Filosofía en español 
Filosofía en español

Carlos Marx, Obras escogidas, Barcelona 1938

Manifiesto del Partido Comunista

por C. Marx y F. Engels

Prólogo a la edición alemana de 1872, 192
Prólogo a la edición alemana de 1883, 194
Del prólogo a la edición alemana de 1890, 194

Manifiesto del Partido Comunista, 199

I. Burgueses y proletarios, 201

II. Proletarios y comunistas, 212

III. Literatura socialista y comunista, 221
  1. El socialismo reaccionario.
    a) El socialismo feudal, 221
    b) El socialismo pequeño burgués, 223
    c) El socialismo alemán o «verdadero» socialismo, 225
  2. El socialismo conservador burgués, 227
  3. El socialismo y el comunismo crítico-utópico, 228

IV. Posición de los comunistas ante los distintos partidos de la oposición, 231

Prólogo a la edición alemana de 1872

La «Liga de los Comunista»{1}, organización obrera internacional, que en las circunstancias de la época –huelga decirlo– sólo podía ser secreta, encargó a los abajo firmantes, en el Congreso celebrado en Londres en noviembre de 1847, la redacción de un detallado programa teórico y práctico, destinado a la publicidad, que sirviera de programa del partido. Así nació el manifiesto que se reproduce a continuación y cuyo original se remitió a Londres, para su impresión, pocas semanas antes de estallar la revolución de Febrero{2}. Publicado primeramente en alemán, ha sido reeditado doce veces, por los menos, en ese idioma, en Alemania, Inglaterra y Norteamérica. La primera edición inglesa vio la luz en 1850; se publicó en el «Red Republican», de Londres, traducido por miss Helen Macfarlane; en 1871 se editaron en Norteamérica no menos de tres traducciones distintas. La versión francesa apareció por vez primera en París, poco antes de la insurrección de junio de 1848{3}; últimamente, ha vuelto a publicarse en «Le Socialiste», de Nueva York. Actualmente, se prepara una nueva traducción. La versión polaca apareció en Londres poco después de la primera edición alemana. La traducción rusa vio la luz en Ginebra en el año sesenta y tantos. Al danés se tradujo a poco de publicarse.

Por mucho que durante los últimos veinticinco años hayan cambiado las circunstancias, los principios generales desarrollados en este Manifiesto siguen siendo exactos, en lo sustancial. Sólo habría que retocar algún que otro detalle. Ya el propio Manifiesto advierte que la aplicación práctica de estos principios dependerá, en todas partes y en todo tiempo, de las circunstancias históricas existentes, razón por la cual no se hace especial hincapié en las medidas revolucionarias propuestas al final del capítulo II. Si hubiéramos de formularlo hoy, este pasaje presentaría en muchos respectos un tenor distinto. El programa que aquí se esboza ha quedado a trozos anticuado, por efecto del inmenso desarrollo experimentado por la gran industria en los últimos veinticinco años, con los consiguientes progresos alcanzados en punto a la organización del partido de la clase obrera y por el efecto de las experiencias prácticas, de la revolución de Febrero en primer término, y sobre todo de la Comuna de París, donde el proletariado, por vez primera, tuvo el Poder político en sus manos por espacio de dos meses. La Comuna ha demostrado, sobre todo, que «la clase obrera no puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para sus propios fines» (véase «La guerra civil en Francia, llamamiento del Consejo general de la Asociación Obrera Internacional», edición alemana, pág. 19, donde se desarrolla ampliamente esta idea){4}. Huelga decir, asimismo, que la crítica de la literatura socialista presenta hoy lagunas, ya que sólo llega hasta 1847; y, finalmente, que las indicaciones que se hacen acerca de la posición de los comunistas ante los diversos partidos de la oposición (capítulo IV), aunque sigan siendo exactas en sus líneas generales, han quedado también anticuadas en cuanto al detalle, por la sencilla razón de que la situación política ha cambiado radicalmente y el progreso histórico se ha encargado de retirar de  la escena a la mayoría de los partidos allí enumerados.

Sin embargo, el Manifiesto es un documento histórico, que nosotros no nos creemos ya autorizados a modificar. Tal vez una edición posterior aparezca precedida de una introducción que abarque el período que va desde 1847 hasta los tiempos actuales; la presente reimpresión nos ha sorprendido sin dejarnos tiempo para eso.

Londres, 24 de junio de 1872

Carlos Marx.   Federico Engels.

——

{1} Véase el artículo de Engels titulado «Historia de la Liga de los comunistas», en el tomo II de esta edición. (N. del ed.)

{2} Se trata de la revolución de Febrero de 1848 en Francia. (N. del ed.)

{3} Insurrección de París. Véase, en el tomo II de esta edición, «La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850». (N. del ed.)

{4} Véase el tomo II de esta edición. Marx y Engels –dice Lenin en su obra El Estado y la Revolución (escrita en 1917)– atribuían una importancia tan gigantesca a esta enseñanza fundamental de la Comuna de París, que la introdujeron como enmienda esencial al «Manifiesto Comunista». «¡Y es precisamente esta enseñanza –añade Lenin, más adelante–, no sólo la que olvida completamente, sino la que tergiversa sencillamente la “interpretación” dominante, kautskiana, del marxismo!» (Lenin, El Estado y la Revolución, Ediciones Europa-América.) (N. del ed.)

(Obras escogidas, Barcelona 1938, tomo I, páginas 192-193.)

Prólogo a la edición alemana de 1883

Desgraciadamente, al pie de este prólogo a la nueva edición del Manifiesto ya sólo aparecerá mi firma. Marx, el hombre a quien la clase obrera toda de Europa y América debe más que a hombre alguno, descansa en el cementerio de Highgate, y sobre su tumba crece ya la primera yerba{1}. Muerto él, sí que ya no puede no hablarse de revisar ni adicional el Manifiesto. En cambio, créome obligado, ahora más que nunca, a consignar aquí una vez más, para que quede bien sentado, lo siguiente:

La idea cardinal que inspira todo el Manifiesto, a saber: que la producción económica y la estructuración social que de ella se deriva necesariamente en cada época histórica, constituye la base sobre la cual descansa la historia política e intelectual de esa época; y que, por tanto, toda la historia de la sociedad, desde la disolución del régimen antiquísimo de propiedad colectiva sobre el suelo, ha sido una historia de luchas de clases, de luchas entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, a tono con las diferentes fases del proceso social, pero que ahora esta lucha ha llegado a una fase en que la clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la oprime (la burguesía), sin emancipar para siempre a la sociedad entera de la opresión, la explotación y las luchas de clases; esta idea cardinal fue fruto personal y exclusivo de Marx{2}.

Y aunque ya no es la primera vez que lo hago constar, me ha parecido oportuno dejarlo estampado aquí, a la cabeza del Manifiesto.

Londres, 28 de junio de 1883. F. Engels.

——

{1} Marx murió en Londres el 14 de marzo de 1883. (N. del ed.)

{2} «A esta idea –añade en el prólogo a la traducción inglesa–, que en mi opinión está llamada a inaugurar en la ciencia histórica el mismo progreso que la teoría de Darwin llevó a las ciencias naturales, nos habíamos ido acercando ya ambos poco a poco, varios años antes de 1845. Mi obra sobre La situación de la clase obrera en Inglaterra revela los progresos hechos por mí personalmente en esa dirección. Pero cuando, en la primavera de 1845, volví a reunirme con Marx en Bruselas, ya él había desarrollado perfectamente esa idea y me la expuso en términos casi tan claros y precisos como los que dejo resumidos más arriba.» (Nota de Engels.)

(Obras escogidas, Barcelona 1938, tomo I, página 194.)

Del prólogo a la edición alemana de 1890

Desde que hubimos de escribir lo anterior, se ha hecho necesaria una nueva edición alemana del Manifiesto y han ocurrido en punto a éste diversos sucesos, que hemos de mencionar aquí.

En 1882 se publicó en Ginebra una segunda traducción rusa, de Vera Sasulich, precedida de un prólogo de Marx y mío. Desgraciadamente, el original alemán de este prólogo se me ha extraviado, y no tengo más remedio que retraducirlo del ruso, con lo cual no saldrá ganando nada el lector. El prólogo a que me refiero, dice así:

«La primera edición rusa del Manifiesto del Partido Comunista, traducido por Bakunin, vió la luz poco después de 1860 en la imprenta del “Kolokol”. En los tiempos que corrían, esta publicación no podía tener para el Oriente, a lo sumo, más que un valor de pura curiosidad literaria. Hoy, esta concepción ya no es posible. El último capítulo del Manifiesto, titulado “Posición de los comunistas ante los diversos partidos de la oposición”, demuestra mejor que nada lo limitada que era la zona en que, al ver la luz por vez primera este documento (enero de 1848), tenía que desenvolverse el movimiento proletario. En aquella zona faltaban principalmente dos países: Rusia y los Estados Unidos. Era la época en que Rusia constituía la última gran reserva de la reacción europea y en que la emigración a los Estados Unidos absorbía las energías sobrantes del proletariado de Europa. Ambos países proveían al continente europeo de primeras materias, a la par que le brindaban mercados para sus productos industriales. Ambos venían, pues, a ser, bajo uno u otro aspecto, pilares del orden social europeo.

¡Cómo han cambiado hoy las cosas! La emigración europea sirvió precisamente para imprimir ese gigantesco desarrollo a la agricultura norteamericana, cuya competencia está minando los cimientos de la grande y la pequeña propiedad territorial de Europa. Además, ha permitido a los Estados Unidos entregarse a la explotación de sus copiosas fuentes industriales con tal energía y en tales proporciones, que dentro de poco echará por tierra el monopolio industrial de que hoy disfruta la Europa Occidental. Estas dos circunstancias repercuten, a su vez, revolucionariamente, sobre la propia América. La pequeña y mediana propiedad del granjero que trabaja su propia tierra, base de todo el orden político de Norteamérica, va sucumbiendo progresivamente ante la competencia de las gigantescas explotaciones agrícolas, al tiempo que en las regiones industriales empieza a formarse un denso proletariado junto a una fabulosa concentración de capitales.

Pasemos ahora a Rusia. Durante la revolución de los años 48 y 49, no sólo los monarcas europeos, sino también los burgueses, veían en la intervención rusa la única salvación posible contra el proletariado, que por aquel entonces comenzaba precisamente a cobrar conciencia de su fuerza. El zar fue proclamado cabeza de la reacción europea. Hoy, este mismo zar está preso en Gatchina como rehén de la revolución, y Rusia forma la avanzada del movimiento revolucionario de Europa.

La misión del Manifiesto Comunista era proclamar la inminente e inevitable desaparición de la actual propiedad burguesa. Pero, en Rusia nos encontramos con que, coincidiendo con el orden capitalista, en febril desarrollo, y con la propiedad burguesa del suelo, que empieza apenas a formarse, más de la mitad de la tierra es propiedad común de los campesinos.

Ahora bien –nos preguntamos–, ¿puede este régimen comunal ruso, que es ya, sin duda, una degeneración del régimen de comunidad primitiva de la tierra, trocarse directamente en una forma más alta de comunismo del suelo, o tendrá que pasar necesariamente por el mismo proceso previo de descomposición que nos revela la historia del occidente de Europa?

La única contestación que, hoy por hoy, cabe dar a esta pregunta es la siguiente. Si la revolución rusa es la señal para la revolución obrera de Occidente y ambas se completan mutuamente, el actual régimen comunal ruso podrá ser el punto de partida para un proceso comunista.

