Nicola Abbagnano, Diccionario de filosofía [1961]
Fondo de Cultura Económica, México 1963 (2ª 1974)
páginas 527-530

Felicidad

(griego ευδαιμονια; latín felicitas; inglés happiness; francés bonheur; alemán Glückseligkeit; italiano felicità). En general, un estado de satisfacción debido a la propia situación en el mundo. Por esta relación con la situación, la noción de felicidad se diferencia de la de beatitud (véase), que es el ideal de una satisfacción independiente de la relación del hombre con el mundo y, por lo tanto, restringida a la esfera contemplativa o religiosa. El concepto de felicidad es humano y mundano. Nació en la antigua Grecia, cuando Tales de Mileto afirmó que es sabio «quien tiene un cuerpo sano, fortuna y un alma bien educada» (Diógenes Laercio, I, 1, 37). La buena salud, el buen éxito en la vida y en la propia formación, que constituyen los elementos de la felicidad, son inherentes a la situación del hombre en el mundo y entre los otros hombres. Demócrito, de modo más o menos análogo, definió la felicidad como «la medida del placer y la proporción de la vida», o sea como el mantenerse alejado de todo defecto y de todo exceso (Fragmentos, 191, Diels). De cualquier modo, felicidad e infelicidad pertenecen al alma (Fragmentos, 170, Diels), ya que sólo el alma «es la morada de nuestro destino» (Fragmentos, 171, Diels). La relación que a menudo se ha establecido entre felicidad y placer tiene el mismo significado, o sea, es la conexión entre el estado definido como felicidad y la relación con el propio cuerpo, con las cosas y con los hombres. La tesis de que la felicidad es el sistema de los placeres, fue expresada con toda claridad por Aristipo, quien distinguió también al placer de la felicidad. Sólo el placer es el bien porque solamente él es deseado por sí mismo y, por lo tanto, es el fin en sí. «El fin es el placer particular, la felicidad es el sistema de los placeres particulares, en los cuales se suman también los pasados y los futuros» (Diógenes Laercio, II, 8, 87). Hegugesias, que negó la posibilidad de la felicidad, la negó precisamente por el hecho de que los placeres son muy raros y efímeros (Ibid., II, 8, 94). Por otro lado, Platón negó que la felicidad consistiera en el placer y, en cambio, la consideró relacionada con la virtud. «Los felices son felices por la posesión de la justicia y de la temperancia, y los infelices, infelices por la posesión de la maldad», dice en el Gorgias (508 b) y en el Banquete (202 c) son denominados felices «los que poseen bondad y belleza». Pero justicia y templanza son virtudes, y la virtud es, según Platón, nada más que la capacidad del alma para cumplir su propio deber, o sea, dirigir al hombre de la mejor manera posible (República, I, 353 d ss.). De tal manera, también la noción platónica de la felicidad se refiere a la situación del hombre en el mundo y a los deberes que le competen. En cuanto a Aristóteles, si bien insistió acerca del carácter contemplativo de la felicidad en su grado eminente, o sea en la beatitud (véase), dio a la felicidad una noción más extensa, definiéndola como «determinada actividad del alma desarrollada conforme a la virtud» (Ethica nicomachea, I, 13, 1102 b), la cual no excluye y, por el contrario incluye, la satisfacción de las necesidades y de las aspiraciones mundanas. Según Aristóteles, las personas felices deben poseer las tres especies de bienes, especies que se pueden distinguir según sean bienes externos, del cuerpo y del alma (Ibid., 1153 b 17 ss.; Política, VII, 1, 1323 a 22). Es cierto, sin embargo, «que los bienes exteriores, como todo instrumento, tienen un límite dentro del cual cumplen su función de ser útiles, como medios, pero fuera del cual resultan perjudiciales o inútiles para quien los posee. Y en cambio los bienes espirituales, cuanto más abundantes son más útiles». Pero en general se puede decir que «Cada uno merece tanta felicidad según la virtud, sentido y capacidad de obrar que posea y se puede acudir al testimonio de la divinidad, que es feliz y beata no por los bienes exteriores sino por sí misma, por lo que es por naturaleza» (Política, VII, 1, 1323 b 8). Por lo tanto, la felicidad es más accesible al sabio, que se basta a sí mismo con mayor facilidad (Ét. Nic., X, 7, 1177 a 25), pero a ella deben tender en realidad todos los hombres y las ciudades.

