Teodoro de Almeida | Recreación filosófica o diálogo sobre la filosofía natural |
PrólogoEn el primer título de cualquier libro no se da a conocer claramente lo que en él se incluye, es preciso en los prólogos dar a los lectores un breve diseño de toda la obra para excitar el apetito a unos, y ahorrar a otros el trabajo. Sin esta diligencia ni unos sabrían los que despreciaban, ni otros lo que escogían. Yo porque no quiero ser leído con fastidio diré lo que he de tratar, el estilo y método que he de seguir, y la utilidad que cada uno puede sacar, para que los curiosos se puedan instruir, y los que no lo fueren sin el trabajo de leer esta obra la puedan dejar. El sabio Autor del mundo en la producción de las criaturas dejó en cierto modo grabado su nombre en ellas, y unos admirables vestigios de quien había sido su autor. Todos los hombres ven este mundo, y tratan con frecuencia las criaturas de que se compone; mas son muy pocos los que saben reparar en la imagen del Creador que en ellas se halla estampada, sólo se puede conocer cuando la consideración las sujeta a una reflexión madura, y a esto únicamente se ordena todo el estudio de la Filosofía. No hay criatura tan vil en los ojos de la ignorancia que no sea bastante a transportar el mayor ingenio, si guiado por la luz de la razón supiere en ella descubrir los vestigios de las perfecciones de Dios. Sin el estudio de la Filosofía miramos las criaturas, y no vemos lo mejor que en ellas hay, porque los ojos nos representan solamente la corteza, y la razón es la que penetra el interior, en donde se encubre lo más admirable, lo más bello y lo más agradable que hay que ver en todas ellas. No me persuado que el más perspicaz ingenio llegue hasta la médula de una vil criatura; mas no es razón que nos contentemos con la superficie. Espíritus hay tan indiscretamente elevados que por no poder penetrar los secretos más recónditos de la naturaleza no quieren admirar los más patentes: son como si estuviesen sepultados en una profunda cueva, y por no poder volar hasta el cielo no quisiesen subir a gozar a lo menos de la faz de la tierra. Limitado es nuestro entendimiento aun después de los mayores esfuerzos: mucho más es lo que resta por conocer que lo que queda descubierto; pero mejor es conocer poco que nada. ¿Para qué es tener ociosa la luz de la razón que Dios nos dio? Los ojos del alma son nuestro entendimiento, y así como ninguno deja de ver las criaturas por no tener el trabajo de abrir los ojos, así es enorme la flojedad de los que por evitar algún trabajo tienen encerradas en perpetua clausura las luces del entendimiento de que Dios les dotó. Vamos pues entrando con el discurso por el interior de las criaturas: en cuanto nos alumbre la luz de la razón iremos descubriendo y admirando por una parte vestigios de la sabiduría de Dios, por otra vestigios de su poder, por otra los de su providencia y su bondad: llegaremos a términos en que se oculte la luz de la razón en los intrincados laberintos de la naturaleza; paremos entonces, y en esta falta de conocimiento veremos bien claramente una imagen de otro atributo del Creador, que es su incomprensibilidad, pues cuando los toscos vestigios que dejó impresos en las criaturas exceden toda nuestra compresión, ¿qué hará el supremo y eterno original? En esta obra serviré de guía a quien quisiese ver la mejor belleza de las criaturas, y a quien de ellas quisiese hacer como escalón para subir al conocimiento de su autor. Discurriré por todo el mundo, porque no tiene otros límites la curiosidad del filósofo natural sino los del universo. Como pretendo dar luz es preciso evitar la confusión, y seguir buen orden y método natural: paréceme, pues, justo tratar en primer lugar de todas las cosas naturales en común, de las partes de que constan, y de las propiedades que convienen a todas o casi todas, como son la figura, peso, movimiento, &c. Seré mas difuso tratando del movimiento y de sus leyes y propiedades admirables, porque son el hilo que nos debe conducir en este oscuro laberinto; pero explicaré solamente lo que pudiese ser útil para el conocimiento de las cosas más dignas de atención. Haré especial mención de las máquinas de levantar grandes pesos con facilidad, como son la balanza romana, la palanca, las norias de mano, los cabestrantes, y otras semejantes de que trata la estática. Explicaré el admirable modo con que pesan los líquidos, materia bastante difícil, pero precisa para los admirables efectos de la hidráulica. Para hacer la instrucción menos fastidiosa iré aplicando las doctrinas