Filosofía
Aunque en el campo de la filosofía una década no es un periodo suficientemente relevante para caracterizar una época, puede a veces resultar significativa del nacimiento de nuevas tendencias. Todo depende del ritmo con que se sucedan los descubrimientos científicos –que inciden directa o indirectamente en el desarrollo filosófico–, de las nuevas necesidades sociales que surjan y del desarrollo autónomo, pero siempre condicionado por tales fenómenos de base, de las ideas. En ese sentido la década 70-80 ha sido fecunda. A ello ha contribuido decisivamente el fenómeno de la denominada revolución científico-técnica que, por primera vez en el desarrollo de la Humanidad, ha convertido a la ciencia en una fuerza productiva directa. En consecuencia se ha originado, a escala mundial, un viraje en el desarrollo filosófico. Así corrientes filosóficas relevantes durante las décadas del 50 y 60 –como el existencialismo, la fenomenología y, en menor grado, el estructuralismo– han pasado a un segundo plano. Por el contrario, se ha acrecentado el interés por los problemas del análisis del lenguaje y la epistemología.
En el ámbito anglosajón, las profundas raíces empiristas de su tradición cultural posibilitaron un fuerte desarrollo de las distintas variantes de la filosofía analítica. A ello contribuyó también su recepción directa de los integrantes del neopositivista Círculo de Viena y el impacto que el Tractatus de Wittgenstein causó en sus medios científicos y filosóficos. Precisamente el vigoroso desarrollo que la filosofía analítica ha experimentado durante las últimas décadas, hace que no se la pueda considerar homogénea. En rigor, cuanto más se ha extendido y afirmado, menos preciso se ha hecho el término filosofía analítica. A su vez, se da en ella un riesgo creciente de escolasticismo que, a juicio del profesor Jacobo Muñoz, aparece por una exclusiva atención a la estructura teórica de la ciencia y de cuestiones muy particulares del uso o los usos del lenguaje. Se caracteriza por un tratamiento reiterado de una serie de cuestiones que parecen, en definitiva, agotarse en sí mismas y del obsesivo respeto a unas convenciones metodológicas que acaban convirtiéndose en inamovibles. Una de sus corrientes fundamentales es la que se centra en el análisis del lenguaje y tampoco es homogénea. De una parte, comprende a los “sucesores” de Wittgenstein, encabezados por J. Wisdom. Se les denomina “positivistas terapéuticos” ya que su principal finalidad es limitar el análisis a una labor de “terapia” del lenguaje filosófico, mediante la aclaración y disolución de los enigmas creados por el mal uso del mismo. Otro grupo está constituido por la Escuela de Oxford, también vinculada a Wittgenstein. Aunque el grupo dirigido por Wisdom no desdeña interesarse por problemas como los del estatuto de las cuestiones ontológicas, la posibilidad de una metafísica, &c., es más ambiciosa la Escuela de Oxford. Así, el análisis categorial de Ryle trata de formular una amplia teoría de la mente humana y Strawson la continúa hasta formular una nueva metafísica. Por su parte, Austin ha proporcionado al análisis del lenguaje ordinario un carácter de ciencia que fuerza a estos filósofos a delimitar continuamente su tarea entre la filosofía y la filología.
