Obras de Aristóteles La gran moral 1 2 Patricio de Azcárate

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La gran moral · libro primero, capítulo XXXII

De la razón

Hablando de las virtudes, hemos explicado lo que son, en qué actos consisten y a qué se aplican. Además hemos dicho, fijándonos en cada una de ellas en particular, que el que las practica se conduce lo mejor posible y según la recta razón. Pero limitarse a esta generalidad y decir que es preciso obedecer a la recta razón, es como si dijera alguno, que para conservar la salud deben usarse alimentos sanos. Consejo muy oscuro, y si yo lo diera, se me respondería: «indicad con precisión las cosas sanas que recomendáis.» Lo mismo sucede con la razón, y puede preguntarse también: ¿qué es la razón y qué es la recta razón? Para responder a esta pregunta, lo primero que debe cuidarse es de especificar bien la parte del alma, en que radica la razón que se busca.

Ya antes, en una sencilla indagación que hicimos sobre el alma, vimos que hay en ella una parte que está dotada de razón, y otra que es irracional. A su vez, la parte del alma que está dotada de la razón se divide en otras dos, que son la voluntad y el entendimiento, que es capaz de ciencia. Estas partes del alma son diferentes, lo cual se prueba por la diferencia misma de sus objetos. Así como son cosas diferentes entre sí el color, el sabor, el sonido y el olor, así la naturaleza les ha designado sentidos especiales y diversos. Percibimos el sonido por el oído, el sabor por el gusto, el color por la vista. Debe suponerse que la misma ley se aplica a todo lo demás, y puesto que los objetos son diferentes, es preciso también que las partes del alma, que nos los hacen conocer, sean diferentes como ellos. Una cosa es lo inteligible y otra es lo sensible, y como es el alma la que nos hace conocer lo uno y lo otro, es preciso que la parte del alma, que se refiere a lo sensible, sea distinta que la que se refiere a lo inteligible. La voluntad y la libre reflexión se aplican a las cosas de sensación y de movimiento; en una palabra, a todo lo que puede nacer y perecer. Nuestra voluntad delibera acerca de las cosas que depende de nosotros hacer o no hacer después de una decisión previa, y en las que la voluntad y la preferencia reflexiva pueden ejercitarse obrando o no según nuestra elección. Pero [55] siempre recae sobre cosas sensibles y que están en movimiento para mudar de una manera o de otra. Por consiguiente, la parte del alma, que elige y se determina, se refiere, al obrar según la razón, a las cosas sensibles.

Sentados estos puntos, y puesto que la razón se aplica a la verdad, debemos indagar cuáles son las condiciones de lo verdadero en el alma. Puede alcanzarse lo verdadero por la ciencia, la prudencia, el entendimiento, la sabiduría y la conjetura. Debemos preguntarnos, para conservar el enlace con lo que precede, a qué objeto se refiere cada una de estas facultades. Desde luego, la ciencia se aplica a lo que puede saberse, y este dominio se extiende tan allá como la demostración y el razonamiento. En cuanto a la prudencia, se aplica sólo a las cosas factibles y prácticas, que hay posibilidad de buscar o de evitar, y que depende de nosotros hacer o no hacer. Pero en las cosas que el hombre puede producir y en las que puede obrar, es preciso distinguir con cuidado de una parte lo que produce, y de otra lo que simplemente obra. Con respecto a lo que produce, siempre hay un resultado final distinto del hecho de la producción. Así en la arquitectura, que está destinada a producir la casa, el fin especial que se propone es la casa, independientemente de la construcción misma que produce esta casa. Lo mismo sucede con la carpintería y con todas las artes en general, que tienden a producir alguna cosa. En cuanto a las cosas puramente prácticas, no tienen otro fin que la acción misma. Por ejemplo: cuando se toca la lira no hay otro fin que el acto mismo que uno hace, porque el acto y el simple hecho de tocar son en este caso el fin que nos proponemos. Así, pues, la prudencia se aplica a la acción y a las cosas de pura acción sin resultado ulterior; y el arte se aplica a la producción y a las cosas que se producen, porque el uso del arte recae más bien en las cosas que se producen que en aquellas sobre las que simplemente se obra. Y así, puede decirse, que la prudencia es la facultad que escoge voluntariamente y que opera en las cosas en las que depende de nosotros el obrar o no obrar, y todas las cuales tienen en general lo útil por objeto. La prudencia, a mi juicio, es una virtud y no una ciencia, porque los hombres prudentes son dignos de alabanza, y de alabanza sólo es objeto la virtud. Además cabe virtud en toda ciencia, pero no cabe, propiamente hablando, en la prudencia, porque la prudencia, a mi parecer, es ella misma la virtud. [56]

En cuanto a la inteligencia, se aplica a los principios de las cosas inteligibles y de los seres. La ciencia sólo se refiere a las cosas que admiten demostración, y siendo los principios indemostrables, resulta que la ciencia no se aplica a los principios, cuyo conocimiento sólo a la inteligencia y al entendimiento corresponde.

