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Moral a Nicómaco · libro décimo, capítulo V

Diferentes clases de placeres

Estas consideraciones deben hacernos comprender por qué los placeres difieren y los hay de distintas especies. Es porque las cosas que no son de especies diferentes no pueden ser completadas sino por cosas que son igualmente diferentes en especie. Pueden tomarse, por ejemplo, todas las cosas de la naturaleza y las obras de arte, los animales y los árboles, los cuadros y las estatuas, las casas y los muebles. Hasta los actos que son específicamente diferentes sólo pueden completarse por placeres diferentes en especie. Y así los actos del pensamiento difieren de los actos de los sentidos; y estos no difieren menos de especie entre sí. Los placeres que les completan deberán por consiguiente diferir también. La prueba es que cada placer es propio exclusivamente del acto que completa, y que este placer especial aumenta también la energía del acto mismo. Se juzga tanto mejor de las cosas, y se las practica con tanta más precisión [278] cuanto mayor es el placer con que se hacen; como lo muestran, por ejemplo, los progresos que alcanzan en geometría los que gustan de estudiar la ciencia geométrica y la facilidad particular que tienen para comprender todos sus pormenores; los que gustan de la música o de la arquitectura, o todos los que tienen otro cualquier gusto, y que adelantan maravillosamente, cada uno en su género, porque lo hacen con placer. Así el placer contribuye siempre a aumentar el acto y el talento. Todo lo que tiende a fortificar las cosas es propio para ellas y conveniente; y cuando las cosas son de especies diferentes, son también cosas de especies diversas las que convienen para completarlas. Una prueba más patente de esto es que en semejantes casos los placeres que proceden de otro origen son obstáculos a los actos especiales. Así, el músico es incapaz de prestar atención a los discursos que se le dirigen, si está oyendo un instrumento que se toque cerca de él. Se complace mil veces más en la música que en el acto presente a que se le invita; y el placer que tiene escuchando la flauta, destruye en él el acto relativo a la conversación que el debería seguir. La misma distracción tiene lugar en todos los demás casos en que se intenta hacer dos cosas a la vez; el acto más agradable turba necesariamente al otro. Sí hay entre los dos actos una gran diferencia de placer, la turbación es tanto más profunda, y llega hasta el punto de que el acto más enérgico impide absolutamente que se pueda realizar el otro. Esto es lo que explica por qué, cuando se tiene un placer muy vivo en una cosa, se siente uno enteramente incapaz de experimentar otro, mientras que, cuando se pueden tener otros, es prueba clara de que en el primero tenemos escaso gusto. Observad lo que pasa en los teatros; los que se toman la libertad de comer golosinas, lo hacen principalmente en el momento en que los malos actores están en escena. El placer especial que acompaña a los actos les da más precisión y los hace a la vez más durables y más perfectos, mientras que el placer extraño a estos actos los entorpece y los corrompe, siguiéndose de aquí que estas dos clases de placeres son profundamente diferentes. Los placeres extraños causan poco más o menos el mismo efecto que las penas que son especiales a los actos. Así las penas especiales de ciertos actos los destruyen y los traban: por ejemplo, si a tal persona no gusta y hasta le repugna escribir y si a tal otra la disgusta calcular, la una no escribe y la otra no calcula, [279] porque este acto les es penoso. Por esto los actos son afectados de una manera completamente contraria por los placeres y por las penas que les son propias. Entiendo por propios los placeres o las penas que proceden del acto mismo tomado en sí. Los placeres extraños, repito, producen un efecto análogo al que produciría la pena especial. Destruyen como esta el acto, si bien esto sucede por medios que no se parecen.

Así como los actos difieren en cuanto son buenos o malos, y ciertos actos deben buscarse, otros deben evitarse y otros son indiferentes, lo mismo sucede con los placeres que van unidos a estos actos. Hay un placer propio de cada uno de nuestros actos en particular. El placer propio de un acto virtuoso es un placer honesto, así como es un placer culpable el correspondiente a un mal acto; porque las pasiones que recaen sobre las cosas buenas son dignas de alabanza, lo mismo que son dignas de censura las que se refieren a las cosas vergonzosas. Los placeres que se encuentran en los actos mismos, son aún más particularmente propios de ellos que los deseos de estos actos. Los deseos están separados de los actos por el tiempo en que se producen y por su naturaleza especial; mientras que los placeres, por lo contrario, se ligan íntimamente a los actos y son tan poco distintos que se puede preguntar, no sin alguna incertidumbre, si el acto y el placer no son por completo una sola y misma cosa.

El placer ciertamente no es el pensamiento, ni la sensación; sería un absurdo tomarle por el uno o por la otra; y si parece ser idéntico con ellos, es porque no es posible separarlos. Pero, así como los actos de los sentidos son diferentes, también lo son sus placeres. La vista difiere del tacto por su pureza y su exactitud; el oído y el olfato difieren del paladar. Los placeres de cada uno de estos sentidos difieren igualmente. Los placeres del pensamiento no son menos diferentes de todos estos, y todos los placeres de cada uno de estos dos ordenes difieren específicamente entre sí. también parece que hay para cada animal un placer que sólo es propio de él, como hay para el un género especial de acción, y este placer es el que se aplica especialmente a un acto. De esto se puede convencer cualquiera observando cada uno de los animales. El placer del perro es distinto al del caballo o del hombre, como lo observa Heráclito, cuando dice:

«Un asno escogería la paja y dejaría el oro.» [280]

Y es que el heno es un alimento más agradable que el oro para los asnos. Y así para los seres de especie diversa los placeres difieren también específicamente; y es natural creer, que los placeres de los seres de especies idénticas no son desemejantes en especie. Sin embargo, respecto de los hombres, la diferencia es enorme de un individuo a otro. Unos mismos objetos causan tristeza a unos y encanto a otros; lo que es penoso y odioso para estos, es dulce y agradable para aquellos. La misma diferencia se produce físicamente en las cosas de sabor dulce y que gustan al paladar. Un mismo sabor no causa la misma impresión en el que tiene fiebre que en el hombre sano; el calor no obra de igual modo sobre el enfermo que sobre el hombre en plena salud; y lo mismo sucede en una multitud de cosas. En todos estos casos, la cualidad real verdadera de las cosas es, a mi parecer, la que encuentra en ellas el hombre bien organizado; y si este principio es exacto, como lo creo, la virtud es la verdadera medida de cada cosa. El hombre de bien, en tanto que tal, es el único juez, y los verdaderos placeres son los que el considera tales, y los goces a que el se entregue serán los verdaderos goces. Por otra parte el que a él parezca penoso lo que para otro sea agradable, no hay por qué extrañarlo. Entre los hombres hay una multitud de corrupciones y de vicios; y los placeres que se crean estos seres degradados no son placeres; lo son sólo para ellos y para seres como ellos organizados. En cuanto a los placeres que según juicio unánime de todo el mundo son vergonzosos, es claro que no se les debe llamar placeres, y sólo pueden darles esta denominación los hombres depravados. Pero entre los placeres que parecen honestos, ¿cuál es el placer particular del hombre? ¿Cuál es su naturaleza? ¿No es evidente que es el placer que resulta de los actos que el hombre realiza? Porque los placeres siguen a los actos y los acompañan. Y aparte de que haya un solo acto humano o que haya muchos, es claro que los placeres, que en el hombre completo y verdaderamente dichoso vienen a completar estos actos, deben pasar propiamente por los verdaderos placeres del hombre. Los demás sólo vienen en segunda línea y son susceptibles de muchos grados, como los actos mismos a que se aplican.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 277-280