Londres, 21 de enero de 1882.»

…El Manifiesto ha tenido sus vicisitudes. Calurosamente acogido a su aparición por la vanguardia, entonces poco numerosa, del socialismo científico –como lo demuestran las diversas traducciones mencionadas en el primer prólogo–, no tardó en pasar a segundo plano, arrinconado por la reacción que se inició con la derrota de los obreros parisinos en junio de 1848 y colocado, por último, fuera de la ley por el fallo de la «justicia», con la condena de los comunistas de Colonia, en noviembre de 1852{1}. Al abandonar la escena pública el movimiento obrero que la revolución de Febrero había iniciado, queda también envuelto en la penumbra el Manifiesto.

Cuando la clase obrera europea volvió a sentirse lo bastante fuerte para lanzarse de nuevo al asalto contra las clases gobernantes, nació la Asociación Internacional de Trabajadores. El fin de esta organización era fundir todas las masas obreras militantes de Europa y América en un gran cuerpo de ejército. Por eso este movimiento no podía arrancar de los principios sentados en el Manifiesto. No había más remedio que darle un programa con el que no se cerrase el paso a las tradeuniones inglesas, a los proudhonianos, franceses, belgas, italianos y españoles, ni a los partidarios de Lassalle en Alemania{2}. Este programa, con las normas directivas para los Estatutos de la Internacional{3}, fue redactado por Marx, con una maestría que hasta el propio Bakunin y los anarquistas tuvieron que reconocer. En cuanto al triunfo final de la tesis del Manifiesto, Marx ponía toda su confianza en el desarrollo intelectual de la clase obrera como fruto inevitable de la acción conjunta y de la discusión. Los sucesos y vicisitudes de la lucha contra el capital, y más aún las derrotas que las victorias, no podían por menos de revelar al proletariado militante, en toda su desnudez, la insuficiencia de los remedios milagreros que venían aplicando e inculcar en sus cabezas una mayor claridad de visión para penetrar en las verdaderas condiciones que habían de presidir la emancipación obrera. Y Marx no se equivocó. En 1874, al disolverse la Internacional, la clase obrera difería radicalmente de lo que era cuando se fundara aquélla, en 1864. En los países latinos, el proudhonismo agonizaba, como en Alemania lo que había de específico en el lassallismo. Y hasta las mismas tradeuniones inglesas, conservadoras hasta la médula, habían ido evolucionando poco a poco hasta tal punto, que el presidente de su Congreso celebrado en Swansea en 1887 pudo decir, en nombre suyo: «El socialismo continental ya no nos asusta.» Y en 1887, el socialismo continental ya sólo se cifraba casi en los principios proclamados por el Manifiesto. La historia de este Manifiesto, refleja, pues, hasta cierto punto, la historia del movimiento obrero moderno, desde 1848. En la actualidad, es, indudablemente, la obra más extendida y más internacional de toda la literatura socialista, el programa común que une a muchos millones de trabajadores de todos los países, desde Siberia hasta California.

Y, sin embargo, cuando este Manifiesto vio la luz, no pudimos bautizarlo de Manifiesto socialista. En 1847, el concepto de «socialista» abarcaba dos categorías de personas. Unas eran las que abrazaban diversos sistemas utópicos, y entre ellas se destacaban los owenistas en Inglaterra, y en Francia los fourieristas, que ya por aquel entonces habían ido quedando reducidos a dos sectas agonizantes. En la otra, formaban los charlatanes sociales de toda laya, los que aspiraban a remediar las injusticias de la sociedad con sus potingues mágicos y con toda serie de remiendos, procurando no tocar en lo más mínimo, claro está, al capital ni a la ganancia. Gentes, unas y otras, ajenas al movimiento obrero, que iban a buscar apoyo para sus teorías a las clases «cultas». El sector obrero que, convencido de la insuficiencia de las meras revoluciones políticas, reclamaba una transformación radical de la sociedad,  apellidábase comunista. Era un comunismo toscamente trabajado, puramente instintivo, un tanto brusco a veces, pero lo bastante pujante para engendrar dos sistemas utópicos: el del «ícaro» Cabet, en Francia, y el de Weitling, en Alemania. En 1847, el «socialismo» designaba un movimiento burgués, el «comunismo» un movimiento obrero. El socialismo era, a lo menos en el continente, una doctrina presentable en los salones; el comunismo, todo lo contrario. Y como en nosotros estaba ya arraigada entonces la convicción de que «la emancipación de los obreros sólo podía ser obra de la propia clase obrera», no podíamos dudar en la elección de título. Y más tarde, no se nos pasó nunca por las mientes tampoco el modificarlo.

«¡Proletarios de todos los países, uníos!» Cuando, hace cuarenta y dos años lanzamos al mundo estas palabras, en vísperas de la primera revolución de París, en que el proletariado levantó ya sus propias reivindicaciones, fueron muy pocas las voces que contestaron. Pero el 28 de septiembre de 1864, los representantes proletarios de la mayoría de los países del Occidente de Europa se congregaban para fundar la Asociación Internacional de Trabajadores, de glorioso recuerdo. La Internacional sólo vivió nueve años. Pero el lazo perenne de unión entre los proletarios de todos los países, creado por ella, sigue en pié, con más fuerza que nunca; así lo atestigua, con testimonio irrefutable, el día de hoy. Hoy, Primero de Mayo, día en que escribo estas líneas, el proletariado europeo y americano pasa revista por vez primera a sus fuerzas, puestas en pie de guerra como un solo ejército, unido bajo una sola bandera y para un objetivo inmediato: la jornada normal de ocho horas, que ya proclamara la Internacional en el Congreso de Ginebra en 1866 que reiteró el Congreso obrero de París de 1889{4}, y que es necesario elevar a ley. El espectáculo del día de hoy abrirá los ojos a los capitalistas y a los terratenientes de todos los países y les enseñará que la unión de los proletarios del mundo es ya un hecho.

¡Ojalá estuviese todavía Marx a mi lado, para verlo con sus propios ojos!

Londres, 1 de mayo de 1890.

F. Engels.

——

{1} Se alude al proceso celebrado en Colonia contra los afiliados a la Liga de los comunistas. Véase las obras «Historia de la Liga de los Comunistas», «Revolución y contrarrevolución en Alemania», en el tomo II de esta edición. (N. del ed.)

{2} En sus relaciones personales con nosotros, Lassalle se decía siempre discípulo de Marx, y como tal se mantenía, evidentemente, dentro del terreno del Manifiesto. Pero en sus campañas públicas de agitación durante los años de 1862 a 1864, se circunscribía al postulado de las cooperativas de producción con crédito del Estado. (Nota de Engels a la edición inglesa de 1888.)

{3} Véase este programa en el tomo II de esta edición («Manifiesto inaugural y Estatutos de la Asociación Internacional de Trabajadores»). (Nota del ed.)

{4} El Congreso de fundación de la Segunda Internacional. (Nota del ed.)

(Obras escogidas, Barcelona 1938, tomo I, páginas 194-199.)

Manifiesto del Partido Comunista

Un espectro recorre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han coaligado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses{1} y los polizontes alemanes.

¿Dónde está el partido de oposición a quien sus adversarios gobernantes no motejen de comunista, dónde el partido de oposición que no devuelva, lanzándolo al rostro de los oposicionistas más avanzados, al igual que al de sus enemigos más reaccionarios, el reproche estigmatizante de comunismo?

Dos consecuencias se desprenden de este hecho:

Que el comunismo se halla ya reconocido como una potencia por todas las potencias europeas.

Que es hora ya de que los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus objetivos, sus tendencias, saliendo al paso de esa leyenda del espectro de comunismo con un manifiesto de su partido.

Con este fin, se han congregado en Londres comunistas de las más diversas nacionalidades y redactado el siguiente Manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa, francesa, alemana, italiana, flamenca y danesa.

——

{1} Republicanos burgueses de aquella época. Destacados escritores y hombres políticos, de esta tendencia, como por ejemplo Marrás, luchaban contra el socialismo y el comunismo. (N. del ed.)

(Obras escogidas, Barcelona 1938, tomo I, página 199.)

I

Burgueses y proletarios

La historia de toda sociedad humana, hasta nuestros días{1}, es una historia de luchas de clases.

Libres y esclavos, patricios y plebeyos{2}, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales de los gremios: en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces y otras franca y abierta; en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social, o al exterminio de ambas clases beligerantes.

En las épocas anteriores de la historia, encontramos a la sociedad dividida, casi por doquier, en una serie de estamentos, dentro de cada uno de los cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social de grados y posiciones. En la Roma antigua eran los patricios, los caballeros, los plebeyos, los esclavos; en la Edad Media, los señores feudales, los vasallos, los maestros, los oficiales de los gremios y los siervos de la gleba; y, dentro de cada una de estas clases, todavía nos encontramos con nuevas gradaciones.

La moderna sociedad burguesa, que se alza sobre las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido los antagonismos de clase. Lo que ha hecho ha sido crear nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas modalidades de lucha, que vienen a sustituir a las antiguas.

Sin embargo, nuestra época, la época de la burguesía, se caracteriza por haber simplificado estos antagonismos de clase. Hoy, toda la sociedad tiende a dividirse, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el proletariado.

De los siervos de la gleba de la Edad Media surgieron los «villanos» de las primeras ciudades; y estos villanos fueron el germen de donde brotaron los primeros elementos de la burguesía.

El descubrimiento de América, la circunnavegación de África, abrieron nuevos horizontes a la naciente burguesía ascensional. El mercado de las Indias Orientales y de China, la colonización de América, el intercambio con las colonias, el incremento de los medios de cambio y de las mercancías en general, imprimieron al comercio, a la navegación, a la industria, un empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento revolucionario que se escondía en el seno de la sociedad feudal en descomposición.

El régimen feudal o gremial de explotación de la industria que venía imperando, no bastaba ya para cubrir las necesidades que abrían los nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los maestros de los gremios viéronse desplazados por la clase media industrial, y la división del trabajo entre las diversas corporaciones fue suplantada por la división del trabajo dentro de cada taller.

Pero los mercados seguían dilatándose; la demanda seguía creciendo. Ya no bastaba tampoco la manufactura. El vapor y la maquinaria vinieron a revolucionar el sistema industrial de producción. La manufactura cedió el puesto a la gran industria moderna, y la clase media industrial hubo de dejar paso a los magnates de la industria, jefes de grandes ejércitos industriales, a los burgueses modernos.

La gran industria creó el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial dio un impulso gigantesco al comercio, a la navegación, a las comunicaciones por tierra. A su vez, estos progresos redundaron considerablemente en provecho de la industria. Y en la misma proporción en que se extendían la industria, el comercio, la navegación, los ferrocarriles, desarrollábase la burguesía, crecían sus capitales, iba empujando a segundo plano a todas las clases heredadas de la Edad Media.

Vemos, pues, que la moderna burguesía es, como lo fueron en su tiempo las otras clases, producto de un largo proceso histórico, fruto de una serie de transformaciones radicales operadas en el sistema de producción y de cambio.