Aunque con especificidad propia, se ha vinculado generalmente a Karl R. Popper con la filosofía analítica. No es dudosa su relación con el Círculo de Viena, ya que a través de éste editó su famosa Lógica de la investigación científica. Además, su crítica al criterio de verificación tuvo fuerte incidencia en los planteamientos del Círculo y, más concretamente, en las tesis de Carnap. Después de una profunda incursión en el campo ideológico, con sus diatribas contra el historicismo, Popper se preocupó de difundir la teoría de la ciencia que anteriormente había elaborado y que acabó consagrándose como “racionalismo crítico”. Con él, Popper pretendía alejarse tanto del positivismo como del pensamiento metafísico clásico –al que el neopositivismo había criticado fuertemente– sin dejar por ello de ser coherente con los presupuestos del empirismo científico, al que contribuyó a definir con sus tesis sobre la contrastación y la falsabilidad. La concepción científico-analítica de la racionalidad, propia de la filosofía de Popper, es compartida por la mayoría de los filósofos analíticos. Empero ello no significa que no existan diferencias entre los planteamientos popperianos y los del análisis clásico o del Círculo de Viena. Frente a los reduccionismos del primero –al sentido común en Moore, a los hechos atómicos en Russell y Wittgenstein–, Popper es sobre todo un antirreduccionista en ontología. Frente al Círculo, Popper, tan duro crítico como sus integrantes del absolutismo metafísico, no acepta, sin embargo, la tesis de la falta de significado de los enunciados metafísicos, ni la de la validez de la inducción en el método científico, ni la reducción de la filosofía al análisis lógico-formal. Así, la concepción de ciencia de Popper es mucho más amplia que la del Círculo. Para Popper, la ciencia es una creación de la mente humana, un proceso ante todo, no una estructura.
La contribución de Popper ha sido relevante, para evitar que la denominada “filosofía de la ciencia” se agotase en el Círculo de Viena y sus epígonos. De hecho constituye actualmente un movimiento muy amplio, en el que la influencia de las ideas de Popper es creciente. Entre sus figuras destacan W. O. Quine y M. Bunge. Su filosofía se caracteriza por responder a los rasgos generales del análisis científico, con cierta fidelidad, aunque plagada de críticas, al programa inicial del Círculo de Viena, y con gran libertad para plantearse desde nuevas perspectivas el método lógico-formal. Más específicamente, Quine ha hecho contribuciones importantes a la fundamentación de la lógica, la teoría de conjuntos y las técnicas de la deducción natural. En semántica, ha aportado la distinción entre enunciados analíticos y sintéticos. En filosofía de la ciencia, su concepción holista (todos los enunciados que componen la estructura de la ciencia en un momento determinado son interdependientes, desde los observacionales hasta los más generales supuestos filosóficos) y la importancia que concede a las cuestiones ontológicas en el análisis del lenguaje científico, hacen que Quine aparezca alejado del dogmatismo implícito en la tradición neopositivista. A su vez, Mario Bunge ha pasado, durante la última década, a ser considerado como una de las principales figuras en la filosofía de la ciencia. Tanto por su docencia internacional, como por la impresionante obra publicada, ha adquirido una gran autoridad científico-filosófica. Bunge es uno de los máximos representantes del enfoque semántico de la filosofía de la ciencia, que, de hecho, constituye un revival de los postulados neopositivistas, ya que, aunque asume la necesidad de superar sus estrechos marcos, sigue manteniendo fielmente una consideración de la ciencia como realidad de inexcusable base proposicional. En síntesis, puede considerarse que en las concepciones de Mario Bunge coexisten posiciones próximas a un materialismo mecanicista con una concepción epistemológica general caracterizada por una dialéctica peculiar. La tendencia de Bunge a un cierto reduccionismo, la amplitud con la que califica de “dualistas” a las posiciones ontológicas y gnoseológicas que difieren de las suyas, su tendencia a comprimir en formalizaciones simples todos los campos del conocimiento –y la propia función de la ciencia–, le aproximan a tal materialismo. Empero sus concepciones poco tienen que ver con un materialismo vulgar tipo Vogt, Büchner, Moleschott, &c. Se aproximarían más –salvadas las diferencias históricas– al materialismo naturalista de científicos como Haeckel y Boltzmann. En todo caso, su filosofía de la ciencia –que denomina epistemología– es mucho más sofisticada y sutil, teniendo por base un amplio y sólido conocimiento de diversos sistemas filosóficos y distintas ciencias positivas.
