Tomo sexto ❦ Discurso octavo
Examen filosófico de un peregrino suceso de estos tiempos
§. I
1. El caso, que da materia a este Discurso, es tan extraño, tan exorbitante del regular orden de las cosas, que no me atrevería a sacarle a la luz en este Teatro, y constituirme fiador de su verdad, a no hallarle testificado por casi todos los moradores de una Provincia, de los cuales muchos, que fueron testigos oculares, y dignos de toda fe, aún viven hoy. La noticia se difundió algunos años ha a varias partes de España debajo de la generalidad, que un Mozo, natural de las Montañas de Burgos, se había arrojado al mar, y vivido en él mucho tiempo, como pez entre los peces; y confieso, que entonces no le di asenso, de que no estoy arrepentdio; pues fuera ligereza creer un suceso de tan extraño carácter, sin más fundamento, que una voz pasajera. Añadíase, que esto había sido efecto de una maldición, que sobre dicho Mozo había fulminado su madre; pero esta circunstancia fue falsamente sobrepuesta a la verdad del suceso, como veremos después.
2. Despreciada, pues, como una de tantas vulgares patrañas, se quedó para mí aquella noticia, hasta que, habrá cosa de tres meses, un amigo de mi mayor veneración, y afecto, me impelió a publicarla en mis Escritos, como digna de la curiosidad, y admiración del público; [274] asegurándome al mismo tiempo en algún modo de la realidad de ella, como quien la tenía de dos sujetos, que habían conocido, y tratado al mencionado Mozo, después de restituido del mar a su tierra. Pero juntamente me prevenía, que pues me hallaba vecino al País de donde aquel era natural, solicitase noticias más puntuales, que las que él me podía comunicar: Para cuyo cumplimiento, mi primera diligencia fue informarme de algunos Montañeses de distinción, residentes en esta Ciudad, los cuales unámimes depusieron de la verdad del hecho, como de notoriedad indubitable en su País; pero en cuanto a las circunstancias, que por la mayor parte ignoraban, me ofrecieron inquirirlas de personas de su conocimiento, y satisfacción, naturlales del mismo Territorio, que había sido patria del sujeto de esta Historia. En efecto lo ejecutaron así, y dentro de pocos días logré una cabalísima descripción del suceso, remitida por el Señor Marqués de Valbuena, residente en la Villa de Santander, a diligencia del Señor Don José de la Torre, dignísimo Ministro de su Majestad en esta Real Audiencia de Asturias, la cual es como se sigue, copiada al pie de la letra.
3. «En el Lugar de Liérganes, de la Junta de Cudeyo, Arzobispado de Burgos, distante dos leguas de la Villa de Santander hacia el Sudeste, vivían Francisco de la Vega, y María del Casar su mujer, vecinos de dicho Lugar, los cuales tuvieron en su matrimonio cuatro hijos, llamados Don Tomás (que fue Sacerdote), Francisco, José, y Juan, que vive todavía, de edad de setenta y cuatro años.
4. Viuda dicha María del Casar, envió al referido hijo Francisco a la Villa de Bilbao a aprender el oficio de Carpintero, de edad de quince años, en cuyo ejercicio estuvo dos años, hasta que el de 1674, habiendo ido a bañarse la Víspera de San Juan con otros mozos a la Ría de dicha Villa, observaron éstos se fue nadando por ella abajo, dejando la ropa con la de los compañeros, y creyendo volvería, le estuvieron esperando, [275] hasta que la tardanza les hizo creer se había ahogado, y así lo participaron al Maestro, y éste a su Madre María del Casar, que lloró por muerto a dicho su hijo Francisco.
5. El año de 1679 se apareció a los Pescadores del mar de Cádiz, nadando sobre las aguas, y sumergiéndose en ellas a su voluntad, una figura de persona racional y que queriendo arrimársele, se les desapareció el primer día; pero dejándose ver de dichos Pescadores el siguiente, y experimentando la misma figura, y fuga, volvieron a tierra contando la novedad, que habiéndose divulgado, se aumentaron los deseos de saber lo que fuese, y fatigaron los discursos en hallar medios para lograrlo; y habiéndose valido de redes que circundasen a lo largo la figura, que se les presentaba, y de arrojarle pedazos de pan en el agua, observaron, que los tomaba, y comía, y que en seguimiento de ellos se fua acercando a uno de los barcos, que con el estrecho del cerco de las redes le pudo tomar, y traer a tierra; en donde habiendo contemplado éste, que se consideraba monstruo, le hallaron hombre racional en su formación, y partes; pero hablándole en diversas lenguas, en ninguna, y a nada respondía, no obstante haberle conjurado, por si le poseía algún espíritu maligno, en el Convento de San Francisco donde paró; pero nada bastó por entonces, y de allí a algunos días pronunció la palabra Liérganes; la que ignorada de los más, explicó un mozo de dicho Lugar, que se hallaba trabajando en la referida Ciudad de Cádiz, diciendo era su Lugar, que estaba situado en la parte arriba mencionada; y Don Domingo de la Cantolla, Secretario de la Suprema Inquisición, era del mismo lugar; con cuya noticia un sujeto, que le conocía, le escribió el caso; y Don Domingo le comunicó a sus parientes de Liérganes, por si acaso había sucedido allí alguna novedad, que se diese la mano con la de Cádiz. Respondiéronle, que nada había más, que haberse desaparecido en la Ría de Bilbao [276] el hijo de María del Casar, viuda de Francisco de la Vega, que se llamaba también Francisco, como su padre; pero que había años le tenían ya por muerto. Todo lo cual partició Don Domingo a su correspondiente de Cádiz, que lo hizo notorio en el referido Convento de San Francisco, donde se mantenía.
6. Estaba a la sazón en el expresado Convento de San Francisco un Religioso de dicha Orden, llamado Fray Juan Rosende, que había venido por aquel tiempo de Jerusalén, y andaba pidiendo por España limosna para aquellos Santos Lugares; y enterado de la parte donde caía Liérganes, y familiarizándose al mozo, que había aparecido en el mar, y discurriendo si acaso fuese de dicho Liérganes, según la relación de Cantolla, resolvió llevarle consigo en su postulación: que habiéndola rematado hacia la Costa de Santander, fue al expresado Lugar de Liérganes el año de 1680; y llegando al monte, que llaman la Dehesa, un cuarto de legua de dicho Pueblo, le dijo al mozo, que fuese delante guiando, quien lo ejecutó puntualmente, y fue derecho a la casa de dicha María del Casar; la que inmediatamente que le vio, le conoció, y abrazó, diciendo: Este es mi hijo Francisco, que perdí en Bilbao, y los hermanos Sacerdote, y seglar, que estaban allí, ejecutaron lo mismo con grande regocijo; pero el expresado Francisco ninguna novedad, ni demostración hizo más que si fuera un tronco.
7. Fr. Juan Rosende dejó este mozo en casa de su madre, en la que estuvo nueve años con el entendimiento turbado, de manera, que nada le inmutaba, ni tampoco hablaba más, que algunas veces las voces de tabaco, pan, vino, pero sin propósito. Si le preguntaban si lo quería, nada respondía; pero si se lo daban, lo tomaba, y comía con exceso por algunos días, mas después se le pasaban otros sin tomar alimento.
8. Si alguno le mandaba llevar algún papel de un lugar a otro, de los que sabía antes de irse, lo hacía [277] con gran puntualidad, dándole al sujeto a quien le encargaban, y conocía; y traía la respuesta, si se la daban, con cuidado; de manera, que parece entendía lo que se le decía; pero él por sí nada discurría.
9. En una ocasión, entre otras, que su sujeto de Liérganes le envió a Santander con papel para otro, siendo preciso pasar la Ría, que tiene más de una legua de ancho, y para eso embarcarse en el sitio de Pedreña, no hallándo allí barco, se echó al agua, y salió en el muelle de Santander, donde le vieron muchos mojado, y el papel que traía en la faldriquera, el que entregó puntualmente al sujeto a quien venía dirigido; el cual preguntándole, que cómo le había mojado, nada respondió, y volvió la respuesta a Liérganes con su regular puntualidad.
10. Era de estatura de seis pies, poco más, o menos; corpulencia correspondiente, y bien formado; el pelo rojo, corto; como si le empezara a nacer; el color blanco; las uñas tenía gastadas, como si estuvieran comidas de salitre. Andaba siempre descalzo. Si le daban vestido le ponía; si no, el mismo cuidado tenía de andar desnudo, que descalzo.
11. Si le daban de comer, tomaba, y comía todo lo que fuese; si no, tampoco lo pedía: de suerte, que parecía una cosa inanimada para discurrir, y animada para obedecer, y mudo para hablar, menos las palabras arriba expresadas, que pronunciaba tal vez, pero sin propósito, ni concierto; lo que puedo asegurar, por haberle conocido.
12. Cuando era muchacho tenía gran inclinación a pescar, y estar en el Río, que pasa por dicho Lugar de Liérganes, y era gran nadador. En dicha edad tenía las potencias regulares.
13. Todo lo que viene referido es la verdad del hecho, según relación de sus hermanos, el Sacerdote Don Tomás, y Juan, que vive; y todo lo que separe de este hecho es falso, como lo es el decir que tenía escamas [278] en el cuerpo, y que este prodigio procedió de una maldición que le echó su madre.
14. En esta disposición se mantuvo en casa de su madre, y en este País el expresado mozo Francisco de la Vega por espacio de nueve años, poco más, o menos, y después se desapareció, sin que se haya sabido más de él; aunque dicen, que poco después le vio en un Puerto de Asturias un hombre de la vecindad de Liérganes; pero carece de fundamento.»
§. II
15. Hasta aquí la relación remitida por el señor Marqués de Valbuena, la cual poco después fue confirmada en un todo por Don Gaspar Melchor de la Riba Aguero, Caballero del Hábito de Santiago, vecino del Lugar de Gajano, distante de Liérganes cosa de media legua, en respuesta a su yerno Don Diego Antonio de la Gándara Velarde, residente en esta Ciudad, que también me hizo el favor de solicitar el informe de aquel Caballero, el cual en su carta firma haber tenido algunas veces en su casa, y dado de comer al sujeto de esta historia. Así me la confirmó toda otro Caballero llamado Don Pedro Dionisio de Rubalcaba, natural del Lugar de Solares, próximo a Liérganes, que también trató muy de intento a nuestro Nadante; y a éste, en orden a la circunstancia de las escamas, debí la individuación, de que cuando llegó a Liérganes, tenía algunas sobre el espinazo, y como una cinta de ellas desde la nuez al estómago; pero a poco tiempo se le cayeron. Don Gaspar de la Riba dice en su Relación, que en algunas partes del cuerpo tenía el cutis áspero al modo de lija. Con estas dos últimas advertencia se concilia el aparente encuentro de las noticias en orden a las escamas. Los que le vieron en su arribo a Santander, pudieron afirmar con verdad, que las tenía, porque de hecho las tenía entonces; y los que le vieron después, afirmaron también con verdad, que no las tenía, porque ya se le habían caído. [279] También algunos equivocarían el cutis áspero de algunas partes de su cuerpo con piel escamosa.
