Obras de Aristóteles La gran moral 1 2 Patricio de Azcárate

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La gran moral · libro segundo, capítulo V

Cuestiones diversas

Pueden suscitarse objeciones contra algunas de las teorías precedentes, diciendo: si cometer una injusticia es dañar a alguno con plena voluntad, sabiendo que se le daña, quién es el dañado, cómo y por qué se le daña; y si además el daño hecho a otro y la injusticia cometida sólo pueden recaer sobre los bienes y en los bienes exclusivamente, se sigue de aquí que el hombre que comete una injusticia, el hombre injusto, sabe perfectamente lo que es el bien y lo que es el mal. Y conocer precisamente estos matices delicados es lo propio del hombre prudente, es lo propio de la prudencia. Pero es un absurdo manifiesto creer, que este bien admirable que se llama la prudencia, que es el primero de los bienes, sea propio del hombre injusto. ¿No deberá decirse más bien, que la prudencia no puede ser jamás compañera del hombre injusto? El hombre injusto no es capaz de juzgar, ni busca lo que es absolutamente bien y ni aún lo que es especialmente su propio bien; se engaña siempre en esto, mientras que la función eminente de la prudencia consiste en discernir con seguridad las cosas de este género. Aquí sucede lo que en la medicina. No hay nadie que no sepa lo que es sano absolutamente hablando y lo que mantiene la salud: por ejemplo, todos saben la utilidad del eléboro, de los purgantes, de las amputaciones, de los cauterios, y nadie ignora que estos remedios son muy saludables y que dan la salud. Pero sabiendo todos esto, no por eso poseemos la ciencia médica; porque no sabemos cuál será el remedio conveniente en cada caso particular, como el médico que sabe el remedio que será bueno para tal enfermo, la disposición en que este ha de estar para suministrárselo y qué momento será el oportuno; conocimientos que constituyen la verdadera ciencia de la medicina. Sabiendo pues de una manera absoluta y general lo que [64] es bueno para la salud, no por eso poseemos la ciencia médica, ni tampoco la llevamos con nosotros mismos.

En igual forma, el hombre injusto sabe de una manera general que la dominación, el poder, la riqueza son bienes; pero no sabe absolutamente si son bienes verdaderos para él, ni en qué momento le convienen, ni en qué disposición moral debe estar para que estos bienes le sean provechosos. Este discernimiento sólo pertenece a la prudencia, y la prudencia no acompaña al hombre injusto. Los bienes que codicia y que adquiere mediante su crimen son, si se quiere, bienes absolutos; pero no son los bienes que le convienen. La riqueza y el poder, absolutamente hablando, son bienes, pero no son bienes para tal hombre en particular, puesto que la riqueza y el poder, que ha adquirido, sólo le servirán para causar mucho mal a sí y a sus amigos, y jamás sabrá emplear como conviene el poder que ha caído en sus manos.

Otra cuestión bastante embarazosa se puede también suscitar, y consiste en saber si la injusticia es o no posible contra el hombre malo. He aquí lo que puede decirse: si la injusticia es un daño que se causa a otro y este daño consiste en la privación de los bienes que se le arrancan, no parece que pueda hacerse daño al hombre malo, puesto que los bienes que le parecen ser bienes para él, no lo son verdaderamente. El poder y la riqueza no pueden menos de dañar al hombre malo, que jamás sabrá hacer de ellos un uso conveniente; luego si esta posesión es un daño para él, no se comete una injusticia arrancándoselos. Este razonamiento parecerá sin duda a la mayor parte de los espíritus una pura paradoja, porque todo el mundo se cree muy capaz de usar del poder, de la dominación y de la riqueza; pero esta suposición es puramente gratuita y falsa. El legislador mismo es de este dictamen, pues se guarda bien de confiar el poder a todos los ciudadanos sin distinción. Lejos de esto, fija con cuidado la edad y la fortuna que cada uno debe tener para tomar parte en el gobierno. Esto nace de que el legislador no cree que todos indistintamente puedan mandar, y si alguno se rebela por no tener parte en la autoridad y porque no se le permite gobernar, se le puede decir: «no tenéis en vuestra alma nada de lo que se necesita para mandar y gobernar a los demás.» En lo que corresponde al cuerpo, debe tenerse en cuenta que para tratarle bien, no basta tomar únicamente cosas absolutamente buenas, sino que si se quiere curar una salud resentida, es preciso seguir un régimen [65] y reducirse por el pronto a una pequeña cantidad de agua y de alimentos. A un alma mala, para impedirla hacer el mal, ¿qué otro recurso queda que negarle todo, autoridad, riqueza, poder y todos los bienes de este género, con tanta más razón cuanto que el alma es cien veces más móvil y más mudable que el cuerpo? Porque así como el que tiene el cuerpo enfermo, debe someterse para curarse al régimen que indiqué antes, así el alma enferma se hará quizá capaz de conducirse bien, si se desprende de todo lo que la pervierte.

