenso firme a la seña tomada de la frialdad total, hasta que materia se examine con más rigor: lo cual ruego encarecidamente a todos los Médicos ejecuten, siempre que haya oportunidad, pues yo no la tengo sino para leer, cavilar, y discurrir dentro de mi Estudio. He hecho por mi parte cuanto pude para el beneficio público en esta importantísima materia, probando (a mi parecer eficacísimamente) la falibilidad de las señales comunes de muerte. Resta, que lo que por su oficio tienen más estrecha obligación, y juntamente frecuentísimas ocasiones de inquirir más seguras señas, se apliquen a ello con mayor cuidado. El cual hasta ahora no ha habido con proporción a la importancia del asunto. Entretanto advierto, que de [150] las mismas señales que hemos propuesto, cuantas más se junten, tanto mayor probabilidad darán de que la ruina es irreparable.
§. IX
32. De lo que hasta aquí he discurrido como Físico, resta sacar una consecuencia de suma utilidad como Teólogo. Ya la insinué al principio de este Discurso; y es, que muchísimos casos en que los Sacerdotes niegan la absolución, pueden y deben darla debajo de condición. Es cierto, que como un muerto no es capaz de absolución sacramental, no se le puede conferir ni aún debajo de condición, habiendo certeza de lo que está; pero se puede y debe, habiendo duda de si está vivo o muerto, como haya precedido de parte de él petición formal o virtual de la absolución; porque esta se tiene por confesión en común, o formal o interpretativa, y el dolor se hace sensible por ella. Por lo menos esta es sentencia corriente entre los modernos. Pongamos, pues, el caso de este modo, el cual sucede muchas veces. Un hombre, al verse invadido de un accidente feroz, que con extraordinaria velocidad y fuerza le postra las facultades, pide confesión. Va alguno de los asistente a buscar un Sacerdote; mas cuando llega éste, le halla totalmente privado de respiración, sentido, y movimiento; que es lo mismo que muerto, según la opinión común. ¿Qué hace? Aunque no pasase sino medio cuarto de hora después que cayó en el deliquio, se vuelve a su casa, diciendo que no puede absolverle; y dijera bien como Teólogo, si no errara como Físico.
{(a) La doctrina que damos para que se absuelva condicionalmente en los casos expresados en este número, y en los siguientes, prueba igualmente, se deben bautizar también condicionalmente los niños que salen del útero materno, sin más señas de muertos que aquellas que en el Discurso probamos ser falibles. Y recomendamos eficazmente este cuidado a los que se hallaren presentes en tales lances.}
33. Constantemente afirmo, que en el caso propuesto debe absolverle debajo de condición, aunque hayan pasado [151] más de una, y más de dos horas. Pruébolo concluyentemente: Debe absolverle entretanto que se debe dudar de si está vivo o muerto: sed sic est, que aunque hayan pasado más de dos horas, se debe dudar si está vivo o muerto: luego. La mayor consta de la suposición hecha, que es constante entre los Teólogos. Pruebo la menor: Debe dudarse si está vivo o muerto, entretanto que no hay certeza, ni física ni moral de que está muerto: sed sic est, que después que hayan pasado más de dos horas no hay certeza, ni física ni moral de que está muerto: luego. La consecuencia sale: La mayor es per se nota. La menor consta con evidencia de todo lo que alegamos arriba, y que para mayor claridad aplicaremos aquí al caso propuesto, añadiendo lo que nos parezca necesario.
34. Pregunto: ¿Qué principio hay para juzgar muerto a este hombre dos o tres después que cayó en el accidente? Ninguno: vémosle sin respiración, sin movimiento, sin sentido. Pero lo primero, la respiración no podemos asegurar que le falte absolutamente, sí sólo que no respira con la fuerza ordinaria y natural, de modo que la percibamos. El movimiento y sentido, cuando más, podremos afirmar que le faltan en las partes externas; pero en las internas no sabemos lo que pasa. Lo segundo, tampoco la fatal total de respiración (permitido que la haya) nos certifica absolutamente de la muerte; siendo cierto que es capaz el cuerpo humano de algunas preternaturales disposiciones, en las cuales la falta de respiración pueda tolerarse o suplirse. Lo tercero, que aunque graciosamente concedamos, que la falta de respiración por dos o tres horas tiene conexión con la muerte, no se sigue que esté muerto ya el que vemos privado por dos o tres horas de la respiración, sí sólo que está colocado en una necesidad inevitable de morir: de modo, que aunque fuese verdad (lo que es falso) que ninguno de los que estuvieron privados de respiración por tanto tiempo, revivió, o que todos murieron efectivamente, no podemos saber a que punto murieron, ni eso se puede saber sin revelación. En la falta de respiración [152] por un cuarto de hora, por media hora, por una hora, &c. puede inducir en el cuerpo tal alteración, que se sigue infaliblemente la muerte; mas no podemos saber si se seguirá al plazo de una hora, de dos, o de tres, &c.