16. Este prodigioso caso abre campo a algunas curiosas duda, y reflexiones, en cuya consideración, aunque la principal conjetura, que fundaremos en él, pertenece en parte a la materia del Discurso pasado, por lo alargarnos mucho en él, le hemos reservado para formar sobre él distinto Discurso.
§. III
17. Verdaderamente es cosa lastimosa, que nuestro Nadante hombre perdiese el uso de la razón, no solo mirándolo como fatalidad suya, más también como pérdida nuestra, y de todos los curiosos; pues si este hombre hubiese conservado el juicio, y con él la memoria, ¡cuántas noticias, en parte útiles, y en parte especiosas, nos daría, como fruto de sus marítimas peregrinaciones! ¡Cuántas cosas, ignoradas hasta ahora de todos los Naturalistas, pertenecientes a la errante República de los Peces, podríamos saber por él! Él solo podía haber exactamente averiguado su forma de criar, su modo de vivir, sus pastos, sus transmigraciones, y las guerras, o alianzas de especies distintas. ¡Qué bien explorados tendría los lechos de varios Mares, Océano nuevo dentro del mismo Océano, y fondo sin suelo, respecto de innumerables especulaciones filosóficas, ya por las plantas, que en él nacen, ya por las materias que en él se juntan, ya por las inmutaciones que en él reciben, ya por las fuentes, y ríos, que en él brotan, ya por las cavernas que reciben las mismas aguas marítimas, para transportarlas a lugares distantísimos, ya por otras mil cosas! Pero lo que más de cerca pica la curiosidad filosófica, y lo que solo por el mismo hombre podía saberse, son algunas circunstancias del mismo hecho: cómo se acomodó este hombre tan repentinamente a un género de vida en todo tan diverso del que en tierra había tenido: cómo se alimentaba en el Mar: si dormía algunos intervalos: hasta cuánto tiempo sufría la falta de [280] respiración: cómo se evadía de la voracidad de algunas bestias marinas, &c.
18. Si tuviésemos alguna seña positiva de que el caso había sido milagroso, por un camino, aunque no muy real, muy trillado, evadiríamos todas estas dificultades. Recurrir en los embarazos de la Filosofía al extraordinario poder de la Deidad, es hacer lo que Alejandro, cortar con el acero el nudo, que no puede desatar el discurso. La voz, que corrió por España, de que la infelicidad del pobre Francisco provino de una maldición de su madre, justificaría dicho recurso si fuese verdadera; pero aquella voz fue huja de la ignorancia de los límites hasta donde puede extenderse la naturaleza, y del común prurito de tocar a milagro en todo extraordinario acontecimiento. Todas las relaciones fidedignas, que con mi diligenicia, y la de mis Amigos he adquirido, están conformes en que no hubo tal maldición, ni otra circunstancia alguna por donde pueda colegirse que salió de los términos de natural el suceso.
§. IV
19. A la verdad las Historias (en cuanto yo he leído) no nos ofrecen caso parecido al nuestro, exceptuando uno solo, y aun ese no lo es sino en parte. Este es el de aquel Siciliano, llamado vulgarmente de los suyos Pesce Cola, (esto es, el Pez Nicolao) de quien dijimos noticia pasajera en el Tomo V, Disc. 6, num. 7, y ahora daremos más cumplida relación, por hacer tanto a nuestro propósito.
20. Este Nicolao, nacido de padres humildes en la Ciudad de Catania, por inclinación se dio mucho desde niño al ejercicio de nadar. El ejercicio le mostró, y al mismo tiempo aumentó la nativa habilidad que tenía para él; y la habilidad, e inclinación, acompañadas de la pobreza, fácilmente le indujeron a buscar en las aguas arbitrio para vivir. Hallóle en la pesca de Ostras, y de Coral. Continuando en esta especie de grangería, se habituó tanto al [281] agua, que ya vivía algo violento en la tierra. Domesticado con aquel feroz Elemento, igualmente se recreaba en sus serenidades, que despreicia sus fervores. Con la misma libertad navegaba el mar inquieto, que tranquilo. Apenas pez alguno con más osadía penetraba sus profundidos senos, o con más celeridad corría sus espaciosas campañas. Deidad del piélago le creería la gentílica superstición. Lo que al principio fue solo deleite, llegó a ser necesidad. El día que no entraba en el agua, sentía tal angustia, tal fatiga en el pecho, que no podía sosegar. Servía frecuentemente de Correo marítimo de unos Puertos a otros, o del Continente a las Islas, haciéndose necesario, cuando el mar estaba proceloso, que no se atrevían con él los Marineros. Su continuación en cruzar todos aquellos mares le hizo conocido de cuantos por profesión ejercitaban la Náutica sobre las costas de Sicilia, y de Nápoles. No se contentaba con las orillas; comúnmente se engolfaba en mucha altura, donde tal vez pasaba diás enteros. Cuando veía transitar algún Bajel, aunque fuese a larga distancia, con velocísimo curso se arrojaba en su seguimiento, hasta abordarle: entraba en él, comía, y bebía lo que le daban; ofrecíase humana, y cortesanamente a llevar noticias de los navegantes a cualesquiera Puertos, y lo ejecutaba con puntualidad. De allí partía a diferentes orillas a noticiar en una a los padres, en otra a la mujer, e hijos, en otra a los amigos, en otra a los dependientes de éste, de aquel, y del otro navegante, todo lo que estos le encargaban. Conducía asimismo cualesquiera cartas, para lo cual andaba prevenido con una bolsa de cuero bien guarnecida, y ajustada, para que no le mojasen.
21. Así vivía este racional Anfibio, hasta que su desdicha le hizo víctima de Neptuno, a quien adoraba. El Rey Federico de Nápoles, o por hacer una prueba relevante de la extraña habilidad de Nicolao, o por una curiosidad filosófica de saber la disposición del suelo del mar, en el sitio donde está aquel violentísimo remolino de las aguas, a quien la Antigüedad llamó Caribdis, situado cerca del [282] Cabo de Faro, le mandó bajar a aquella cavernosa profundidad. Difucultando Nicolao la ejecución, como quien conocía el monstruoso tamaño del riesgo, arrojó el Rey en el sitio una copa de oro, diciéndole, que era suya, como la sacase de aquel abismo. La codicia excitó la audacia. Arrojóse a la horrorosa profundidad, de donde después de pasados cerca de tres cuartos de hora (que todo ese tiempo fue menester para buscar la copa en el marítimo laberinto) salió arriba con ella en la mano. Informó al Rey de la disposición de aquellas cavernas, y de varios monstruos acuátiles, que se anidaban en ellas; en que acaso excedería algo de la verdad, estando cierto de que ningún testigo de vista le había de convencer de la mentira. O fuese que el rey desease relación más individual de todas las particularidades, o que Federico fuese uno de los muchos Príncipes, que fastidiados ya de los placeres comunes, solo encuentran lisonja sensible al gusto, cuando la habilidad del que los divierte viene sazonada con su peligro, procuró empeñar a Nicolao a nuevo examen, y hallándole mucho más resitente, que a la primera vez, porque había palpado la enormidad del riesgo, aún mucho mayor del que antes había concedido, no solo arrojó al agua otra copa de oro; mas también le mostró una bolsa llena de monedas del mismo metal, asegurándole, que si recobraba la segunda copa, sería dueño de ella, y del bolsillo. La desordenada ansia del oro, que para tantos mortales ha sido fatal, lo fue también para el pobre Nicolao. Resuelto se tiró a la segunda presa; pero fue para no volver jamás, ni muerto, ni vivo, muerte y sepultura encontró en una de aquellas intrincadas cavernas, quedando dudoso si se metió incautamente en alguna estrechez donde no pudo manejarse; o si habiendo penetrado a algún enredoso seno, no acertó con la salida; o si en fin fue apresado por alguna de las bestias marinas, que él mismo había dicho habitaban aquellas grutas.
22. Este suceso concuerda con el nuestro en mucho de lo que éste tiene de admirable, aunque no en todo. En [283] uno, y otro se ve una violentísima pasión por la vida acuátil, una fuerza, y habilidad extraordinaria para el ejercicio del nado; y en fin, la natural maravilla de pasar muchas horas sin el uso de la respiración. En nuestro caso se añade probablemente la falta de sueño, y ciertamente la privación de juicio. Discurriremos sobre todos estos capítulos.
§. V
23. El primero apenas ofrece sobre qué dificultar. La pasión por el ejercicio de nadar, en los que han empezado a practicarle, es comunísima: en algunos violenta, y mucho más en aquellos que reconocen en sí mismos especial habilidad para dicho ejercicio:
Illis in ponto jucundum est quaerere pontum,
Corpora qui mergunt undis, ipsumque sub antris
Nerea, & aequoreas conantur visere Nymphas.
Manl. lib. 5
24. Es regla general, que cada uno ejerce con más deleite aquel Arte, para el cual se siente con más facilidad, y destreza, como ya notamos en otra parte, citando aquella sentencia de Barclayo: Unumquodque animal, eo in quo potissimum valet: maxime delectatur. Yo nunca he nadado, ni aprendido a nadar. Con todo acá se me representa vivamente, que ese ejercicio es sumamente delectable para los que son ventajosos en él. La razón también lo muestra, pues siendo una diversión tan arriesgada, no la frecuentarían tanto los hábiles en ella, si el deleite no fuese mucho.
§. VI
25. La fuerza, y habilidad de nuestros dos Nadadores, aunque extraordinaria, no tiene mucho de admirable, supuesto su mucho ejercicio. Alejandro de Alejandro refiere de otro nadador Napolitano, a quien él mismo conoció, el cual con movimiento continuado corría [284] el espacio de seis millas, que hay entre la Isla Enaria, y la Prochita en el Golfo de Nápoles, y tal vez fue, y volvió en el mismo día. Esto será increíble a algunos; pero es fácil hacérselo creíble, solo con representárseles una cosa, que ellos ciertamente creen; esto es, que un hombre por robusto que sea, si pasa una vida quietísima, y sin ejercicio alguno, más que algunos pasos dentro de su casa, cuando llege el caso de determinarse a un paseo largo, apenas puede andar un cuarto de legua sin gradísima fatiga: y al contrario, otro mucho menos robusto, pero muy ejercitado en andar a pie, camina seis, y ocho leguas de una tirada sin incomodarse mucho. Considérese ahora, que el ejercicio de los nadadores ordinarios viene a ser casi ninguno, respecto de aquel que tiene uno, que dominado de una violenta pasión goza de la diversión del nado todos los días, y todos los ratos que puede, y quiere. Así es verosímil, que aunque aquellos no puedan navegar sin interrupción más que cincuenta, o sesenta brazas de agua, éste pueda discurrir hasta seis, o siete millas. Añádese, que acaso los nadadores insignes, de que hablamos, eran dotados de gran robustez nativa para todo género de trabajo corpóreo, lo que concurriendo con su mucho ejercicio, era capaz de hacerlos en la facilidad, y perseverancia de romper las aguas casi a los Delfines.