Durante la última década se han destacado también otros seguidores de Popper como Lakatos, Feyerabend, Hanson y Toulmin. Por su mayor distanciamiento de Popper –tanto generacional como de algunos enfoques epistemológicos. generalmente son conocidos como “postpopperianos”. Inspirándose en la paráfrasis de una famosa frase de Kant –“La filosofía de la ciencia sin la historia de la ciencia, es vacía; la historia de la ciencia sin la filosofía de la ciencia. es ciega”–, Lakatos sustenta que uno de los rasgos más característicos de la filosofía de la ciencia radica en el papel que en ella desempeña la historia de la ciencia. A nivel científico y metodológico, Lakatos cambia la unidad de evaluación de la metodología de Popper: teorías aisladas (una unidad abstracta), por la noción histórica de series de teorías o programas de investigación científica. A nivel metacientífico o meta-metodológico, introduce una nueva teoría: los programas de investigación historiográfica para la evaluación de metodologías rivales. En síntesis, para Lakatos –fallecido prematuramente en 1974–, lo que está en juego en el desarrollo científico no son la acumulación de observaciones (inducción) ni la crítica de teorías (Popper), sino la sucesión de programas de investigación. Éstos desempeñan una función similar a la del concepto de paradigma en Kuhn. A su vez, Feyerabend –quien es autor de algunos de los rasgos de la anterior caracterización de Lakatos– ha evolucionado desde una fase inicial de testimonio de la epistemología lógico-empirista hasta una decidida acritud crítica complementada por estudios históricos de filosofía de la ciencia. El texto programático de la posición postpositivista de Feyerabend se considera su artículo “Cómo ser un buen empirista” y constituye una propuesta de tolerancia en epistemología frente al riesgo de dogmatismo inherente a la normalización lógico-empirista de una filosofía de la ciencia que amenaza con ahogar las posibilidades creadoras del empirismo. Con una finalidad más provocativa, Feyerabend publicó su obra Contra el método, en la que sostiene que “el anarquismo –que no es, quizá, la filosofía política más atractiva– puede procurar, sin duda, una base excelente a la epistemología y a la filosofía de la ciencia”. En realidad, la obra citada constituye una violenta reacción contra la represión metodológica impuesta por la filosofía de la ciencia dominante a partir de 1930. A juicio del profesor M. A. Quintanilla, tales postpopperianos se escapan ya realmente del marco del análisis, a pesar de que en algunos casos (Lakatos) lo que pretenden hacer es sacar consecuencias de las teorías de Popper; en otros (Hanson, Toulmin), de las de Wittgenstein; y en otros (Feyerabend), de toda una situación intelectual que debe tanto a Popper, o a la tradición de la filosofía científica, como a otras corrientes de pensamiento, a veces incluso irracionalistas.
Se ha considerado a T. S. Kuhn como uno de los más genuinos representantes de los nuevos rumbos de la filosofía de la ciencia. Al igual que Bunge, pasa de su campo inicial de la física teórica a una dedicación completa por la historia de la ciencia movido por su interés en la comprensión filosófica de ésta. Su famosa obra La estructura de las revoluciones científicas constituye un hito en la filosofía de la ciencia actual. De ella derivan nociones fundamentales –tan utilizadas después– como son las de paradigma, revolución científica, ciencia normal, &c. Para Kuhn, la ciencia normal tiene como tarea la resolución de “enigmas” a partir de un paradigma compartido por los miembros de la comunidad científica en cada campo de investigación. Las revoluciones científicas –que constituyen los pasos fundamentales en el desarrollo de la ciencia– consisten en un cambio de paradigmas. Teorías que responden a paradigmas diferentes son incomparables entre sí y el paso de un paradigma a otro no puede explicarse sino por factores extrínsecos a la propia racionalidad científica.