La ética posaristotélica se ocupa, en cambio, exclusivamente de la felicidad del sabio; la precisa división que los estoicos formulan entre sabios e insensatos hace, en efecto, obviamente inútil ocuparse de estos últimos. El sabio es el que se basta a sí mismo y que, por lo tanto, es el único que encuentra su felicidad o más bien su beatitud. Plotino reprocha a la noción aristotélica de felicidad el hecho de que, como consiste, para todo ser, en el cumplimiento de su función y en el logro del propio fin, puede aplicarse muy bien no sólo a los hombres, sino también a los animales y a las plantas (Enn., I, 4, 1 ss.). Y Plotino reprocha a los estoicos la incoherencia de colocar la felicidad en independencia de las cosas externas y al mismo tiempo en agregar como objeto de la razón justo estas mismas cosas. Para Plotino la felicidad es la vida misma; por lo tanto, si bien pertenece a todos los seres vivientes, pertenece en el grado más eminente a la vida más completa y perfecta que es la de la inteligencia pura. El sabio, en quien se realiza tal vida, es un bien por sí mismo y no tiene necesidad más que de sí mismo para ser feliz, no busca las otras cosas o, por lo menos, las busca sólo por ser indispensables a las cosas que le pertenecen (por ejemplo, al cuerpo) y no a él mismo. La felicidad del sabio no puede ser destruida ni por el fracaso, ni por enfermedades físicas y mentales ni por ninguna circunstancia desfavorable, como no puede ser aumentada por las circunstancias favorables (Ibid., I, 4, 5 ss.): por lo tanto, es la misma beatitud de que gozan los dioses. La filosofía medieval insistió en estos conceptos y, a veces se los apropió, adaptándoles (como lo hizo Santo Tomás) la propia doctrina aristotélica, y extendiéndolos a la generalidad de los hombres.