§. VII
26. El capítulo de la falta de respiración es más difícil. No obstante, sobre este punto remitimos el Lector a lo que hemos escrito Tomo V, Disc. VI, n. 7, y 8, donde verá cómo en varios casos, y por diferentes causas pueden los hombres vivir considerable tiempo sin respirar. Allí dijimos debajo de la autoridad de Galeno, que la causa por que en los gravísimos afectos histéricos están las mujeres mucho tiempo sin respirar, es, porque durante aquella especie de dolencia, tienen el corazón muy refrigerado. Es el caso, que en la sentencia de Galeno, y común entre sus Sectarios, la respiración no es necesaria [285] en la vida de los animales para otra cosa, que para templar el nimio ardor del corazón, y la sangre. En esta opinión se puede entender bien, que los que se habituan a vivir en el agua, como los peces por naturaleza, y los Buzos por oficio, no necesiten de respirar tan frecuentemente, como los demás animales. El agua les refrigera el corazón, y la sangre, con lo que se suple la falta del aire.
27. No ignoro que la sentencia Galénica padece graves dificultades, y que hoy es más plausible la que constituye necesaria la respiración, porque el nitro aéreo, o espíritu nitroso, que reside en el aire, conserve en su fluxibilidad, y movimiento la sangre, la cual sin el socorro de este espíritu animoso, o animante, dicen los autores de esta sentencia, se coagularía. El doctísimo Martinez, que en su Anatomía Completa sigue, y esfuerza copiosamente esta opinión, explica, según sus principios, cómo los Buzos, y mucho más los peces, carecen de la necesidad de la frecuente respiración. Fuera de que, discurriendo por otro camino del que sigue este Autor, se podría sin violencia conjeturar, que en el sal marino, o aguas del mar hay otro espíritu equivalente al nitroso aéreo, y que sirve de quid pro quo de aquel a los peces, y hombres, que frecuentan mucho el piélago, para el efecto de impedir la coagulación de la sangre. Así que en todas sentencias se puede explicar filosóficamente la particularidad de nuestros dos grandes Nadadores en pasar mucho tiempo sin el uso de la respiración.
28. Pero valga la verdad. La opinión moderna del uso de la respiración se funda en bien falibles conjeturas, y, nada menos que la antigua, es combatida de graves dificultades. Algunas particularidades, que me ocurren, propondré al Doctor Martínez, no como quien le impugna con satisfacción, sino como quien le consulta con reverencia; que a hombre tan grande solo se puede argüir debajo de esta salva. Este espíritu nitroso aéreo es en su sentencia tan sutil, que puede penetrar las más duras substancias (pág. 332); de donde infiere: Luego más fácilmente penetrará las blandas [286] membranas del pulmón, y vasos capilares suyos, &c. Y yo de aquel antecedente infiero estotra consecuencia: Luego más fácilmente penetrará los poros del cutis, y de arterias, y venas hasta comunicarse a la masa sanguinaria; por consiguiente, para que el nitro aéreo se comunique a la sangre, y haga en ella el efecto expresado, u otro cualquiera, no es necesaria la respiración, y así podrán todos los animales vivir sin ella. Infiero también, que, en caso que se quiera decir, que no basta en nitro aéreo, que entra por los poros, antes se necesita mayor copia, y para lograrla es precisa la respiración, será menor esta necesidad en tiempo caluroso, que en el frío. La razón es, porque entonces están los poros más abiertos, por consiguiente entra por ellos mayor cantidad de nitro aéreo; luego será entonces menos necesaria, o menos frecuente la respiración. Pero la experiencia muestra diametralmente lo opuesto, pues cuanto es mayor el calor, sentimos mayor necesidad de respirar, y respiramos con más frecuencia. Mas cuando se halle algún arbitrio para sostener que el nitro aéreo, no obstante su gran sutileza, no puede introducirse por los poros del ámbito del cuerpo, se seguirá por lo menos, que un hombre a quien se haga alguna, o algunas llagas, y las conserve expuestas al ambiente, no necesitará de respiración. La razón es clara, porque en las llagas encuentra el nitro aéreo abiertos los vasos sangüinarios; por consiguiente se entrará por ellos como por su casa a comunicarse a la sangre, y en mucho mayor copia, que se comunica por la respiración, cuanto va de entrarse por unas puertas abiertas de par en par, a transcolarse por unos angostísimos resquicios, cuales son los poros de las membranas del pulmón. La hilación parece indefectible. Con todo, no creo, que hombre alguno me conceda, que un llagado en la forma dicha pueda parar sin respirar.
29. Finalmente en algunos afectos, en que la sangre se sutiliza demasiado, de los cuales yo he visto uno bien singular en este Colegio en el P. Fr. N. de Cuebas, Hijo del [287] Monasterio de San Benito de Sahagún, al cual se le liquidó la sangre de modo, que no solo se le derramaba por boca, narices, oídos, vía anterior, y posterior; mas aun se le vertía por el ámbito del cuerpo dividida en varias goticas, que asomaban al cutis, y por mi dictamen fue socorrido con todo género de refrigerantes, hasta aplicarle copia de nieve por afuera en varias partes del cuerpo; digo, que en tales afectos sería, no solo inútil, mas nociva la respiración, pues por medio del nitro aéreo licuaría más la sangre, lo cual sería agravar el afecto. No necesitándose, pues, entonces dicho nitro para hacer fluxible la sangre, cuando ella lo está ya más de lo que conviene, cesaría la respiración totalmente, porque la naturaleza, que evita cuidadosamente toda superfluidad, cesando en fin, cesa en la operación. Pero ni en el afecto, que he dicho, cesó la respiración al enfermo, ni pienso que cesará en otro alguno de esta clase.
30. Mas sea lo que fuere del fin, que hace necesaria la respiración (lo que para mi inteligencia es uno de los misterios, que tiene reservados en su profundo seno la naturaleza), para nuestro propósito bástanos saber, que el uso de ella no es tan absolutamente indispensable, que no falte bastante tiempo en algunos sujetos, estados, y circunstancias. No respiran, o respiran poquísimo, como ya hemos notado, las mujeres en los extraordinarios afectos histéricos. Lo mismo, como advertimos en el citado Discurso VI del Tomo V, sucede en otros graves afectos, comunes a ambos sexos. No respiran los infantes en el claustro materno, ni aun después que salen de él, mientras están envueltos en las secundinas. De aquí se infiere con evidencia, que hay en el tesoro de la naturaleza algunos suplementos de la respiración. ¿Quien podrá asegurar, que algunos hombres de temperamento extraordinario no tengan en él uno de esos suplementos?
31. Pero el ejemplo, que nos hace más al caso, por ser idéntico, es el de los Buzos. En estos hay mucho más, y menos; y entiendo, que el más, y menos por lo común [288] depende precisamente del mayor, y menor uso; o a lo menos el uso hace en esto muchísimo. Los Buzos Orientales, que viven de la pesca de las Perlas, son los que más tiempo continuado están debajo del agua. Se dice, que hay entre ellos quienes resisten la sumersión más de una hora, y aun hasta dos. Esto mal se puede atribuir al temperamento, que influye el clima; pues debajo de climas muy distintos, y muy distantes, hay en el Asia pesquerías de Perlas. Así el exceso de aquellos Buzos sobre los Europeos solo se puede verosímilmente discurrir que proviene del mayor uso de la sumersión, porque aquellos la están ejercitando continuamente, y éstos solo en tal cual accidente, o por lo menos con mucho menor frecuencia.
32. Pero en esto mismo hay cabimiento a dos distintos discursos. El primero, que el frecuentado comercio de las aguas haga en su temperamento alguna inmutación considerable, por la cual no necesitan de respirar continuadamente: el segundo, que el mismo ejercicio repetido de contener la respiración los vaya habilitando más, y más sucesivamente para contenerla por más largo tiempo. Es bien verosímil, que uno, y otro principio concurren. Por el primero hay una fundadísima conjetura filosófica. En el Discurso pasado vimos como se han hallado animales marinos totalmente semejantes al hombre en la organización sensible; por consiguiente dotados de los mismos instrumentos de la organización: luego el que aquellos pasasen largos intervalos sin respirar, como era preciso, siendo continuos habitadores del piélago, se debe atribuir a un género de temperamento, que influyen las aguas, y por eso es común el sufrir la falta de respiración, o pasar con poca respiración todos los peces. Por el segundo está un experimento del famoso Boyle. Este célebre Físico, habiendo metido víboras, y otros animalejos en la Máquina Neumática, fue extrayendo el aire hasta el punto de verlos agonizar por la falta de respiración. Aflojó luego la llave, y dejó entrar el aire hasta que se recobraron perfectamente. De allí a poco volvió a extraer el aire; y midiendo el tiempo con una péndula, halló que esta segunda vez resistían por algo más largo espacio la falta del aire. Repitió tercera vez el mismo experimento, y en ella vio que sufrían el defecto de respiración aun algo más tiempo que en la segunda. Esta experiencia muestra invenciblemente, que el ejercicio de contener la respiración va disponiendo al sujeto para tolerar su falta por más, y más tiempo, a proporción de lo que se repita el ejercicio.
{(a) 1. En las Memorias de Trevoux del mes de Julio de 1703, sobre noticia remitida en Madrid, se refiere, que en esta Corte estaba en aquel tiempo un Religioso Calabrés, el cual afirmaba de tener la propiedad de los animales Anfibios de poder estar mucho tiempo debajo del agua, y que en efecto el Rey presentó un papel, en el cual se ofreció a mantenerse sepultado en ella por espacio de cuarenta y ocho horas. El que escribió aquella noticia a los Autores de las memorias dice, que aún no se había hecho la experiencia; ni yo de ella he tenido alguna noticia, ni aun del ofrecimiento del Calabrés tuve otra, que la que se da en dichas Memorias.