generales a las experiencias particulares, escogiendo y prefiriendo las que llevan mayor atención a los curiosos. Después explicaré qué cosa es esta luz que alumbra al mundo, y estos colores que nos alegran la vista; diré lo que sea el sonido que nos recrea los oídos, y haré especial mención de la música, del eco, y de algunas invenciones maravillosas que la industria de los hombres ha descubierto en esta materia para diversión de los oídos y embeleso de los discursos. Veremos cuál sea la naturaleza del olor que percibimos en muchos cuerpos, como también de los diversos sabores de los manjares, dando la razón de los efectos y propiedades que en ellos observamos. No dejaré las cualidades que pertenecen al sentido del tacto, como son calor y frío: finalmente explicaré todas las otras propiedades accidentales de los cuerpos. Explicado todo lo que pertenece a las cosas corporales en general, pide el buen orden que tratemos en particular de las cosas más notables que tenemos en el universo. En primer lugar trataré de los elementos y de las experiencias más curiosas y divertidas que se han hecho acerca de ellos. La máquina pneumática y otras semejantes nos darán abundante materia para diversión de los sentidos e instrucción del entendimiento. No dejaré de dar la razón física de los efectos que vemos en los fuegos de artificio, en las escopetas de viento, en las fuentes artificiales, &c. Como los elementos son las principales partes de que se componen todas las cosas, habiendo explicado las partes es razón que tratemos de los compuestos, y en primer lugar del hombre y del pasmoso artificio de los ojos, en donde daré razón de lo que vemos en los microscopios, telescopios y en los demás maravillosos instrumentos de la óptica, y de aquellos agradables engaños que padecemos en la vista por medio de algunos vidrios con que unos se recrean y otros se cansan. Daré una breve instrucción sobre la anatomía del hombre. Hablaré de los brutos y de las plantas, cuya organización es maravillosa. últimamente, trataré de los cuerpos que no tienen vida, en primer lugar de los cielos y su adorno, del sol, la luna y demás planetas; bajando a la región del aire explicaré el modo con que se forman el íris, los rayos, truenos, relámpagos, lluvia y demás meteoros que observamos: diré cuál es la causa de las mareas o flujo y reflujo del mar, el origen de las fuentes y ríos, y de otras cosas más notables, cuya noticia es más grata a los curiosos. Por lo que toca al estilo no seguiré el de las escuelas por ser menos agradable y más difuso, ni tampoco me valdré de las razones metafísicas de que se usa en las aulas, porque escribiendo para todos no es bien que sólo algunos me entiendan: dejaré innumerables cuestiones oscuras que se tratan en las escuelas, porque siendo mi intento instruir y recrear a mis lectores, no es razón que los mortifique. Fundaré mis discursos igualmente en la razón y la experiencia: no seguiré a aquéllos que sólo atienden a lo que su juicio les dicta sin hacer caso de la experiencia, ni tampoco a los que sólo ponen los ojos en la experiencia sin consultar la razón. Los primeros no explican los efectos que en la realidad suceden, sino los que les finge su discurso que debían suceder: los segundos contentándose con recrear la vista no procuran satisfacer al entendimiento; observan los efectos, y no se cansan en descubrir las causas. Escogeré de las experiencias las que hubieren sido repetidas y averiguadas, o por mí mismo, o por los autores que cito, y de las razones sólo apuntaré las perceptibles y claras. Si algunas demostraciones que jugasen con la geometría parecieren al lector oscuras, podrá dejarlas, suponiendo el punto como cosa cierta, porque aunque soy enemigo de todo lo que no es muy claro, llevado del ejemplo de los mejores juzgué que no debía defraudar de la utilidad que de ellas puede resultar a los lectores más agudos o más toleradores del trabajo. Haré lo que pueda para que sean bien fundado mis discursos; pero no me persuado que acertaré siempre con la verdad: sería esto ignorar que soy hombre. Muchas veces me he de engañar, y a todo aquél que conociere el yerro le pido que no le siga, por que siempre abominé esta perniciosa lisonja; yo mismo me retractaré si lo llegase a conocer, así como tengo retractado mucho que seguía. Los yerros son enfermedades del alma, ¿y quién será tan pertinaz que conociendo su enfermedad no quiera deshacerse de ella sólo porque es suya? Si acaso le pareciese a alguno que todo es falso, sepa que mi contienda no es con él, porque no es mi intento