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Moral a Nicómaco · libro cuarto, capítulo V

De la mansedumbre,
medio entre la irascibilidad y la indiferencia

La mansedumbre es un medio que se da en todo sentimiento apasionado. Pero, a decir verdad, como este medio no tiene un nombre muy exacto, los extremos tampoco le tienen; y tomamos la mansedumbre por un medio, siendo así que se inclina hacia el defecto, que tampoco tiene nombre particular. El exceso en este género podría llamarse irascibilidad; la pasión que se experimenta en este caso es la cólera; y los motivos que la producen son tan diferentes como numerosos. El que se deja llevar de la cólera en ocasiones dadas contra los que lo merezcan, haciéndolo además de la manera, en el momento, y durante todo el tiempo que convenga, debe merecer nuestra aprobación. Esta es, sépase bien, la verdadera mansedumbre, si la mansedumbre es digna de elogios. El hombre verdaderamente dulce sabe no dejarse turbar ni arrastrar por la pasión; pero se irrita en las ocasiones en que la razón quiere que se irrite, y durante el tiempo que ella lo ordene. Si la mansedumbre peca más bien por defecto que por exceso, es porque un carácter dulce no va en busca de la venganza, y se siente más inclinado al perdón.

Pero el defecto en este género, ya se le llame impotencia para [108] encolerizarse, ya se le califique con cualquiera otro nombre, siempre es digno de censura. Estúpidos es necesario llamar a los que no se encolerizan en presencia de cosas que deben producir una verdadera cólera; así como lo son los que se encolerizan de una manera, en un tiempo, y por cosas que no lo merecen. El que en tales ocasiones no se irrita, parece no sentir nada, ni saber indignarse justamente. Hasta se debe creer que no sabrá defenderse en una ocasión dada, puesto que ningún síntoma de valor siente en sí mismo. Es una cobardía, digna sólo de un esclavo, sufrir un insulto y dejar que impunemente se ataque a las personas de su cariño.

El exceso en este género puede revestir igualmente todos estos matices. Puede uno irritarse contra personas que no lo merecen, o por motivos que no valen la pena, o más vivamente de lo que sea menester, o más pronto o más tarde de lo que conviene. Es ocioso decir que todas estas circunstancias no se reúnen en un mismo individuo; esto no podría ser; porque el mal se destruye a sí mismo; y cuando es tan completo, como es posible, se hace del todo intolerable.

Los de carácter irascible se irritan pronto contra personas y en ocasiones que no lo merecen; y más de lo conveniente. Es cierto que también se apaciguan pronto, y esto es lo mejor que hacen. Si incurren en estas faltas, es porque no saben dominar su cólera; vuelven en sí sobre la marcha, mostrando su pasión a causa del extremo ardor del sentimiento que les domina; pero en seguida se tranquilizan con no menos prontitud. Así los coléricos están dotados de una vivacidad excesiva; se irritan por todo y contra todo el mundo, de donde les viene el nombre que se les da. Pero los hombres rencorosos son más difíciles de gobernar; su irritación dura largo tiempo, porque saben dominar los movimientos de su corazón, y no se apaciguan hasta no haber vuelto el mal que se les ha hecho. Sólo la venganza calma su cólera, porque mediante ella reemplaza el placer a la pena que los devoraba. Pero mientras su resentimiento no está satisfecho, tienen un peso que les oprime; y como se guardan de manifestarlo, nadie puede intentar curarlos por la persuasión. Es preciso tiempo para que se corroa a sí misma la cólera; y tales gentes son los más insoportables de los hombres para sí mismos y para sus amigos más queridos.

En general, se llaman vengativos a los que se irritan en [109] ocasiones en que no deben irritarse, más vivamente y por más tiempo del que es preciso, y que no vuelven en sí mientras no han obtenido venganza y castigado al ofensor.

El exceso en esta materia es el que miramos más particularmente como lo opuesto a la mansedumbre; porque este exceso es más ordinario. Vengarse con exceso es más conforme a la naturaleza humana; y esta clase de hombres resentidos nos parecen mucho más viciosos. Por otra parte, esto es lo mismo que se ha dicho antes, y lo que confirman claramente los pormenores en que acabamos de entrar. No es fácil determinar precisamente cómo, contra quién, por qué motivos, y por cuánto tiempo conviene manifestarse colérico, y cuál es el punto exacto hasta donde se debe llevar, y aquel en que comienza la falta. Mientras no se traspasa el límite en más o en menos, sino muy poco, no se incurre en censura, puesto que a veces aprobamos a los que no llegan a él, alabando su dulzura; y no alabamos menos a los que pasan ese límite por su varonil resolución{85}, estimándolos capaces de ejercer el mando y la autoridad. Pero no será fácil indicar en términos precisos el punto en que uno comienza a hacerse reprensible por el grado o la forma de su irritación. El juicio no puede formarse en este caso sino en presencia de los hechos mismos, y bajo la impresión que producen. Por lo menos es perfectamente claro que merece estima esta cualidad, este justo medio, que hace que nos irritemos contra quien debemos irritarnos, por una causa que sea justa y en una forma conveniente; en una palabra, con todas las condiciones que quedan consignadas. En cuanto al exceso y al defecto, son siempre dignos de censura; de una censura moderada, cuando se alejan poco del justo medio; más viva, cuando se alejan más; y violenta, cuando se separan mucho. Es, pues, evidente que a la disposición media es a la que debemos aspirar con preferencia.

Tales son las consideraciones que queríamos hacer sobre los hábitos del alma relativos a la cólera.

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{85} Ciceron hace alusión a este pasaje en Los Tusculanos, lib. IV, capitulo XIX. según este, los peripatéticos han elogiado en general la cólera, y la han mirado no sólo como una pasión natural, sino también como una pasión útil. El elogio que de ella hace Aristóteles no excede de lo justo.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 107-109