2. En el primer Tomo de las Observaciones Curiosas sobre todas las partes de la Física, pág. 222, citando al Diario de los Sabios, se cuenta de un Sueco, que estuvo dieciséis horas continuas debajo del agua. Si estos hechos son verdaderos, bastan para remover la dificultad principal, que algunos encuentran en la Historia del hombre de Liérganes.}
§. VIII
33. Hasta aquí hemos discurrido sobre lo que fue común a los dos nadadores Español, y Siciliano. Ahora entran las particularidades del Español. El nadador Siciliano ordinariamente pasaba las noches en tierra, donde reposaba como los demás hombres. El Español continuadamente por espacio de cuatro, o cinco años, habitó las olas, donde no parece podía gozar el beneficio del sueño.
34. Aristóteles en el libro que escribió de Somno, & Vigilia, afirma, que ningún animal puede vivir sin sueño, o, lo que es lo mismo, estar perpetuamente velando. Pero deja en alguna duda, si la generalidad de la exclusiva mira a las especies solamente, o también a los individuos: [290] esto es, si solo quiere decir, que no hay especie alguna de animales, a quien no sea natural el sueño, o si se extiende a afirmar, que ningún individuo animal, de cualquier especie que sea, puede pasar en perpetua vigilia. Mas prescindiendo de esto, el que algunos hombres, por cierta intemperie del cerebro, pasaron mucho tiempo sin dormir, lo testifican varias Historias. Séneca refiere, que Mecenas estuvo sin dormir tres años continuos. Fernelio cuenta de un delirante, a quien duró la vigilia cuatro meses. Y Juan Heurnio, Médico de Leiden, de otro, que sin delirio pasó sin sueño alguno diez años.
{(a) Por un ilustre Personaje de la Corte tengo noticia de un famoso ejemplar en orden a vivir sin el subsidio del sueño. Don Antonio González Brecianos, natural de Madrid, Contador del Cargo de Juros, sujeto que se conservó muy robusto, aun cerca de la edad octogenaria, no durmió, o durmió muy poco en toda su vida. Solo en su mayor senectud se transportaba por el corto espacio de un minuto, poco más, o menos; pero de modo, que aun aquel breve reposo mas tenía de vigilia, que de sueño, pues percibía cualquiera palabra, que se le hablase en voz baja. Se me ha asegurado por el mismo ilustre Personaje, que éste fue un hecho muy notorio en toda la Corte.}
35. Supuesta la verdad de estas Historias, no tiene dificultad alguna que nuestro Francisco de la Vega estuviese sin dormir los cuatro, o cinco años, que habitó el mar. La intemperie, que padeció su cerebro, fue, sin duda, grande, pues le desordenó tan extraordinariamente el juicio. ¿Qué hay que admirar, pues, que velase continuados cuatro o cinco años?
36. Esto es salvar el hecho por la parte que parece más difícil; pues si se quiere decir, que en ese mismo tiempo tomaba algunas horas de sueño en no muy distantes intervalos, no hay en ello tropiezo alguno. ¿Quién le quitaba retirarse algunas noches a esta, o aquella orilla despoblada de tantas como baña el mar, y reposar en ella las horas que necesitase? Acaso podría dormir también en el mismo lecho del mar. Aristóteles en el lugar citado arriba, donde constituye el sueño por necesario a todos los animales, expresamente comprehende en esta regla universal [291] a los peces, y alega sobre ella su propia observación: Pisces enim omnes, atque adeo, qui Molles appellantur, dormire observavimus. Debe suponerse, que para esto no se retiran a las riberas, ni se colocan sobre los escollos, que están dominantes sobre las aguas; sino que en el mismo suelo del mar reposan. ¿Por qué no podría hacer lo mismo quien estaba habituado a vivir en el mismo elemento que los peces? Plinio se nos opondrá, alegando, que no se puede dormir sin respirar: Quis enim sine respiratione sumno locus? dice lib. 9, cap. 7. Ni hay que reconvenirle con que él mismo concede, que los peces duermen: pues también afirma, que respiran aun colados debajo del agua, insinuando con bastante claridad la doctrina misma, que hemos dado Tomo V, Discurso IX, Paradoja VIII. Esta respiración, que los peces sumergidos logran, es claro, que no la podía gozar nuestro Nadante, por carecer de los intrumentos, que para ella tienen los peces. Véase el lugar citado de nuestro quinto Tomo. Pero a la verdad no veo yo, que conexión tenga la respiración con el sueño, ni por qué un hombre, que puede estar en el fondo del mar dos horas sin respirar, no pueda también sin respirar dormir allí otro tanto tiempo. Los Filósofos que inquieren, cuál sea la causa próxima del sueño (punto muy difícil, y en que hay harta variedad de opiniones), no se acuerdan jamás de la respiración, ni como principio, ni como condición. Digo, que en ninguna de las opiniones, que hay sobre esta materia, entra de algún modo en cuenta la respiración. Luego es manifiesto, que ningún Filósofo percibió conexión alguna en ella, y el sueño. Ni la autoridad de Plinio por sí sola nos precisa a creer, que la hay.
37. Acaso nos opondría alguno la experiencia de que cuando dormimos respiramos más fuertemente, lo que con evidencia muestra, que entonces se inspira, y expira mayor copia de aire; y de aquí pretenderá inferir, que hay mayor necesidad de respirar, o necesidad de respirar más en el sueño, que en la vigilia. Pero respondo, que el consiguiente [292] no se infiere. Es verdad, que en cada respiración se inspira, y expira mayor copia de aire en el sueño, que en la vigilia; pero esto se compensa, con que en la vigilia es mucho más frecuente la respiración, que en el sueño; de modo que velando se ejercitan dos respiraciones en el espacio de tiempo, que durmiendo se ejercita una; o muy poco menos.
§. IX
38. Llegamos ya al capítulo de la privación de juicio, en que no debemos detenernos por lo que mira al accidente, tomado en general, el cual vemos arribar a innumerables hombres, y por diferentísimas causas. Lo que tiene de particular en nuestro caso es bastantemente notable; esto es, la complicación de estragarse, enteramente las facultades mentales para unas acciones, quedando sin lesión para otras. Este hombre obedecía con puntualidad, y acierto lo que le ordenaban, padeciendo al mismo tiempo una fatuidad, que llegaba a insensatez para todo lo que era obrar por dirección propia. En la memoria no había menos complicació, que en el entendimiento. Acordábase de los Lugares, de los caminos, de las personas que había comunicado antes, y estaba olvidado de lo que era mucho más difícil olvidar; esto es, del uso de las voces, y de solicitar aun por señas los alimentos necesarios para su conservación: cosa que tienen presente aun los brutos más estúpidos, y para que basta aquella razón inferior, que conocemos en ellos, y que llaman Instinto los Filósofos vulgares.
39. Pero en la realidad no es esto tan particular, como parece a primera vista. La parcial lesión del juicio se experimenta en algunos de aquellos locos, que los Médicos llaman melancólicos, y comúnmente decimos maniáticos, los cuales razonan cabalmente en unas materias, y desbarran con suma extravagancia en otras. De la lesión parcial de la memoria también hay tal cual ejemplo, aunque mucho más raro. Plinio (lib. 7, cap. 24) refiere de uno, [293] que herido de una piedra en la cabeza, se olvidó de las letras del Alfabeto, conservando la memoria de todo lo demás, como antes. Materia es esta digna de filosofar algo sobre ella, ya por la extrema dificultad, que luego se representa, en averiguar en qué consista una complicación tan rara de memoria, y olvido, ya porque no sé que Filósofo alguno haya tocado hasta ahora este punto.
40. Si contemplásemos el cerebro, o aquella parte del cerebro, donde se ejerce la facultad memorativa, como un complejo de varios senos, en los cuales están distribuídas las imágenes de los objetos, fácilmente se comprendería, cómo por varios accidentes se pierda la memoria de unos, quedando entera la de otros. Podría (pongo por ejemplo) el golpe de una piedra, o una caída, herir la cabeza en tal parte, o con tal dirección, que desbaratase precisamente el seno donde está colocada la imagen de tal objeto; por cosigiente se perdería de la memoria de ese objeto, sin borrarse la de otros. En efecto así conciben muchos que se hace el depósito de las especies en la memoria. Yo concederé fácilmente, que esta explicación no es muy puntual (¿y cómo en materia tan incomprensible se puede dar alguna que lo sea?); pero la tengo por verdadera en cuanto al punto substancial de colocar las especies divididas entre sí en el cerebro, y eso basta para nuestro propósito.
41. Discurro así: Esas especies, o imágenes, o son corpóreas, o espirituales. Si corpóreas, o substancias, o accidentes: cualquiera cosa que se diga, no pueden estar dos colocadas en un mismo lugar. No siendo substancias, porque eso no puede ser sin penetración de una con otra, y la penetración de dos cuerpos es naturalmente imposible. Tampoco siendo accidentes, porque esos accidentes solo se pueden distinguir numéricamente, pues aunque representen diferentes objetos, convienen específica, y esencialmente en el modo de la representación, como por la misma razón las especies que sirven a la potencia visiva, aunque relativas a diversísimos objetos, todas son de una [294] misma especie. No pueden, pues, esos accidentes estar en una misma parte del cerebro, porque es regla común de los Filósofos, que dos accidentes, solo numéricamente distintos, no pueden informar un mismo sujeto. Si esas imágenes son espirituales, venimos a parar en la misma consecuencia, pues necesariamente son accidentes, y accidentes de una misma especie, por la razón alegada.
42. Supuesta la división de las imágenes en distintas partes del órgano, se entiende bien, que algún accidente borre tal vez las unas, dejando enteras las otras. Si un golpe, una contusión, o una intemperie estraga precisamente una parte del órgano, borrará precisamente la imagen, o imágenes, que están estampadas en ella. Así como el que rompe, o deshace parte de un lienzo, donde están dibujadas varias imágenes, solo estraga aquellas que corresponderían a la parte de lienzo que se deshizo.
43. Si alguno dificultare sobre que tanta multitud de imágenes pueda con división de unas a otras estamparse en el corto espacio, que sirve a la memoria, haga reflexión sobre que en mucho más corto espacio sucede lo mismo respecto de la potencia visiva. El que de una eminencia vecina registra un Ejército de doscientos mil hombres en el fondo de la pupila de cada ojo recibe doscientas mil imágenes colocadas cada una en su lugar; y si en torno del Ejército estuviere la caída de un monte poblada de doscientos mil árboles, otras doscientas mil imágenes de ellos recibirá, estampadas todas en el mismo fondo de la pupila, con distinción entre sí, y de las primeras.