contender con entendimientos tan sublimes y elevados: esa empresa pide mayores fuerzas, fuera de que pertenece a otros libros, y es más propia de las aulas que de una conversación entre amigos. Mi fin es dar luz a quien por falta de libros y estudios anda totalmente a oscuras: enseñaré el camino, quien se agradáre de él puede seguirlo, quien lo tenga por peligroso o errado puede dejarlo: no quiero que le den más firmeza que la de la razón o experiencia en que me fundare. Lo que se dedujere de discurso que pareciere convincente y experiencia cierta, lo dará el lector por cierto; pero lo que solamente estribare en buena conjetura o razón probable, sólo quiero lo tengan por verosímil, que por serlo me parece se debe estimar; pues el mismo amor de verdad, cuando no se deja ella ver claramente, nos obliga a amar hasta sus sombras y vestigios. No he de ceñirme a escuela alguna, ni he de seguir ciegamente a autor alguno determinado, sino lo que sinceramente comprendiere que se acerca más a la verdad.{1} La verdad es una sola, y son muy diversas las opiniones de los hombres, aun hablando sólo de aquéllos cuyo nombre concilia una universal veneración: es preciso pues que se halle en ellos el error y la falsedad autorizada con su nombre y respeto; y no es razón que dedicándonos a seguir ciegamente un autor, aunque sea el más célebre, abracemos voluntariamente el yerro que por miseria de la naturaleza sabemos de cierto que se oculta en él. Sé que un espíritu libre y cuidadoso en escoger de todos lo que da más señales de verdad, mil veces se engañará abrazando la mentira disfrazada con traje ajeno: conozco que el error es indispensable; pero habiendo de errar sea por flaqueza inevitable de la naturaleza, no por obsequio lisonjero de la voluntad. La verdad siempre anda acompañada de la razón, y muchas veces se ve perseguida de la autoridad; así quien fuere amante de la verdad debe mirar más a la razón; y habiendo de abrazar el error, sea antes disfrazado con la capa de la razón que con la de la autoridad: la primera es propia de la verdad, la segunda es común también para el error, y es más disculpable abrazar el error cubierto con capa ajena que no con la que puede ser suya. Hay muchos que sosiegan su espíritu cuando se dejan llevar del común torrente; sólo se cansan en ver el camino por donde se va, no por donde se debe ir. Séneca justamente reprende a estos tales,{2} y los compara a los rebaños de ovejas que ciegamente siguen los mismos pasos de las que las preceden. Los primeros que caen en el error sirven de tropiezo sobre que vienen cayendo todos los que les siguen. Con frecuencia sucede que el partido de los más no es el mejor: el error es precipicio, y el torrente que va a parar al precipicio lleva con más fuerza y violencia a los que se entregan a él. Sé que a muchos hace tan gran peso la autoridad que juzgan ser mejor errar con muchos que acertar con pocos: jamás seguí esta opinión; siempre tuve por mejor acertar, aunque fuese solo, que errar con todo el mundo; porque es mucho mejor escapar solo de la tormenta que perecer en común naufragio. La verdad aunque esté sola y desacompañada es apreciable, y el error aunque sea seguido y acompañado de todos los sabios del mundo nunca merece estimación. Si desterramos del mundo la libertad que hay de discurrir en las materias que no enseña la fe, y nos sujetamos a este pesado yugo de la autoridad, quedará el mundo todo obligado a no saber más que lo que sabe un solo hombre, aquél a quien primero se diere el título de maestro. No debemos tener el espíritu tan inquieto que siempre amemos la novedad, ni tan tímido que sólo estimemos lo antiguo; porque la verdad no crece con los años, ni la hacen decrépita muchos siglos. La sentencia más seguida que corre por el mundo fue algún día tan nueva que nunca se había oído, y llegará a ser tan vieja que cuente millones de años; y no es hoy más verdadera de lo que fue y será en aquellos tiempos. No debe avergonzarse la verdad de aparecer en el mundo por ser nueva, ni es razón que el error se presente confiado en la autoridad de sus canas. En las materias teológicas no hay verdades nuevas, porque la luz de la fe que las da a conocer es muy antigua; pero en las materias filosóficas hay muchas verdades nuevas: para nuestro gobierno en estas materias nos dio Dios la luz de la razón y de la experiencia, que puede en una hora desmentir el discurso de todos los sabios del mundo como se ha visto muchas veces. Preferí tejer esta obra a modo de diálogo, por parecerme más acomodado para la inteligencia de aquellos