A cada etapa de avance recorrida por la burguesía, corresponde una nueva etapa de progreso político [de esta clase]{3}. Clase oprimida bajo la dominación de los señores feudales, la burguesía forma en la comuna{4} una asociación autónoma y armada para la defensa de sus intereses; en unos sitios [como en Italia y en Alemania], se organiza en repúblicas municipales independientes; en otros [como en Francia], forma el tercer estado, tributario de las monarquías; en la época de la manufactura es el contrapeso de la nobleza dentro de la monarquía feudal o absoluta y, en general, el fundamento de las grandes monarquías; hasta que, por último, implantada la gran industria y abiertos los cauces del mercado mundial, se conquista su dominación política exclusiva, con el moderno Estado representativo. Hoy, el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses comunes de toda la clase burguesa.

La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario.

Dondequiera que se instauró en el Poder, echó por tierra todas las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales, y no dejó en pie más vínculos que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el valor de cambio y redujo todas aquellas innúmeras libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la despiadada libertad de comerciar. Sustituyó, en una palabra, un régimen de explotación velado por los cendales de las ilusiones políticas y religiosas por un régimen franco, descarado, directo, seco, de explotación.

La burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acatamiento. Convirtió en sus servidores asalariados al médico, al jurista, al poeta, al sacerdote, al hombre de ciencia.

La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales que envolvían las relaciones familiares, y las redujo a simples relaciones de dinero.

La burguesía vino a demostrar que aquellos alardes de fuerza bruta que la reacción tanto admira en la Edad Media tenían su complemento adecuado en la poltronería más indolente. Hasta que ella no lo reveló, no supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre. La burguesía ha creado maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las Cruzadas{5}.

La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir las relaciones de producción y, por tanto, todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del sistema de producción vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por la transformación constante de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inertes y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve obligado a contemplar con mirada fría su situación en la vida y sus relaciones con los demás.

La necesidad de encontrar mercados espolea a la burguesía de una punta a otra del planeta. En todas partes tiene que anidar, en todas partes construye, con todas partes entabla relaciones.

La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios, destruye los cimientos nacionales de la industria. Las viejísimas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que ya no transforman, como antes, las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos, y cuyos productos encuentran salida, no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas, que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras y climas remotos. Hoy, en vez de aquel mercado local y nacional que se bastaba a sí mismo y donde no entraba nada de fuera, la red del comercio es universal, y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. La estrechez y el exclusivismo nacionales van haciéndose cada vez más imposibles, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.

La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los instrumentos de producción, con las facilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más bárbaras. La baratura de sus mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas sus murallas de la China, con la que fuerza a capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su odio contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a abrazar el sistema de producción de la burguesía o perecer; las obliga a implantar dentro de su casa la llamada civilización; es decir, a hacerse burguesas. En una palabra, crea un mundo a su imagen y semejanza.

La burguesía somete el campo al imperio de la ciudad. Crea ciudades enormes, intensificando la población urbana en una fuerte proporción respecto a la campesina y arrancando a una parte considerable de la gente del campo al idiotismo de la vida rural. Y, del mismo modo que somete el campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros y semibárbaros a las naciones civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.

La burguesía va superando cada vez más el fraccionamiento de los medios de producción, la propiedad y la población. Aglomera la población, centraliza los medios de producción y concentra la propiedad en manos de unos cuantos. Este proceso tenía que conducir, por fuerza lógica, a un régimen de centralización política. Territorios antes independientes, apenas aliados, con intereses diferentes, leyes, Gobiernos y líneas aduaneras distintas, se fusionan en una nación única, bajo un Gobierno, una ley, un interés nacional de clase y una sola línea aduanera.

En el siglo corto que lleva de existencia como clase dominante, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sojuzgamiento de las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación de vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por encanto. ¿Cuál de los pasados siglos pudo sospechar siquiera que en el seno del trabajo social dormitasen tantas y tales fuerzas productivas?

Hemos visto que los medios de producción y de transporte sobre los cuales se desarrolló la burguesía, fueron creados en la sociedad feudal. Cuando estos medios de producción y de transporte alcanzaron un determinado nivel de desarrollo, las condiciones en que la sociedad feudal producía y cambiaba, la organización feudal de la agricultura y la manufactura, en una palabra, el régimen feudal de la propiedad, dejaron de corresponder ya al estado de desarrollo de las fuerzas productivas. Obstruían la producción, en vez de fomentarla. Habíanse convertido en otras tantas trabas para su desarrollo. Era menester hacerlas saltar, y saltaron.

Vino a ocupar su puesto la libre concurrencia, con la constitución política y social a ella adecuada, en la que se revela ya la dominación económica y política de la clase burguesa.

Ante nuestros ojos se opera hoy un movimiento semejante. Las condiciones burguesas de producción y de cambio, el régimen burgués, que ha sabido hacer brotar como por encanto medios tan fabulosos de producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que desencadenó. Desde hace varias décadas, la historia de la industria y del comercio no es más que la historia de la rebelión de las modernas fuerzas productivas contra el régimen vigente de producción, contra el régimen de la propiedad, en el que residen las condiciones de vida y de predominio político de la burguesía. Basta mencionar las crisis comerciales, cuya periódica reiteración supone un peligro cada vez mayor para la existencia de la sociedad burguesa toda. Las crisis comerciales, además de destruir una gran parte de los productos elaborados, aniquilan regularmente una parte considerable de las fuerzas productivas existentes. En estas crisis, se desata una epidemia social que hubiera parecido absurda e inconcebible a cualquiera de las épocas anteriores: la epidemia de la superproducción. La sociedad se ve retrotraída de pronto a un estado momentáneo de barbarie: diríase que una plaga de hambre o una gran guerra asoladora la han dejado esquilmada, sin recursos para subsistir; la industria, el comercio, están a punto de perecer. ¿Y todo, por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone, no sirven ya para fomentar el régimen burgués de la propiedad; son ya demasiado poderosas para servir a este régimen, que embaraza su desarrollo. Y, tan pronto como logran vencer este obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa, amenazan con derribar el régimen burgués de la propiedad. Las condiciones burguesas resultan ya demasiado estrechas, para abarcar la riqueza por ellas engendrada. ¿Cómo se sobrepone a estas crisis la burguesía? De una parte, destruyendo violentamente una gran masa de fuerzas productivas; de otra parte, conquistándose nuevo mercados y explotando más concienzudamente los antiguos. Es decir, que remedia unas crisis preparando otras más extensas y alarmantes, y mutilando los medios de que dispone para precaverlas.

Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo, se vuelven ahora contra ella.

Y la burguesía no sólo forja las armas que han de darle la muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres llamados a manejarlas; estos hombres son los obreros modernos, los proletarios.

En la medida en que se desarrolla la burguesía, es decir, el capital, desarróllase también el proletariado, esa clase obrera moderna que sólo puede vivir encontrando trabajo, y que sólo encuentra trabajo en la medida en que éste nutre e incrementa el capital. El obrero, obligado a venderse a trozos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todos los cambios y modalidades de la competencia, a todas las fluctuaciones del mercado.

La extensión de la maquinaria y la división del trabajo quitan al trabajo del proletariado todo carácter de independencia, toda libre iniciativa y todo encanto para el obrero. Este se convierte en un simple resorte de la máquina, del que sólo se exige una operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje. Por eso los gastos que origina un obrero se reducen, sobre poco más o menos, al mínimo de lo que necesita para vivir y para perpetuar su especie. Y ya se sabe que el precio de una mercancía, y como una de tantas el trabajo{6}, equivale a su coste de producción. Cuanto más repelente es un trabajo, más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún: cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, más aumenta también éste, bien porque se alargue la jornada, bien porque se intensifique el rendimiento exigido, se acelere la marcha de la máquina, &c.

La industria moderna ha convertido el pequeño taller del maestro patriarcal en la gran fábrica del capitalista industrial. Las masas obreras concentradas en la fábrica, son sometidas a una organización militar. Los obreros, soldados rasos de la industria, trabajan bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos, oficiales y jefes. No son sólo siervos de la burguesía y del Estado burgués, sino que están todos los días y a todas las horas bajo el yugo esclavizador de la máquina, del contramaestre y, sobre todo, del industrial burgués, dueño de la fábrica. Y este despotismo es tanto más mezquino, más execrable, más indignante, cuanto mayor es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro.

Cuanto menores son la habilidad y la fuerza que reclama el trabajo manual; es decir, cuanto mayor es el desarrollo adquirido por la moderna industria, mayor también la proporción en que el trabajo de la mujer y del niño desplaza al del hombre. Socialmente, para la clase obrera ya no rigen estas diferencias de edad y de sexo. Son todos, hombres, mujeres y niños, meros instrumentos de trabajo, entre los cuales no hay más diferencia que la del coste.

Y cuando ya la explotación del obrero por el fabricante ha dado su fruto y aquél recibe el salario, caen sobre él los otros representantes de la burguesía: el casero, el tendero, el prestamista, &c.

Toda una serie de elementos modestos que venían perteneciendo a la clase media: pequeños industriales, comerciantes y rentistas{7}, artesanos y campesinos, son absorbidos por el proletariado; unos, porque su pequeño caudal no basta para alimentar las exigencias de la gran industria y sucumben, arrollados por la competencia de los capitalistas más fuertes, y otros porque sus aptitudes quedan sepultadas bajo los nuevos progresos de la producción. Todas las clases sociales contribuyen, pues, a nutrir las filas del proletariado.

El proletariado recorre diversas etapas, en su desarrollo. Pero su lucha contra la burguesía data del instante mismo de su existencia.

Al principio, son obreros aislados, luego los de una fábrica, y luego los de toda una rama de trabajo, los que se enfrentan en una localidad con el burgués aislado que los explota directamente. Sus ataques no van sólo contra el régimen burgués de producción; los obreros, sublevados, destruyen las mercancías ajenas que les hacen la competencia, destrozan las máquinas, pegan fuego a las fábricas, pugnan por volver a la situación ya liquidada del obrero medieval.

En esta etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo el país y desunida por la concurrencia. Las concentraciones de masas de obreros no son todavía fruto de su propia unión, sino de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus fines políticos tiene que poner en movimiento –cosa que todavía logra– a todo el proletariado. En esta etapa, los proletarios no combaten, por tanto, contra sus enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos, contra los restos de la monarquía absoluta, los grandes señores de la tierra, los burgueses no industriales, los pequeños burgueses. La marcha de la historia está toda concentrada en manos de la burguesía, y cada triunfo así alcanzado es un triunfo de la clase burguesa.

Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo nutre las filas del proletariado, sino que las aprieta y concentra; sus fuerzas crecen, y crece también la conciencia de ellas. Y, al paso que la maquinaria va borrando las diferencias y categorías en el trabajo y reduciendo los salarios, casi en todas partes, a un nivel bajísimo y uniforme, van nivelándose también los intereses y las condiciones de vida dentro del proletariado. La competencia cada vez más aguda desatada en el seno de la burguesía y las crisis comerciales que desencadena, hacen cada vez más inestable el salario del obrero; los progresos incesantes y cada día más veloces del maquinismo aumentan gradualmente la inseguridad de su existencia; las colisiones entre obreros y burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez más marcado, de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse contra los burgueses, se asocian y se unen para la defensa de sus salarios. Crean organizaciones permanentes, para pertrecharse en previsión de posibles batallas. De vez en cuando, la lucha estalla, en forma de sublevaciones.

Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero transitorio siempre. El verdadero fruto de estas luchas no es el éxito inmediato, sino el ir extendiendo y consolidando la unión obrera. Coadyuvan a ello los medios cada vez más fáciles de comunicación, creados por la gran industria y que sirven para poner en contacto a los obreros de las diversas regiones y localidades. Este contacto es lo único que se necesita para que las múltiples acciones locales, que en todas partes revisten idéntico carácter, se conviertan en un movimiento nacional, en una lucha de clases. Y toda lucha de clases es una acción política. Los hombres de la Edad Media, con sus caminos vecinales, necesitaron siglos enteros para unirse unos con otros; el proletariado moderno, gracias a los ferrocarriles, ha creado su unión en unos cuantos años.

Esta organización de los proletarios como clase, que tanto vale decir como partido político, se ve minada a cada instante por la competencia desatada entre los propios obreros. Pero renace siempre, a pesar de todo, cada vez más fuerte, más firme, más pujante. Y, aprovechándose de las discordias que surgen en el seno de la burguesía, impone la sanción legal de sus intereses. Así nace en Inglaterra la ley de la jornada de diez horas.

Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua sociedad, dan nuevos bríos al proletariado. La burguesía lucha incesantemente: primero, contra la aristocracia; luego, contra aquellos sectores de la propia burguesía cuyos intereses chocan con los progresos de la industria, y siempre contra la burguesía de los demás países. Para librar estos combates, no tiene más remedio que apelar al proletariado, reclamar su auxilio, arrastrándolo así al movimiento político. Y de este modo, le suministra el elemento de cultura, es decir, armas contra sí misma.

Además, como hemos visto, los progresos de la industria lanzan a las filas proletarias a toda una serie de elementos de la clase dominante, o por lo menos los amenazan en sus condiciones de vida. Y estos elementos aportan también una masa de refuerzos al proletariado.

Finalmente, en aquellos períodos en que la lucha de clases está a punto de decidirse, es tan violento y tan claro el proceso de desintegración de la clase dominante en el seno de la sociedad antigua, que un pequeño sector de esa clase se desprende de ella y abraza la causa revolucionaria, pasándose a la clase en cuyas manos está el porvenir. Y así como antes una parte de la nobleza se pasaba a la burguesía, ahora una parte de la burguesía se pasa al campo del proletariado; principalmente una parte de los ideólogos burgueses, que, analizando teóricamente el curso de la historia, han logrado ver claro en sus derroteros.

De todas las clases que hoy se enfrentan con la burguesía, no hay más que una verdaderamente revolucionaria: el proletariado. Las demás perecen y desaparecen con la gran industria; el proletariado, en cambio; es su producto genuino y peculiar.

Los elementos de las clases medias, el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el labriego, todos luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales clases medias. No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más todavía, reaccionarios, pues pretenden volver atrás la rueda de la historia. Y si actúan como revolucionarios, es mirando a su paso inminente al proletariado, con lo cual no defienden sus intereses actuales, sino los futuros; se despojan de su posición propia, para abrazar la del proletariado.

El «lumpenproletariado», esa putrefacción pasiva de las capas más bajas de la vieja sociedad, se verá arrastrado en parte al movimiento por una revolución proletaria, aunque las condiciones todas de su vida le hagan más propicio a dejarse comprar como instrumento de manejos reaccionarios.

Las condiciones de vida de la vieja sociedad aparecen ya destruidas en las condiciones de vida del proletariado. El proletariado carece de bienes. Sus relaciones con la mujer y con los hijos no tienen ya nada de común con las relaciones familiares burguesas; el trabajo industrial moderno, el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que en Francia, en Alemania que en Norteamérica, borra en él todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la religión, son para el proletariado otros tantos prejuicios burgueses, detrás de los cuales anidan otros tantos intereses de la burguesía.

Todas las clases que le precedieron y conquistaron el Poder, procuraron consolidar las posiciones adquiridas sometiendo a la sociedad entera a su régimen de apropiación. Los proletarios sólo pueden conquistar para sí las fuerzas sociales de la producción aboliendo el régimen de apropiación a que se hallen sujetos, y con él todo régimen social de apropiación. Los proletarios no tienen nada propio que asegurar, sino que destruir todos los aseguramientos y seguridades privadas de los demás.

Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido movimientos desatados por una minoría o en interés de una minoría. El movimiento proletario es el movimiento independiente de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja de la sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar, hecho añicos, desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma la sociedad oficial.

Por su forma, aunque no por su contenido, la lucha del proletariado contra la burguesía empieza siendo una lucha nacional. Es natural que el proletariado de cada país ajuste ante todo las cuentas con su propia burguesía.

Al esbozar, en líneas generales, las diferentes fases del desarrollo del proletariado, hemos seguido las incidencias de la guerra civil más o menos embozada que existe en el seno de la sociedad vigente, hasta el momento en que esta guerra civil desencadena una revolución franca y abierta y el proletariado, derrocando por la violencia a la burguesía, instaura su dominación.

Hasta hoy, toda sociedad descansó, como hemos visto, en el antagonismo entre las clases oprimidas y las opresoras. Mas, para poder oprimir a una clase, es menester asegurarle, por lo menos, las condiciones indispensables de vida, pues de otro modo se extinguiría, y con ella se acabaría también su esclavizamiento. El siervo de la gleba se vio elevado a miembro del municipio dentro de la servidumbre, como el villano convertido en burgués bajo el yugo del absolutismo feudal. La situación del obrero moderno es muy distinta, pues lejos de mejorar conforme progresa la industria, decae y empeora por debajo del nivel de su propia clase. El obrero se depaupera, y el pauperismo se desarrolla en proporciones mucho mayores que la población y la riqueza. He ahí una prueba palmaria de la incapacidad de la burguesía para seguir gobernando a la sociedad e imponer a ésta por norma las condiciones de vida de su clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a sus esclavos la existencia ni aun dentro de su esclavitud; porque se ve forzada a dejarlos llegar hasta una situación de desamparo en que no tiene más remedio que mantenerles, cuando son ellos quienes debieran mantenerla a ella. La sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de esta clase; la vida de la burguesía se ha hecho incompatible con la vida de la sociedad.

La existencia y la dominación de la clase burguesa tienen por condición esencial la concentración de la riqueza en manos de unos cuantos individuos, la formación e incrementación constante del capital; y éste, a su vez, no puede existir sin el trabajo asalariado. El trabajo asalariado descansa exclusivamente sobre la competencia de los obreros entre sí. Los progresos de la industria, cuyo agente involuntario y pasivo es la burguesía, imponen, en vez del aislamiento de los obreros por la competencia, su unión revolucionaria por la organización. Y así, al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las bases sobre las que produce y se apropia lo producido. Produce, ante todo, a sus propios enterradores. Su caída y el triunfo del proletariado son igualmente inevitables.

——

{1} Es decir, hablando en términos precisos, toda la historia escrita. En 1847, la prehistoria de la sociedad, la organización social que precedió a la historia escrita, era casi totalmente desconocida. Posteriormente, las investigaciones de Haxthausen vinieron a descubrir la propiedad colectiva de la tierra en Rusia; Maurer demostró que este régimen de propiedad fue el tronco social del que se derivaron históricamente todas las tribus germanas, y, poco a poco, fue descubriéndose que los municipios rurales organizados en régimen de propiedad colectiva del suelo habían sido la forma primitiva de la sociedad, desde la India hasta Irlanda. Por último, las investigaciones de Morgan, coronadas por el descubrimiento del verdadero carácter de la gens y de su posición dentro de la tribu, pusieron al desnudo en su forma típica, la organización interna de esta sociedad comunista originaria. Con la disolución de estas comunidades primitivas, la sociedad comienza a escindirse en clases distintas, que acaban por enfrentarse las unas con las otras. (Adición de Engels, 1890.)

{2} Patricios y plebeyos, eran clases de la antigua Roma. Los patricios representaban la aristocracia romana, la clase dominante de los grandes terratenientes, en cuyas manos se concentraban las riquezas territoriales y también, en los tiempos de la República, en Poder del Estado; los plebeyos eran la clase de los ciudadanos libres, pero no iguales en derechos. Acerca de las clases en la antigua Roma puede consultarse el trabajo de Engels «Los orígenes de la familia, de la propiedad privada y del Estado».

{3} Las palabras, que figuran entre paréntesis cuadrados están tomadas de la traducción inglesa, editada por Engels en Londres, 1888. (N. del ed.)

{4} Tal era el nombre que los habitantes de Italia y Francia daban a sus comunidades urbanas, después de haber comprado o conquistado a sus señores feudales los primeros derechos de autonomía. (Nota de Engels en la edición alemana de 1890.) Las ciudades creadas en Francia siguieron llamándose «comunas», incluso después de haber conquistado de manos de sus señores feudales la autonomía local y los derechos políticos, en concepto de «tercer estado». En términos generales, tomamos aquí como país típico de desarrollo económico de la burguesía a Inglaterra y como ejemplo de desarrollo político de la burguesía a Francia. (Nota de Engels a la edición inglesa de 1888.)

{5} Las Cruzadas: Grandes expediciones guerreras y de bandidaje al cercano Oriente efectuadas en los siglos XI-XIII. Estas expediciones eran emprendidas por los grandes señores feudales y caballeros de la época, bajo la dirección del clero romano, con el pretexto de «libertar» la Tierra Santa (Palestina). Al final, los «cruzados» fueron expulsados de las tierras por ellos conquistadas a Europa. (N. del ed.)

{6} Más tarde, Marx demostró que el obrero no vende trabajo, sino fuerza de trabajo. Véase acerca de esto la introducción de Engels a la obra de Marx «Trabajo asalariado y capital», págs. 235 ss. de este tomo. (N. del ed.)

{7} Rentistas: poseedores de valores industriales y mercantiles y acciones, títulos de la Deuda, &c., que viven de la renta de éstos. (N. del ed.)

(Obras escogidas, Barcelona 1938, tomo I, páginas 200-212.)

II

Proletarios y comunistas

¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios, en general?

Los comunistas no forman un partido aparte, frente a los demás partidos obreros.

No tienen intereses propios, separados de los intereses generales del proletariado.

No profesan principios especiales con los que aspiren a modelar el movimiento proletario.

Los comunistas no se distinguen de los demás partidos proletarios más que en esto: en que destacan y reivindican siempre, en todas y cada una de las acciones nacionales de los proletarios, los intereses comunes de todo el proletariado, independientes de su nacionalidad, y en que, en las diferentes etapas histórica que recorre la lucha entre el proletariado y la burguesía, mantienen siempre el interés del movimiento, enfocado en su conjunto.

Los comunistas son, pues, prácticamente, la parte más decidida, el acicate siempre en tensión de todos los partidos obreros del mundo; teóricamente, llevan de ventaja a las grandes masas del proletariado su clara visión de las condiciones, los derroteros y los resultados generales del movimiento proletario.

El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que persiguen los demás partidos proletarios en general: erigir al proletariado en clase, derrocar la dominación de la burguesía, llevar al proletariado a la conquista del Poder político.

Las tesis teóricas de los comunistas no descansan, ni mucho menos, en las ideas, en los principios forjados o descubiertos por ningún redentor de la humanidad.

No son sino la expresión generalizada de las condiciones reales de una lucha de clases existente, de un movimiento histórico que se está desarrollando a la vista de todos. La abolición del régimen vigente de la propiedad no es tampoco ninguna característica peculiar del comunismo.

Las condiciones que forman el régimen de la propiedad han estado sujetas siempre a cambios históricos, a alteraciones históricas constantes.