§. X
44. Volviendo de las especulaciones filosóficas a la substancia del hecho sobre que caen; en orden a una cosa, que dejada al discurso me parece problemática; desearía yo más puntuales noticias. En la Relación arriba inserta se dice, que nuestro hombre, antes de su vida náutica, gozaba el uso regular de las facultades mentales. Y como quiera que esto sea verdad, tomando el tiempo [295] antecedente con alguna amplitud, parece difícil, que cuando se arrojó al agua en la ribera de Bilbao para no volver a tierra, no tuviese ya el juicio depravado: porque ¿cómo es creíble que un hombre que estaba en sí, se resolviese a tomar habitualmente un modo de vivir tan extraño a aquel en que había sido educado, y por consiguiente tan violento? ¿Es posible, que quien tiene el juicio sano se determine a pasar sin vestido, sin lecho, sin comercio alguno con todos los demás hombres, a alimentarse sólo de peces crudos, y eso con mil peligros, que a la consideración se ofrecen en los encuentros con varias bestias marinas?
45. Si en efecto tenía ya perdido el juicio, cuando formó la resolución de vivir en el agua, me imagino, que su locura era de aquella especie, que los Griegos llamaron, y hoy llaman también los Latinos Lycanthropia, que consiste en una especial lesión de la imaginativa, por la cual, los que la padecen, se juzgan convertidos en alguna especie de brutos. La voz Lycanthropia primariamente se instituyó para significar aquella especial perturbación del juicio, por la cual los hombres se imaginan convertidos en Lobos, por ser ésta la más frecuente; y compónese de las dos voces Griegas, Lycos, y Anthropos, la primera, que significa Lobo, y la segunda Hombre; pero después se hizo como genérica la voz, para significar la imaginada mutación en cualquiera especie bruta. Los que padecen tan extraña demencia, en todo procuran imitar las acciones, y modo de vivir de aquellos brutos, en cuya especie su juzgan comprehendidos. Los que se imaginan Lobos, se retiran a los montes, persiguen los ganados, matan las reses, y las comen crudas. Los que se creen Perros (cuya pasión es llamada Cynanthropia) ladran como ellos, se ponen a las puertas de las casas, se tiran con ansia a los huesos, &c. Digo que razonablemente se puede conjeturar, que si nuestro hombre estaba loco, cuando se determinó a la vida acuátil, padecía esta especie de dolencia; esto es, que imaginándose pez, se resolvió a vivir como tal. [296] No me acuerdo en qué Autor leí de uno que se imaginaba anguila.
46. Mas por otra parte, si este hombre, antes de tirarse al mar padeciese tal especie de locura, u otra cualquiera, capaz de precipitarle en tan extravagante desatino, no se omitiría una circunstancia tan esencial en las relaciones, que hemos adquirido, las cuales, bien lejos de eso, están conformes en la integridad de su juicio en todo el tiempo antecedente a la fatal determinación, sin excepción, o limitación alguna. Ni a esto se puede satisfacer, diciendo, que las relaciones vinieron de su tierra, donde pudo ignorarse, si en los dos últimos años conservó el juicio, porque en ese tiempo no estuvo en su tierra, sino en Bilbao, aprendiendo el oficio de Carpintero. No satisface, digo, esta respuesta, porque no es creíble, que el Maestro con quien aprendía, no diese noticia a la madre, y hermanos de Francisco de la funesta novedad de haber éste perdido el juicio, si en realidad le hubiese perdido; y aun cuando esta novedad acaeciese uno, o dos días antes de arrojarse al agua; cuando se le dio a la madre aviso de su creída muerte, se la daría también de la causa de ella, que era la pérdida del juicio. Esto es tan natural, que no puede ponerse duda en ello. Añádese, que si el Maestro, y compañeros de Francisco hubiesen advertido que estaba loco, le observarían con más cautela, ni aun le permitirían apartarse de la orilla. Discurrir, que en el mismo acto de bañarse, se le pervirtió la razón sería extender la conjetura hasta los últimos términos de la posibilidad.
47. Así tengo por mucho más probable, que en el discurso de tiempo que vivió en el mar, se le fue sucesivamente estragando la razón. En esto pudieron influir varios comprincipios. En primer lugar el continuo contacto del agua marina es natural indujese alguna grave intemperie en su cerebro, que le dejase inútil para las operaciones racionales. En la agua marina hay que considerar tres distintas substancias: la primera es, la agua misma, o lo [297] que es puramente agua: la segunda el sal, que está mezclado con ella: la tercera es otra substancia bituminosa, o sulfúrea, que es lo que principalmente la hace insalubre, y fétida. Así no está en la sal, como comúnmente se piensa, la dificultad de hacer potable el agua del mar, pues la sal sin dificultad, y con varios medios se separa de ella; sino en estotra substancia bituminosa, cuyas partículas están tan enredadas en las del agua, que hasta ahora no se halló modo de separarlas enteramente; y haría un gran benficio al mundo el que descubriese secreto para lograrlo. Todos estos tres principios, de que consta la agua marina, pudieron inducir la intemperie dicha, o por lo menos alguno de ellos; especialmente el tercero, como más extraño al hombre, pues el sal, y el agua no son forasteros de nuestro uso.
48. En segundo lugar el alimento de peces crudos. No es dudable, que hay alimentos nocivos al cerebro, y algunos tanto, que descomponen el juicio. Comer una, u otra vez peces crudos, es cierto que no llega a causar tanto daño; pero nada tiene de inverosímil, que le cause su continuo uso. Y cuando esto no, ¿quién quita que haya alguna especie de peces, que haga este efecto, y que a nuestro navegante obligase, o la necesidad, o la casualidad a comer algunas veces los de esa especie?
49. En tercer lugar la separación de comercio con todos los racionales. No hay facultad en el hombre, que no se habilite más con el ejercicio, y que no se entorpezca por la falta de él. La acción de discurrir es el algo fatigante, como cualquiera puede experimentar en sí mismo. Así, si se hace reflexión sobre ello, se hallará, que apenas nos ponemos jamás a discurrir, sino movidos de alguna especie de necesidad, o de interés. El preciso comercio con los demás hombres nos obliga a discurrir, no solo cuando tratamos con ellos, mas también en los intervalos, que no tratamos, para obrar, y hablar con acierto, cuando llege la ocasión de tratar; con acierto digo, según los fines que cada uno tiene. Así me imagino, que uno [298] que se resolviese a vivir siempre separado de toda sociedad humana, ejercitaría poquísimo el discurso. El discurrir le costaría alguna fatiga, y nadie se fatiga sin el atractivo de alguna conveniencia. Cuando más, ocuparía la razón en aquello poco en que ocupa la suya, tal cual ella es, un bruto montaraz; esto es, en procurarse el alimento para su conservación; y si ese le tuviese siempre a mano, como nuestro hombre en los peces, u otro que habitase las selvas en frutas silvestres, ni aun eso la ocuparía. Así dicho solitario, entregando totalmente al ocio la facultad discursiva, solo daría ocupación a la imaginativa, a quien soltaría la rienda, para que errante, sin orden, sin concierto, sin designio, vaguease por todos los objetos, que le presentase la casualidad, porque en esto no se siente fatiga alguna. De este ejercicio de la imaginación, y ocio del discurso, continuados por mucho tiempo, es natural resulte una extraña confusión de ideas, que sirva de grande embarazo al uso de la razón, y que con dificultad se borre. Es verdad, que esta causa sola no bastaría para la demencia, de que tratamos; pues a depender únicamente de ese principio, poco a poco con el nuevo comercio con los racionales se iría restituyendo a su estado natural el discurso; y consta, que nuestro hombre, los nueve años que después estuvo en tierra, siempre se mantuvo en el mismo estado de perturbación. Así se debe creer, que juntamente con este principio concurrieron los antecedentemente expresados, o por lo menos alguno de ellos.
50. A la dificultad propuesta arriba, de que no parece creíble, que un hombre, teniendo aun entero el uso del jucicio, tomase una resolución tan extraña, solo se hallará embarazado para responder quien no comprehenda cuán violentas son algunas pasiones en los hombres. ¡Cuántos, conociendo que las inmoderadas fatigas de la caza les abrevian la vida, fuera de las fatales casualidades a que ese ejercicio los expone, atropellan el resto, y padecen el daño por no perder el deleite! ¡Cuántos insisten en el galanteo, que a cada paso les presenta un peligro! ¡Cuántos, [299] por lograr en la guerra el vano humo del aplauso, hacen, no una, sino muchas veces, frente a nublados de fulminado plomo! Así, suponiendo en nuestro hombre una violentísima pasión por la vida acuátil, lo que es muy conforme a las noticias que tenemos, nada muestra de inverosímil, que antes de perder el uso de la razón se resolviese a vivir siempre en compañía de los peces. Debemos suponer también, que probó antes muy bien sus fuerzas para ese modo de vivir: que con la oportunidad de estar a la margen de una Ría, se ejercitaría mucho en el nado: que tentaría hasta cuándo podía sufrir la falta de respiración, o de sueño, y echaría sus cómputos sobre los intervalos, que le concedería la vida acuátil, para gozar uno, y otro beneficio, fundado todo en las experiencias hechas. Es también probabilísimo, que se ensayase muchas veces en la comida de peces crudos: lo que no es cosa tan extraordinaria, que sin ese designio, y aun sin necesidad alguna, no lo practiquen muchos con alguna especie de peces. En las partes marítimas de Galicia son muchos los que comen las ostras crudas, y vivas; de suerte, que al momento que el pescador las saca del agua, abren las conchas, y se las tragan; y dicen, que son mucho más regaladas de este modo, que sazonadas con los más preciosos condimentos. Es verdad, que algunos, aun en aquel estado, las aderezan con un poco de pimienta, y zumo de naranja; pero el sacarlas de la agua, aderezarlas, y comerlas, todo se hace en menos de la cuarta parte de un minuto.
§. XI
51. Hemos discurrido hasta aquí filosóficamente sobre todas las circunstancias del peregrino suceso de este hombre. Ahora nos resta deducir de él algunas consecuencias conjeturales, que son relativas a parte de los puntos esenciales, que hemos tratado en el Discurso antecedente. Conjeturales digo, con que significo, que no procedo resolutoria, sino problematicamente, en lo que [300] voy a proponer. Es el asunto muy delicado, y el rumbo por donde ahora llevo el discurso muy nuevo, para poder, sin nota de temeridad, empeñarme en una decisión afirmativa. Así todo lo que prudentemente puedo, y delibero hacer, es proponer con indiferencia mis conjeturas a los discretos, para que las admitan, o reprueben, según el dictamen que les parezca más acertado.