Desde el punto de vista crítico, se considera que las ideas de Kuhn suponen el riesgo de introducir ciertas formas de irracionalismo en la historia de la ciencia. No obstante, también se estima que tienen el mérito de haber situado a tal disciplina –en estrecha dependencia de la historia de la ciencia– en unas coordenadas más amplias y realistas que las que adoptaban los “clásicos” actuales como Popper, Carnap, &c. Gracias a Kuhn se han puesto de relieve el carácter sociológico del fenómeno del desarrollo científico y las interrelaciones de éste con otros aspectos de la cultura. En un sentido critico más global –que comprendería tanto a las concepciones popperianas como a las postpopperianas– no puede desconocerse que, si bien el racionalismo crítico de Popper, con su crítica del empirismo y el positivismo lógico del Círculo de Viena, contribuyó a acentuar la crisis del neopositivismo, también ha contribuido a revitalizar las tendencias metodológicas que tratan de profundizar en los problemas que plantea el carácter histórico y relativamente autónomo del desarrollo científico. Estos enfoques postpopperianos –Lakatos, Feyerabend, &c.– han repercutido sobre los científicos prácticos, que han visto en las estructuras de las revoluciones científicas de Kuhn un esquema adecuado para pensar su actividad sin percibir los riesgos de convencionalismo e idealismo que supone reducir la teoría de la ciencia a mera historia contingente de la ciencia.
Los países socialistas no son ajenos al desarrollo actual de la filosofía. El XX Congreso del PCUS contribuyó a superar las formas más rígidas de dogmatismo, aunque subsisten algunas de sus secuelas. En la URSS se ha prestado particular atención a los problemas filosóficos derivados de la revolución científico-técnica. Mediante los institutos de Filosofía e Investigación de su Academia de Ciencias, constantemente se publican obras que sintetizan las investigaciones de filósofos, sociólogos y científicos en las distintas ramas del saber. En ese sentido, se sitúan en un primer plano –tanto de las elaboraciones como de los debates filosóficos– los problemas conceptuales que suscita el desarrollo de las ciencias contemporáneas. Por su directa incidencia en los procesos económicos, se ha prestado especial atención a los principios y conceptos generales de la cibernética. En un plano más teórico, se dedica también atención a la interrelación entre diversas disciplinas y a las consecuencias filosóficas que de ellas se derivan. Prototipo de tales trabajos son obras como La cultura y la historia, de V. Mezhuiev, en la que se trata de profundizar en el contenido teórico del concepto de cultura desde la perspectiva del materialismo dialéctico. En Hungría se ha nucleado, en torno al pensamiento de Georg Lukács, la denominada Escuela de Budapest, que cuenta con fecundos filósofos como István Mészáros y Agnes Heller. Esta última está realizando un interesante trabajo de profundización en la “teoría de las necesidades”, desde la doble perspectiva de Hegel y Marx. En Polonia –pero también vinculado a Viena– Adam Schaff ha proseguido sus indagaciones filosóficas en el campo de la historia, la semántica, la ética, &c. Por el contrario, en Yugoslavia, la desaparición de la revista Praxis –en torno a la cual se nucleaba un grupo importante de filósofos marxistas– ha supuesto una seria limitación al desarrollo filosófico.
Fuera del campo socialista, durante la última década ha revestido especial interés el desarrollo del “marxismo cálido” de Ernst Bloch. Su “principio esperanza” y la forma con que aborda el problema de la muerte han abierto nuevas perspectivas a la investigación filosófica. A su vez, Jürgen Habermas, actuando como el más brillante heredero de la teoría crítica de la Escuela de Fráncfort, ha reactualizado sus tesis. Lo que distingue a Habermas de sus maestros, además de su escasa referencia al psicoanálisis, es su optimismo en cuanto a la posibilidad concreta y real de la liberación mediante las ciencias existentes. La tarea que propugna es, en definitiva, arrancar la esfera de la interacción de su sometimiento a la razón instrumental y someter “al interés de la emancipación” los cánones de la ciencia, volviendo a reunir teoría y praxis tras su escisión actual. En Francia, durante la última década, el debate filosófico se ha centrado en el impacto ocasionado por la obra de Althusser. Su