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Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo XII

Más sobre la templanza

Entre los deseos que pueden apasionar al hombre, unos son evidentemente comunes a todos los seres; otros nos son particulares y adquiridos como resultado de un acto de nuestra voluntad que nos los impone. El placer del alimento, por ejemplo, es [85] puramente natural, porque todo hombre desea el alimento, seco o líquido, cuando experimenta necesidad. Muchas veces siente a la vez estos dos deseos, como siente también, añade Homero{73}, «el deseo de una compañera, cuando es joven y está en todo el vigor de la edad.» Pero no experimentan todos indistintamente tales o cuales deseos, porque no tiene todo el mundo los mismos gustos; y he aquí cómo en esto ya se descubre que hay algo que es nuestro; lo cual no impide por otra parte que el deseo sea en el fondo perfectamente natural. Los placeres de los unos no son los placeres de los otros; y para cada uno de nosotros hay ciertas cosas que son más dulces que otras tomadas a la ventura. En punto a deseos naturales es muy raro el pecar, y aun las más veces sólo en un sentido se peca, es decir, por exceso. Así, comer o beber los alimentos, aun los más vulgares, hasta satisfacerse con exceso, es ir, atendida la cantidad que se toma, más allá de todo lo que la naturaleza reclama, puesto que esta se contenta con darnos el simple deseo de satisfacer la necesidad. Por esto se llaman glotones y gastrónomos a los que satisfacen este deseo más allá de lo necesario; y estas son siempre naturalezas innobles que se degradan por este vicio.

Pero las faltas, y muy diversas, que cometen la mayor parte de los hombres, recaen principalmente sobre los placeres especiales; porque aquellos a quienes se dan calificaciones tan diferentes, según las pasiones que les arrastran, se hacen culpables, ya por amar cosas que no deben amarse, ya por amarlas sin límites, ya por gozar de ellas groseramente como el vulgo, ya por gozar como no deben o en un momento poco oportuno. Los intemperantes cometen excesos bajo todos estos puntos de vista; tan pronto se complacen en ciertas cosas en que no deberían complacerse, porque son detestables; tan pronto, si recaen en cosas cuyo goce es lícito, lo llevan más allá de los justos límites y gozan como pudieran hacerlo las gentes más groseras.

Esto basta para que se vea muy claramente, que la intemperancia es un exceso en punto a placeres y que es reprensible.

En cuanto a los dolores, no basta, como en el valor, saber sufrirlos para merecer el título de templado; y no saber sufrirlos, para merecer el de intemperante. El intemperante en este caso es el hombre que se aflige más de lo regular por no tener lo que [86] le satisface; y en este sentido puede decirse que es el placer el que causa su pena. De otro lado se granjea el nombre de templado y de prudente aquel a quien no afligen la ausencia del placer y la privación que sufre. Por lo contrario, el intemperante desea con ardor todo lo que puede agradarle, y sobre todo lo que más le agrade; su pasión solamente le conduce y le arrastra a preferir el objeto de sus deseos al resto de las cosas que sacrifica. Además, siente el dolor más vivo durante todo el tiempo que desea y mientras le falta el objeto que ambiciona; porque el deseo va siempre acompañado de un sentimiento de dolor; aunque confieso que realmente es extraño decir que el placer crea el dolor.

En punto a placeres, son pocos los que pecan por defecto, y que gocen menos que lo que conviene. Semejante insensibilidad no pertenece apenas a la naturaleza del hombre. Los demás animales, por lo menos, disciernen sus alimentos, gustan de los unos, rechazan otros; pero si hay un ser para quien nada es objeto de placer y que experimente respecto de todas las cosas una completa indiferencia, este ser está por completo fuera de la humanidad. No hay nombre para el, porque de hecho no existe.

El hombre prudente y templado sabe mantenerse en el medio conveniente; no gusta de esos placeres que apasionan tan violentamente al intemperante; y siente más bien repugnancia a semejantes desórdenes. En general, no goza de lo que no debe gozar; no goza con furor de ninguna cosa; así como no se aflige desmedidamente a causa de una privación. Sus deseos son siempre igualmente moderados, y no traspasa jamás los justos límites; no alimenta tampoco aspiraciones intempestivas; y en general evita todas las faltas de este género. Busca con mesura y de una manera conveniente todos los placeres que contribuyen a la salud y al bienestar; aprovecha los demás que no dañen a estos, y que no son inconvenientes, ni están fuera del alcance de su fortuna. El que se condujera de otra manera, estimaría tales placeres más que lo que valen; pero el hombre prudente no tiene tal debilidad y sólo hace lo que dicta la recta razón.

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{73} Iliada, canto XXIV, v. 129.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 84-86