Obras de Aristóteles Política 1 2 3 4 5 6 7 8 Patricio de Azcárate

[ Aristóteles· Política· libro sexto· I· II· III· IV· V· VI· VII
VIII· IX· X· XI· XII· XIII ]

Política · libro sexto, capítulo IX

Continuación de la teoría de la república propiamente dicha

¿Cuál es la mejor constitución?, ¿cuál la mejor organización para la vida de los Estados en general y de la mayoría de los hombres, dejando a un lado aquella virtud, que es superior a las fuerzas ordinarias de la humanidad, y aquella instrucción que exige disposiciones naturales y circunstancias muy felices, y sin pensar tampoco en una constitución ideal, sino limitándonos, respecto de los individuos, a la vida que los más de ellos pueden hacer, y, respecto de los Estados, a aquel género de constitución que a casi todos ellos puede darse? Las aristocracias vulgares, de que deseamos hablar aquí, o están fuera de las condiciones de la mayor parte de los Estados existentes, o se aproximan a eso que se llama república. Examinaremos, pues, estas aristocracias y la república, como si formasen un solo y mismo [204] género; los elementos del juicio que hemos de formar sobre ambas son perfectamente idénticos.

Si hemos tenido razón para decir en la Moral que la felicidad consiste en el ejercicio fácil y permanente de la virtud, y que la virtud no es más que un medio entre dos extremos; se sigue de aquí necesariamente que la vida más sabia es la que se mantiene en este justo medio, contentándose siempre con esta posición intermedia que cada cual puede conseguir.

Conforme a los mismos principios, se podrá juzgar evidentemente la excelencia o los vicios del Estado o de la constitución, porque la constitución es la vida misma del Estado. Todo Estado encierra tres clases distintas, los ciudadanos muy ricos, los ciudadanos muy pobres y los ciudadanos acomodados, cuya posición ocupa un término medio entre aquellos dos extremos. Puesto que se admite que la moderación y el medio es en todas las cosas lo mejor; se sigue evidentemente, que en materia de fortuna, una propiedad mediana será también la más conveniente de todas. Ésta, en efecto, sabe mejor que ninguna otra someterse a los preceptos de la razón, a los cuales se da oídos con gran dificultad, cuando se goza de alguna ventaja extraordinaria en belleza, en fuerza, en nacimiento o en riqueza; o cuando es uno extremadamente débil, oscuro o pobre. En el primer caso, el orgullo, que da una posición tan brillante, arrastra a los hombres a cometer los mayores atentados; en el segundo, la perversidad se inclina del lado de los delitos particulares; los crímenes no se cometen jamás sino por orgullo o por perversidad. Las dos clases extremas, negligentes en el cumplimiento de sus deberes políticos en el seno de la sociedad o en el senado, son igualmente peligrosas para la ciudad.

También es preciso decir que el hombre que tiene la excesiva superioridad, que proporcionan el influjo de la riqueza, lo numeroso de los partidarios o cualquiera otra circunstancia, ni quiere, ni sabe obedecer. Desde niño contrae estos hábitos de indisciplina en la casa paterna; el lujo, en medio del cual ha vivido constantemente, no le permite obedecer, ni aun en la escuela. Por otra parte, una extrema indigencia no degrada menos. Y así, la pobreza impide saber mandar, y sólo enseña a obedecer a modo de esclavo; la extrema opulencia impide al hombre someterse a una autoridad cualquiera, y sólo le enseña a mandar con todo el despotismo de un señor. Entonces es cuando no [205] se ven en el Estado otra cosa que señores y esclavos y ningún hombre libre. De un lado, celos y envidia; de otro, vanidad y altanería; cosas todas tan distantes de esta benevolencia recíproca y de esta fraternidad social, que son consecuencia de la benevolencia.

¡Y quién gustaría de caminar con un enemigo al lado ni por un instante! Lo que principalmente necesita la ciudad, son seres iguales y semejantes, cualidades que se encuentran ante todo en las situaciones medias; y el Estado está necesariamente mejor gobernado cuando se compone de estos elementos, que según nosotros forman su base natural. Estas posiciones medias son también las más seguras para los individuos: no codician, como los pobres, la fortuna de otro, y su fortuna no es envidiada por nadie, como la de los ricos lo es ordinariamente por la indigencia. De esta manera se vive lejos de todo peligro y en una seguridad completa, sin fraguar ni temer conspiraciones. Y así, Focílides{147} decía muy sabiamente:

«Un puesto modesto es el objeto de mis aspiraciones.»