Otro problema, que se puede también presentar, es el siguiente. En los casos en que no se pueden ejecutar a la vez actos justos y valerosos, ¿cuáles son los que deben preferirse? Con respecto a las virtudes naturales, ya hemos dicho que basta el instinto que arrastra al hombre hacia el bien, sin que sea necesaria la intervención de la razón. Pero cuando la elección voluntaria y libre es posible, ella depende siempre de la razón, de esta parte del alma que posee la razón. Por consiguiente, se podrá escoger y decidirse libremente en el acto mismo en que se sienta uno arrastrado por el instinto, y entonces tendrá lugar la virtud perfecta que, como hemos dicho, va siempre acompañada de la reflexión y de la prudencia. Si la virtud perfecta no es posible sin el instinto natural del bien, tampoco puede suceder que una virtud sea contraria a otra virtud. La virtud se somete naturalmente a la razón y obra como esta se lo ordena, de tal manera que la virtud se inclina de suyo al lado adonde la razón la conduce, porque la razón es la que escoge siempre el mejor partido. Las demás virtudes no son posibles sin la prudencia, así como la prudencia no es completa sin las demás virtudes; pero todas las virtudes en su acción se prestan un mutuo apoyo, y son todas compañeras y sirvientas de la prudencia.

Una cuestión no menos delicada que las precedentes es la de averiguar, si con las virtudes sucede lo que con los demás bienes exteriores y corporales. Cuando estos bienes son demasiado abundantes, corrompen a los hombres por su exceso, y así la riqueza excesiva hace a los hombres desdeñosos y duros, y los demás bienes de este orden, poder, honores, belleza y fuerza no corrompen menos que la riqueza. ¿Sucederá lo mismo con la virtud? ¿Si la justicia o el valor se encontraran con exceso en el corazón de un hombre, este hombre no sería peor? No, no lo sería. Pero puede añadirse que la gloria [66] procede de la virtud, y que llevada aquella hasta el exceso, hace a los hombres malos y corrompidos; luego, la virtud, llegando a aumentarse y agrandar, pervertirá a los hombres; y puesto que estamos de acuerdo en que la virtud es causa de la gloria, es preciso convenir, por consiguiente, en que la virtud aumentándose corromperá los hombres tanto como a sí misma. ¿Pero todo esto no es contrario a la verdad? Si la virtud produce otros efectos admirables, como realmente sucede, el más positivo consiste sin contradicción en que asegura el uso juicioso de todos estos bienes mediante su influencia sobre los que los poseen. El hombre de bien que no sepa emplear, como es conveniente, los honores y el poder que le hayan cabido en suerte, cesará por esto mismo de ser hombre de bien. Por consiguiente, ni los honores, ni el poder podrán corromper al hombre virtuoso, como no pueden corromper a la virtud misma. En resumen, puesto que hemos demostrado al principio de este estudio que las virtudes son medios, se sigue de aquí que cuanto más grande es la virtud más medio será; y que la virtud, al aumentarse, lejos de hacer a los hombres más malos, deberá por el contrario hacerlos mejores, porque el medio de que hablamos es el medio entre el exceso y el defecto en las pasiones que agitan al corazón del hombre. Pero no hablemos más sobre esta materia.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 2, páginas 63-66