Obras de Aristóteles Moral a Nicómaco 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Patricio de Azcárate

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Moral a Nicómaco · libro séptimo, capítulo VII

Diversas disposiciones de los individuos
relativamente a la templanza y a la incontinencia

En cuanto a los placeres y a los sufrimientos, a los deseos y a las aversiones que corresponden a los sentidos del tacto y del gusto, a los cuales hemos limitado más arriba las ideas de incontinencia y de sobriedad, puede suceder que, según los individuos, uno sucumba a los ataques de que los demás hombres triunfan muy comúnmente; y a la inversa, que uno triunfe de aquellos en que los más de los hombres sucumben. En semejantes casos y con relación a los placeres, es uno intemperante en el primero y templado en el segundo; en la misma forma que respecto a los dolores, el uno es débil y blando, y el otro enérgico y paciente. La disposición moral de la mayor parte de los [193] hombres ocupa un medio entre estos dos extremos, bien que se inclinen en general más del lado menos bueno.

En cuanto a los placeres, ya hemos dicho que pueden distinguirse los que son necesarios y los que no lo son, o por lo menos lo son sólo bajo cierto punto de vista. Pero el exceso no es más necesario que la abstinencia, y otro tanto puede decirse respecto de los deseos y de las penas que el hombre experimenta. El que se entrega al exceso en los placeres, o los persigue con exceso por una libre determinación, sólo por ellos mismos y no con la mira de ningún otro resultado, este es verdaderamente incontinente y disoluto. Este hombre, como consecuencia necesaria de su carácter, jamás se arrepentirá; y por consiguiente, es incurable. El hombre que, por lo contrario, se abstiene y se priva hasta con obstinación del placer, es el opuesto a aquel; y el que ocupa entre los dos un justo medio, es el hombre prudente y sobrio. La misma observación puede hacerse respecto al que huye de los dolores del cuerpo, no porque carezca de resistencia para sufrirlos, sino porque quiere evitarlos de propósito deliberado. Entre los que obran en este punto sin voluntad reflexiva, puede distinguirse el hombre que es arrastrado por el placer, y el que le busca para substraerse al dolor que sus deseos le causan; y debe tenerse muy en cuenta la gran diferencia que hay entre uno y otro. Todo el mundo considerará más reprensible al que sin ningún deseo o solicitado por deseos muy débiles cometa algún acto vergonzoso, que el que se ve arrastrado a cometerlo por deseos invencibles. Por esto todos tienen por más culpable al que pega sin cólera que al que pega colérico. ¿Qué no aria ese hombre de sangre fría si llegara a verse arrastrado por la pasión? He aquí por qué el incontinente es más vicioso que el intemperante que no se domina; y estos dos vicios extremos que indicábamos antes son la molicie de una parte y la incontinencia de otra.

Si el hombre templado es lo opuesto al intemperante, el hombre firme y paciente es lo opuesto al hombre débil y blando. La firmeza consiste en resistir y la templanza en dominar sus pasiones; pero es preciso notar la diferencia que hay entre dominar y resistir, lo mismo que entre no ser vencido y triunfar; y también es necesario colocar la templanza por encima de la firmeza que resiste y sostiene. El que sucumbe en lo que los más de los hombres resisten o pueden resistir, es de un carácter blando [194] y débil, porque el decaimiento es una de las especies de la molicie. Uno, por ejemplo, se deja llevar su capa por no tomarse el trabajo de recogerla; otro se da aires de enfermo sin creerse sin embargo muy digno de lástima, por más que imite a los que realmente lo son. Lo mismo sucede con la templanza y la intemperancia. No nos sorprende ver un hombre vencido, sea por los goces excesivos, sea por dolores violentos; por lo contrario, se siente uno inclinado a perdonarle, si ha resistido en un principio con todas sus fuerzas, como el Filoctetes de Teodectes{144} herido por la serpiente, o como Cercion en el Alope de Carcino{145}, o como aquellos que, después de esforzarse en reprimir una carcajada, rompen a reír de repente, con gran ruido, como sucedió a Xenofanto{146}. Pero cuando se deja uno vencer en los casos en que los más de los hombres pueden resistir, y no es capaz de sostener la lucha, entonces no tiene defensa, a menos que esta debilidad nazca de una organización particular o de alguna enfermedad, como en los reyes de los Escitas, en quienes la molicie era una herencia de familia, o como las mujeres que son naturalmente mucho más débiles que los hombres. La pasión desenfrenada de las diversiones y de los juegos podría aparecer como una especie de intemperancia; pero pertenece más bien a la molicie. El juego es un desahogo, puesto que es un descanso, y el que gusta demasiado de los juegos, debe ser incluido entre los hombres dados con exceso al reposo y al abandono.

Por lo demás, puede haber dos causas de intemperancia; el arrebato y la debilidad. Unos, después de haber tomado una resolución, no saben sostenerse en ella, porque la pasión los domina; otros se ven arrastrados por la pasión, porque no han reflexionado lo que hacen. Otros también, complacientes consigo mismos, pero no complacientes para con sus camaradas, sienten de antemano y prevén el asalto de la pasión, se vigilan a sí propios, mantienen despierta su razón, y no se dejan vencer por [195] las emociones que les asaltan, ya sean agradables o ya penosas. En general los hombres vivos y melancólicos son los que sobre todo se dejan arrastrar por esta intemperancia, que puede llamarse intemperancia por arrebato. Unos por el ardor de su naturaleza, otros por la violencia de sus sensaciones, son incapaces todos de esperar las ordenes de la razón, porque sólo atienden a su imaginación y a sus impresiones.

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{144} Teodectes era un poeta trágico, originario de Faselis, en Panfilia, y amigo de Aristóteles, el cual hizo gran aprecio de su talento; le cita muchas veces en su Retórica y en su Política, lib. I, cap. II.

{145} Hubo dos poetas trágicos de este nombre, uno ateniense y otro de Agrigento, en Sicilia. No se sabe a cuál de los dos pertenece la tragedia que cita Aristóteles.

{146} Séneca, De ira, II, 2, cita un cantor muy hábil llamado Jenofanto, que vivía en tiempo de Aristóteles, y que estaba en la corte de Alejandro.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 192-195