Obras de Aristóteles La gran moral 1 2 Patricio de Azcárate

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La gran moral · libro segundo, capítulo VIII

De la templanza

Para explicar bien la templanza y la intemperancia, debemos ante todo exponer la discusión de que han sido objeto y las teorías que se han suscitado, algunas de las cuales son contrarias a los hechos. Estudiando las cuestiones que se han promovido y comprobándolas nosotros mismos, llegaremos a descubrir en lo posible la verdad en estas materias; y este será el mejor método y el que más fácilmente nos puede conducir para conseguirlo.

El viejo Sócrates llegó hasta suprimir y negar enteramente la intemperancia, sosteniendo que nadie hace el mal con conocimiento de causa. Pero el intemperante, que no sabe dominarse, parece que hace el mal sabiendo que es mal, arrastrado y todo por la pasión que le domina. Resultado de esta opinión, [68] Sócrates creyó que no había intemperancia. Pero este es un error. Es un absurdo atenerse a semejante razonamiento y negar un hecho que es de toda certidumbre. Sí, hay hombres intemperantes; y saben muy bien que, al obrar como obran, hacen mal.

Puesto que la intemperancia es una cosa real, pregunto si el intemperante tiene una ciencia de cierta especie, que le hace ver y buscar las malas acciones que comete. Por otra parte, parecería un absurdo que lo que hay en nosotros de más poderoso y más firme, sea dominado y vencido por ninguna otra cosa. Ahora bien, de todo lo que existe en nosotros, la ciencia es, sin contradicción, lo más estable y lo más fuerte, y esta observación tiende a probar que el intemperante no tiene el conocimiento de lo que hace. Mas si no tiene precisamente la ciencia, ¿tiene por lo menos la opinión, tiene la sospecha? Pero si el intemperante sólo tiene una sospecha de lo que hace, entonces cesa de ser reprensible. Si hace alguna cosa mala sin saber precisamente que es mala, sino sólo suponiéndolo mediante una opinión incierta, se le puede perdonar que se deje llevar del placer, puesto que comete el mal no sabiendo exactamente que es mal, y presumiéndolo tan sólo. No se reprende a aquellos a quienes se excusa, y por consiguiente, puesto que el intemperante sólo tiene una vaga sospecha de lo que hace, no es reprensible. Sin embargo, es realmente digno de censura.

Todos estos razonamientos sólo sirven para entorpecernos. Unos, negando que el intemperante tiene la ciencia de lo que hace, nos llevan a una conclusión absurda; y otros, sosteniendo que ni aun una vaga opinión tienen, nos han conducido a una oscuridad no menos extraña.

Pero he aquí otras cuestiones que también se pueden promover. El hombre que sabe ser prudente, podrá también ser templado, y entonces se pregunta: ¿hay algo que pueda causar al prudente deseos violentos? Si es templado y si se domina, como se supone, será preciso que experimente pasiones violentas, porque no se puede llamar templado a un hombre que sólo domina las pasiones moderadas. Luego si no tiene pasiones vivas, ya no es moderado, porque no hay moderación desde el momento en que no hay deseos ni emociones. Pero esta misma explicación presenta dificultades nuevas, porque este razonamiento tiende a concluir, que algunas veces el intemperante es digno de alabanza y el templado digno de [69] represión. Puede suceder, se dirá, que alguno se engañe en su razonamiento, y que, razonando, encuentre que el bien es el mal, arrastrándole por otra parte la pasión hacia el bien. La razón no le permitirá hacer lo que el tiene por mal; pero dejándose guiar por la pasión, lo hará; porque obrar conforme a la pasión, es lo propio del intemperante, como ya hemos dicho. Por consiguiente, hará el bien, porque su pasión le mueve a ello; pero su razón le impedirá obrar, puesto que suponemos que se aleja del bien que desconoce a causa del razonamiento hecho. Luego este hombre será intemperante, y sin embargo será laudable, puesto que lo es en tanto que obra el bien. Y he aquí un primer resultado que es perfectamente absurdo. Partamos también de esta misma hipótesis y supongamos que este hombre se extravía usando de su razón, la cual le hace creer que el bien no es el bien, y que al mismo tiempo su pasión le conduzca igualmente a obrar bien. Pero la templanza consiste en resistir mediante la razón las pasiones y los deseos que uno siente en su alma; y así este hombre que se verá engañado por su razón, estará impedido de ejecutar lo que su pasión desea, y por consiguiente de hacer el bien, puesto que al bien es al que le conducía su pasión. Pero el que no sabe hacer el bien en los casos en que es de su deber hacerlo, es reprensible; luego el hombre templado será algunas veces digno de reprensión. Esta segunda consecuencia es tan absurda como la otra.

