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Moral a Nicómaco · libro séptimo, capítulo IV

Especies de placeres y de penas
con relación a la intemperancia

¿Es posible decir en absoluto que alguno es intemperante? ¿O bien, todos los que lo son, lo son siempre de una manera relativa y particular? Y si se puede ser absolutamente intemperante, ¿cuáles son los objetos a que se aplica la intemperancia entendida de esta manera? He aquí las cuestiones que debemos tratar a continuación de las precedentes.

Por lo pronto, es una cosa muy clara, que en los placeres y en las penas es donde el hombre es templado y firme, o intemperante y débil. Pero entre las cosas que nos procuran placer, unas son necesarias; otras son en sí permitidas a nuestros deseos, pero pueden ser llevadas al exceso. Los placeres necesarios son los del cuerpo, y llamo así los que se refieren a la alimentación, al uso de la venus y a todas las necesidades análogas del cuerpo, respecto a las cuales puede haber, como ya hemos dicho, o el exceso de la incontinencia o la reserva de la sobriedad. Otros placeres, por lo contrario, no tienen nada de necesarios, pero son dignos por sí mismos de ser buscados por nosotros; por ejemplo, la victoria en las luchas que sostenemos, los honores, la riqueza y todas las demás cosas de esta especie que producen a la vez provecho y placer. Pero no llamamos [185] intemperantes de una manera general y absoluta a todos los que se entregan a estos placeres más allá de lo que permite la recta razón para cada uno de ellos; sino que añadimos una designación especial diciendo que son intemperantes en cuestión de dinero, de ganancias, de honor o de cólera. Jamás se los llama con el término absoluto intemperantes, porque se ve claramente que se diferencian entre sí, y que el nombre común que se les da sólo se funda en una relación de semejanza. Así, para designar a Hombre{137}, se añadía al nombre genérico de hombre, que era el suyo, la indicación más especial de Vencedor en los juegos olímpicos. El nombre especial que se le daba a este atleta se diferenciaba muy poco del nombre general de la especie; sin embargo, este nombre era distinto. Lo cual prueba claramente, que lo mismo sucede con la intemperancia, que no sólo se la censura como una falta, sino también como un vicio, ya se la considere de una manera absoluta, o simplemente como un acto particular. Pero ninguno de los que acabamos de indicar pueden ser calificados de intemperantes con una denominación absoluta.

No sucede lo mismo en cuanto a los goces del cuerpo, respecto los cuales puede decirse de un hombre que es sobrio o incontinente. El que busca en estos goces los placeres y los lleva hasta el exceso, y huye sin concierto de las sensaciones penosas, de la sed y el hambre, del calor y del frío; en una palabra, el que busca o teme todas las sensaciones del tacto o del gusto, no por una libre elección de su voluntad, sino contra su propia voluntad y contra su intención; a un hombre semejante se le llama intemperante, sin añadir nada a este nombre, a diferencia de lo que se hace cuando se quiere calificar de intemperante a uno por tales o cuales cosas especiales, por ejemplo, en lo referente a la cólera. Y así del primero sólo se dice sencillamente y de una manera absoluta, que es intemperante. Si se pudiera dudar de esto, bastaría observar que la idea de la molicie se aplica igualmente a los goces corporales, y que no se aplica a ningún otro de estos últimos goces de que acabamos de hablar. He aquí por qué colocamos al intemperante y al disoluto, al templado y al prudente en el mismo rango, sin mezclar con ellos a [186] los que se entregan a esos últimos placeres. Y es que el disoluto y el intemperante, el prudente y el templado, están, si puede decirse así, en relación con los mismos placeres y con las mismas penas; pero si están en relación con las mismas cosas, no lo están todos de la misma manera; unos se conducen, como lo hacen, por elección; y otros carecen de la facultad de poder hacer una elección razonada. Así nos sentimos más inclinados a tener por más disoluto al hombre que, sin deseos o conducido sólo por débiles deseos, se entrega a excesos y huye de temores ligeros, que al que obra arrastrado por los más violentos deseos. ¿Qué haría, en efecto, ese hombre sin pasiones, si le sobreviniese un deseo fogoso como los de la juventud o el sufrimiento punzante que nos causa la imperiosa exigencia de nuestras necesidades?

Por esto deben hacerse algunas distinciones en los deseos que nos animan y en los placeres que gustamos. Unos son en su clase bellos y laudables, puesto que entre las cosas que nos agradan, hay algunas que por su naturaleza merecen que se las busque; otros son enteramente contrarios a aquellos; y otros, en fin, son intermedios, según la división que hemos hecho anteriormente; tales son, por ejemplo, el dinero, las utilidades, la victoria, el honor y otras condiciones del mismo orden; cosas todas que, en cuanto son indiferentes e intermedias, no es reprensible dejarse impresionar por ellas, amarlas y desearlas, y sólo lo es el quererlas de cierta manera, llevando el amor por ellas hasta el exceso. Y así se censura a los que traspasando los límites de la razón y obcecados por sus deseos, buscan sin moderación alguna de estas cosas, no obstante ser bellas y buenas por naturaleza: por ejemplo, los que se ocupan con más ardor y afecto del que conviene de la gloria, de sus hijos o de sus padres también. Todos estos sentimientos son muy buenos, y dignos de estimación los que los experimentan; pero cabe también el exceso en estos sentimientos; si se llega, como Niobé, hasta el punto de combatir a los dioses, o si se ama a su padre como Sátiro, llamado Filopato, que llevaba esta afección hasta una extravagancia insensata. ningún mal ni perversidad hay ciertamente en estas pasiones, porque todas ellas, lo repito, merecen muy legítimamente por lo que son en sí y por su naturaleza nuestra aprobación; pero los excesos a que pueden conducir, son malos y deben evitarse. [187]

Tampoco puede emplearse el término sencillo de intemperancia en todos estos diferentes casos. La intemperancia no es cosa de que se deba simplemente huir; sino que además pertenece a la clase de aquellas que son dignas de censura y de desprecio. Pero cuando se emplea la palabra intemperancia, porque la pasión de que se trate presenta alguna semejanza con ella, se procura añadir para cada caso particular la clase especial de intemperancia de que se quiere hablar. Es exactamente lo mismo que cuando se dice: «un mal médico, un mal actor» hablando un hombre a quien no podría aplicarse la calificación de malo pura y simplemente. Pues de igual modo que en estos dos casos no se puede usar una expresión de censura general, porque en cada uno de estos individuos hay, no un vicio absoluto, sino sólo una especie de vicio que se parece al general hasta cierto punto; del mismo modo debe entenderse, cuando se habla de intemperancia y de templanza, que se trata únicamente de las que se aplican a las mismas cosas que la sobriedad y la incontinencia. Por una especie de analogía y de asimilación hablamos de intemperancia con aplicación a la cólera; y debe entonces añadirse que es uno intemperante en materia de cólera, como se dice igualmente que lo es en cuestiones de gloria o en punto a intereses.

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{137} Nombre de un atleta célebre que había conseguido muchas veces el premio en los juegos olímpicos.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 184-187