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Antonio de Guevara 1480-1545

Libro áureo de Marco Aurelio

Capítulo XXVIII
De una gravíssima pestilençia que huvo en Roma en tiempo de este buen Emperador, y de las señales espantables que la preçedieron.


Cinco años después de la muerte de Antonino Pío el Emperador, suegro que fue de Marco Aurelio y padre de Faustina, vino una pestilençia en Italia. Fue esta pestilencia una de las çinco pestilencias que en el Pueblo romano gran estrago hizieron. Duró por espaçio de dos años, y fue universal en toda Italia. Puso gran espanto en todo el Imperio Romano, porque pensaron que los querían acabar los dioses por algún enojo que tenían dellos. Morieron tantas y tan grandes personas, de ricos y pobres, de grandes y pequeños, de moços y de viejos, que los escriptores hallaron menos trabajo de escrevir los pocos que escaparon que los muchos que murieron.

Assí como quando quiere caer algún gran edifiçio primero se desmorona dél algún polvo, por semejante nunca jamás los romanos vieron alguna grave pestilencia en su tiempo, que no fuesen amenazados primero con algún prodigio o señal en el çielo. Dos años antes que Anníbal entrase en Italia, vieron una tarde estando el çielo sereno llover sangre y leche en Roma, y fue declarado por una muger que la sangre demonstrava cruda guerra y la leche mortal pestilençia. Quando Sylla bolvió de Campania para echar a Mario, su enemigo, de Roma, vieron sus cavalleros una noche una fuente de la qual corría sangre, y todo lo que allí se vañava quasi ponçoña y venino paresçía. Al qual prodigio se siguió que de dozientos y çinqüenta mill vezinos, dellos muertos a cuchillo, dellos [114] consumidos por pestilencia, dellos proscriptos por Sylla, y dellos huydos con Mario, de tan gran muchedumbre de romanos no quedaron quarenta mill vezinos. Por cierto, jamás Roma en seisçientos años rescibió tanto daño de sus enemigos, quanto en veinte años solos padesçió de sus proprios hijos. Todos los tyrannos no fueron tan crudos contra las tierras estrañas quanto lo fueron los mesmos romanos contra sus tierras proprias.

Paresçe esto ser verdad, porque el día que Sylla puso a cuchillo a toda Roma, le dixo un capitán suyo esta palabra: «Dime, Sylla, si a los que tienen armas matamos en la guerra, y a los que no tienen armas matamos en su casa, ¿con quién hemos de vivir? Por los dioses te coniuro que, pues nascimos de mugeres, no mates las mugeres, y pues somos hombres, no mates los hombres. ¿Tú piensas que, matando todos los romanos de Roma, has de hazer república de las bestias de la montaña? Entras con apellido de defender a la república y alançar a los tyrannos, y destruyes la república, quedando nosotros tyrannos.» A mi juizio, tanta gloria ganó este capitán por las buenas palabras que dixo, como Sylla meresçió castigo por las crueldades que hizo.

Esto hemos dicho porque, si antes de aquellos daños preçedieron algunas señales, no menos a la mortandad que fue en tiempo de este Emperador previno alguna cosa espantosa. Fue el caso éste: que como un día estuviese el Emperador en el templo de las vírgines vestales, súpitamente entraron dos puercos, los quales se pusieron a sus pies, y en acabando de llegar y acabando de morir todo fue iuncto. Dende a pocos días, veniendo del alto Capitolio a salir a la puerta Salaria, repentinamente vieron dos millanos asidos con las uñas caer a los pies del Emperador, y en acabando de caer y acabando de espirar todo fue iuncto. Dende a pocos días, veniendo de caça de montería, aviendo corrido unos perros un venado, entre los otros avía dos lebreles muy denodados, y por eso eran del Emperador muy queridos, los quales veniendo de correr la bestia, dioles en sus proprias manos agua. Acontesció que, bebiendo en sus manos, súpitamente se le cayeron en el suelo muertos. Acordándose de los puercos y [115] de los millanos, púsole mucho espanto la muerte de los perros, y ayuntados todos los sacerdotes y los magos y adevinos, mandó dixesen todos su paresçer, los quales por las cosas passadas iuzgando aquel hecho presente, determinaron que dentro de dos años harían los dioses en Roma muy graves castigos.

No passaron muchos días que no se levantó la guerra de los parthos, a la qual se siguió el siguiente año hambre y pestilencia entre los romanos. Fue aquella pestilencia inguinaria que por otro nombre se llama nascidas. El Emperador (aunque todo el Senado era ydo) él en Roma se estava quedo, caso que no salía del Capitolio. Andando, pues, los ayres tan corruptos, aunque no fue herido de nascidas, enfermó de calenturas, por cuya occasión, dexada Roma, tomó el camino para Campania. Finalmente, en la çiudad de Partínoples hizo lo más de su morada todo el tiempo que en Roma duró la pestilençia. [116]


{Antonio de Guevara (1480-1545), Libro áureo de Marco Aurelio (1528). Versión de Emilio Blanco publicada por la Biblioteca Castro de la Fundación José Antonio de Castro: Obras Completas de Fray Antonio de Guevara, tomo I, páginas 1-333, Madrid 1994, ISBN 84-7506-404-3.}

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Edición digital de las obras de
Antonio de Guevara
La versión del Libro áureo de Marco Aurelio, preparada por Emilio Blanco, ha sido publicada en papel en 1994 por la Biblioteca Castro, y se utiliza con autorización expresa de su editor y propietario, la Fundación José Antonio de Castro (Alcalá 109 / 28009 Madrid / Tel 914 310 043 / Fax 914 358 362).
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