§. X
35. Esta reflexión es adaptable a todos los casos de muerte, ora sea repentina, ora consiguiente a cualquier enfermedad. Supongo que una fiebre va conduciendo al paciente por sus pasos contados a la sepultura: va extenuándose y consumiéndose con notorio estrago de todas las facultades, hasta que vemos en él rigurosa cara hipocrática, con todas las demás señas fatales que se leen en los libros de Medicina. En proporción va cayendo de este estado al de las agonías, y de las agonías a las boqueadas. Ya no se nos presenta en aquel cuerpo mas que un tronco exánime. ¿Podré decir con seguridad, que está muerto? No: sí sólo, que si no murió ya, no dejará de morir dentro de poco tiempo, aunque no podré señalar el plazo a punto fijo. Nada puede saberse en esta materia sino por experiencia; porque la Filosofía no alcanza a discernir, que disposición o que grado de alteración es aquel, que puesto en las partes príncipes del cuerpo, en el mismo momento se sigue la separación del alma; y aunque teóricamente la alcanzase, ¿con qué instrumento ha de ver si en las entrañas se introdujo tal disposición? La experiencia tampoco nos muestra cuando se separa el alma, sí sólo, cuando más, que los que por los grados que hemos dicho, llegan a aquel punto de examinación, nunca vuelven a cobrar aliento. Verdad es, que a estos no señalaré tan largo plazo para el efecto de absolverlos, y me parece que el mayor que puede concedérseles es el de media hora. La razón es, porque en estos todo el cuerpo, sin excluir alguna entraña, va padeciendo aquella alteración corruptiva que es efecto de la enfermedad; a diferencia de los otros, que sin pasar por estos grados caen en deliquio, donde puede suceder, y sucede muchas veces, que las partes príncipes no padecen [153] daño, o el daño no es irreparable; y cuando lo es, considero preciso que desde el punto del deliquio hasta el total estrago, pase algún considerable tiempo, por lo menos en muchos casos en que el accidente cogió las entrañas sanas, y las facultades enteras; pues de este extremo, hasta el punto último de la ruina, ¿quién no ve que el tránsito ha de ser de no poca demora?
36. Pero sobre el caso en que la muerte viene por lo pasos regulares, cuya sucesión es notoria no sólo a los Médicos, mas también a los asistentes, sin mucha dificultad dejaré pensar a cada uno lo que quisiere. La disputa en esta parte nos interesa poquísimo; porque cuando la muerte viene de este modo, encuentra hechas todas las diligencias cristianas que deben precederla, exceptuando alguna extraordinarísima contingencia.
37. La doctrina, pues, que principalmente doy, y que juzgo necesarísima, es para los casos en que la muerte no guarda el método regular y donde mis pruebas son concluyentes, especialmente la que se toma de los ejemplares arriba propuestos. En todos ellos hubo aquella representación de examinidad que comúnmente se juzga concomitante de la muerte, y consiste en la privación total (o verdadera, o aprendida) de respiración, sentido, y movimiento; sin embargo aquellos sujetos no estaban difuntos. Luego tampoco en el caso de la cuestión (que es idéntico con aquellos) es cierto indicio de muerte existente esa misma representación de examinidad. Ahora prosigo: Donde no hay certeza alguna, debe dudarse; y donde debe dudarse si el sujeto está vivo o muerto, debe ser absuelto debajo de condición: luego.