Así, por ejemplo, la Revolución francesa{1} abolió la propiedad feudal en beneficio de la propiedad burguesa.

Lo que caracteriza al comunismo no es la abolición de la propiedad en general, sino la abolición del régimen de la propiedad burguesa.

Pero esta moderna institución de la propiedad privada burguesa, es la expresión última y la más acabada de ese régimen de producción y apropiación de lo producido que reposa sobre los antagonismos de clase, sobre la explotación de unos hombres por otros. Así entendida, sí pueden los comunistas resumir su teoría en esta fórmula: abolición de la propiedad privada.

Se nos reprocha que queremos destruir la propiedad personal bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano; esa propiedad, que es para el hombre la base de toda libertad, el acicate de toda actividad y la garantía de toda independencia. ¡La propiedad bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano! ¿Os referís acaso a la propiedad del humilde artesano, del pequeño campesino, antecedente histórico de la propiedad burguesa? No; esa no necesitamos destruirla; el desarrollo de la industria lo ha hecho ya, y lo está haciendo a todas horas.

¿O queréis referiros a la moderna propiedad privada de la burguesía?

Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de proletario, crea propiedad? No, ni mucho menos. Lo que crea es capital, esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo asalariado, que sólo puede crecer y multiplicarse a condición de engendrar nuevo trabajo asalariado, para hacerlo también objeto de su explotación. La propiedad, en la forma que hoy presenta, se mueve dentro de la antítesis entre el capital y el trabajo asalariado. Detengámonos un momento a examinar los dos términos de esta antítesis.

Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal, sino social, en el proceso de la producción. El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en marcha más que por la cooperación de muchos individuos, y aun cabría decir que, en rigor, esta cooperación abarca la actividad común de todos los miembros de la sociedad.

El capital no es, pues, una potencia personal, sino una potencia social.

Así, pues, al convertir el capital en propiedad colectiva, común a todos los miembros de la sociedad, no convertimos en social la propiedad personal. Lo que hacemos es transformar el carácter de la propiedad. Esta pierde su carácter de clase.

Hablemos ahora del trabajo asalariado.

El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del salario; es decir, la suma de medios de vida necesarios para sostener al obrero como tal obrero. Todo lo que el obrero asalariado adquiere con su trabajo es, pues, lo que estrictamente necesita para seguir viviendo y trabajando. Nosotros no aspiramos, en modo alguno, a destruir esta apropiación personal de los productos de un trabajo encaminado a satisfacer directamente las necesidades de la vida; apropiación que no deja el menor margen de rendimiento líquido y, con él, un poder sobre el trabajo ajeno. A lo que aspiramos es a destruir el carácter oprobioso de esta apropiación en que el obrero sólo vive para multiplicar el capital, en que vive tan sólo en la medida en que el interés de la clase dominante exige que viva.

En la sociedad burguesa, el trabajo vivo del hombre no es más que un medio de incrementar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado será, por el contrario, un simple medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del obrero.

En la sociedad burguesa es, pues, el pasado el que impera sobre el presente; en la comunista, imperará el presente sobre el pasado. En la sociedad burguesa, se reserva al capital toda personalidad e independencia, mientras que el individuo trabajador carece de independencia y personalidad.

¡Y a la abolición de estas condiciones, llama la burguesía abolición de la personalidad y de la libertad! Y, sin embargo, tiene razón. Se trata, en efecto, de abolir la personalidad, la independencia y la libertad burguesas.

Por libertad se entiende, dentro del sistema burgués de producción, el librecambio, la libertad de comprar y vender. Desaparecido el tráfico, desaparecerá también, forzosamente, la libertad de traficar. Los tópicos de la libertad de tráfico, como en general todos los ditirambos a la libertad que entona nuestra burguesía, sólo tienen sentido y razón de ser en cuanto significan la emancipación de las trabas y la servidumbre de la Edad Media, pero palidecen ante la abolición comunista del tráfico, de las condiciones burguesas de producción y de la propia burguesía.

¡Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada, como si en el seno de vuestra sociedad actual la propiedad privada no estuviese ya abolida para nueve décimas partes de la población, como si no existiese precisamente a costa de no existir para estas nueve décimas partes! Lo que, en rigor, nos reprocháis es, pues, el querer abolir un régimen de propiedad que tiene por necesaria condición la carencia de propiedad de la inmensa mayoría de los hombres.

Nos reprocháis, para decirlo de una vez, el querer abolir vuestra propiedad. Pues sí; a eso es a lo que aspiramos.

Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no puede convertirse en capital, en dinero, en renta del suelo, en un poder social monopolizable; desde el momento en que la propiedad personal no puede convertirse en propiedad burguesa, la persona no existe.

Con eso, confesáis que, para vosotros, no hay más persona que el burgués, el propietario burgués. Pues bien; la personalidad así concebida, es la que queremos suprimir.

El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales; lo único que no admite es el poder de usurpar, por medio de esta apropiación, el trabajo ajeno.

Se arguye que, abolida la propiedad privada, cesará toda actividad y reinará la indolencia universal. Si esto fuese verdad, hace ya mucho tiempo que se habría estrellado contra el escollo de la holganza una sociedad como la burguesa, en que los que trabajan no adquieren y los que adquieren no trabajan. Toda esta objeción viene a reducirse, en fin de cuentas, a la redundancia de que, al desaparecer el capital, desaparecerá también el trabajo asalariado.

Las objeciones formuladas contra el régimen comunista de apropiación y producción material, hácense extensivas a la producción y apropiación de los productos espirituales. Y así como el destruir la propiedad de clases equivale, para el burgués, a destruir la producción, el destruir la cultura de clase es, para él, sinónimo de destruir la cultura en general.

Esa cultura cuya pérdida tanto deplora, es la que convierte en máquinas a la inmensa mayoría de los hombres.

Pero, no discutáis con nosotros midiendo la abolición de la propiedad burguesa por vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, derecho, &c. Vuestras propias ideas son otros tantos productos del régimen burgués de propiedad y de producción, del mismo modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido en las condiciones materiales de vida de vuestra clase.

Compartís con todas las clases dominantes que han existido y perecieron, la idea interesada de que vuestro régimen de producción y de propiedad, obra de condiciones históricas que desaparecen en el transcurso de la producción, descansa sobre leyes naturales y eternas y sobre los dictados de la razón. Lo que concebís cuando se trata de la propiedad antigua{2}, lo que concebís cuando se trata de la propiedad feudal, no podéis concebirlo cuando se trata de la propiedad burguesa.

¡Abolición de la familia! Al hablar de estas intenciones satánicas de los comunistas, hasta los más radicales gritan escándalo.

Pero, veamos, ¿en qué se funda la familia actual, la familia burguesa? En el capital, en el lucro privado. Sólo la burguesía tiene una familia, en el pleno sentido de la palabra; y esta familia encuentra su complemento en la carencia forzosa de relaciones familiares de los proletarios y en la pública prostitución.

Es natural que ese tipo de familia burguesa desaparezca al desaparecer su complemento, y que una y otra dejen de existir, al dejar de existir el capital.

¿Nos reprocháis acaso que aspiramos a abolir la explotación de los hijos por sus padres? Confesamos este delito.

¡Pero es, decís, que pretendemos destruir la intimidad de la familia, suplantando la educación doméstica por la social!

¿Acaso vuestra propia educación no está también influida por la sociedad, por las condiciones sociales en que se desarrolla, por la injerencia directa o indirecta en ella de la sociedad a través de la escuela, &c.? No son precisamente los comunistas los que inventan esa injerencia de la sociedad en la educación; lo que ellos hacen es modificar el carácter que hoy tiene y sustraer la educación a la influencia de la clase dominante.

Esos tópicos burgueses de la familia y la educación, de la intimidad de las relaciones entre padres e hijos, son tanto más grotescos y descarados cuanto más la gran industria va desgarrando los lazos familiares de los proletarios y convirtiendo a sus hijos en simples mercancías y meros instrumentos de trabajo.

¡Pero es que vosotros, los comunistas, nos grita a coro toda la burguesía entera, pretendéis colectivizar a las mujeres!

El burgués, que no ve en su mujer más que un simple instrumento de producción. Y, al oír que los instrumentos de producción deben ser explotados colectivamente, no puede por menos de pensar que el régimen colectivo se hará igualmente extensivo a la mujer.

No advierte que de lo que se trata, es precisamente de acabar con la situación de la mujer como mero instrumento de producción.

Por otra parte, nada más ridículo que esos alardes de indignación, henchida de alta moral, de nuestros burgueses, al hablar de la tan cacareada colectivización de la mujer por el comunismo. No; los comunistas no tienen que molestarse en implantar la colectivización de las mujeres, pues casi siempre ha existido.

Nuestros burgueses, no contentos, por lo visto, con tener a su disposición las mujeres y las hijos de los proletarios –¡y no hablemos de la prostitución oficial!–, sienten una grandísima fruición en seducirse unos a otros sus mujeres.

En realidad, el matrimonio burgués es ya la comunidad de las esposas. A lo sumo, podría reprocharse a los comunistas el pretender sustituir este hipócrita y recatado régimen colectivo de hoy por una colectivización oficial, franca y abierta, de la mujer. Por lo demás, fácil es comprender que, al abolirse el régimen actual de producción, con él desaparecerá el sistema de comunidad de la mujer que lleva consigo, y que se refugia en la prostitución, en la oficial y en la encubierta.

A los comunistas se nos reprocha también el querere abolir la patria, la nacionalidad.

Los obreros no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante, como la mira inmediata del proletariado es el conquistar el Poder político, erigirse en nación, en clase nacional, es evidente que también él tiene todavía carácter nacional, aunque no, ni mucho menos, en el sentido de la burguesía.

Ya el propio desarrollo de la burguesía, el librecambio, el mercado mundial, la uniformidad reinante en la producción industrial, con las condiciones de vida que engendran, se encargan de borrar más y más las diferencias y antagonismos nacionales.

La dominación del proletariado acabará de hacerlos desaparecer. La acción conjunta de los proletarios, a lo menos los de las naciones civilizadas, es una de las condiciones primordiales de su emancipación.

En la medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación de unos individuos por otros, desaparecerá también la explotación de unas naciones por otras.

Con el antagonismo de las clases en el seno de cada nación, se borrará la hostilidad de las naciones entre sí.

Las acusaciones que se hacen contra el comunismo desde el punto de vista religioso, filosófico e ideológico en general, no merecen un examen detenido.

¿Acaso hace falta un análisis profundo para comprender que, con las condiciones de vida, las relaciones sociales, la existencia social del hombre, cambian también sus ideas, sus opiniones y sus concepciones, su conciencia, en una palabra?

¿Qué demuestra la historia de las ideas, sino que la producción espiritual cambia y se transforma con la producción material? Las ideas imperantes en una época, han sido siempre las ideas propias de la clase imperante.

Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con ello, no se hace más que dar expresión a un hecho, y es que en el seno de la sociedad antigua han germinado ya los elementos para la nueva, y al esfumarse las antiguas condiciones de vida, se esfuman las ideas antiguas.

Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las religiones antiguas fueron vencidas y suplantadas por el cristianismo. En el siglo XVIII, cuando las ideas cristianas sucumbían ante el racionalismo, la sociedad feudal pugnaba desesperadamente, haciendo un último esfuerzo, con la burguesía, entonces revolucionaria. Las ideas de libertad de conciencia y de libertad religiosa no hicieron más que proclamar el triunfo de la libre concurrencia en el campo de la ciencia.