Otra cuestión tiene por objeto indagar, si puede tener lugar la intemperancia y ser uno intemperante en el uso de toda especie de cosas y en la busca de todas ellas; si es uno intemperante, por ejemplo, en punto a riqueza, honores, cólera, gloria y todas las cosas en que los hombres parecen mostrarse intemperantes; o bien, si la intemperancia sólo se aplica a un orden especial de cosas.

He aquí cuestiones que parecen dudosas, y que precisamente hay que resolver.

Ante todo discutamos la cuestión relativa a la ciencia que se niega al intemperante. Como ya lo hemos hecho ver, es un absurdo suponer que un hombre que tiene la ciencia, la pierda de repente o la deje escapar. El mismo razonamiento tiene lugar respecto a la simple opinión y a la vaga sospecha, y no hay aquí ninguna diferencia entre la opinión incierta y la ciencia precisa. Desde el momento en que la simple opinión, a causa de su misma [70] vivacidad, se ha hecho sólida e inquebrantable, no la separará ya la menor diferencia de la ciencia con respecto a los que tienen estas opiniones, porque creerán que las cosas son realmente como su opinión se las hace ver. Heráclito de Efeso al parecer tenía esta opinión imperturbable en todas las creencias que engendraba. Y así nada tiene de absurdo el creer, que el intemperante, ya tenga la ciencia verdadera, ya la simple opinión, tal como aquí la suponemos, pueda hacer el mal. Esto nace de que la palabra saber tiene un doble sentido; en uno, saber significa poseer la ciencia, y decimos que alguno sabe alguna cosa, cuando posee la ciencia de esta cosa; y en otro, saber significa obrar en conformidad a la ciencia que se tiene. Y así el intemperante puede ser muy bien el hombre que tiene la ciencia del bien, pero que no obra conforme a esta ciencia. Desde el acto que no obra conforme a esta ciencia, no es un absurdo sostener que puede hacer el mal en el acto mismo de tener la ciencia del bien. Este hombre se encuentra en el mismo caso que los que están dormidos, los cuales podrán tener la ciencia, pero harán y experimentarán durante el sueño una multitud de cosas que repugnen a la ciencia, porque en este estado la ciencia no obra en ellos. Lo mismo sucede al intemperante; se parece al hombre dormido, y no obra va conforme a la ciencia que posee.

Tal es la solución de la cuestión que se había suscitado sobre este punto, porque se preguntaba, si en este momento el intemperante pierde la ciencia que posee o si la ciencia le falta en tal momento, y las dos suposiciones parecen igualmente insostenibles.

Pero he aquí otra explicación que puede hacer esto perfectamente evidente. Ya hemos dicho en los Analíticos, que el silogismo se forma de dos proposiciones, una universal, y otra, comprendida en esta, que es particular. Por ejemplo; yo sé curar a todo hombre que tiene fiebre; es así que el que tengo a la vista tiene fiebre, luego yo sé curar a este hombre en particular. Pero puede suceder que sepa yo de ciencia universal y general lo que no sé de ciencia particular. Puede incurrirse en un error en este último caso hasta por alguno que tenga ciencia; por ejemplo, tal persona sabe curar a todo hombre que tiene fiebre, pero sin embargo no sabe en particular que un hombre dado tiene fiebre. He aquí cómo, en igual forma, el intemperante puede cometer una falta, por mas que tenga la ciencia de aquello que [71] él practica, porque puede suceder muy bien que el intemperante tenga esta ciencia general de que tales cosas son malas y dañosas, sin que por eso sepa claramente que tales cosas en particular son malas y dañosas para él. Y así se engañará, a pesar de tener la ciencia, porque posee la ciencia general y no la ciencia particular. No es, pues, absurdo sostener que el intemperante hará el mal aun teniendo la ciencia de lo que hace. Lo mismo sucede, poco más o menos en el caso do embriaguez. Los ebrios, cuando su embriaguez les ha abandonado, vuelven a ser lo que eran antes; la razón y la ciencia no han desaparecido de ellos, sino que han sido dominadas y vencidas por la embriaguez, y libres de ella, vuelven a su estado ordinario. Lo mismo sucede al intemperante; la pasión que le domina impone silencio a la razón, pero cuando la pasión cesa, como cesa la embriaguez, el intemperante vuelve a lo que era antes de ceder ante ella.