52. En el Discurso antecedente hemos tratado de los hombres marinos, y de los que en la Isla de Borneo llaman hombres silvestres, o salvajes, aplicándonos al sentir universal de que son verdaderos brutos los primeros, y a la opinión, según comunes pricipios, más probable, de que también lo son los segundos. Ahora veremos como el suceso, que hemos referido, da bastante motivo para conjeturar, que unos, y otros son verdaderos hombres, de la misma especie que nosotros, e hijos de los mismos comunes padres. Empecemos por los hombres marinos: entendiéndose que aquí hablamos, no de aquellos, cuya figura es la mitad de hombre, y la mitad de pez, a quienes dimos el nombre de Tritones; sino de los otros, que en todos sus miembros imitan perfectamente los nuestros.
53. La uniformidad en la configuración de miembros es para todos una prueba tan segura de uniformidad en la especie; que nadie hay que no colija de la primera la segunda; de modo, que si un Europeo, trasladado a una tierra incógnita, viese allí un animal semejante en la configuración de todos los miembros a nuestros caballos, otro semejante a nuestros perros, otro semejante a nuestros bueyes afirmaría sin duda, que el primero era caballo, el segundo perro, el tercero buey. Es verdad, que la certeza de esta prueba debe considerarse limitada a los casos, en que no haya alguna dificultad totalmente insuperable contra la conclusión que se deduce en ella. Esta dificultad se creyó que la había, en que los hombres marinos fuesen verdaderos hombres, porque nadie imaginó, que aquellos animales no fuesen marinos en su primer origen; esto es, cuya primera creación se había hecho en las aguas, [301] como en la de todos los demás acuátiles. Siendo esto así, no podían ser descendientes de Adán: luego ni verdaderos hombres; pues nos enseña la Fe, que todos los que lo son, descienden de Adán: Omnes homines de solo, & ex terra, unde creatus est Adam (Ecclesiast. cap. 33). Aun cuando a alguno ocurriese el pensamiento de si era posible, o no, que aquellos acuátiles tuviesen su origen en nuestra misma especie, resolvería sin duda por parte de la imposibilidad, pues miraría como una gran quimera, que algún hombre nacido, y criado en la tierra, como los demás, quisiese, ni pudiese hace morada perpetua en el mar como los peces.
54. Esta dificultad, que parecía insuperable, ya se halla superada con el ejemplo de nuestro acuático peregrino; con que subsiste toda la fuerza del argumento, tomado de la uniformidad de configuración en hombres marinos, y terrestres, lo que hizo el hombre de Liérganes, pudieron hacer en los siglos anteriores otros algunos, no solo hombres, mas mujeres, pues no repugna en algunos individuos de este sexo toda la fuerza, habilidad, inclinación, y ejercicio en el nado que tenía nuestro hombre. Y como un hombre, y una mujer de común acuerdo pudieron juntarse (lo que por innumerables accidentes podía suceder), de éstos por varias sucesiones podrían originarse todos los hombres, y mujeres marinas, que se han visto en distintas partes del Océano.
55. Dificultarase acaso, cómo se podría ejercer dentro de las aguas la obra de la generación, la del parto, y también la educación de los infantes. Mas en nada de esto encuentro dificultad, que no sea muy vencible; pues sobre que a todos esos oficios podían servir varias Isletas desiertas, y las rocas mismas, que son estorbo a los navegantes, y aun muchas orillas despobladas de uno, y otro Continente; no se ofrece imposibilidad alguna, en que las dos primeras operaciones se ejerciesen dentro de las aguas, y por lo que mira a la tercera, podrían alternar padre, y madre el cuidado de sostener al infante sobre la superficie del [302] agua el tiempo necesario para respirar, hasta tanto que se habilitase para nadar como ellos.
56. También me persuado a que en no pensar nadie en que los hombres marinos fuesen verdaderos hombres, provendría en parte de verlos negados al uso de la locución, y con pocas, o ningunas apariencias de racionalidad: mas también esta dificultad queda perfectamente allanada con la experiencia del embrutecimiento, y carencia casi total del habla del hombre de Liérganes. Es de creer, que estando más tiempo en el agua perdiese el uso, aun de aquellas pocas voces, que fuera de proósito articulaba. Así, supuesta la uniformidad de configuración de todos los miembros, que atestiguan las historias, entre hombre marinos, y terrestres, todo conspira a persuadir, que aquellos son descendientes de éstos. Caben en la posibilidad innumerables accidentes, por los cuales un hombre, y una mujer, o algunos hombres, y mujeres se entregasen al mismo destino que nuestro Francisco de la Vega. ¿Cuán factible es, que en uno, o muchos lugares marítimos haya en la antigüedad dominado a uno, y otro sexo una violenta pasión por la diversión del nado? Puesta ésta, el mucho ejercicio, y la emulación de excederse unos a otros habilitaría algunos hombres, y mujeres hasta aquel grado, en que consideramos al Siciliano Nicolao, y al Español Franciso. Habilitados de este modo, ¿qué imposibilidad, ni aun qué inverosimilitud hay en que el amor loco de un hombre, y una mujer, a quienes era imposible lograr en la tierra el apetecido consorcio, los impeliese a procurarse perpétua compañía en la libre República de los peces? ¿Que imposibilidad, ni aun que inverosimilitud hay en que muchos hombres, y muchas mujeres de un Pueblo, cómplices en algún atroz delito, no hallando otro medio de evitar la muerte merecida, recurriesen al mismo asilo? A este modo se pueden discurrir otros motivos. Acaso la fábula de los Navegantes Tirrhenos, transformados por Baco en Delfines, tuvo su origen de algún acaecimiento de este género. [303]
57. El argumento tomado de la uniformidad de configuración, que por sí solo es muy fuerte, adquiere mucho mayor vigor de la conformidad en la Anatomía, o disposición de las partes internas: y hallarse dicha conformidad entre los hombres marinos, y terrestres, consta del examen anátomico, que hizo el Médico del Virrey de Goa, y de que dimos noticia en el Discurso antecedente, de los hombres, y mujeres marinas de la Costa de Ceilán.
58. Por lo que mira a los Tritones, y Nereidas, o monstruos, cuya figura es de medio arriba humana, y de medio abajo de pez, puede conjeturarse, que nacieron del enorme concúbito de individuos de las dos especies, como en el Discurso pasado sospechamos respectivamente de los Sátiros.
§. XII
59. Hace también lugar el caso referido, para que sean verdaderos hombres los salvajes de la Isla de Borneo. Todo lo que se representa para que no lo sean, es su índole ferina, diminuta capacidad, y falta de habla. Acaso esto último es lo único que los desacredita de racionales; porque en el común sentir el uso de la locución se reputa por caracter, que infaliblemente distingue al hombre del bruto. Pero sobre lo que en el Discurso pasado alegamos, de que puede en una familia, o prosapía de racionales extinguirse totalmente el uso, e inteligencia de las palabras, ahora se añade, para probar lo mismo por camino diferente, el ejemplo del hombre de Liérganes. Éste perdió la locución, por haberse embrutecido con la intemperie que ocasionaron en su cerebro el elemento de la agua, y su extraño modo de vivir, y de alimentarse. Una vida totalmente selvática es poco menos extraña al hombre, que la acuátil. Rígese en ella en orden a todas sus operaciones de otro modo muy diverso, aliméntase de otro modo, piensa de otro modo. Una desnudez continua, junta con esto, y con las inclemencias del aire, a que [304] siempre está expuesto, se representa igualmente poderosa, que la vida acuátil, para estragar la temperie de su cerebro. Luego no solo los hijos de aquellos primeros, que suponemos retirarse a las selvas, pueden, en la forma que expusimos en el Discurso pasado, carecer de la locución, mas aun aquellos primeros pudieron perderla enbrutecidos a influjo de la vida selvática.
60. El gran Diccionario Histórico nos ministra un ejemplo eficacísimo en comprobación de este asunto. El año de 1661 unos Cazadores en las selvas de Lituania descubrieron entre una tropa de osos dos niños, cuyo color, y lineamientos en nada desdecían de humanos. Ahuyentados los osos, pudieron alcanzar solamente a uno de los dos niños, después de bastante resistencia que éste hizo, valiéndose de uñas, y dientes. Presentáronle al Rey de Polonia. Era en todo perfectamente proporcionado, el cutis extremamente blanco, también el cabello, el rostro hermoso: así no hubo dificultad en la resolución de bautizarle; en cuya sagrada ceremonia fue madrina suya la Reina, y padrino el Embajador de Francia. Pusiéronle el nombre de Joseph, y por apellido Ursino, en alusión a la crianza que había tenido; pero jamás dio muestras de tener uso de razón. Por más cuidado, que se puso en su educación, nunca pudieron domesticarle enteramente, ni enseñarle a hablar; bien que no había defecto alguno en la organización de la lengua. Nunca pudo sufrir vestido, ni zapatos. Comía igualmente la carne cruda, que cocida. Algunas veces se escapaba a las selvas, donde se complacía en despedazar con las uñas la corteza de los árboles, y chupar su jugo. Finalmente, todas sus inclinaciones eran montaraces; y aunque se hizo especial estudio de instruirle en las materias de Religión, no dio seña alguna de haberse logrado la instrucción, salvo, que cuando se nombraba a Dios, levantaba ojos, y manos al Cielo; lo que en ningún modo podía tomarse como prueba de inteligencia, pues también los brutos se habituan a imitar algunos movimientos en que los imponen a oír tales, o tales voces. [305] Representaba ser de nueve años cuando le cogieron.
61. No es fácil, ni tampoco importa a nuestro propósito adivinar, por qué accidente se criaron aquel niño, y su compañero entre los osos. Lo que más prontamente se ofrece al discurso es, que fuesen hijos del concúbito de alguna infeliz mujer con uno de aquellos brutos, de quien sorprendida, aunque al principio padeciese violenta el insulto, pudo, perdidos después el miedo, y el horror, consentir muchas veces, y por mucho tiempo voluntaria. También pudo ser, que padre, y madre fuesen de nuestra especie. Es harto factible, que un hombre, y una mujer, habiendo cometido algún grave delito, se refugiasen a la aspereza de una montaña, haciendo en ella habitación de una gruta: que allí viviesen algún tiempo, y procreasen dos hijos: que estando éstos aún en la infancia, alguno, o algunos osos despedazasen a los padres, o los obligasen a huir precipitadamente de aquel asilo, de modo, que el terror no les permitiese volver a un sitio tan arriesgado para recoger a sus hijuelos: que los Ángeles Custodios de éstos los preservasen de la crueldad de las fieras, y aun con oculto impulso moviesen a éstas a cuidar de ellos, y alimentarlos: Si ya para uno, y otro no bastaban aquellos rasgos de conocimiento, y de benigna inclinación, que algunas veces se han experimentado aun en brutos feroces.