A partir del Humanismo, la noción de felicidad comienza a ligarse estrechamente –como lo había estado en los cirenaicos y epicúreos– con la de placer. El De voluptate de Lorenzo Valla gira sobre esta conexión, y tal relación se acentúa en el mundo moderno. Sobre ella concuerdan Locke y Leibniz. Locke dice que la felicidad «es en su grado máximo el más grande placer de que seamos capaces y la desgracia, el dolor mayor; y el grado mínimo de lo que llamamos felicidad es ese estado en que, libres de todo dolor, se goza de un placer presente en grado de no poder satisfacernos con menos» (Essay, II, 21, 42). Y Leibniz: «Yo creo que la felicidad es un placer duradero, lo que no podría suceder sin un progreso continuo hacia nuevos placeres» (Nouv. Ess., II, 21, 42). La noción de la felicidad como placer, como suma o mejor como «sistema» de placeres, según la expresión del viejo Aristipo, comienza a adquirir con Hume un significado social: la felicidad resulta placer que se puede difundir, el placer del mayor número, y en esta forma la noción de felicidad se convierte en la base del movimiento reformador inglés del siglo XIX. En el ínterin Kant, que consideraba imposible poner a la felicidad como fundamento de la vida moral, aclaraba sin embargo con eficacia tal noción, sin recurrir a la de placer. «La felicidad –dice Kant– es la condición de un ser racional en el mundo, al cual, en el total curso de su vida, todo le resulta conforme con su deseo y voluntad» (Crítica Razón Práctica, Dialéctica, Secc. 5). Por lo tanto, se trata de un concepto que el hombre no obtiene de los instintos y no resulta de lo que en él es animalidad, sino que se forma de modos diferentes y cambia a menudo y, también a menudo, cambia arbitrariamente (Crít. del Juicio, §83). Kant considera que la felicidad forma parte integrante del sumo bien, el cual es para el hombre la síntesis de virtud y felicidad. Pero como tal, el sumo bien no es realizable en el mundo natural y no es realizable bien sea porque nada garantiza en este mundo la perfecta proporción entre moralidad y felicidad en que el sumo bien consiste, o bien porque nada garantiza la satisfacción plena de todos los deseos y tendencias del ser racional en que la felicidad consiste. En el mundo natural, por lo tanto, Kant declara imposible la felicidad y es remitida a un mundo inteligible que es «el reino de la gracia» (Crítica Razón Pura, Doctrina del método, cap. II, Secc. 2). Kant tuvo el mérito de enunciar, en primer lugar, de modo riguroso la noción de felicidad y, en segundo lugar, el de demostrar que tal noción es empíricamente imposible, o sea irrealizable. En efecto, no es posible que se satisfagan todas las tendencias, inclinaciones, voliciones del hombre, porque por un lado la naturaleza no se preocupa de salir al encuentro del hombre en vista de tal satisfacción total y, por otro lado, porque las mismas necesidades e inclinaciones no se detienen nunca en la quietud de la satisfacción (Crítica del Juicio, § 83). Reducida al concepto de satisfacción absoluta y total –acerca del cual insiste también Hegel (Enciclopedia, § 479-480)– la felicidad resulta el ideal de un estado o condición inalcanzable, excepto en un mundo sobrenatural y por intervención de un principio omnipotente. Por lo tanto, no nos debe asombrar que toda aquella parte de la filosofía moderna que ha pasado por el filtro del kantismo haya olvidado la noción de felicidad y no haya utilizado para el análisis lo que la existencia humana es y debe ser. No obstante, el empirismo inglés había iniciado con Hume (como ya se ha dicho) un nuevo desarrollo de la noción en sentido social, desarrollo que es propio del utilitarismo. Hume observó que «en la alabanza de alguna persona benéfica y humana» no se deja nunca de poner a la luz «la felicidad y la satisfacción que a la sociedad humana resulta de su acción y de sus buenos oficio» (Inq. Conc. Morals, II, 2). Y por lo tanto había identificado lo moralmente bueno con lo útil y beneficioso. Más tarde Bentham adoptó, como fundamento de la moral, la fórmula de Beccaria: «La máxima felicidad posible del mayor número posible de personas» fórmula en la que también se inspiraron James Mill y Stuart Mill, acentuando cada vez más su carácter social. En estos autores no se encuentra un concepto riguroso de felicidad, pero no se encuentra tampoco en ellos ese entumecimiento y absolutismo de la noción kantiana y que la hizo inservible, saben que la felicidad, al depender de condiciones y circunstancias objetivas además que de las actitudes del hombre, no puede pertenecer al hombre en su singularidad, sino al hombre en cuanto miembro de un mundo social. Y si relacionan la felicidad con el placer distinguen un placer de otro, admitiendo la identificación sólo en el ámbito de esos placeres que son socialmente compartibles. En la tradición cultural inglesa y norteamericana, la noción de felicidad ha permanecido así viva y ha inspirado, además del pensamiento filosófico, el pensamiento social y político. El principio de la máxima felicidad ha sido por mucho tiempo la base del liberalismo moderno de cuño anglosajón. La Constitución norteamericana ha incluido entre los derechos naturales inalienables del hombre «la búsqueda de la felicidad». A esta tradición se liga Bertrand Russell, que ha sido uno de los pocos que actualmente defiende la noción de felicidad, si bien en un libro de carácter popular (La conquista de la felicidad, 1930). Lo que Russell agrega, como algo nuevo, a la noción tradicional de felicidad (además del persuasivo análisis que hace de las actuales situaciones de «infelicidad»), es una condición que considera indispensable, o sea la multiplicidad de los intereses, de las relaciones del hombre con las cosas y con los otros hombres, y por lo tanto la eliminación del «egocentrismo», del enclaustramiento en sí mismos y en las propias pasiones. Se trata de una condición que coloca a la felicidad al lado opuesto de aquella autosuficiencia del sabio, que los antiguos habían destacado más.

Por otro lado los filósofos, al no poder utilizar la noción de felicidad como principio de la vida moral, se han desinteresado, por lo general, de la noción misma. A este desinterés ha contribuido también la tendencia, nacida con el romanticismo y por largo tiempo dominante, a exaltar la infelicidad, el dolor, los estados de perturbación y de insatisfacción como experiencias positivas e intrínsecamente gozosas. En efecto, la felicidad en los grados y en las formas en que se puede considerar realizable, es un estado de calma, una situación de equilibrio por lo menos relativo, de satisfacción parcial y todavía efectiva, que es directamente lo opuesto de la inquietud romántica. La filosofía contemporánea no se ha detenido hasta ahora a analizar la noción de felicidad en los límites en que puede servir para describir situaciones humanas efectivas y para orientarlas. Y sin embargo, demuestra que se trata de una noción importante, el hecho de que algunas nociones negativas, tales como «frustración», «insatisfacción», &c., tienen gran importancia en la psicología individual y social tanto normal como patológica. Estas nociones y otras análogas indican, en efecto, la ausencia más o menos grave de la condición, que la palabra felicidad designa tradicionalmente, esto es, por lo menos una relativa satisfacción. Y la importancia de las mismas para el análisis de estados o condiciones más o menos patológicos, denuncia la importancia que la correspondiente noción positiva tiene para las condiciones normales de la vida humana.


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