Se nos dirá que las ideas religiosas, morales, filosóficas, políticas, jurídicas, &c., se han modificado, sin duda, a lo largo de la historia, pero que, incluso a través de estos cambios, ha habido siempre una religión, una moral, una filosofía, una política, un derecho. Que, además, existen verdades eternas, como la libertad, la justicia, etcétera, comunes a todas las sociedades. Y que el comunismo viene a destruir estas verdades eternas, la moral, la religión, y no a sustituirlas por otras nuevas; que choca, por tanto, con todo el desarrollo histórico anterior.

Veamos a qué queda reducida esta acusación.

Hasta hoy, toda la historia de la sociedad ha sido una constante sucesión de antagonismos de clases, que revisten diversas modalidades, según las épocas.

Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la explotación de una parte de la sociedad por la otra es un hecho común a todas las épocas del pasado. Nada tiene, pues, de extraño que la conciencia social de todas las épocas se atenga, a despecho de toda la variedad y de todas las divergencias, a ciertas formas comunes, formas de conciencia, hasta que el antagonismo de clases no desaparece definitivamente.

La revolución comunista viene a romper de la manera más radical con el régimen tradicional de la propiedad; no hay, pues, que extrañarse si se ve obligada a romper, en su desarrollo, de la manera también más radical, con las ideas tradicionales.

Pero, no queremos detenernos por más tiempo en los reproches de la burguesía contra el comunismo.

Ya dejamos dicho que el primer paso de la revolución obrera será la elevación del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia{3}.

El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando gradualmente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante, y procurando aumentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las fuerzas productivas.

Claro está, que, al principio, esto sólo podrá llevarse a cabo mediante una acción despótica sobre la propiedad y el régimen burgués de producción, por medio de medidas que, aunque de momento parezcan económicamente insuficientes e insostenibles, en el transcurso del movimiento serán un gran resorte propulsor, y de las que no puede prescindirse como medio para transformar todo el régimen de producción vigente.

Estas medidas no podrán ser las mismas, naturalmente, en todos los países.

Para los más progresivos, mencionaremos unas cuantas, susceptibles sin duda de ser aplicadas con carácter más o menos general, según los casos{4}.

1.ª Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos públicos.

2.ª Fuerte impuesto progresivo.

3.ª Abolición del derecho de herencia.

4.ª Confiscación de la fortuna de los emigrados y rebeldes.

5.ª Centralización del crédito en manos del Estado, por medio de un Banco Nacional con capital del Estado y régimen de monopolio.

6.ª Centralización de los transportes en manos del Estado.

7.ª Multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios de producción; roturación y mejora de terrenos, con arreglo a un plan colectivo.

8.ª Deber general de trabajar; creación de ejércitos industriales, principalmente para la agricultura.

9.ª Explotación combinada de la agricultura y la industria; medidas encaminadas a borrar gradualmente la diferencia entre la ciudad y el campo.

10.ª Educación pública y gratuita de todos los niños. Abolición del trabajo infantil en las fábricas, bajo su forma actual. Régimen combinado de la educación con la producción material, &c.

Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan desaparecido las diferencias de clase y toda la producción esté concentrada en manos de los individuos asociados, el Poder público perderá todo carácter político. El Poder político no es, en rigor, más que el poder organizado de una clase para la opresión de la otra. El proletariado se ve obligado a organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le convierte en clase dominante; mas, tan pronto como, en cuanto clase dominante, destruya por la fuerza las relaciones vigentes de producción, con éstas hará desaparecer las condiciones que determinan el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto, su propia dominación como clase.

Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, sustituirá una asociación en que el libre desarrollo de cada uno sea la condición para el libre desarrollo de todos.

——

{1} Se trata de la revolución burguesa de Francia de 1789 a 1794. (Nota del ed.)

{2} «La segunda forma de propiedad (la primera forma de propiedad es la de la tribu, N. del ed.) es la antigua propiedad de la comuna y del Estado, que surge por la unión, mediante convenios o por conquista, de varias tribus en una ciudad, y en la que subsiste la igualdad. Al lado de la propiedad comunal se desarrolla ya, en esta época, la propiedad privada mobiliaria, y más tarde surge también la inmobiliaria, pero como una forma de propiedad al margen de las normas vigentes y supeditada a la propiedad comunal. Los ciudadanos del Estado sólo poseen en común sus esclavos de trabajo, y ya este sólo hecho les obliga a someterse a la forma de la propiedad comunal. Pero esto es compatible con la propiedad privada de los ciudadanos activos del Estado, obligados a respetar ante sus esclavos esta forma de asociación, surgida naturalmente. Por eso, toda la estructura de la sociedad erigida sobre esta base, y con ella el Poder del pueblo, caen en decadencia a medida que se desarrolla la primacía de la propiedad privada inmobiliaria. La división del trabajo está ya más desarrollada. Encontramos ya la antítesis entre la ciudad y la aldea y más adelante la antítesis entre Estados que representan intereses urbanos y rurales y las ciudades interiores, la antítesis entre la industria y el comercio marítimo. Las relaciones de clase entre los ciudadanos y los esclavos, han adquirido ya su pleno desarrollo.» (C. Marx y F. Engels, «Ideología alemana», páginas 12-13.) (N. del ed.)

{3} En un trabajo titulado «El marxismo acerca del Estado», Lenin pone a este pasaje la nota siguiente: «El Estado, es decir, el proletariado organizado como clase dominante no es otra cosa que la dictadura del proletariado». En su folleto «El 18 Brumario de Luis Bonaparte», Marx, estudiando las enseñanzas de la revolución de 1848, desarrolla su doctrina sobre la dictadura del proletariado. Aquí, indica que el proletariado no puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado burgués, sino que debe «destruirla», «romperla». (Véase tomo II de esta edición.) Más tarde, basándose en la experiencia de la Comuna de París (véase su estudio titulado «La guerra civil en Francia en 1871», tomo II de esta edición). Marx describe el aparato estatal (un Estado del tipo de la Comuna) con que el proletariado sustituye el aparato de opresión del Estado burgués destruído por él (véase acerca de esto la obra de Lenin «El estado y la Revolución», Ed. Europa-América). (N. del ed.)

{4} En los «Principios de comunismo», que sirvió de bosquejo para redactar el «Manifiesto Comunista», Engels expone este programa en doce puntos, refiriéndose a los cuales señaló el camarada Stalin, en la XV Conferencia del Partido en 1926, que «las nueve décimas partes de este programa están ya realizadas por nuestra revolución». (N. del ed.)

(Obras escogidas, Barcelona 1938, tomo I, páginas 212-221.)

III

Literatura socialista y comunista{1}

1. El socialismo reaccionario

a) El socialismo feudal

La aristocracia francesa e inglesa estaba llamada, por su posición histórica, a escribir libelos contra la moderna sociedad burguesa. En la revolución francesa de Julio de 1830, en el movimiento reformista inglés, volvió a sucumbir, arrollada por el odiado intruso{2}. Y no pudiendo dar ya ninguna batalla política seria, no le quedaba más arma que la pluma. Mas, también en la palestra literaria habían cambiado los tiempos. Ya no era posible seguir empleando el lenguaje de la época de la Restauración{3}. Para ganarse simpatías, la aristocracia hubo de olvidar aparentemente sus intereses y formular su acta de acusación contra la burguesía en interés solamente de la clase obrera explotada. De este modo, se daba el gusto de provocar a su adversario y vencedor con amenazas y de cantarle al oído profecías más o menos catastróficas.

Así nació el socialismo feudal, una mezcla de lamento, pasquín, eco del pasado y rumor sordo del porvenir; un socialismo que de vez en cuando asestaba a la burguesía un golpe en medio del corazón con sus juicios sardónicos y acerados, pero que casi siempre movía a risa por su completa incapacidad para comprender la marcha de la historia moderna.

Para captarse la simpatías del pueblo, la aristocracia tremolaba el saco del mendigo proletario por bandera. Pero, cuantas veces los seguía, el pueblo veía relucir en las espaldas de los caudillos los viejos blasones feudales, y se dispersaba con una risa nada recatada y bastante irrespetuosa.

Una parte de los legitimistas franceses{4} y la joven Inglaterra{5} fueron los que nos dieron este espectáculo.

Esos señores feudales, que tanto insisten en demostrar que sus modos de explotación no se parecían en nada a los de la burguesía, se olvidan de una cosa, a saber: que ellos llevaban a cabo su explotación en circunstancias y en condiciones completamente diferentes y hoy ya caducadas. Y, al jactarse de que bajo su régimen no existía el moderno proletariado, olvidan que esta burguesía moderna de que tanto abominan es un brote históricamente necesario de su orden social.

Por lo demás, ellos no se molestan gran cosa en recatar el sello reaccionario de sus críticas, y así se explica que su acusación más rabiosa contra la burguesía sea precisamente el crear y fomentar bajo su régimen una clase que está llamada a derruir todo el orden social heredado.

Lo que más reprochan a la burguesía no es el engendrar un proletariado, sino el engendrar un proletariado revolucionario.

Por eso, en la práctica, están siempre dispuestos a tomar parte en todas las violencias y represiones contra la clase obrera; y, pese a todas sus retóricas ampulosas, en la prosaica realidad se resignan a recolectar también los huevos de oro y a trocar la nobleza, el amor y el honor caballerescos por el vil tráfico en lana, remolacha y aguardiente{6}.

Como los curas van siempre del brazo de los señores feudales, no es extraño que este socialismo feudalista se dé la mano con una especie de socialismo clerical.

Nada más fácil que revestir el ascetismo cristiano con un barniz socialista. ¿No vociferó también el cristianismo contra la propiedad privada, contra el matrimonio, contra el Estado? ¿No predicó, frente a estas instituciones, la caridad y la limosna, el celibato y el castigo de la carne, la vida monástica y la Iglesia? El socialismo cristiano es el hisopazo con que el clérigo bendice el despecho del aristócrata.

b) El socialismo pequeño burgués

La aristocracia feudal no es la única clase derrocada por la burguesía, la única clase cuyas condiciones de vida ha venido a oprimir y matar la moderna sociedad burguesa moderna. Los villanos medievales y los pequeños campesinos fueron los precursores de la burguesía moderna. Y en los países en que la industria y el comercio no han alcanzado un nivel bastante alto de desarrollo, esta clase sigue vegetando al lado de la burguesía ascensional.

En aquellos otros países en que la civilización moderna alcanza un cierto grado de progreso, ha venido a formarse una nueva clase pequeñoburguesa que flota entre la burguesía y el proletariado, y que, si bien gira constantemente en torno a la sociedad burguesa como parte complementaria suya, no hace más que brindar nuevos elementos al proletariado, precipitados a éste por la concurrencia; al desarrollarse la gran industria, llega un momento en que esta parte de la sociedad moderna pierde su independencia y se ve suplantada, en el comercio, en la manufactura, en la agricultura, por los capataces y los domésticos.

En países como Francia, en que la clase campesina representa mucho más de la mitad de la población, es natural que ciertos escritores, al abrazar la causa del proletariado contra la burguesía, tomen por norma para criticar el régimen burgués los intereses de los pequeños burgueses y de los campesinos, simpatizando con la causa obrera sobre el ideario de la pequeña burguesía. Así nació el socialismo pequeñoburgués. Su representante más caracterizado, lo mismo en Francia que en Inglaterra, es Sismondi.