38. Finalmente varios Autores Médicos de conocida gravedad testifican que en los accidentes de apoplejía, síncope, y sofocación de útero, son equívocas las señas comunes de muerte: de suerte que aquellos afectos a veces son tan graves, que traen total privación (según la percepción de nuestros sentidos) de respiración, sentido, y movimiento. Y advierten, que en semejantes casos no se den [154] los cuerpos a la sepultura hasta el tercero día; porque todo ese tiempo pueden estar vivos, como han acreditado varias experiencias. Esto sólo (aun cuando todas las demás pruebas falten) basta para mi intento. Vamos al caso de la cuestión. Cuando el Sacerdote llega al sujeto para quien le llamaron, y le halla totalmente privado de respiración, sentido, y movimiento, es evidente que debe dudar si fue invadido de alguno de aquellos tres afectos, porque ¿de dónde se sabe que no? Ni aun los que se hallaban presentes al tiempo de la invasión pueden saberlo. He dicho poco: El Médico mismo, aunque asistiese, las más veces lo ignorará; porque cuando aquellos accidentes son tan fuertes que llegan a privar de la respiración, no tienen seña alguna que no sea muy falible, por donde se distingan entre sí, no de otro cualquier accidente que pueda ocasionar la misma privación. Luego necesariamente ha de dudar el Sacerdote si está vivo o muerto el sujeto; porque está duda es consiguiente indispensable de la otra, en suposición de la doctrina que llevamos sentada, de que en aquellos afectos algunas veces se representa como muerto el que está vivo. Luego debe absolverle debajo de condición aunque hayan pasado no sólo dos horas, sino aun diez, doce, y más; pues los Médicos dicen que se esperen tres días para sepultarle.
39. Y valga la verdad: Yo dijera que no sólo debe dudar el Sacerdote, sino que debe hacer juicio positivo de que el sujeto fue invadido de uno de aquellos tres afectos. La razón es clara; porque los Médicos no nos señalan otro afecto alguno que de golpe induzca total privación de respiración, sentido, y movimiento, sino aquellos tres, cuando son vehementísimos: Luego necesariamente debe juzgar que uno de los tres le puso en aquel estado.
§. XI
40. La doctrina dada, no sólo tiene lugar cuando el sujeto que poco antes se hallaba bueno y sano, cae en tan profundo deliquio; mas también cuando [155] el accidente sobreviene a alguna otra enfermedad. Pongo que estuviese padeciendo una gran fiebre, o una aguda cólica, o un intenso dolor de cabeza; pero sin pasar por aquellos grados de decadencia que poco a poco van conduciendo a la última agonía, le asalta la privación de respiración, sentido, y movimiento: no debe ésta atribuirse a la enfermedad que estaba padeciendo, la cual no era capaz de inducir tan prontamente esa privación (por lo menos como causa o disposición inmediata) sino a alguno de los tres afectos referidos, ya fuese éste en algún modo oculto a nosotros, ocasionado de las enfermedad antecedente, ya no tuviese conexión con ella. Así siempre se debe graduar por accidente repentino; pues los mismos que lo son en todo rigor, y no son inducidos de causa extrínseca, nacen siempre de causas antecedentes que había en el cuerpo, como los accidentes histéricos de los humores malignos recogidos en el útero. También, pues, en estos casos, el Sacerdote llamado debe absolver condicionalmente, aunque llegue dos o tres horas después de la entrada del accidente.
§. XII
41. Es de discurrir que no faltarán quienes me noten de temerario, porque pretendo introducir una novedad en la práctica de la Teología Moral; a que diré tres cosas. La primera, que yo desprecio, y despreciaré siempre esta especie de Censores, que ciegos para todo lo demás, sólo ven y siguen aquella carretilla en que los pusieron, caminando siempre, como dice Séneca: Non qua eundum est; sed qua itur. La segunda, que en tales asuntos no nos importa saber ni inquirir cuál es lo antiguo ni cuál lo nuevo, sino cuál es lo verdadero. Confieso, que la presunción está a favor de las opiniones generalmente recibidas; pero esto sólo subsiste entretanto que contra ellas no se proponen argumentos concluyentes, cuales son los que yo he exhibido. El Derecho no atiende las presunciones, cuando contra ellas hay pruebas decisivas. La tercera, que aunque propongo nueva práctica, pero no [156] nueva doctrina; antes esta es la más común y recibida. Todos los Teólogos Morales sientan, que habiendo necesidad y juntamente duda de su hay sujeto capaz de absolución, se debe dar condicionalmente. De la Teología Moral no tomo para el asunto otra proposición sino esta. La duda de si en el caso de la cuestión hay sujeto capaz; esto es, si está vivo o muerto, o la resolución de que hay dicha duda, ya no pertenece a la Teología Moral, sino a la Física; y ni aún en esta parte afirmo sino lo que evidentemente se infiere, ya de los experimentos ya de la doctrina de los mismos Autores Médicos.
