Obras de Aristóteles Moral a Nicómaco 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Patricio de Azcárate

[ Aristóteles· Moral a Nicómaco· libro cuarto· I· II· III· IV· V· VI· VII· VIII· IX ]

Moral a Nicómaco · libro cuarto, capítulo VII

De la veracidad y de la franqueza

El justo medio en lo concerniente a la necia vanidad o jactancia se aplica igualmente, sobre poco más o menos a las mismas cosas que acabamos de enumerar. Este medio tampoco tiene nombre. Pero sea lo que quiera, nunca viene mal estudiar estas virtudes anónimas. Aprenderemos mejor las cosas de la moral analizando cada virtud en particular, y nos convenceremos tanto más de que las virtudes son medios, si vemos que esta condición se reproduce en todas generalmente.

Acabamos de hablar, en lo referente a las relaciones sociales, de aquellos que no se ocupan más que del placer y del disgusto que causan a los demás. Hablemos ahora de los que, en estas relaciones, son veraces o mentirosos, ya sea en sus palabras, ya en sus actos, ya en el tono que ellos se dan.

El necio vanidoso, el fanfarrón, es aquel que quiere hacer creer que en las cosas destinadas a ilustrar al hombre, posee cualidades que realmente no tiene, o que supone, que las que tiene son mayores que lo que realmente son. El hombre encogido, por lo contrario, oculta las cualidades que posee, o las rebaja. El que ocupa el término medio entre estos dos extremos, se presenta tal cual es, tan sincero en su vida como en su lenguaje; al hablar de sí mismo, se atribuye las cualidades que tiene; pero no las hace ni más grandes ni más pequeñas que lo que son. Por lo demás al obrar en cada uno de estos casos y con esta diversidad, se puede tener un objeto o no tenerle. Todo hombre habla, obra y se conduce en la vida según su carácter propio, a menos que no tenga por objeto algún interés particular. Pero como la mentira en sí es reprensible y mala, y la verdad, por lo contrario, es bella y digna de alabanza, se sigue que el hombre verídico, que se mantiene en el justo medio, es laudable, y que los que mienten en un sentido o en otro, son reprensibles, aunque confieso que el necio vanidoso y fanfarrón lo sea mas.

Hablemos de estos dos caracteres, y primero del hombre veraz. Se comprende bien que no nos ocupamos ahora del hombre [113] que es verídico en los contratos ordinarios ni en todas aquellas ocasiones que implican cuestiones de justicia o de injusticia; porque esta es una virtud de otro género. Aquí hablamos únicamente del que, sin rozarse con tan graves intereses, sabe en su vida y en sus palabras decir la verdad, porque así lo pide su disposición natural. Un hombre de esta clase es realmente un hombre de honor; ama la verdad; y diciéndola en los casos en que no tiene importancia, con más razón la dirá cuando importe; porque entonces evitará como una infamia la mentira, de la cual huye naturalmente. Este carácter es verdaderamente digno de estimación. Si alguna vez se separa de la estricta verdad, será más bien para debilitar las cosas; porque esta atenuación de la verdad tiene algo de delicado, mientras que las exageraciones siempre tienen por objeto chocar. Pero el que sin ningún motivo exagera las cosas en provecho propio, puede pasar por vicioso; porque si no lo fuese, no se complacería en la mentira. Sin embargo, más bien debe calificársele de hombre ligero que de malo. Cuando se miente por un motivo, si es por amor a los honores o por adquirir renombre, como lo hace el vanidoso, no es muy culpable; pero si, por lo contrario, lo hace directamente por el dinero o una cosa de este género, este se deshonra más gravemente. No es uno vanidoso y fanfarrón sólo porque sea capaz de mentir, sino porque de hecho ha preferido la mentira a la verdad. Es uno fanfarrón por hábito moral y por naturaleza, como es uno embustero. Tal embustero se complace en la mentira misma; y tal otro miente, porque espera con esto alcanzar nombradía o provecho. Los que son vanidosos y fanfarrones únicamente por adquirir reputación, se atribuyen falsamente condiciones, mediante las que se granjean la alabanza de los hombres o su envidiosa admiración. Pero a aquellos cuya vanidad aspira al lucro y se atribuyen cualidades que pueden ser útiles a los demás, puede disimulárseles más fácilmente; por ejemplo, la ciencia de un médico entendido o de un adivino hábil. De esta clase son las condiciones que frecuentemente se atribuyen los charlatanes; porque a ello los arrastran los motivos que acabamos de decir y que llevan en sí mismos.

En cuanto a los que están dotados de esa reserva o disposición irónica que les lleva a atenuar siempre las cosas, parecen en general de un carácter más amable y más gracioso. No es ciertamente la codicia la que les obliga a hablar así; es más bien [114] porque quieren huir de toda exageración. Los que tienen este carácter rechazan principalmente con cuidado todo lo que puede dar celebridad; y es bien sabido lo que hacía Sócrates.

Por lo que hace a los que se arrogan indebidamente cualidades sin importancia y con las que quieren llamar la atención de todo el mundo, no merecen otro nombre que el de majaderos, que consiguen bien pronto un desdén merecido. Algunas veces la reserva, llevada hasta la exageración, tiene el aire de fanfarronada, a manera de los que se visten a lo Espartano{86}; porque la exageración, lo mismo en más que en menos, es más bien propia del fanfarrón y del charlatán. Pero cuando se sabe emplear moderadamente la reserva y la ironía, y se la aplica a cosas que no son ni demasiado vulgares ni demasiado evidentes, semejantes chistes no carecen de gracia{87}. En resumen, la vana jactancia es lo opuesto a la franqueza, porque es efectivamente un defecto más grave que la ironía o falsa reserva.

———

{86} Los vestidos de los espartanos eran sumamente sencillos.

{87} Esto es lo que hacía Sócrates, como aparece en los diálogos de Platón, tanto más admirables cuanto que nada pierden en ellos la exactitud ni la energía del pensamiento.

<< >>

www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2005 www.filosofia.org
  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 112-114