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Política · libro tercero, capítulo VIII

Conclusión de la teoría de la soberanía

Si hay en el Estado un individuo, o, si se quiere, muchos, pero demasiado pocos, sin embargo para formar por sí solos una ciudad, que tengan tal superioridad de mérito, que el de todos los demás ciudadanos no pueda competir con el suyo, siendo la influencia política de este individuo único o de estos individuos incomparablemente más fuerte, semejantes hombres no pueden ser confundidos en la masa de la ciudad. Reducirlos a la igualdad común, cuando su mérito y su importancia política los deja tan completamente fuera de toda comparación, es hacerles una injuria, porque tales personajes bien puede decirse que son dioses entre los hombres. Esta es una nueva prueba de que la legislación necesariamente debe recaer sobre individuos iguales por su nacimiento y por sus facultades. Pero la ley no se ha hecho para estos seres superiores, sino que ellos mismos son la ley. Sería ridículo intentar someterlos a la constitución, porque podrían responder lo que, según Antístenes, respondieron los leones al decreto dado por la asamblea de las liebres sobre la igualdad general de los animales{80}. Este es también el origen del ostracismo en los Estados democráticos, que más que ningún otro son celosos de que se conserve la igualdad. Tan pronto como un ciudadano parecía elevarse por cima de todos los demás a causa de su riqueza, por lo numeroso de sus partidarios, o por cualquiera otra condición política, el ostracismo le condenaba a un destierro más o menos largo. En la mitología, los argonautas no tuvieron otro motivo para abandonar a Hércules. Argos declara, que no quiere llevarle a bordo, porque pesaba mucho más que el resto de sus compañeros. Y así no ha habido razón para censurar en absoluto la tiranía de Trasíbulo y el consejo que Periandro le dio. No se le ocurrió a éste dar otra respuesta al enviado que fue a pedirle consejo, que igualar cierto número de espigas, cortando las que sobresalían en el manojo. [111] El mensajero no comprendió nada de lo que esto significaba, pero Trasíbulo, cuando lo supo, entendió perfectamente que debía deshacerse de los ciudadanos poderosos.

Este expediente no es útil solamente a los tiranos, y así no son los únicos que de él se aprovechan. Con igual éxito se emplea en las oligarquías y en las democracias. El ostracismo en éstas produce los mismos resultados, poniendo coto por medio del destierro al poder de los personajes a él condenados. Cuando es posible, se aplica este principio político a Estados y pueblos enteros. Puede verse la conducta que observaron los atenienses respecto de los samios, los chiotas y los lesbios; apenas afirmaron aquéllos su poder, tuvieron buen cuidado de debilitar a sus súbditos, a pesar de todos los tratados. El rey de los persas ha castigado más de una vez a los medos, a los babilonios y a otros pueblos, demasiado ensoberbecidos con los recuerdos de su antigua dominación.

Esta cuestión interesa a todos los gobiernos sin exceptuar ninguno, ni aun los buenos. Los gobiernos corrompidos emplean estos medios movidos por un interés particular; pero no se emplean menos en los gobiernos que se guían por el interés general. Se puede poner más claro este razonamiento por medio de una comparación tomada de las otras ciencias y artes. El pintor no dejará en su cuadro un pie que no guarde proporción con las otras partes de la figura, aun cuando este pie fuese mucho más bello que el resto; el carpintero de marina no pondrá una proa u otra parte de la nave, si es desproporcionada; y el maestro de canto no admitirá en un concierto una voz más fuerte y más hermosa que todas las que forman el resto del coro. Así que no es imposible que los monarcas en este punto estén de acuerdo con los Estados que rigen, si realmente no apelan a este expediente sino cuando la conservación de su propio poder interesa al Estado.

Y así los principios del ostracismo, aplicados a las superioridades bien reconocidas, no carecen por completo de toda equidad política. Es ciertamente preferible que la ciudad, gracias a las instituciones primitivamente establecidas por el legislador, pueda excusar este remedio; pero si el legislador recibe por segunda mano el timón del Estado, puede, en caso de necesidad, apelar a este medio de reforma. Por lo demás no han sido estos los móviles que hasta ahora han motivado tal medida; en el [112] ostracismo no se ha tenido en cuenta el verdadero interés de la república, sino que se ha mirado simplemente como un arma de partido.

En los gobiernos corrompidos, como el ostracismo sirve a un interés particular, es por esto mismo evidentemente justo; pero también es no menos evidente que no es de una justicia absoluta. En la ciudad perfecta, la cuestión es mucho más difícil. La superioridad en cualquier concepto, que no sean el mérito, la riqueza o la influencia, no puede causar embarazo; pero ¿qué puede hacerse contra la superioridad de la virtud? Ciertamente no se dirá que es preciso desterrar o expulsar al ciudadano que se distingue en este respecto. Tampoco se pretenderá que es preciso reducirle a la obediencia; porque esto sería dar un jefe al mismo Júpiter. El único camino que naturalmente deben, al parecer, seguir todos los ciudadanos, es el de someterse de buen grado a este grande hombre y tomarle por rey mientras viva.

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{80} «Sería preciso, dijeron los leones, que pudierais sostener semejante pretensión con uñas y dientes como los que nosotros tenemos.»


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 110-112