Pasemos ahora a otro razonamiento bastante embarazoso, con el cual se quiere demostrar que algunas veces la intemperancia puede ser digna de alabanza, y la templanza digna de reprensión. Este segundo razonamiento no vale más que el primero. El templado, lo mismo que el intemperante, no es aquel a quien engaña su razón; es el hombre que tiene la razón recta y sana y que juzga mediante ella lo que es malo y lo que es bueno; pero que se hace intemperante cuando desobedece a esta razón, y templado cuando se somete a ella sin dejarse llevar de las pasiones que siente. De un hombre que tiene por cosa horrible golpear a su padre, pero que se abstiene de hacerlo, cuando casualmente le acomete este deseo abominable, no puede decirse que sepa dominarse y que por este motivo se le deba llamar templado. Pero, si en todos los casos de este género que pueden proponerse no hay templanza ni intemperancia, la intemperancia no puede ser digna de alabanza, ni la templanza digna de reprensión, como se pretendía. Hay intemperancias que sólo son productos de enfermedades, y hay otras que son naturales; por ejemplo, es un efecto de enfermedad el no poder dejar de arrancarse los cabellos y roerlos. Cuando se domina este extraño capricho, no por esto es uno digno de alabanza, ni tampoco reprensible por no poder dominarlo; o cuando menos, la victoria o la derrota son de muy poca importancia en este caso. De otra parte, hay arrebatos que son naturales. Por ejemplo, compareciendo ante el tribunal un hijo por haber golpeado a su padre, se defendió [72] diciendo a los jueces: «también él golpeó a su padre» y fue absuelto, porque creyeron los jueces que este era un delito natural que estaba en la sangre; lo cual no impide que si alguno ha sido en un caso dado bastante dueño de sí mismo para no golpear a su padre, no merezca absolutamente la alabanza por haberse abstenido de tan odiosa acción.

Pero no son la templanza y la intemperancia, consideradas en estas condiciones excepcionales, de las que tratamos aquí, puesto que sólo son objeto de nuestro estudio las especies de templanza y de intemperancia, que nos hacen absolutamente dignos de alabanza o de reprensión. Entre los bienes, unos son exteriores a nosotros, como la riqueza, el poder, los honores, los amigos o la gloria. Hay otros que nos son necesarios y que son corporales, como los que se refieren al tacto y al gusto. El hombre intemperante en las cosas de esta última clase es, al parecer, el que debe llamarse, absolutamente hablando, intemperante. Las faltas que comete se refieren únicamente al cuerpo, y a esta, clase de exceso es al que limitamos la intemperancia que nos proponemos estudiar. Se preguntaba un poco más arriba a qué se aplica especialmente la intemperancia. Respondo que, hablando con propiedad, no puede llamarse intemperante al que lo es en punto a honores, porque se alaba generalmente al que tiene esta clase de intemperancia, y se le llama ambicioso. Cuando hablamos de un hombre que es intemperante en esta clase de cosas, añadimos ordinariamente al epíteto de intemperante el nombre de la cosa misma; y así decimos, que es intemperante en punto a honores, en punto a gloria, en punto a cólera. Pero cuando queremos designar al intemperante de una manera absoluta, no tenemos necesidad de añadir la indicación de las cosas en que lo es, porque se ve cuáles son las cosas en que es intemperante, sin que haya de añadirse la designación especial. El intemperante, absolutamente hablando, lo es con relación a los placeres y a los sufrimientos del cuerpo.

He aquí otra prueba de que esto es a lo que realmente se aplica la intemperancia. Puesto que se concede que el intemperante es reprensible; los objetos de su intemperancia deben ser también reprensibles. Pero los honores, la gloria, el poder, las riquezas y todas las cosas análogas, respecto de las que cabe el nombre de intemperancia, no son reprensibles por sí mismas. Por lo contrario, los placeres del cuerpo lo son, y al que se [73] entrega con exceso a ellos se llama con razón y justo motivo intemperante.