62. De cualquier modo que fuese, se debe dar por sentado, que el niño, de que tratamos, era de la especie humana. Su perfecta configuración quita toda duda; así como no la hubo en bautizarle, ni la hay jamás entre los Teólogos en casos semejantes. Con todo, aquel muchacho se había embrutecido hasta el grado de distinguirse apenas en la estupidez, inclinaciones, y costumbres de los mismos osos, entre quienes se había educado. ¿A qué se debe atribuir esto? No dudo, que en orden a inclinaciones, y costumbres haría lo más, o todo el ejemplo de lo que había visto ejecutar a los osos, cuyas especies, a causa de su tierna [306] edad, se habían impreso altamente en su cerebro: mas para la estupidez es preciso buscar causa, no puramente intencional, como la expresada, sinó rigurosamente física. ¿Y cuál otra puede discurrir, sino la pervertida temperie del cerebro, contraída por la irregularidad de la vida montaraz, totalmente contraria a la natural constitución del hombre?
63. A este modo pudieron tener origen, y contraer por las mismas causas su estupidez, condición ferina, y carencia de locución los hombres salvajes de la Isla de Borneo. En cuanto a otras particularidades de aquellos salvajes; esto es, que tienen el cutis muy velloso, el rostro tostado, y son mucho más fuertes, y ágiles que nosotros, nadie pienso negará, que todo esto se sigue natural, y aun necesariamente de la vida selvática.
64. En efecto, los brutos mismos, que por algún accidente pasan de domésticos a montaraces, adquieren tal mutación, así en el cuerpo, como, en el ánimo, que parece se hacen dos veces brutos, y apenas los reputarán por hermanos en la especie los que se quedan siempre domésticos. Son más fieros, más estúpidos, más lanudos, o cerdosos, más ágiles, y fuertes. Son de la misma especie que los domésticos, y se desvían tanto de ellos en la apariencia, cuanto los hombres salvajes de los que viven en sociedad política. Luego de éstos se debe, en cuanto la unformidad de la especie, hacer el mismo juicio, que de aquellos. Y no omitiré, que en este punto está clara a favor de nuestra conjetura la autoridad de Aristóteles, el cual (lib. 1. de Partib. Animal. cap. 3), después de sentenciar, que es error reducir a diferentes especies aquellos animales, que debajo de un mismo nombre se distinguen por los atributos de urbanos, o domésticos, y silvestres: Atque etiam silvestris, urbanique ratione ita dividere, quod error est; dice, que de las mismas especies de todos los animales domésticos se encuentran otros, que son silvestres, y entre ellos incluye también a los hombres: Cum omnia, quae urbana sunt, eadem silvestria quoque reperiantur, ut homines, [307] equi, boves, canes in terra Indica, sues caprae, oves. En estas tierras no conocemos especie de animales, que se divida en domésticos, y montaraces, sino la del puerco. En otras Regiones hay muchas. Lo que puede causar alguna admiración es, que Aristóteles tuviese noticia de los hombres silvestres. En efecto la tuvo, y su dictamen es, que son de nuestra misma especie; como los puercos monteses, llamados comunmente jabalíes, son de la misma especie de los domésticos.
65. Acaso podría alargarse nuestra conjetura hasta aquella casta de monos agilísimos, de que dimos noticia en el Discurso pasado, citando a Plinio, que tuvo relación de ellos, y al Padre Le Comte, que los vio. Es cierto, que entre las varias clases de animales, comprehendidos debajo del nombre común de monos, hay algunas, en quienes resplandece una sagacidad tan exquisita, una imitación tan viva de la inteligencia, y aun de las inclinaciones, y afectos humanos, que son menester principios más seguros, que los de la común Filosofía, para distinguir su racionalidad de la nuestra. Es graciosa a este propósito la ilusión, o patraña de un anciano Morabuto, (Sacerdote, o Religioso Mahometano), que refiere el Padre Labat en su nueva Relación de la África Occidental, con ocasión de tratar de unos monos sumamente astutos, y malignos, que hay en el País de Tuabo. Dicho Morabuto, hablando con un Comerciante Europeo, le dijo con toda la seriedad, y magisterio propios de un hombre perfectamente instruido en la historia de aquellos monos, que su origen venía de un Pueblo salvaje, cuyos moradores, en fuerza de andar continuamente expuestos al aire, y sobre los árboles, se habían ido desfigurando hasta parecerse más a las bestias, que a los demás hombres; pero sin perder cosa de su antiguo discurso. Añadía (esto es lo más gracioso), que entendían muy bien la lengua del País, y la hablarían perfectamente si quisiesen; pero dolosamente fingian no entenderla, porque los Señores de los Lugares no los hiciesen esclavos, y obligasen a trabajar, o los vendiesen para [308] este mismo fin a los Negociantes Franceses, y por eso usaban entre sí de otro idioma, incógnito a los habitantes de aquella tierra.
66. He dicho que los principios de la común Filosofía no bastan para distinguir la racionalidad de algunos monos de la humana. La razón es, porque la común Filosofía no halla, ni se halla medio entre un impulso ciego, que llaman instinto, y que destina al manejo de los brutos, y la perfecta racionalidad, o discurso, propio del hombre. Pero es más claro, que la luz del día, que un impulso ciego es insuficiente para innumerables operaciones de los monos, en quienes se hace evidente una destreza, y sagacidad admirable; con que no queda otro recurso, que atribuírles una perfecta racionalidad, igual a la del hombre. Mas en nuestra particular Filosofía no hay este embarazo, porque dando una racionalidad, o discurso inferior a los brutos, según las limitaciones, que propusimos en el Tomo III, Discurso IX, queda campo abierto para ampliar, o restringir respectivamente esta racionalidad en diferentes especies de brutos según las mayores, o menores apariencias de industria, que en ellas se descubren; pero sin sacarla jamás de la clase en que la colocan aquellas limitaciones.
67. Así, por mucha que sea la sagacidad observada en algunas castas de monos, de ningún modo infiere por sí sola, ni aun conjeturalmente, que tengan su origen en nuestra especie. Pero en los monos, que vio el Padre Le Comte, se añaden la semejanza de configuración a la nuestra, y otras señas, que el Discurso antecedente hemos insinuado. Con todo, debemos estar en que esencialmente son verdaderos brutos. La razón es, porque si por esa semejanza con el hombre les diésemos origen en nuestra especie, por ley de buena consecuencia debería extenderse esa noble prerrogativa aun a brutos muy desemejantes a nosotros, haciendo una progresión descendente en cuanto a la semejanza entre varias especies de brutos. Explícome: Si aquellos monos son de nuestra especie por la semejanza [309] que tienen con nosotros, serán también de la especie de ellos otros monos, que aunque menos semejantes a nosotros, que ellos son más semejantes a ellos, que ellos a nostros: luego también esta segunda casta de monos tendrá su origen en la especie humana, suponiendo pertenecer a esta misma especie la primera casta de monos. Pasemos a otra tercera casta, cuyos individuos sean muy parecidos a los segundos, pero más discrepantes de los hombres que los mismos segundos. Saldrá en éstos la misma consecuencia; y de este modo irá procediendo la hilación hasta algunas especies de brutos, con quienes no tengamos la menor semejanza, ni en la figura, ni en inclinaciones, ni en operaciones.
68. No se me oculta, que el mismo argumento se podría retorcer contra los salvajes de Borneo, ni tampoco me falta respuesta para esta retorsión. Pero en una materia, que trato problematicamente, no es menester apurar hasta sus últimos términos la cuestión, en que sería también inevitable el inconveniente de la prolijidad. Bastante hemos filosofado sobre la peregrina historia de nuestro Nadador.
Adición
69. Arriba se dijo, como uno de los sujetos, que nos certificaron de la historia referida fue Don Gaspar Melchor de la Riba Aguero, Caballero del Hábito de Santiago, el cual, solicitado a ruego mío por su yerno, y mi amigo Don Diego Antonio de la Gándara Velarde, residente en esta Ciudad de Oviedo, en algunas Cartas le aseguró ser verdad lo que la voz común refería del Nadador de Liérganes, especificando juntamente una, u otra particularidad, como quien le había conocido, y tratado. Pero yo, informado de que este Caballero, sobre ser dotado de un claro entendimiento, lo es también de una constante veracidad, deseaba lograr de él relación más cumplida, y ajustada a la serie histórica; la que últimamente logré; y aunque llegó cuando estaba escribiendo la última [310] parte de este Discurso, me pareció debía copiarla aquí, para dejar más satisfechos los Lectores de la verdad de esta historia, pues hallarán, que esta Relación en todo está conformísima con la que al principio propusimos del Señor Marqués de Valbuena.
Copia de capítulo de carta escrita por Don Gaspar Melchor de la Riba Aguero
a Don Diego Antonio de la Gándara Velarde, su fecha en el Lugar de Gajano,
a 11 de Noviembre de 1733.