42. El docto Padre La-Croix, que hoy con tan justa aceptación anda en las manos de todos, es el único entre los Autores que yo he visto, que toca aunque muy de paso en una objeción que se hace, el motivo de esta cuestión, en el lib. 6. part. 2 núm. 1164, donde después de afirmar que no se puede absolver sacramentalmente al que está difunto, se arguye así: Algunos Médicos afirman que el alma racional permanece unida al cuerpo uno u otro cuarto de hora después que vulgarmente se juzga muerto. Luego viniendo el Sacerdote después que alguno está así difunto, en aquel tiempo cercano, debe absolverle, por lo menos debajo de condición. Y da la solución en estos términos: Respondo: Si aquella opinión, o por razón o por autoridad se haga a alguno dudosamente probable, concedo la consecuencia. Pero añade inmediatamente: Lo contrario he juzgado hasta ahora, y aun ahora lo juzgo cierto.
43. Ve aquí, que en el juicio Teológico convenimos el Padre La-Croix, y yo. La discrepancia únicamente está en el juicio físico. El Padre La-Croix tiene la opinión de que aquellos Médicos por ciertamente improbable; yo por probabilísima; y si se entiende, no generalmente respecto de todos los difuntos sino respecto de muchos, por evidentemente cierta; pues hay experiencia constante de muchos que juzgados muertos, después de horas enteras, se recobraron. Con esto se prueba evidentemente la obligación que el Padre La-Croix niega de absolver [157] condicionalmente; porque la experiencia de aquellos casos en que los que se juzgaban muertos vivían, hace dudoso si en otros muchos sucede lo mismo; sed sic est, que habiendo esta duda (según el mismo Padre La-Croix, y según todos) debe el Sacerdote absolver debajo de condición: luego.
§. XIII
44. No debo omitir aquí que Paulo Zaquias. Autor tan clásico como todos saben (Quaest. Med. Leg. lib. 4. tit. I. q. II) citando a otros cinco Autores, agrega a los casos de apoplejía, síncope, y sofocación uterina otros muchos que son análogos a la apoplejía, para el efecto de fundar duda razonable de si los que padeciéndolos, se representan perfectamente exánimes, están vivos o muertos. Tales son la sofocación en agua; la sofocación por cordel o lazo; la sofocación por humo de carbones, o por vapor de vino o cerveza, cuando hierven; o por embriaguez; la exanimación por herida de rayo, por caída de alto, y por la inspiración de cualquier aura pestilente. Todos estos casos, y otros semejantes a ellos, (note el Lector cuán ancha puerta se abre en esta extensión a casos semejantes) dice, que cuanto al intento presente, no deben distinguirse de la apoplejía; porque se han visto algunos, que padeciendo tales accidentes han sido revocados a vida después de dos o tres días. Así concluye, que cuando en tales casos se recobran, no se debe hacer juicio de resurrección milagrosa (que es lo que en aquella cuestión trata), sino de restauración natural. No puedo sin grave dolor considerar, que habiendo Autores Médicos famosos que afirman que en tanto número de accidentes, después de una perfecta exanimidad aparente puede vivir, y a veces viven días enteros los pacientes, no hay Sacerdote que los absuelva a dos credos que hayan pasado. La ignorancia y buena fe los ha escusado sin duda hasta ahora; la que ya no podrá subsistir en adelante (aun respecto de otros muchos casos distintos de estos, pues mis argumentos prueban evidentemente con más generalidad) respecto de los que leyeren este Discurso. [158]
Adventencia particular para los ahogados
45. Lo que voy añadir es de suma importancia, porque no sólo servirá confirmando los que hasta aquí hemos dicho, para la vida espiritual de los que padecen la desgracia de ahogarse, mas también para la temporal; aunque en esta utilísima advertencia nada se me debe a mi, sino el corto trabajo de traducirla del célebre Lucas Tozzi, y la buena intención de que la logre el público.
