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Política · libro segundo, capítulo II

Continuación del examen de la «República», de Platón

La primera cuestión que se presenta después de la anterior, es la de saber cuál debe ser, en la mejor constitución posible del Estado, la organización de la propiedad, y si debe admitirse o desecharse la comunidad de bienes. Se puede, por otra parte, examinar este punto independientemente de lo que ha podido estatuirse sobre las mujeres y los hijos. Respetando en esto la situación actual de las cosas y la división admitida por todo el mundo, se pregunta si en lo concerniente a la propiedad, la mancomunidad{32} ¿debe extenderse al suelo o solamente al usufructo? Así, suponiendo que se posee el suelo individualmente, ¿se deberán reunir los frutos para consumirlos en común, como lo practican algunas naciones? o por lo contrario, siendo la propiedad y el cultivo comunes ¿se dividirán los frutos entre los individuos, especie de mancomunidad, que también existe, según se dice, en algunos pueblos bárbaros?, ¿o bien las propiedades y los frutos deben ser igualmente comunes? Si el cultivo está confiado a manos extrañas, la cuestión es distinta y la solución más fácil; pero si los ciudadanos trabajan personalmente, es mucho más embarazosa. No estando igualmente repartidos el trabajo y el goce, necesariamente se suscitarán reclamaciones contra los que gozan y reciben mucho trabajando poco de parte de los que reciban poco y trabajen mucho. Entre los hombres, son en general las relaciones permanentes de vida y de comunidad muy difíciles, pero lo son más aún en la materia que nos ocupa. Basta [50] ver lo que pasa en las reuniones ocasionadas por los viajes y peregrinaciones; en ellas, el más fortuito y fútil accidente es suficiente para provocar una disensión. ¿Nos irritamos principalmente contra aquellos de nuestros criados cuyo servicio es personal y constante?

Además de este primer inconveniente, la comunidad de bienes tiene otros todavía mayores. Yo prefiero, y mucho, el sistema actual, completado por las costumbres públicas y sostenido por buenas leyes. Reúne las ventajas de los otros dos; quiero decir, de la mancomunidad y de la posesión exclusiva. La propiedad en este caso se hace común en cierta manera, permaneciendo al mismo tiempo particular; las explotaciones, estando todas ellas separadas, no darán origen a contiendas; prosperarán más, porque cada uno las mirará como asunto de interés personal, y la virtud de los ciudadanos arreglará su aplicación de conformidad con el proverbio: «entre amigos todo es común». Aún hoy se encuentran rastros de este sistema en algunas ciudades, lo cual prueba, que no es imposible; sobre todo en los Estados bien organizados o existe en parte o podría fácilmente completarse. Los ciudadanos, poseyéndolo todo personalmente, ceden o prestan a sus amigos el uso común de ciertos objetos. Y así en Lacedemonia cada cual emplea los esclavos, los caballos y los perros de otros, como si le perteneciesen en propiedad, y esta mancomunidad se extiende a las provisiones de viaje, cuando la necesidad sorprende a uno en despoblado.

Es por tanto evidentemente preferible, que la propiedad sea particular, y que sólo mediante el uso se haga común. Guiar a los espíritus en el sentido de esta benevolencia, compete especialmente al legislador.

Por lo demás es poco cuanto se diga de lo gratos que son la idea y el sentimiento de la propiedad. El amor propio{33}, que todos poseemos, no es un sentimiento reprensible, es un sentimiento completamente natural, lo cual no impide que se combata con razón el egoísmo, que no es ya este mismo sentimiento, sino un exceso culpable; a la manera que se censura la avaricia, si bien es cosa natural, si puede decirse así, que todos los hombres aprecien el dinero. Es un verdadero encanto el [51] favorecer y socorrer a los amigos, a los huéspedes, a los compañeros, y esta satisfacción sólo nos la puede proporcionar la propiedad individual. Este encanto desaparece cuando se quiere establecer esa exagerada unidad del Estado, así como se arranca a otras dos virtudes la ocasión de desenvolverse; en primer lugar, a la continencia, puesto que es una virtud respetar por prudencia la mujer de otro; y en segundo, a la generosidad, que es imposible sin la propiedad, porque en semejante república el ciudadano no puede mostrarse nunca liberal, ni ejercer ningún acto de generosidad, puesto que esta virtud sólo puede nacer con motivo del destino que se dé a lo que se posee.

El sistema de Platón tiene, lo confieso, una apariencia verdaderamente seductora de filantropía. A primer golpe de vista encanta por la maravillosa y recíproca benevolencia que parece deber inspirar a todos los ciudadanos, sobre todo cuando se quiere formar el proceso{34} de los vicios de las constituciones actuales, suponiendo proceder éstos de no ser común la propiedad; por ejemplo, los pleitos que ocasionan los contratos, las condenaciones por falsos testimonios, las viles adulaciones a los ricos; cosas todas que dependen, no de la posesión individual de los bienes, sino de la perversidad de los hombres. En efecto, ¿no tienen los asociados y propietarios comuneros muchas más veces pleitos entre sí, que los poseedores de bienes personales?, y eso que el número de los que puedan provocar estas querellas en las asociaciones, es mucho menor comparativamente que el de los poseedores de propiedades particulares? Por otra parte, sería justo enumerar, no sólo los males, sino también las ventajas que la comunión de bienes impide; a mi parecer la existencia es con ella completamente impracticable. El error de Sócrates nace de la falsedad del principio de que parte. Sin duda el Estado y la familia deben tener una especie de unidad, pero no una unidad absoluta. Con esta unidad, llevada a cierto punto, el Estado ya no existe; o si existe, su situación es deplorable, porque está siempre en vísperas de no existir. Esto equivaldría a intentar hacer un acorde con un solo sonido, o un ritmo con una sola medida. Por medio de la educación es como conviene atraer a la comunidad y a la unidad al Estado que es múltiple, como ya he dicho; y me sorprende, que pretendiendo introducir en el [52] Estado la educación y mediante ella la felicidad, se imagine poderlo conseguir por tales medios, más bien que por las costumbres, la filosofía y las leyes. Deberá tenerse presente, que en Lacedemonia y en Creta el legislador ha fundado sabiamente la comunidad de bienes sobre las comidas públicas.