La sabiduría es un compuesto de la ciencia y del entendimiento, porque la sabiduría está en relación a la vez con los principios y con las demostraciones, que se derivan de los principios y son el objeto propio de la ciencia. En tanto que la sabiduría toca a los principios, participa del entendimiento; y en tanto que toca a las cosas que son demostrables como consecuencias de los principios, participa de la ciencia. Luego la sabiduría se compone de ciencia y reentendimiento; y se aplica a las cosas, a las que se aplican igualmente el entendimiento y la ciencia. En fin, la conjetura es la facultad por la que procuramos, en todos los casos en que las cosas presentan un doble aspecto, distinguir si son o no son de tal o de cual manera.

La prudencia y la sabiduría, que acabamos de definir, ¿son o no una sola y misma cosa? La sabiduría se dirige a las cosas a que alcanza la demostración y que son inmutablemente siempre lo que son. Pero la prudencia, lejos de referirse a las cosas de esta clase, se refiere a las cosas que están sujetas a cambio. Me explicaré: por ejemplo, la línea recta, la línea curva, la línea cóncava y todas las cosas de este género son siempre las mismas; pero las cosas de interés no son tales que no puedan estar perpetuamente cambiando; cambian, pues, y el interés de hoy no es el interés de mañana; lo que es útil a este no lo es a aquel, y lo que es útil de tal manera no lo es de tal otra. Y la prudencia, no la sabiduría, es la que se aplica a las cosas de utilidad, a los intereses. Luego la prudencia y la sabiduría son muy diferentes. ¿Pero la sabiduría es o no una virtud? Puede verse claramente, que sólo es virtud en cuanto participa de la naturaleza de la prudencia. La prudencia, como ya hemos dicho, es una virtud de una de las dos partes del alma que poseen la razón; pero es evidente que está por bajo de la sabiduría, porque se aplica a objetos inferiores. La sabiduría sólo se aplica a lo eterno y a lo divino, como acabamos de ver, mientras que la prudencia se ocupa sólo de intereses humanos. Luego si el término menos elevado es una [57] virtud, con más razón lo será el término más alto; lo cual prueba ciertamente que la sabiduría es una virtud.

Por otra parte, ¿qué es la habilidad y a qué se aplica? La habilidad se ejercita también en las cosas a que se aplica la prudencia, es decir, en las cosas que el hombre puede y debe hacer. Se da el nombre de hábil al que es capaz de deliberar sensatamente y de ver y juzgar bien, pero cuyo juicio se aplica a cosas pequeñas y sólo gusta de las mismas. Y así la habilidad y el hombre hábil sólo son una parte de la prudencia y del hombre prudente, y no podrían existir sin ellos, porque es imposible separar la idea del hombre hábil de la del hombre prudente. La misma observación puede aplicarse también a la maña. La maña no es la prudencia; el hombre mañoso no es el hombre prudente; sin embargo, el hombre prudente es mañoso. He aquí por qué la maña coopera en cierta manera a los actos de la prudencia. Pero se dice de un hombre malo que es mañoso, y así es la verdad; como, por ejemplo, Mentor{13} que parecía mañoso, sin ser por eso prudente. Lo propio de la prudencia y del hombre prudente es el desear siempre las cosas más nobles, preferirlas siempre y practicarlas siempre. Por lo contrario, el objeto único de la maña y del hombre mañoso es descubrir los medios de realizar las cosas que hay que realizar y saber proporcionárselas. Tales son los objetos que ocupan al hombre mañoso, y a los cuales consagra todos sus cuidados.

Por lo demás, se nos podría preguntar, no sin extrañeza, por qué, siendo el objeto de esta obra la moral y la política, hemos venido a hablar también de la sabiduría. Nuestra primera respuesta es, que si la sabiduría es una virtud, como dijimos antes, no debe ser extraño a nuestro objeto su estudio. En segundo lugar, compete al filósofo estudiar sin excepción todos los objetos que están comprendidos en un mismo círculo; y puesto que hablamos de las cosas del alma, es justo hablar de todas; y como la sabiduría está en el alma, hablar de ella no es salirse del estudio del alma.