para quienes escribo, además de ser en sí menos fastidioso. No quise introducir sólo dos interlocutores que hiciesen las veces de maestro y discípulo; porque habiendo de hacer (como pedía el tiempo) comparación entre los dos sistemas, no era justo que la causa de alguno siguiese en rebeldía, y así era preciso dar a cada uno patrono que la defendiese. No escogí para patrono de la causa de los peripatéticos a algún determinado autor, porque no era mi ánimo contender con algún particular; tampoco cito los autores peripatéticos, cuyos son los argumentos que me propongo, porque juzgué que así era conveniente, y algunos que parecieren menos fuertes, advierta el lector que no son fingidos, ni soy del voto de algunos que fingen los enemigos a quienes hieren. Me pareció que era razón exponer la doctrina común de la escuela peripatética rigurosa, y no llamar para su defensa alguno de aquéllos que ya hoy van concordando en muchos puntos con los modernos, sino sólo a quien la siguiese en todo su rigor antiguo. Tampoco represento el patrono de la causa de los peripatéticos revestido de todos aquellos accidentes que ordinariamente se encuentran en las disputas; porque advertí que representaba una conversación entre amigos, y no una guerra ensangrentada de enemigos: además que me pareció justo que pintando el carácter de cada uno me inclinase más a lo que debía de ser que a lo que era realmente. Después que estos diálogos se publicaron algunos peripatéticos se quejaron de la demasiada blandura del patrono que yo había escogido para defensa de su causa. Publicaron esta su queja en una disertación impresa: en ella se apuntan algunas instancias y respuestas de que se debía haber valido, especialmente en los puntos que se trataban en la tarde nona; además de esto se prometían nuevos argumentos y soluciones contra la doctrina de los modernos que se expone en las otras tardes. Corrió el tiempo, pasaron muchos años después que salió a luz esta obra, y aún no se publicaron estos argumentos. En la segunda vez que se publicó no desprecié la ocasión que se me ofrecía; di respuesta a los argumentos que se habían publicado, y esto no en disertación separada, sino dispersamente en los lugares adonde ellos pertenecen; y por esta razón quedó esta tarde un poco más dilatada de lo que permite la verosimilitud que piden la leyes del diálogo. No fue mi intento responder a este papel; porque gran parte suya no contenía más argumentos que aquellos de que se vale la gente de la plebe cuando les falta la razón; quiero decir, dicterios e injurias muy pesadas contra el autor de los diálogos y contra los modernos generalmente. Lenguaje es este que no entiendo, y así confieso que no sé responder a esta casta de impugnación, además de que me persuado que el mismo papel que me impugna me dispensa de la respuesta, pues semejantes sátiras únicamente injurian a sus autores: son como las armas en las manos de los niños, que los hieren a ellos mismos. Esto se vio bien claramente cuando Pope se quiso vengar de sus enemigos: veíase fatigado por ellos con sátiras importunas: mandó reimprimir una que habían publicado contra él, añadiéndole solamente el nombre de su verdadero autor. Esparcióse, y se avergonzaron de tal forma sus contrarios que jamás le perturbaron el sosiego. (Lo mismo podían hacer otros en circunstancias semejantes, y con alguna razón; pues pide la justicia que no quede privado el autor de la estimación que merece por sus obras.) Por tanto, en esta respuesta me pareció acertado separar el filósofo del hombre; y respondiendo a los argumentos de filósofo, dejar a un lado la pasión del hombre. No me pareció justo despreciar la lengua portuguesa, porque no es menos propia para explicar estas materias que la latina, la francesa, inglesa, alemana, y otras en que se ven tratadas frecuentemente: además de que me pareció crueldad la más bárbara obligar a ser ignorantes a los que por descuido de sus padres y maestros no saben otra lengua mas que la suya vulgar. Si Dios no los privó de la luz de la razón, ¿por qué no los ayudaremos a abrir los ojos y conocer los secretos de la naturaleza? Nunca me gustó la opinión de aquellos que hacen las ciencias anejas a algún idioma. No falta quien diga que la Filosofía sólo se debe tratar en lengua latina; pero yo no hallo razón que lo persuada. Un delicado ingenio de nuestros tiempos hizo imprimir un sueño que tuvo, en que la Filosofía había mandado que no se tratasen sus cuestiones sino en lengua latina; y que mis diálogos por esta razón sólo eran buenos para aprender a leer los niños en