Este socialismo ha analizado con la mayor agudeza las contradicciones del moderno régimen de producción. Ha desenmascarado las argucias hipócritas con que pretenden justificarlas los economistas. Ha puesto de relieve, de modo irrefutable, los efectos aniquiladores del maquinismo y la división del trabajo, la concentración de los capitales y la propiedad inmueble, la superproducción, las crisis, la inevitable desaparición de los pequeños burgueses y campesinos, la miseria del proletariado, la anarquía reinante en la producción, las desigualdades irritantes en la distribución de la riqueza, la asoladora guerra industrial de unas naciones contra otras, la disolución de las costumbres antiguas, de la familia tradicional, de las viejas nacionalidades.

Pero, en lo que se refiere a sus fórmulas positivas, este socialismo no tiene más aspiración que restaurar los antiguos medios de producción y de cambio, y con ellos el régimen tradicional de propiedad y la sociedad tradicional; pretende volver a encajar por la fuerza los modernos medios de producción y de cambio dentro del marco del régimen de propiedad que hicieron y forzosamente tenían que hacer saltar. En uno y otro caso peca, a la par, de reaccionario y de utópico.

En la manufactura, la restauración de los viejos gremios, y en el campo la implantación de un régimen patriarcal: he ahí sus dos aspiraciones máximas.

En su desarrollo ulterior, esta corriente socialista ha venido a caer en una cobarde modorra.

c) El socialismo alemán o «verdadero» socialismo{7}

La literatura socialista y comunista de Francia, nacida bajo la presión de una burguesía dominante y expresión literaria de la lucha librada contra su dominación, fue importada en Alemania en el mismo instante en que la burguesía empezaba su lucha contra el absolutismo feudal.

Los filósofos, semifilósofos e ingenios de Alemania se lanzaron ávidamente sobre esta literatura, pero olvidando que con las doctrinas no habían pasado la frontera también las condiciones sociales a que respondían. Al enfrentarse con la situación alemana, la literatura socialista francesa perdió su importancia práctica directa, para tomar una fisonomía puramente literaria y convertirse en una ociosa especulación acerca del espíritu humano y de sus proyecciones sobre la realidad. Y así, mientras que los postulados de la primera revolución francesa eran, para los filósofos alemanes del siglo XVIII, los postulados de la «razón práctica» en general, las aspiraciones de la burguesía francesa y revolucionaria representaban, a sus ojos, las leyes de la voluntad pura, de la voluntad ideal, de una voluntad verdaderamente humana.

Toda la labor de los literatos alemanes se redujo a armonizar las nuevas ideas francesas con su vieja conciencia filosófica o, por mejor decir, a asimilarse desde su punto de vista filosófico aquellas ideas.

Esta asimilación se llevó a cabo por el mismo procedimiento con que se asimila uno una lengua extranjera: traduciéndola.

Es sabido que los monjes medievales se dedicaban a recamar los manuscritos que atesoraban las obras clásicas del paganismo con todo género de insustanciales historias de santos de la Iglesia católica. Los literatos alemanes procedieron con la literatura francesa profana del modo inverso. Lo que hicieron fue empalmar sus absurdos filosóficos a los originales franceses. Y así, por ejemplo, donde el original francés desarrollaba la crítica del dinero, ellos ponían: «enajenación del ser humano»; donde los franceses criticaban al Estado burgués, «abolición del imperio de lo general abstracto», y todo por el estilo.

Esta interpelación de galimatías filosóficos en las doctrinas francesas fue bautizada con el nombre de «filosofía de la acción», «verdadero socialismo», «ciencia alemana del socialismo», «fundamentación filosófica del socialismo», y otros semejantes.

De este modo, se castraba en toda regla la literatura socialista y comunista francesa. Y como, en manos de los alemanes, no expresaba ya la lucha de una clase contra otra clase, el alemán hacíase la ilusión de haber superado la «estrechez francesa»; a falta de verdaderas necesidades, pregonaba la de la verdad, y a falta de los intereses del proletariado, mantenía los intereses del ser humano, del hombre en general, de ese hombre que no conoce clases, que ha dejado de vivir en la realidad, para trasladarse al cielo vaporoso de la fantasía filosófica.

Sin embargo, este socialismo alemán, que tomaba tan en serio sus burdos ejercicios escolares y que tanto y tan solemnemente trompeteaba, fue perdiendo poco a poco su pedantesca inocencia.

La lucha de la burguesía alemana, y principalmente de la prusiana, contra el régimen feudal y la monarquía absoluta, es decir, el movimiento liberal, fue tomando un cariz más serio.

Esto le deparaba al «verdadero» socialismo la ocasión apetecida para oponer al movimiento político las reivindicaciones socialistas, para fulminar los consabidos anatemas contra el liberalismo, contra el Estado representativo, contra la libre concurrencia burguesa, contra la libertad de prensa, la libertad, la igualdad y el derecho burgueses, predicando ante la masa del pueblo que con este movimiento burgués no saldría ganando nada y sí perdiendo mucho. El socialismo alemán cuidábase de olvidar oportunamente que la crítica francesa, de que él no era más que un eco sin vida, presuponía la existencia de la sociedad burguesa moderna, con sus peculiares condiciones materiales de vida y su organización política adecuada, premisas ambas en torno a las cuales giraba precisamente la lucha en Alemania.

Este «verdadero» socialismo les venía al dedillo a los gobiernos absolutistas alemanes, con toda su cohorte de clérigos, maestros de escuela, hidalgüelos raídos y cagatintas, pues servíales de espantapájaros contra la amenazadora burguesía. Era una especie de melifluo complemento a los feroces latigazos y a las balas de fusil con que estos gobiernos recibían los levantamientos obreros.

Pero el «verdadero» socialismo, además de ser, como vemos, un arma puesta en manos de los gobiernos contra la burguesía alemana, encarnaba directamente un interés reaccionario: el interés de la baja burguesía del país. La pequeña burguesía, heredada del siglo XVI y que desde entonces no había cesado de aflorar bajo diversas formas y modalidades, constituye en Alemania la verdadera base social del orden vigente.

Conservar esta clase es conservar el orden social imperante en Alemania. Del predominio industrial y político de la burguesía teme la ruina segura, tanto por la concentración de capitales que ello significa, como porque entraña la aparición de un proletariado revolucionario. El «verdadero» socialismo venía a cortar de un tijeretazo –así se lo imaginaba ella– las dos alas de este peligro. Por eso se extendió por todo el país como una epidemia.

El ropaje ampuloso en que los socialistas alemanes envolvían el puñado de huesos de sus «verdades eternas», un ropaje tejido con hebras especulativas, bordado con las flores retóricas de su ingenio y empapado de nieblas melancólicas y románticas, hacía todavía más gustosa la mercancía, para ese público.

Por su parte, el socialismo alemán veía cada vez más claro que su misión era la de ser el alto representante y abanderado de esa baja burguesía.

Proclamaba a la nación alemana como nación normal y al buen burgués alemán como el tipo ejemplar de hombre. Dio a todos sus servilismos y vilezas un hondo y oculto sentido socialista, tornándolos en lo contrario de lo que en realidad eran. Y al alzarse furiosamente contra las tendencias «bárbaras y destructivas» del comunismo, subrayando como contraste la imparcialidad sublime de sus propias doctrinas, ajenas a toda lucha de clases, no hacía más que sacar la última consecuencia lógica de su sistema. Toda la pretendida literatura socialista y comunista que circula por Alemania, profesa, con poquísimas excepciones, estas doctrinas repugnantes y castradas{8}.

2. El socialismo conservador o burgués

Una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales, para de este modo garantizar la perdurabilidad de la sociedad burguesa. Cuéntanse en este bando los economistas, los filántropos, los humanitarios, los que aspiran a mejorar la situación de las clases trabajadoras, los organizadores de actos de beneficencia, las sociedades protectoras de animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo, los predicadores y reformadores sociales de toda laya. De este socialismo burgués han salido, además, verdaderos sistemas doctrinales.

Sirva de ejemplo la «Filosofía de la Miseria» de Proudhon.

Los burgueses socialistas quieren las condiciones de vida de la sociedad moderna, pero sin las luchas y los peligros que inevitablemente encierran. Quieren la sociedad existente, pero depurada de los elementos que la corroen y revolucionan. Quieren la burguesía sin el proletariado. Es natural que la burguesía se represente el mundo en que gobierna como el mejor de los mundos posibles. El socialismo burgués eleva esta idea consoladora a sistema o semisistema, y, al invitar al proletariado a que ponga en práctica su sistema, tomando posesión de la nueva Jerusalén, lo que en realidad exige de él es que se avenga para siempre al actual sistema de sociedad, pero desterrando la deplorable idea que de él se forma.

Una segunda modalidad, aunque menos sistemática bastante más práctica, de socialismo, pretende ahuyentar a la clase obrera de todo movimiento revolucionario, haciéndole ver que lo que a ella le interesa no son tales o cuales cambios políticos, sino simplemente determinadas mejoras en las condiciones materiales, económicas, de su vida. Claro está que este socialismo se cuida de no incluir entre los cambios que afectan a las «condiciones materiales de vida» la abolición del régimen burgués de producción, que sólo puede alcanzarse por la vía revolucionaria; sus aspiraciones se contraen a esas reformas administrativas que son compatibles con el actual régimen de producción, y que, por tanto, no tocan para nada a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, sirviendo sólo –en el mejor de los casos– para abaratar a la burguesía las costas de su dominación y simplificar el presupuesto del Estado.

Este socialismo burgués a que nos referimos, sólo encuentra expresión adecuada allí donde se convierte en mera figura retórica.

¡Pedimos el librecambio, en interés de la clase obrera! ¡En interés de la clase obrera, pedimos aranceles protectores! ¡Pedimos prisiones celulares en interés de la clase trabajadora! Hemos dado, por fin, con la suprema y única seria aspiración del socialismo burgués.

Todo el socialismo de la burguesía se reduce, en efecto, a la tesis de que los burgueses son burgueses… en interés de la clase obrera.

3. El socialismo y el comunismo crítico-utópico

No queremos referirnos aquí a las doctrinas que en todas las grandes revoluciones modernas proclaman las aspiraciones del proletariado (obras de Babeuf, &c.).

Las primeras tentativas del proletariado para imponer directamente sus intereses de clase, en momentos de conmoción general, en el período de derrumbamiento de la sociedad feudal, tenían que tropezar necesariamente con la falta de desarrollo del propio proletariado, de una parte, y de otra, con la ausencia de las condiciones materiales indispensables para su emancipación, que habían de ser el fruto de la época burguesa. La literatura revolucionaria que acompaña estos primeros pasos del proletariado, tiene forzosamente un contenido reaccionario. Estas doctrinas profesan un ascetismo universal y un burdo igualitarismo.

Los verdaderos sistemas socialistas y comunistas, los sistemas de Saint- Simon, de Fourier, de Owen, &c., brotan en la primera fase embrionaria de las luchas entre el proletariado y la burguesía, tal como más arriba la dejamos esbozada. (V. el capítulo «Burgueses y proletarios».)

Cierto es que los autores de estos sistemas penetran ya en el antagonismo de las clases y en la acción de los elementos disolventes que germinan en el seno de la propia sociedad gobernante. Pero no aciertan todavía a ver en el proletariado una acción histórica independiente, un movimiento político propio y peculiar.