La relación que hemos señalado entre la maña y la prudencia se aplica, al parecer, a todas las demás virtudes. Quiero decir, que en cada uno de nosotros hay virtudes innatas debidas a la naturaleza y que son como fuerzas instintivas, que sin la intervención de la razón arrastran a cada hombre a actos de valor, [58] de justicia y a otros relativos a las demás virtudes. Me apresuro a decir, que estas virtudes se forman también bajo la influencia del hábito y de la voluntad. Pero sólo las virtudes adquiridas y a las que va unida la razón son por completo virtudes y las únicas dignas de estimación. Así pues la virtud puramente natural obra sin la razón, y precisamente porque está aislada de la razón es débil y no es digna de alabanza; pero si se une a la razón y al libre albedrío, entonces forma la virtud completa y perfecta. El instinto natural, que nos arrastra a la virtud, necesita el apoyo de la razón y no puede existir sin ella. Por otra parte, la razón y el libre albedrío no llegan a formar completamente la virtud por sí solos, sin la tendencia instintiva que da la naturaleza. Esto prueba que Sócrates no está en lo exacto, cuando pretende que la virtud no es más que la razón, porque sostiene que de nada sirve hacer actos de valor y de justicia, si no se sabe que se hacen y si no se determina uno a ello mediante la razón en la elección que haga. Sócrates se equivocaba cuando decía que la virtud es el fruto de la razón sola. Los filósofos de nuestros días comprenden mejor las cosas, cuando dicen que la virtud consiste en hacer buenos acciones según la recta razón; y sin embargo, su teoría no es aún del todo exacta. En efecto, si alguno realizase actos de perfecta justicia sin la menor intención, sin el menor conocimiento de las cosas bellas que practica y dejándose llevar por una especie de arranque irracional, sus actos podrían muy bien ser excelentes y conformes a la recta razón, quiero decir, que habría obrado precisamente según lo que ordena la recta razón; y sin embargo una acción de esta clase nunca merecería alabanza y estimación. Y así la definición que proponemos nos parece preferible, entendiendo que la virtud es el instinto natural guiado hacia el bien por la razón, porque en este caso es a la vez la virtud y una cosa digna de estimación y de alabanza.

En cuanto a la cuestión de saber si la prudencia es o no realmente una virtud, he aquí un argumento que prueba clarísimamente que lo es. Si la justicia, el valor y las demás virtudes son estimables, porque hacen cosas preciosas, es evidente que la prudencia es igualmente digna de estimación y que debe colocársela en este elevado rango de virtud, porque la prudencia se aplica a las acciones que el valor nos inspira instintivamente. En general, el valor realiza su obra por entero según se [59] lo aconseja la prudencia; y por consiguiente, si el valor es laudable en sí mismo, porque hace lo que la prudencia le ordena, la prudencia con más razón debe ser absolutamente laudable y absolutamente una virtud. ¿La prudencia es o no una virtud activa y práctica? Esto se puede ver más claramente observando las diversas ciencias. Tomemos por ejemplo la arquitectura. En este arte hay por una parte el que llamamos arquitecto, que dirige todo el trabajo, y por otra el que obedece al arquitecto, sirviéndole, y se llama albañil. Este último es el que hace la casa, pero el arquitecto, en cuanto el albañil la construye en vista de sus planos, también hace la casa. Lo mismo sucede en todas las demás ciencias que producen algo, y en las que habrán de distinguirse el jefe que guía y el obrero que ejecuta. El jefe produce hasta cierto punto una cierta cosa, y produce esta misma obra que hace el obrero que obedece a sus ordenes. Si sucede absolutamente lo mismo con las virtudes, lo cual parece muy probable y muy racional, se sigue que la prudencia es también una virtud que obra, una virtud práctica; porque todas las virtudes son activas y prácticas, y la prudencia desempeña en medio de ellas en cierta manera el papel de jefe y de arquitecto. Lo que ella prescribe, lo ejecutan fielmente así las virtudes como los corazones por ellas inspirados; y puesto que las virtudes son activas y prácticas, la prudencia lo es como lo son ellas.

En fin, otra cuestión será saber, si la prudencia manda o no manda, como se ha sostenido y no sin motivo, a las otras partes del alma. No me parece que deba mandar a las partes que son superiores respecto de ella, por ejemplo, a la sabiduría. Pero se dice que vigila y gobierna soberanamente todas las demás partes del alma, prescribiéndoles lo que han de hacer. Mas si es el jefe, quizá lo es en el alma como el administrador en el seno de la familia, que es dueño de todo y dispone de todo, pero en el fondo no es el que manda absolutamente, puesto que no hace más que procurar descanso a su principal, el cual, si se distrajera con todos estos cuidados imprescindibles, se vería en la necesidad de renunciar a todas las bellas y nobles cosas que pudieran convenirle. La prudencia, semejante e este útil servidor, es como el administrador de la sabiduría, y procura a esta el tiempo que necesita para realizar su obra suprema, conteniendo y moderando las pasiones.

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{13} No se sabe si se refiere al Mentor de la Odisea o algún otro personaje.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 2, páginas 54-59