Pero como de todas las intemperancias, fuera de la de los placeres del cuerpo, es la de la cólera la más reprensible, puede preguntarse si esta es más reprensible que la de los placeres. La intemperancia de la cólera es absolutamente semejante al apuro que muestran los esclavos por servir con un excesivo celo a su señor. Apenas este les dice: «dame...» cuando llevados de su celo, entregan, antes de haber oído lo que deben entregar; y muchas veces se engañan en la cosa que llevan a su señor, y en lugar del libro que este pedía le llevan un estilo para escribir. El intemperante, en punto a cólera, está en el mismo caso que estos esclavos. Apenas oye la primera frase que cree ofensiva, cuando su corazón se llena de un deseo desenfrenado de venganza, y ya no puede escuchar ni una sola palabra para poder saber si obra bien o mal al irritarse o, por lo menos, si se irrita más de lo que debiera. Esta tendencia a la cólera, que puede llamarse intemperancia de cólera, no me parece muy reprensible. Pero la intemperancia que abusa del placer lo es, a mi parecer, mucho más. Este segundo arrebato difiere del otro en que la razón interviene en el para impedir que se obre, y el intemperante que se deja dominar por el placer, obra contra la razón que le habla. Y así, esta intemperancia merece más reprensión que la intemperancia de la cólera, porque esta es un verdadero sufrimiento, en tanto quo no puede uno encolerizarse sin sufrir; mientras que, por lo contrario, la intemperancia, que procede del deseo o de la pasión, siempre va acompañada de placer. Esto es lo que la hace más reprensible, porque la intemperancia, que acompaña al placer, parece una especie de insolencia y de desafío a la razón.

¿La templanza y la paciencia son una sola y misma virtud? La templanza se refiere a los placeres, y es hombre templado el que sabe dominar sus peligrosos atractivos; la paciencia, por lo contrario, sólo se refiere al dolor, y el que soporta y sufre los males con resignacion es paciente y firme. En igual forma, la intemperancia y la molicie no son la misma cosa. Hay molicie y es flojo un hombre, cuando no sabe soportar las fatigas, no todas indistintamente, sino las que otro hombre en las mismas circunstancias se creería en la necesidad de soportar. El intemperante es el que no puede soportar los alicientes del placer y se deja ablandar y arrastrar por ellos. [74]

Puede distinguirse aún el intemperante del que se llama incontinente. ¿El incontinente es intemperante? ¿Y el intemperante debe confundirse con el incontinente? El incontinente es el que cree que lo que hace es excelente y le es muy útil, y que no tiene en sí mismo una razón que sea capaz de oponerse a los placeres que le seducen y le ciegan. El intemperante, por lo contrario, siente en sí la razón que se opone a sus extravíos en aquellas cosas a que le arrastra su funesta pasión. De estos dos, ¿cuál es el que más fácilmente puede curar, el intemperante o el incontinente? Lo que parecería probar que el intemperante es menos fácil de corregir y que el incontinente es más curable, es que este, si tuviese en sí la razón que le hiciera conocer que obraba mal, no lo haría, mientras que el intemperante posee la razón que se lo advierte y sin embargo obra; por consiguiente, parece absolutamente incorregible. Bajo otro punto de vista, ¿cuál es el más malo de los dos, el que nada bueno tiene absolutamente en sí, o el que une buenas cualidades a los vicios que señalamos? ¿No es evidente que es el incontinente, puesto que la facultad más preciosa que tiene en sí se encuentra profundamente viciada? El intemperante posee un bien admirable, que es la razón sana y recta, mientras que el incontinente no la tiene. La razón, por lo demás, puede decirse que es el principio de los vicios del uno y del otro. En el intemperante, el principio, que es la cosa verdaderamente capital, es todo lo que debe ser y está en excelente estado; pero en el incontinente, este principio está alterado; y en este sentido, el incontinente está por bajo del intemperante.

Con estos vicios sucede lo que con aquel a que hemos dado el nombre de brutalidad, el cual es preciso considerar, no en el bruto mismo, sino en el hombre. ¿Por qué este nombre de brutalidad está reservado a la última degradación del vicio? ¿Y por qué no se le puede estudiar en el bruto? Por la razón única de que el mal principio no está en el animal, puesto que sólo la razón es el principio. ¿Quién ha hecho más mal al mundo, un león o un Dionisio, un Falaris, un Clearco o cualquier otro malvado? ¿No es claro que fueron estos monstruos? El principio malo, que está en el ser, es de la mayor importancia para el mal que aquel hace, pero en el animal no hay un principio de esta clase. En el incontinente por tanto el principio es el malo, y en el momento mismo que comete actos culpables, la razón, de acuerdo con su pasión, [75] le dice que es preciso hacer lo que hace. Esto prueba que el principio que está en él no es sano, y en este concepto el intemperante podría aparecer por cima del disoluto.