la escuela: jamás hice caso de sueños; pero si mi doctrina se debe dar a los niños en las primeras escuelas, la contemplarán doctrina sana, sólida e importante, pues sólo esta se debe dar en esa edad. No tiene idioma propio la Filosofía; pero si hubiese de adoptar el de la patria donde nació, ciertamente no sería el latino. Es la verdad natural de todo el mundo: los pueblos aún los más rudos y bárbaros la entienden; y no son las ciencias otra cosa más que el descubrimiento de la verdad. Algunos nimiamente celosos de la verdad se quejaron de que apareciese manifiesta a los ojos del vulgo; querían que su belleza estuviese más escondida, y que los misterios de la Filosofía estuviesen más ocultos para que fuesen más venerados; mas no necesita la verdad de estos obsequios de la ignorancia, ni estima las ciegas adoraciones de quien no la conoce: sólo puede estimarla como debe quien perfectamente la conociese. Como las verdades que se encuentran son un tesoro, juzgan muchos que se debían ocultar para enriquecerse cada cual más; pero no advierten éstos que la verdad es como la luz, que igualmente alumbra a uno solo que a muchos millares. No puedo persuadirme a que haya alguno que tenga pesadumbre de ver al vulgo menos ignorante de lo que era; pero si lo hubiere, muestra bien que sólo en la pobreza ajena funda su riqueza propia; y que queriendo levantar trono a su sabiduría, no quiere tener el trabajo de subir, lo que cuesta mucho a todos, sino que se contenta con rebajar a sus vecinos, haciendo que por la ignorancia desciendan y se abatan. Quisiera yo que se advirtiese que los sabios son como las luces que mutuamente se ayudan para alumbrar más fuertemente; además de que ninguno sabe estimar a un hombre sabio como otro que también lo es. Las ciegas adoraciones del vulgo ignorante no son dignas de aprecio, pues frecuentemente se tributan a los ídolos de la sabiduría, que sólo tienen de ella la apariencia. Finalmente, en las cuestiones seré ordinariamente breve, porque quiero que me lean con gusto; en algunas materias seré más difuso, porque quiero que me entiendan, o porque las circunstancias del país lo piden así. Muchas veces no profundizo las materias tanto como muchos desearan; pero quisiera que se acordasen de que yo no escribo para los profesores, ni para los que quieren saber estas materias profundamente: éstos me hallarán corto en las experiencias, y aquéllos dirán que soy difuso en la explicación. Unos y otros pueden buscar otros libros que tienen diferente fin que yo no tengo: lean a Wolfio, al Gravesande, a Mus-Kembroek, a Maclaurin, a Keill, a Desaguliers y los excelentes libros del padre Juan Bautista, del Oratorio; o también al abate Nollet, el padre Regnault, el Molieres, el padre Tosca de la Congregacion, y otros muchos que hoy brillan en la república literaria. Escribo solamente para los que no han tenido estudios en esta materia, y se contentan por otra parte con una instrucción mediana; haré todo lo posible para que la puedan conseguir, aun los que no tuvieren otra disposición antecedente más que la de una ordinaria capacidad; y sólo les pido una voluntad de ninguna suerte ligada a las preocupaciones de la infancia o de la autoridad, y sinceramente deseosa de abrazar la verdad adonde quiera que se halle, o lo que más se pareciere a ella. Notas {1} Non enim tam auctores in judicando quam rationis momenta quaerenda sunt; quin etiam obest plerumque iis, qui discere volunt, auctoritas eorum, qui se docere profitentur. Desinunt enim suum judicium adhibere, id habent ratum, quod ab eo, quem probant, judicutum vident. Cic. de Nat. Deor. lib. 1. {2} Tristisssima quaeque via maxime decipit: nihil ergo magis praestandum nobis est, quam ne pecorum ritu sequamur antecedentium gregem, pergentes non qua eumdem est, sed qua itur: nulla res nos majoribus malis implicat, quam quod ad rumorem componimur, optima rati ea, quae magno assensu recepta sunt, quorumque exempla nobis multa sunt, nec ad rationem, sed ad similitudinem vivimus. Inde ista tanta coacervatio aliorum super alios ruentium, quod in strage hominum magna evenit, cum ipse se populus premit. Nemo ita cadit, ut non alium in se attrahat, primi exitio sequentibus sunt... nemo sibi tantummodo errat, sed alieni erroris causa, et auctor est, nocet enim applicari antecedentibus... versatque nos, et praecipitat traditus per manus error, alienis que perimus exemplis. Senec. de Vit. Beat. cap. 1. |
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Teodoro de Almeida • Recreación filosófica Madrid 1785, tomo 1, páginas XI-XXVI. |