Filosofía en español 
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Consejos evangélicos, o Máximas de perfección

Jesucristo distingue claramente los consejos de los preceptos. Un joven preguntaba a Jesucristo qué es necesario hacer para alcanzar la vida eterna. El Señor le respondió que guardase los Mandamientos. Los observo desde mi juventud, replicó el mozo; ¿qué más debo hacer? Si quieres ser perfecto, vete y vende todo lo que posees, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo: después ven, y sígueme. San Mateo, capít. 19, v. 16; Evang. de San Marcos, cap. 10, v. 17; de San Lucas, cap. 18, v. 18. Por cuyas palabras se sigue que lo que Jesucristo le proponía no era necesario para conseguir la vida eterna, sino para practicar la perfección, y ser admitido al ministerio apostólico.

Muchos censores del Evangelio dijeron que la distinción entre los preceptos y los consejos es una sutileza inventada por los teólogos para paliar los absurdos de la moral cristiana; pero está bien claro que esta objeción no tiene fundamento. La ley o precepto se reduce a prohibir lo que es un crimen, y mandar lo que es un deber. Los consejos o máximas deben ir más adelante para la seguridad de la misma ley. Todo aquel que se ciña a solo lo que le manda la ley, no tardará en violarla.

Otros se han escandalizado de la palabra consejos. A Dios, dicen ellos, no le conviene aconsejar, sino mandar. Esta observación no es más justa que la anterior. Dios, legislador sabio y bueno, no mide la extensión de sus leyes por la de su dominio supremo, sino por la debilidad del hombre. Después de haber mandado con rigor bajo la alternativa de una recompensa o de una pena eterna, lo cual es absolutamente necesario para el buen orden del universo y la conservación de la sociedad, puede mostrar al hombre un grado más sublime de virtud, prometerle gracias para alcanzarlo, y proponerle una recompensa mucho más grande. Esto es lo que hizo Jesucristo.

Generalmente hablando, nunca puede haber exceso en ponderar al hombre la idea de la perfección a que puede elevarse con el auxilio de la divina gracia. Penetrado de la nobleza de su origen, de la grandeza de su destino, de las pérdidas que sufrió, de los medios que tiene para repararlas, y del premio que Dios reserva para la virtud, no hay nada de que no sea capaz: buena prueba tenemos en el ejemplo de los Santos.

Por lo demás, la prevención de los incrédulos contra los consejos evangélicos viene de los protestantes, que no hablaron de ellos con mucha sensatez. Ellos dijeron que Jesucristo previniera a todos sus discípulos una sola regla de vida y de costumbres; pero que los cristianos, o muchos de ellos, bien por inclinación a una vida austera, o bien por imitar ciertos filósofos, se empeñaron en que el Salvador estableciera dos reglas para la santidad y la virtud, la una ordinaria y común, y la otra extraordinaria y más sublime: la primera para las personas del siglo; y la segunda para los que, viviendo en el retiro, solo aspiran a los bienes eternos: que distinguieron, por consiguiente, en la moral cristiana los preceptos que obligan a todos los hombres de los consejos que solo miran a los cristianos más perfectos. Este error, dice Mosheim, nació más bien de imprudencia que de perversidad; no dejó empero de producir otros errores en todos los siglos de la Iglesia, y de multiplicar los males que tuvo que llorar con frecuencia el Evangelio. De aquí nacieron las austeridades y la vida singular de los ascéticos, solitarios, monjes, &c. Histor. Ecles. del siglo II, 2.ª parte, capítulo 3, §12.

Preguntemos a los protestantes si Jesucristo imponía un rigoroso precepto a todos los cristianos cuando decía: Cualquiera de vosotros que no renuncie todo lo que posee, no puede ser discípulo mío. Evang. de San Lucas, cap. 14, vers. 33. Bienaventurados los pobres, los que han hambre, los que lloran: dad a cualquiera que os pida; y si os quita lo que os pertenece, no se lo repitáis: cap. 6 , vers. 20 y 30. Si alguno quiere venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo: lleve todos los días su cruz, y sígame: Cap. 9, vers. 23. Hay eunucos que renunciaron al matrimonio por el reino de los cielos: el que me puede entender que me entienda: San Mateo, cap. 19, vers. 12. Los comentadores aun protestantes tuvieron que reconocer en este pasaje un consejo, y no un precepto. (Véase la Synopsis sobre este lugar.)

Dijo San Pablo en la 1.ª Epíst. a los Corint., capít. 7, vers. 40: Será mas feliz una viuda si permanece en este estado, según mi consejo: pienso que yo estoy poseído del espíritu de Dios. Exhortando a los corintios a que den limosna, les dice: Yo no os impongo un precepto..., sino que os doy un consejo, porque esto os es útil: Epíst. 2.ª a los Corint., capít. 8, vers. 8 y 10. Y en la Epíst. a los Galat., capít. 5, vers. 24: Los que son de Jesucristo crucificaron su carne con sus vicios y apetitos. Si los cristianos del siglo II se han engañado distinguiendo los consejos de los preceptos, los han inducido a este error San Pablo y Jesucristo. Para estimar y practicar las austeridades, las mortificaciones, las abstinencias y la renuncia de las comodidades de la vida, no necesitaron considerar el ejemplo de los filósofos, el gusto de los orientales, ni las costumbres de los esenios o terapeutas: les bastó leer el Evangelio.

En cuanto a los pretendidos males que han resultado, ¿son precisamente tan terribles? Nuestros antiguos apologistas nos aseguran que las mortificaciones, la castidad y el desinterés de los primeros cristianos, igualmente que su dulzura, su paciencia y su caridad, causaron admiración a los paganos, y produjeron una infinidad de conversiones. En los siglos siguientes, las mismas virtudes practicadas por los solitarios endulzaron muchas veces la ferocidad de los bárbaros. Si los misioneros que han convertido los pueblos del Norte, no hubieran practicado los consejos evangélicos, no habrían convertido tal vez un solo prosélito. He aquí las desgracias que han hecho gemir a la Iglesia en todos los siglos a juicio de los protestantes e incrédulos. Afortunadamente llegaron los reformadores en el siglo XVI a reparar todos estos males, formando sectarios, no por ejemplos de virtud, sino por declamaciones y argumentos. Ellos fundaron una nueva religión, no sobre la perfección de costumbres, sino sobre la independencia y sobre el desprecio de las prácticas religiosas: no convirtieron a ella paganos ni bárbaros; solo pervirtieron a los cristianos.