aportación se ha fundamentado en el campo epistemológico, uniéndose a los teóricos que trataban de superar las desviaciones políticas, y teóricas, del marxismo originadas por el estalinismo. Para ello, en lugar de remitirse a Hegel o a las posiciones humanistas del Marx juvenil, se lanzó a la empresa inédita de precipitar los elementos científicos contenidos en la obra de madurez de Marx. Para proceder a la ruptura filosófica que suponía dejar de considerar al marxismo como concepción del mundo –como filosofía en el sentido tradicional del término–, Althusser recurrió a las categorías y conceptos aportados por la tradición epistemológica francesa de clara tendencia antipositivista (Bachelard, Canguilhem, Foucault) y a categorías del psicoanálisis, como la sobredeterminación. Se ha criticado en Althusser su tendencia a la abstracción y al teoricismo y, aunque ha hecho esfuerzos autocríticos para superarla, no logra por completo neutralizarla. Empero debe reconocerse a Althusser el mérito de haber desbloqueado la investigación teórica, estimulando los trabajos específicamente filosóficos de sus colaboradores –Balibar, Lecourt, Macherey, &c.– y propiciando un resurgimiento de las teorías “regionales”, especialmente de la teoría política, en Poulantzas, &c., y de la teoría económica, en Bettelheim y otros. Por su parte, Foucault y Lacan han continuado desarrollando, con especificidad propia y brillantez, un pensamiento que tiene su origen en el estructuralismo y el freudismo respectivamente. En ese sentido, son muy sugerentes los trabajos de Foucault sobre la microfísica del poder. En otro campo ideológico, la eclosión de los “nuevos filósofos” –André Glucksmann, Guy Lardreau, Christian Jambet, Bernard-Henry Lévy, &c.– parece haberse diluido en poco más de un lustro. Lanzados con un gran alarde publicitario, pretendieron responsabilizar a Marx, Hegel y Platón de todas las formas de totalitarismo contemporáneas. Sin embargo, sus trabajos respondían más a objetivos políticos coyunturales que a una auténtica preocupación teórica.
En España, la situación filosófica durante la última década ha estado condicionada por la crisis final de un régimen político que ha tratado de aislar –durante casi cuarenta años– a la filosofía española del desarrollo filosófico internacional. Ese intento de aislamiento comprendía la institucionalización de una “filosofía oficial” que, con pretensiones de filosofía perenne, consagrase definitivamente el escolasticismo tomista como única filosofía compatible con la idiosincrasia española. De esa filosofía oficial quedan excluidos tanto los exiliados exteriores como los “interiores”. Entre los últimos se puede incluir a Xavier Zubiri. Aunque tal clasificación sea discutible, lo cierto es que Zubiri abandonó en 1941 su cátedra para dedicarse a dar cursos privados y publicar su obra: Naturaleza, Historia, Dios (1944), Sobre la esencia (1962), Cinco lecciones de filosofia (1963), &c. Se trata de una obra, construida con gran rigor académico, en la que gradualmente se va pasando de una reflexión sobre la idea de filosofía a un intento de construcción filosófica sobre la realidad. Su temática más constante es una “teoría de la inteligencia”, donde el razonamiento, el juicio, el concepto, son necesarios, pero no elementos radicales para acercarse a la realidad. Prioridad de la realidad sobre la inteligencia, la esencia como principio de esa realidad, estructura dinámica de la realidad principiada en la esencia, son temas habituales de Zubiri. Para este filósofo, la relación filosofía-ciencias se sitúa en una línea tradicional, ya que coloca el objeto de la filosofía “más allá de las ciencias”. Aunque Zubiri goza de un prestigio casi mítico en los medios académicos y extra-académicos más conservadores, no ha ejercido ningún influjo sobre las nuevas generaciones filosóficas. Y ello no sólo por razones ideológicas, sino también, por el “espléndido aislamiento” en que se ha sumido. En 1982, Zubiri ha publicado la obra Inteligencia y logos, que constituye la segunda parte de la trilogía La intelección humana. Según J. L. Aranguren, se trata “de un libro bastante difícil de leer... y un texto precioso para la lingüística y la literatura filosófica... un admirable juego de lenguaje y, desde una perspectiva existencial, un nuevo y potente envite... en la 'partida de ajedrez' que desde hace años juega en solitario Zubiri”.