Es imposible dejar de tener en cuenta también el largo transcurso de tiempo y de años, durante el cual semejante sistema, si fuese bueno, no habría quedado desconocido. En esta materia, bien puede decirse que todo ha sido obra de la imaginación; pero unas ideas no han podido echar raíces y otras no están en uso, por más que se las conozca.

Lo que decimos de la República de Platón sería aún mucho más evidente, si existiese un gobierno semejante en la realidad. Por de pronto no podría establecerse sino a condición de dividir e individualizar la propiedad, destinando una porción a las comidas públicas, y dando otra a las fratrias y a las tribus. Así toda esta legislación sólo conduciría a prohibir la agricultura a los guerreros; que es precisamente lo que intentan hacer en nuestros días los lacedemonios. En cuanto al gobierno general de esta comunidad, Sócrates no dice una sola palabra, y tan fácil nos sería a nosotros como a él decir más; y sin embargo, el todo de la ciudad se compondrá de esta masa de ciudadanos para quienes nada se ha estatuido. Respecto de los labradores, por ejemplo, ¿la propiedad será particular o será común?, ¿sus mujeres y sus hijos serán o no serán comunes? Si las reglas de la comunidad son las mismas para todos, ¿en qué consistirá la diferencia entre los labradores y los guerreros?, ¿dónde tendrán los primeros la compensación que merecen por la obediencia que deben a los segundos?, ¿quién los enseñará a obedecer?, a menos que se emplee con ellos el expediente de los cretenses, que sólo prohíben a sus esclavos dos cosas: el dedicarse a la gimnástica y el poseer armas. Si todos estos puntos están ordenados aquí como lo están en los demás Estados, ¿en qué se convertirá entonces la comunidad? Se habrán creado necesariamente en el Estado dos Estados, enemigos el uno del otro; porque de los labradores y artesanos se habrán formado ciudadanos, y de los guerreros se habrán hecho guardadores encargados de vigilarlos perpetuamente.

En cuanto a las disensiones, pleitos y otros vicios que Sócrates echa en cara a las sociedades actuales, yo afirmo que se [53] encontrarán todos ellos sin excepción en la suya. Sostiene que, gracias a la educación, no habrá necesidad en su República de todos esos reglamentos de policía, de mercados y de otras materias tan poco importantes como éstas; y sin embargo, no se cuida de dar educación más que a sus guerreros.

Por otra parte deja a los labradores la propiedad de las tierras a condición de entregar los productos de ellas; pero es muy de temer que estos propietarios sean mucho más indóciles y mucho más altivos que los ilotas, los penestes{35} o tantos otros esclavos. Sócrates, por lo demás, nada ha dicho acerca de la importancia relativa de todas estas cosas. Tampoco ha hablado de otras muchas que tenía bien cerca, tales como el gobierno, la educación y las leyes especiales para la clase de labradores; porque no es ni más fácil ni menos importante saber cómo se ha de organizar ésta, para que la comunidad de guerreros pueda subsistir a su lado. Supongamos que para los labradores se establezca la comunidad de mujeres con la división de bienes: ¿quién será el encargado de la administración doméstica así como lo están los maridos de la agricultura? ¿A cargo de quién correrá aquélla, una vez admitida entre los labradores la comunidad igual de las mujeres y de los bienes? Ciertamente es muy extraño, que se vaya a buscar una comparación entre los animales, para probar que las funciones de las mujeres deben ser absolutamente las mismas que las de los maridos, a quienes por otra parte se prohíbe toda ocupación en el interior de la casa.

El establecimiento de las autoridades, tal como lo propone Sócrates, ofrece también muchos peligros; las quiere perpetuas, y esto sólo bastaría para ocasionar guerras civiles hasta entre los hombres menos celosos de su dignidad, y con más razón entre los belicosos y de corazón ardiente. Pero esta perpetuidad es indispensable en la teoría de Sócrates. «Dios no derrama el oro, unas veces en el alma de los unos, otras en la de los otros, sino siempre en las mismas almas»: y así Sócrates sostiene, que en el momento mismo del nacimiento Dios pone en el alma de unos oro, en la de otros plata, y bronce y hierro en el alma de los que deben ser artesanos y labradores.

Tuvo por conveniente prohibir toda clase de placeres a sus guerreros, sin dejar por eso de sostener que el deber del [54] legislador es hacer dichoso al Estado todo; pero el Estado todo no podrá ser dichoso, cuando la mayor parte o algunos de sus miembros, si no todos, están privados de esa dicha. Y es que la felicidad no se parece a los números pares, la suma de los cuales puede tener esta o aquella propiedad que no tenga ninguna de sus partes. En punto a felicidad, pasan las cosas de otra manera; y si los mismos defensores de la ciudad no son dichosos, ¿quién aspirará a serlo? Al parecer no serán los artesanos, ni la masa de obreros consagrados a trabajos mecánicos.

He aquí algunos de los inconvenientes de la República preconizada por Sócrates, y aún podría indicar algunos otros no menos graves.

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{32} Platón, República, lib. V.

{33} Este elogio del amor se encuentra también en Platón. Las Leyes, lib. V.

{34} Platón. República, lib. V.

{35} Esclavos de la Tesalia.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 49-54