Por lo demás pueden distinguirse dos especies de intemperancia. La una que arrastra desde el primer momento, sin que preceda premeditación, y que es instantánea; por ejemplo, cuando vemos una mujer hermosa y en el acto advertimos una impresión, como resultado de la cual surge en nosotros el deseo instintivo de cometer ciertos actos que quizá no deberían cometerse. La otra especie de intemperancia no es en cierta manera más que una debilidad, porque va acompañada de la razón que nos impide obrar. La primera especie no deberá considerársela muy digna de reprensión; porque puede producirse también en corazones virtuosos, es decir, en hombres ardientes y bien organizados. Pero la otra sólo se produce en los temperamentos fries y melancólicos, y estos son reprensibles. Añadamos que siempre se puede, si atendemos a la razón, llegar a no sentir nada en este caso, diciéndose a sí mismo que, si aparece una mujer hermosa, es preciso contenerse en su presencia. Si se sabe prevenir así todo peligro mediante la razón, el intemperante, arrastrado quizá por una impresión imprevista, no experimentará ni hará nada que sea vergonzoso. Pero cuando a pesar de lo que aconseja la razón, enseñándonos que es preciso abstenerse de estos hechos, se deja uno ablandar y arrastrar por el placer, se hace el hombre mucho más culpable. El hombre virtuoso jamás se hará intemperante de esta manera, y la razón misma, adelantándose, no tendrá necesidad de curarle. La razón sola es su guía soberana; pero el intemperante no obedece a la razón, sino que, entregándose por entero al placer, se deja ablandar y hasta enervar por ella.

Más arriba preguntamos si el prudente es templado; cuestión que podemos resolver ahora. Sí, el prudente es templado igualmente, porque el hombre templado no es sólo el hombre que sabe con su razón domar las pasiones que siente, sino que es también el que, sin experimentar estas pasiones, es capaz de vencerlas, si llegan a nacer en él. El prudente es el que no tiene malas pasiones y que posee además la recta razón para dominarlas. El templado es que el siente malas pasiones y sabe aplicar a ellas su recta razón; por consiguiente, el templado viene después del prudente, y es prudente también. El prudente [76] es el que no siente nada; el templado es el que siente y que domina, o puede dominar en caso necesario, lo que experimenta. Nada de esto pasa con el prudente, y no deberá confundirse absolutamente al intemperante con él.

Otra cuestión: el intemperante, ¿es incontinente?, el incontinente, ¿es intemperante? ¿O bien lo uno no es consecuencia de lo otro? El intemperante, como ya hemos dicho, es aquel cuya razón combate las pasiones; pero el incontinente no está en este caso, porque es el que, al hacer el mal, tiene la aquiescencia de su razón. Y así el incontinente no es como el intemperante, ni el intemperante como el incontinente. Hasta puede decirse que el incontinente está por bajo del intemperante, porque los vicios de naturaleza son más difíciles de curar que los que proceden del hábito, porque toda la fuerza del hábito se reduce a que las cosas en nosotros se conviertan en una segunda naturaleza. Y así el incontinente es el que por su propia naturaleza y por ser tal como es se encuentra capaz de ser vicioso, y este es el origen único de que se forme en él una razón mala y perversa. Pero el intemperante no es así, pues no porque él sea por naturaleza malo, su razón lo ha de ser también, porque sería esta necesariamente mala, si fuese el mismo por naturaleza lo que es el hombre vicioso. En una palabra, el intemperante es vicioso por hábito, y el incontinente lo es por naturaleza. El incontinente es más difícil de curar, porque un hábito puede ser sustituido por otro hábito, mientras que nada puede suplantar a la naturaleza.

Pasemos ahora a la última cuestión. Puesto que el intemperante es tal que sabe lo que hace y no le engaña su razón, y como por otra parte el hombre prudente examina cada cosa con la recta razón, podemos preguntar: ¿el hombre prudente puede ser o no intemperante? Es posible esta duda en ciertas teorías, pero si nos atenemos a lo que precede, podremos concluir que el hombre prudente no es intemperante. Conforme a lo que hemos dicho, el hombre prudente no es sólo el que está dotado de una razón sana y recta, sino que principalmente sabe practicar y realizar lo que parece mejor a su razón ilustrada. Luego si el hombre prudente hace las mejores cosas, evidentemente no puede ser intemperante. Pero el hombre hábil puede serlo, porque en lo que precede hemos separado la prudencia de la habilidad, cosas que encontramos muy diferentes. Se aplican ambas a los mismos [77] objetos, pero la una sabe obrar y la otra no obra. Así, pues, el hombre hábil puede muy bien ser intemperante; porque puede no obrar en las mismas cosas en que es hábil; pero el hombre prudente jamás será intemperante.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 2, páginas 67-77