Este Autor, pues, exponiendo el Aforismo 43, del lib. 2 de Hipócrates, no sólo supone que los ahogados o por agua o por cordel, viven algún espacio considerable de tiempo, más afirma que son curables, como no hayan pasado más de dos horas, y en efecto da la receta para restituirlos. Dice así:
46. «Poco ha que se inventó modo para revocar a la vida los que se han sumergido en las aguas, o sofocado por otras causas, si no están muertos del todo: lo que por la mayor parte sucede después de dos horas. Lo primero se suspenden pies arriba, y cabeza abajo cerca del fuego, hasta que empiezan a recalentarse, y arrojan el agua por la arteria vocal, Foméntaseles poco a poco el corazón, y todo el pecho con espíritu de vino, con Elixir vitae, o con pan rociado de vino generoso, repitiendo esto muchas veces; con lo cual se logrará que si no están del todo difuntos, el corazón se restituya a su movimiento, admita poco a poco la sangre, y la impela a las arterias con restauración de la vida. Pero los que habiendo sido ahorcados aun no perecieron, fácilmente suelen restituirse insuflándoles aire por la áspera arteria, para que inflados los bronquios de los pulmones, la sangre pueda propelerse del ventrículo derecho al siniestro del corazón, y por consiguiente restituirse el movimiento al corazón, [159] y a la sangre, la cual el nudo del cordel había hecho parar. Pero para promoverse el movimiento de la sangre, y disolver la que acaso en el ventrículo derecho y vasos pulmoniacos había empezado a cuajarse, conducirán mucho el Elixir magnimitatis, el Elixir proprietatis, el Elixir vitae de Quercetano; también el espíritu de Sal Ammoniaco, y el que llaman Theriacal, el Julepe vital con azafrán, el aceite de Cinamomo, y otras cosas de este género, según haya lugar. Pero los sofocados, que después de pasado más tiempo que dos horas, sobrevivieron, como cuenta Cárdano de aquel cuya áspera arteria era de hueso, así como no padecieron interclusión de los canales del aire, tampoco perdieron el movimiento del corazón, y de la sangre; si no es que digamos, que éstos eran de una naturaleza o constitución semejante a la de los animales anfibios, o a la de aquel gran Buzo Catanense, llamado Cola Pez.» Llámanse anfibios aquellos animales, que indiferentemente habitan, ya dentro del agua, ya sobre la tierra, como Cocodrilos, Castores, Tortugas, &c. Exhorto, y ruego a todos los que puedan concurrir con estos auxilios, no los omitan, cuando alguno padeciere la desgracia de ahogarse. Es muy grave el Autor citado para pensar que los propuesto como experimentados, sin estar cierto que la experiencia.
47. Aquí se ofrece dudar, si en todos los ahogados se puede tentar esta práctica con alguna esperanza de recobrarlos. Propongo esta duda, porque Hipócrates, en el Aforismo 43 del lib. 2, dicta, que se debe desesperar de aquellos en quienes aparece espuma cerca de la boca. Qui suffocantur, & a vita deficiunt, nondum tamen mortui sunt, non referuntur invitam, si spuma circa os appareat. Y aunque Galeno no quiso que este Aforismo fuese generalmente verdadero, si sólo que rarísima vez dejase de verificarse, es tan poderosa la autoridad de Hipócrates entre los Médicos, que pienso no admitirán la limitación que no encuentran en su texto; y así darán por deplorados a [160] todos los sofocados en quienes observen aquella circunstancia.
48. Sin embargo, algunos Médicos de espíritu más libre, apelando de la decisión Hipocrática a la experiencia, hallaron que aquella es falsa, no sólo tomada sin excepción, mas aún entendida con la limitación de Galeno, de que rarísima vez deja de verificarse. Hablo por testimonio de Sinapio, el cual refiere que muchos perros, a quienes para examinar la verdad del Aforismo, se apretó la garganta tan fuertemente que arrojaron espuma a la boca, se recobraron y vivieron. De donde concluyo, que aun con los sofocados en quienes se note esta circunstancia, se debe tentar el socorro arriba pospuesto; y con mucho mayor motivo el espiritual de la absolución.
{(a) Guillermo Derhan, miembro de la Sociedad Real de Londres, citado en las memorias de Trevoux del año 1728, artíc. 19, dice que hizo la experiencia de ahogar muchas veces a un Perro, y [161] reanimarle otras tantas, sin más diligencia que la de soplar en su trachearteria. Esta experiencia confirma altamente lo que decimos en el citado número, y alienta a la caridad y a la justicia, para que todos se aprovechen de estas noticias para el socorro espiritual y corporal de los ahogados, cuando llegue el caso.}