Y, como el antagonismo de clases se desarrolla siempre a la par con la industria, se encuentran con que les faltan las condiciones materiales para la emancipación del proletariado, y quieren crearlas mediante una ciencia social y a fuerza de leyes sociales.

Esos autores pretenden suplantar la acción social por su acción personal especulativa, las condiciones históricas de la emancipación por condiciones quiméricas, la gradual organización del proletariado como clase por una organización de la sociedad inventada a su antojo. Para ellos, el curso universal de la historia que ha de advenir se cifra en la propaganda y ejecución práctica de sus planes sociales.

Es cierto que en estos planes tienen la conciencia de defender primordialmente los intereses de la clase trabajadora, pero sólo porque la consideran como la clase más sufrida. Es la única función en que existe para ellos el proletariado.

La forma embrionaria que todavía presenta, en su tiempo, la lucha de clases y las condiciones en que se desarrolla la vida de estos autores, les lleva a considerarse muy por encima de todo antagonismo de clases. Aspiran a mejorar las condiciones de vida de todos los individuos de la sociedad, incluso los mejor acomodados. De aquí que apelen constantemente a la sociedad entera, sin distinción, y hasta preferentemente a la propia clase dominante. Abrigan la seguridad de que basta con comprender su sistema para acatarlo como el plan más perfecto de la mejor de las sociedades posibles.

Por eso rechazan todo lo que sea acción política, y muy principalmente la acción revolucionaria; quieren realizar sus aspiraciones por la vía pacífica, e intentan abrir paso al nuevo evangelio social, predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos que, naturalmente, les fallan siempre.

Estas descripciones fantásticas de la sociedad del mañana brotan en una época en que el proletariado no ha alcanzado aún la madurez, y en que, por tanto, se forja todavía una serie de ideas quiméricas acerca de su destino y posición, dejándose llevar por los primeros impulsos, puramente intuitivos, de transformar radicalmente la sociedad.

Y, sin embargo, en estas obras socialistas y comunistas hay ya un principio de crítica, puesto que atacan las bases todas de la sociedad existente. Por eso han contribuído notablemente a ilustrar la conciencia de la clase trabajadora. Mas, fuera de esto, sus doctrinas de carácter positivo acerca de la sociedad futura, las que predican, por ejemplo, que en ella se borrarán las diferencias entre la ciudad y el campo, o las que proclaman la abolición de la familia, de la adquisición privada, del trabajo asalariado, la proclamación de la armonía social, la transformación del Estado en un simple organismo administrativo de la producción..., giran todas en torno a la desaparición del antagonismo de clases; de ese antagonismo de clases que empieza a dibujarse y que ellos apenas si conocen, en su primera e informe vaguedad. Por eso todas sus tesis tienen un carácter puramente utópico.

La importancia de este socialismo y comunismo crítico-utópico está en razón inversa al desarrollo histórico de la sociedad. Al paso que la lucha de clases se define y acentúa, va perdiendo importancia práctica y sentido teórico esa fantástica posición de superioridad respecto a ella, esa fantástica negación de ella. Por eso, aunque algunos de los autores de estos sistemas socialistas fueran en muchos aspectos revolucionarios, sus discípulos tienden cada vez más a formar sectas reaccionarias y tremolan y mantienen impertérritas las viejas ideas de sus maestros frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado. Son, pues, consecuentes cuando pugnan por mitigar la lucha de clases y por conciliar lo antagónico. Y siguen soñando con realizar experimentalmente sus utopías sociales, siguen soñando con la fundación de falansterios, con la fundación de colonias interiores (home-colonias), con la creación de una pequeña Icaria, edición en miniatura de la nueva Jerusalén{9}.

Y, para levantar todos esos castillos en el aire, no tienen más remedio que apelar a la filantropía de los corazones y los bolsillos burgueses. Poco a poco, van resbalando a la categoría de los socialistas reaccionarios y conservadores, de los cuales sólo se distinguen por su sistemática pedantería y por el fanatismo supersticioso con que comulgan en las milagrerías de su ciencia social.

He aquí por qué se enfrentan rabiosamente con todos los movimientos políticos a que se entrega el proletariado, que es lo bastante ciego para no creer en el nuevo evangelio que ellos le predican.

En Inglaterra, los owenistas reaccionan contra los cartistas, y en Francia los fourieristas de colocan frente a los reformistas.

——

{1} En este capítulo del «Manifiesto Comunista» se contiene una crítica –cuyo interés es todavía actual, a pesar del tiempo transcurrido– de las tendencias socialistas existentes en aquella época, la mayoría de las cuales responden, en realidad, o bien a los intereses de las clases explotadoras (como el socialismo feudal, que reflejaba los intereses de los terratenientes, y el socialismo burgués los de los capitalistas), o bien los intereses de los pequeños campesinos y de la pequeña burguesía urbana, que se iban arruinando (como ocurre con el socialismo pequeñoburgués). Una caracterización de las tendencias de los «Partidos socialistas» de la época del imperialismo se contiene en el programa de la Internacional Comunista, aprobado en su VI Congreso. (N. del ed.)

{2} La revolución francesa de Julio derrocó el Poder de los grandes terratenientes aristocráticos (con el Borbón Carlos X a la cabeza) y puso el Poder en manos de la gran burguesía financiera (monarquía de Julio, encabezada por Luis Felipe de Orleans). En Inglaterra, la reforma del régimen electoral, en 1832, fortaleció considerablemente la influencia política de la grande y mediana burguesía industrial y comercial. (N. del ed.)

{3} No se alude a la restauración inglesa de 1660-1689, sino a la restauración francesa de 1814-1830. (Nota de Engels a la edición inglesa de 1888.)

{4} Legitimistas: partido de palatinos y terratenientes, que aspiraban a la restauración de la monarquía en la dinastía de Borbón. El representante destacado de esta política de que se habla era Montalambert. (N. del ed.)

{5} «Joven Inglaterra»: Un sector del Partido conservador inglés, que actuó hacia el año 1842. Representantes destacados de la «Joven Inglaterra» eran Disraeli, Tomás Carlyle y otros. (N. del ed.)

{6} Esto se refiere principalmente a Alemania, donde los aristócratas de la tierra y los hidalgos terratenientes explotan por cuenta propia la mayor parte de sus fincas, por medio de administradores, siendo, además, grandes productores de azúcar de remolacha y propietarios de destilerías de alcohol. Los aristócratas ingleses, más ricos, no han ido todavía tan lejos; pero también ellos saben suplir las rentas decrecientes dando sus nombres a fundadores más o menos dudosos de sociedades anónimas. (Nota de Engels a la edición inglesa de 1888.)

{7} Véase también, acerca de los «verdaderos» socialistas alemanes, el artículo de Engels «Sobre la historia de la Liga de los Comunistas». (N. del ed.)

{8} La tormenta revolucionaria de 1848 barrió a toda esta tendencia apolillada y quitó a sus personajes las ganas de seguir jugando con el socialismo. Representante principal y tipo clásico de esta tendencia es el señor Carlos Grün. (Nota de Engels, 1890.)

{9} Home-colonias (colonización interior) es el nombre que da Owen a sus sociedades comunistas modelo. «Falansterios» era el título con que bautiza Fourier sus proyectados palacios sociales. «Icaria» se llamaba el país utópico, imaginario, cuyas instituciones comunistas nos pintaba Cabet. (Nota de Engels, 1890.)

(Obras escogidas, Barcelona 1938, tomo I, páginas 221-231.)

IV

Posición de los comunistas ante los distintos partidos de la oposición

Después de lo que dejamos dicho en el capítulo II, fácil es comprender la relación que guardan los comunistas con los demás partidos obreros ya existentes, con los «cartistas» ingleses y con los reformadores agrarios de Norteamérica.

Los comunistas, luchando siempre por alcanzar los objetivos inmediatos y defender los intereses cotidianos de la clase obrera, representan a la par, dentro del movimiento actual, su porvenir. En Francia, se alían al partido democrático-socialista{1} contra la burguesía conservadora y radical, mas sin renunciar por ello a su derecho de crítica contra los tópicos y las ilusiones procedentes de la tradición revolucionaria.

En Suiza apoyan a los radicales{2}, sin ignorar que este partido es una mezcla de elementos contradictorios, mitad demócratas socialistas, a la manera francesa, mitad burgueses radicales.

En Polonia, los comunistas apoyan al partido que sostiene la revolución agraria como condición previa para la emancipación nacional del país, al partido que provocó la insurrección de Cracovia en 1846{3}.

En Alemania, el partido comunista luchará al lado de la burguesía, mientras ésta actúe revolucionariamente, dando con ella la batalla a la monarquía absoluta, a la gran propiedad feudal y a la chusma pequeñoburguesa{4}.

Pero todo esto sin dejar ni un solo instante de laborar entre los obreros, hasta afianzar en ellos con la mayor claridad posible la conciencia del antagonismo hostil que media entre la burguesía y el proletariado; para que, llegado el momento, los obreros alemanes se dispongan a volver contra la burguesía como otras tantas armas esas mismas condiciones políticas y sociales que la burguesía, una vez que triunfe, no tendrá más remedio que implantar; para que en el instante mismo en que sean derrocadas las clases reaccionarias comience, inmediatamente, la lucha contra la burguesía.

Las miradas de los comunistas se vuelven con especial interés hacia Alemania. Este país se halla en vísperas de una revolución burguesa y esta sacudida revolucionaria se va a producir bajo las condiciones más avanzadas de la civilización europea y con un proletariado mucho más desarrollado que el de Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el XVIII, razones todas para que la revolución burguesa alemana que se avecina no sea más que el preludio inmediato de una revolución proletaria.

Resumiendo. Los comunistas apoyan, en todas partes, cuantos movimientos revolucionarios se planteen contra el régimen social y político imperante.

En todos estos movimientos ponen de relieve como la cuestión fundamental que se ventila el régimen de la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos progresiva que presente.

Finalmente, los comunistas laboran por llegar a la unión y la inteligencia de los partidos democráticos de todos los países.

Los comunistas no tienen por qué disimular sus ideas e intenciones. Abiertamente, declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente. ¡Tiemblen las clases gobernantes ante la perspectiva de una revolución comunista! Los proletarios, con ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar.

¡Proletarios de todos los países, uníos!

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{1} Era el partido al que representaba políticamente, por entonces, Ledru-Rollin y que tenía por exponente a Luis Blanc y por su órgano en la prensa diaria la «Réforme». En el espíritu de quienes lo introdujeron, el nombre de socialdemocracia representa una parte del partido democrático o republicano, con un matiz más o menos socialista. (Nota de Engels a la edición inglesa de 1888.)

{2} Un Partido (republicano) pequeñoburgués democrático existente en Suiza por aquel tiempo, dirigido por James Fazy. (Nota del ed.)

{3} Se alude a la organización conocida con el nombre de «Sociedad democrática polaca». (Nota del ed.)

{4} La palabra empleada aquí por los autores es «Kleinbürgerei». Marx y Engels designaban con esta palabra los elementos reaccionarios de la pequeña burguesía urbana, que apoyaba el régimen de la corte feudal, la monarquía autocrática y la organización feudal de la producción en las ciudades. En muchas ciudades de Alemania, esta capa social era muy numerosa. (Nota del ed.)

(Obras escogidas, Barcelona 1938, tomo I, páginas 231-233.)