Es evidente que la asociación política es sobre todo la mejor cuando la forman ciudadanos de regular fortuna. Los Estados bien administrados son aquellos en que la clase media es más numerosa y más poderosa que las otras dos reunidas, o por lo menos que cada una de ellas separadamente. Inclinándose de uno o de otro lado, restablece el equilibrio e impide que se forme ninguna preponderancia excesiva. Es, por tanto, una gran ventaja que los ciudadanos tengan una fortuna modesta, pero suficiente para atender a todas sus necesidades. Dondequiera que se encuentren grandes fortunas al lado de la extrema indigencia, estos dos excesos dan lugar a la demagogia absoluta, a la oligarquía pura, o a la tiranía; pues la tiranía nace del seno de una demagogia desenfrenada, o de una oligarquía extrema con más frecuencia que del seno de las clases medias y de las clases inmediatas a éstas. Más tarde diremos el porqué, cuando hablemos de las revoluciones.

Otra ventaja no menos evidente de la propiedad mediana, es que sus poseedores son los únicos que no se insurreccionan nunca. Donde las fortunas regulares son numerosas, hay [206] muchos menos disturbios y disensiones revolucionarias. Las grandes ciudades deben su tranquilidad a la existencia de las fortunas medias, que son en ellas tan numerosas. En las pequeñas, por el contrario, la masa entera se divide muy fácilmente en dos campos sin otro alguno intermedio, porque todos, puede decirse, son pobres o ricos. Por esto también la propiedad mediana hace que las democracias sean más tranquilas y más durables que las oligarquías, en las que aquélla está menos extendida y tiene menos poder político, porque aumentando el número de pobres, sin que el de las fortunas medias se aumente proporcionalmente, el Estado se corrompe y llega rápidamente a su ruina.

Debe añadirse también, como una especie de comprobación de estos principios, que los buenos legisladores han salido de la clase media. Solón{148} se encontraba en este caso, como lo atestiguan sus versos; Licurgo pertenecía a esta clase, puesto que no era rey; con Carondas y con otros muchos sucede lo mismo.

Esto debe igualmente hacernos comprender la razón de que la mayor parte de los gobiernos son o demagógicos u oligárquicos, y es, porque siendo en ellos las más veces rara la propiedad mediana, todos los que dominan, sean los ricos o los pobres, estando igualmente distantes del término medio, se apoderan del mando para sí solos, y constituyen la oligarquía o la demagogia. Además, siendo frecuentes entre los pobres y los ricos las sediciones y las luchas, nunca descansa el poder, cualquiera que sea el partido que triunfe de sus enemigos, sobre la igualdad y sobre los derechos comunes. Como el poder es el premio del combate, el vencedor, que se apodera de él, crea necesariamente uno de los dos gobiernos extremos, la democracia o la oligarquía. Así los mismos pueblos que han tenido alternativamente la suprema dirección de los negocios de la Grecia, sólo han consultado a su propia constitución, para hacer predominar en los Estados a ellos sometidos, ya la oligarquía, ya la democracia, celosos siempre de sus intereses particulares y nada de los intereses de sus tributarios. Tampoco se ha visto nunca entre estos dos extremos una verdadera república, o por lo menos se ha visto raras veces y siempre por muy poco tiempo. Sólo ha habido un hombre{149} [207] entre los que en otro tiempo alcanzaron el poder, que haya establecido una constitución de este género. Desde muy atrás los hombres políticos han renunciado a buscar la igualdad en los Estados; o tratan de apoderarse del poder, o se resignan a la obediencia cuando no son los más fuertes.

Estas consideraciones bastan para mostrar cuál es el mejor gobierno y lo que constituye su excelencia.

En cuanto a las demás constituciones, que son las diversas formas de las democracias y de las oligarquías admitidas por nosotros, es fácil ver en qué orden deben ser clasificadas, una primero, otra después, y así sucesivamente, según que son mejores o menos buenas y en comparación con el tipo perfecto que hemos expuesto. Necesariamente serán tanto mejores, cuanto más se aproximen al término medio; y tanto peores, cuanto más se alejen de él. Exceptúo siempre los casos especiales; quiero decir, aquellos en que tal constitución, aunque preferible en sí, sin embargo, es menos buena que otra para un pueblo dado.

———

{147} Focílides de Mileto, poeta gnómico, era contemporáneo de Solon, y uno de los más antiguos moralistas de la Grecia, acaso el más antiguo.

{148} Puede negarse esta aserción de Aristóteles, porque Licurgo, sin ser rey, pertenecía a las clases elevadas, puesto que a falta de su sobrino Carilao, de quien fue tutor, debía subir al trono.

{149} No se sabe a quién se refiere.


www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2005 www.filosofia.org
  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 203-207