70. «En cuanto al encargo, que Vmd. me tiene hecho, por recomendación del Rmo. P. M. Feijoo, añadiré a lo que tengo dicho en las antecedentes, lo que me ha ocurrido a la memoria, y he averiguado de sujetos juiciosos, y fidedignos. El objeto, pues, del cuidado de su Rma. se llamó Francisco de Vega Casar, hijo legítimo de Franciso de la Vega Casar, y de María del Casar, vecinos del Lugar de Liérganes, Junta de Cudeyo, Provincia, o Merindad de Trasmiera, Monañas de Santander, Diócesis de Burgos: bautizóse en la Iglesia de San Pedro, manifestando desde su tierra edad inclinación al ejercicio de pescar, hasta la de quince años, que por el de 672, o el siguiente de 673, pasó a la Villa de Bilbao a aprender el oficio de Carpintero: allí se mantuvo dos años, hasta la Víspera de San Juan del último, que se fue con otros mozos de su calidad a nadar a la Ría de aquel Puerto, que entra del mar por la barra de Portugalete; y dejando su ropa con la de los demás, se dejó ir nadando por la Ría abajo, hasta que le perdieron de vista; y desde entonces no hubo otra noticia, sino la que se adquirió cinco años después, que fue el de [311] 78, o 79, con la casualidad de haber notado unos Pescadores de Cádiz, que pescaban en mar alto, una figura como de hombre, o mujer, que se mostraba fuera del agua, y se sumergía en queriendo acercarse para reconocerla: deseosos de averiguar tan exquisito fenómeno, dicurrieron salir otro día, y cebarle con algunos pedazos de pan; y con efecto, habiéndoselos arrojado a distancia, observaron, que los llegó a coger con la mano, y los comía. Empeñados con esto en el deseo de pescarle, pensaron conseguirlo juntando muchas redes, y haciendo con ellas un gran circo; y de hecho, aplicado este medio, con el ingenio del arte, y usando del mismo cebo, lograron pescarle, y le llevaron al Convento de San Francisco de aquella Ciudad, en donde le hicieron muchas preguntas por varios modos, y en diversos idiomas, mas a ninguna respondió, ni se le oyó palabra. De esta taciturnidad pasaron a presumir estuviese poseído de algún mal espíritu, bajo cuyo concepto le conjuraron algunos Religiosos; pero nada sirvieron los exorcismos, ni se pudo salir de duda, hasta que se le oyó pronuciar Liérganes de que se tomó asunto para inquirir la significación de esta voz; y al fin, entendida por un sujeto Montañés, aseguró, que en su País había un lugar, que se llamaba así; y que de esto daría razón más legítima Don Domingo de la Cantolla, Ministro de la Suprema Inquisición, por ser natural del propio lugar: con esta noticia escribieron a este Caballero, y él a su Lugar, preguntando si faltaba en él un mozo de aquella edad, y señas, y se le respondió que sí, y que podría ser hijo de María del Casar, viuda del referido Francisco de la Vega. Animado con estas noticias el P. Fr. Juan Rosende, Religioso Francisco, que había venido poco antes de Jerusalén a dicha Ciudad de Cádiz, resolvió averiguar por sí la verdad de cosa tan extraordinaria; y con efecto partió con él desde dicho Convento el citado año de 679; y llegando al monte, que llaman de la Dehesa, un cuarto de legua antes de entrar en Liérganes, le hizo seña [312] pasase adelante, y guiase; lo que ejecutó de suerte, que sin extraviar un paso, vino a meterse en casa de su madre; la cual, y otros hermanos, que se hallaron presentes, le conocieron luego que le vieron, pasando a la demonstración de abrazarle, que influye el cariño después de una larga ausencia; pero él se mantuvo inmóvil, sin corresponder, ni con palabras, ni con señas: los hermanos eran tres, de los cuales el uno Sacerdote, llamado Don Tomás de la Veega, otro José, y otro Juan: el José, poco tiempo antes, noticioso de que su hermano Francisco estaba en Cádiz, salió a buscarle, y no se ha sabido más de él. En esta sazón estaba predicando Misión en aquel Lugar Fr. Diego de Santander, Franciscano, del Seminario de Sahagún, con cuyo motivo había mucho concurso de gente de los Lugares comarcanos, y se hizo notorio en todos el caso, aunque hoy han quedado pocos, que se acuerden, y puedan dar razón individual de este hombre: Yo le ví muchas veces, con la ocasión de que cuando iba a Santander, por la mayor parte entraba a comer en esta casa, y así pude observarle algunas particularidades. El no solicitaba la comida; pero si se la ponían por delante, o si veía comer, y se lo permitían, comía y bebía mucho de una vez, y después en tres, o cuatro días no volvía a comer: su asistencia continua era en casa de su madre; y si le mandaba llevar alguna cosa a casa de algún vecino, iba, y la entregaba puntualemente; pero sin hablar palabra, y la que más frecuente se le oía era tabaco, de que tomaba mucho, si se lo daban: también pronunciaba algunas veces pan, vino; pero si le preguntaban si lo quería, no respondía, ni por señas significaba que se lo diesen; de donde se pasó a hacer juicio había perdido la parte intelectual, quedándole solo la que se puede decir instintiva. Cuando le ví la primera vez, ya no tenía escamas, aunque sí la cutis muy áspera, y las uñas muy gastadas; aunque en anciano de aquel Lugar, hombre de muy buena razón, asegura, que [313] cuando vino se le veían algunas escamas el el pecho, y espalda; pero que luego se le fueron cayendo. Iba a la Iglesia, si veía ir a otros, o se lo mandaban; mas en el Templo de nada hacía caso, ni se le notaba atención alguna a la Misa, ni demás funciones Eclesiásticas. En una ocasión, entre otras, me aseguraron le envió Don Pedro del Guero a Santander con un papel para Don Juan de Olivares, y porque no halló el barco de Pedreña (que se toma abajo de esta casa), se entró al mar, y pasó a nado una legua, que hay de travesía desde este embarcadero a Santander: mojado como salío pasó a entregar el papel, que Don Juan hizo secar para poder leerle; y aunque le preguntó, cómo iba de aquella suerte, no dio respuesta alguna; pero volvió la que le dio puntualmente por el propio rumbo. El referido anciano afirma, que este mozo antes de arrojarse al mar daba muestras de muy buena capacidad: pero que después que le trajo el P. Rosende, no se percibía casi operación intelectual en él, como yo observé, y ser de genio quieto, y pacífico, y su estatura poco menos que dos varas, y proporcionadamente en toda la estructura de sus miembros, pelo rojo, y muy parecido a sus hermanos, excepto el Sacerdote, que era pelinegro, de los cuales solo vive hoy Juan, manteniéndose del ejercicio de Labrador; y aunque es hombre muy devoto, y virtuoso, siente con extremo le toquen la especie de este fenómeno, y así nadie se atreve a mencionarla en su presencia. Es cierto se divulgó, que la madre de este hombre le había echado una maldición siendo niño; pero el referido Sacerdote su hermano me dijo algunas veces, que su madre lo negaba; y me inclino a la verdad de esta mujer, porque la conocí, y me pareció mansa, y virtuosa. El tiempo, que se mantuvo en Liérganes, después que vino de Cádiz, no lo he podido indagar a punto fijo; pero por algunas probables circunstancias computo, que fue de nueve a diez años, al cabo de los cuales [314] volvió a desaparece, sin que nadie haya sabido, cómo, ni su paredero.»
{(a) 1. Poco tiempo después que salió a luz mi sexto Tomo, me dieron noticia de haber aparecido en Madrid un Impreso, cuyo asunto era impugnar el suceso del Hombre Marino, procurando persuadirle fabuloso. Practiqué con este papel lo que con todos los demás, que produjeron mis impugnadores de once años a esta parte; esto es, abstenerme de su lectura, por evitar el peligro de expender el tiempo en respuestas nada necesarias. Satisfice a algunos los dos, o tres primeros años, o por mejor decir satisfice al Público, vindicando de varias objeciones mis dos priemeros Tomos. Tomé después la opuesta providencia, a persuasión de varios sujetos discretos, y sabios, y la experiencia me ha asegurado del acierto de haber seguido su consejo; pues a vista de que ninguno de tantos Escritores, como intentaron combatir los míos, logró en tan largo discurso de tiempo el honor de la reimpresión, manifiesto se hace, que no los recibió el Público con la aceptación, que quisieran sus Autores. Esta indiferencia del Público hacia los Escritos de mis contrarios constituye mi mayor satisfacción, y juntamente me redime de la necesidad de responderlos, pues ellos, por lo que he visto no están bien con el desengaño, y el Público, según parece no lo necesita.
2. Pero esto no quita, que, cuando me hallo con nuevos materiales, con que puedo confirmar lo que antecedentemente tengo escrito, [315] que me lo hayan impugnado, que no use de ellos para este efecto. Es verdad, que apenas otra alguna noticia necesita menos de confirmación, que la que hemos dado del Hombre Marino. Produjimos en prueba de ella tres Caballeros de mucho honor, testigos de vista; de dos de los cuales dimos las cartas copiadas literalmente, la testificación de sujetos muy clásicos residentes en esta Ciudad de Oviedo, y naturales de la Montaña, que aseguran ser este hecho de notoriedad indubitable en aquella Provincia, aunque no los nombramos entonces, por no juzgarlo necesario. Fueron estos los señores Don José de la Torre, Ministro de esta Real Audiencia; Don Pedro de la Torre, Penitenciario de esta Santa Iglesia; y Don Diego de la Gándara Velarde, ¿Qué más se necesita para lograr un asenso en línea de fe humana? Sin embargo, es tan ilustre un testigo nuevo, que tengo de producir, que aun cuando su autoridad estuviese enteramente por demás para confirmación del hecho, le alegaría para honrar con su nombre este Escrito.
3. Es el Ilustrísimo Señor Don Tomás de Aguero, dignísimo Arzobispo de Zaragoza. Habiéndome escrito algún tiempo ha el Padre Fr. Joaquín Mas, Procurador por el Real Monasterio de Monserrate en aquella Ciudad, que su Ilustrísima, con ocasión de hablar de mis Escritos, le dijo, que en su puericia había conocido al Hombre Marino de Liérganes: por medio del mismo Religioso solicité noticia más individual de su Ilustrísima, que se dignó de enviarla, para que yo lograse la siguiente esquela, que copio a la letra, porque juntamente conste al mundo la particular gloria, que goza mi Religión, de que cinco Maestros de ella hayan tenido por discípulo a aquel insigne Prelado.
4. «Padre Procurador, al Reverendísimo Feijoo dará V. Paternidad mis memorias, y le dirá, que yo también soy discípulo de aquella Universidad, donde fui Opositor a sus Cátedras; y de los grandes Maestros hubo en ella, y en su Colegio; pues en el Rmo. Burgos escribí la materia de Peccatis: con el Rmo. Brazales la de Incarnatione: con el Rmo. Peña la de Eucaristía: con el Rmo. Oyo la de Trinitate; y con el Rmo. Ogéa la de Beatitudine. Que cuando salí de la Montaña, que tenía doce años, dejé en casa de mi tío Don Gracia de Aguero, que vivía en Rucuendo, un cuarto de legua de Liérganes, a el Hombre Pez, que era hermano de un Sacerdote, que había sido paje de mi tío en Toranzo, que allí comía, y jugábamos con él: que no hacía más que reír, sin dañar a nadie, ni impacientarse: que estaba bien grueso, y siempre comiéndose las uñas: que conocí al Religioso Francisco, que le trajo de Cádiz: oí, que [316] el referido hombre Pez se iba, y venía solo de su Lugar al mío a tiempo de comer; que después que vine a Asturias oí decir, que se había desaparecido: que cuando volví a la Montaña, no estaba allí, y había muerto su hermano: que de lo demás, que refiere, no sé más de lo que se decía comúnmente, que es lo mismo que escribe.»
5. Aunque la disposición de este Prelado basta para la convicción del más incrédulo; pero quia adversarios molestos patimur (como dice nuestro Mabillón, dando este motivo para multiplicar las pruebas de que los libros de los Diálogos son obra de San Gregorio, contra algunos que porfiaban lo contrario) añadiremos otro testimonio más de la existencia del Hombre Marino. Este es Don José Díaz Guitian, habitante en Cádiz, quien en una Carta, que me escribió el día 22 de Diciembre del año 1738, después de otras, puso la siguiente cláusula: En esta me ocurre añadir a V. Rma. haber hablado con Don Esteban Fanales, Intendente de Marina, y un Religioso Franciscano, de los cuales el primero vive, que conocieron al Hombre Pez, que V. Rma. da a luz en uno de sus Tratados. El intendente me dijo haberlo visto varias veces, y el Religioso haberle tenido dentro de su celda.}