De hecho, hasta la década del 50 no se observan atisbos de un desarrollo filosófico en España. Las cátedras académicas son hegemonizadas por distintas variantes del escolasticismo –Millán Puelles, González Álvarez, Muñoz Alonso, Calvo Serer, Rábade, &c.– que también impera en el Instituto “Luis Vives” y en la revista Arbor. Durante la etapa 1939-56, lo único reseñable, en el plano de la polémica filosófica, es el virulento ataque que el padre Ramírez lanza contra el pensamiento de Unamuno apoyándose en los escolásticos. Empero, con el regreso de Ortega en 1948, comienzan a abrirse algunos resquicios críticos. Ortega funda el Instituto de Humanidades y en él participan Julián Marías, Dámaso Alonso, &c. El existencialismo provoca también una pasión primeriza, pero no muy prolongada. El blanco es principalmente Heidegger, del que se ocupan Manuel Sacristán y José Rodríguez proporcionándole una imagen más coherente que la proporcionada por la versión oficial. En los medios estudiantiles tuvo más incidencia Sartre, a pesar de la dificultad que suponía hacerse con su obra. Simultáneamente J. L. Aranguren inició el diálogo con protestantes y existencialistas, mientras los primeros neopositivistas desafiaban la ideología dominante. Para ello utilizan el Boletín de un seminario de la Universidad de Salamanca y la revista Theoria. En torno a ella se nuclea un grupo prometedor –M. Sánchez Mazas, Carlos París, Gustavo Bueno, Sánchez de Zabala, &c.– al que se etiquetó de “positivismo lógico tardío”. De hecho, no lo era, aunque en su revista apareciesen las primeras referencias y discusiones, básicamente críticas, del positivismo. Este despegue inicial de un pensamiento crítico, coincide con dos grandes vigencias: la de la escolástica, en sus bunkers oficiales, y la del orteguismo atacado y tenazmente defendido por sus epígonos. Esta pequeña eclosión de pensamiento crítico es cercenada por los sucesos universitarios de 1956.
Sin embargo, ya no es posible un retorno pleno a las posiciones escolásticas, aunque éstas sigan dominando en las cátedras. Nuevas generaciones se han incorporado a la actividad filosófica y requieren muy distintos horizontes. Así la filosofía de la ciencia, el pensamiento analítico y el marxismo constituirán sucesivas incitaciones. Ya en la década del 60, se hace patente la existencia de un movimiento de “oposición” filosófica. Su base la proporciona la presencia de los PNN (profesores no numerarios) en Institutos y Universidades. Su foro, las Convivencias de Filósofos Jóvenes –luego convertidas en Congresos de Filósofos Jóvenes– que aglutinan a las nuevas promociones filosóficas. Surge así un movimiento, que no es exclusivamente juvenil, frente a la esclerosis de las cátedras oficiales. Los debates ganan altura, y no sólo en las “convivencias”, sino también en las publicaciones. Así los comienzos de la década del 70 están marcados por la célebre controversia Sacristán-Bueno. En un opúsculo titulado Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores, después de una crítica demoledora de la función ideológica –y de la deficiencia pedagógica– de la enseñanza académica de la filosofía, Sacristán propuso la supresión de la licenciatura de filosofía y su eliminación como asignatura de la enseñanza media. El fundamento para tan radical cirugía lo encontró Sacristán en su tesis de que no hay un saber filosófico sustantivo superior a los saberes positivos y que los sistemas filosóficos son seudoteorías, construcciones al servicio de motivaciones no teoréticas e insusceptibles de contrastación científica. Gustavo Bueno reaccionó polémicamente contra lo que calificó de harakiri filosófico de Sacristán, a pesar de que éste reconocía la existencia de una reflexión acerca de los fundamentos, los métodos y las perspectivas del saber teórico, del preteórico y de la práctica, cuya reflexión puede discretamente denominarse “filosófica” por su naturaleza metateórica. En su réplica a Sacristán, Bueno partía de una dualidad estructural en el significado del término “filosofía”. De una parte, filosofía en cuanto a que conserva su significado de “sabiduría”, una sabiduría que consiste en no aceptarse en posesión de ningún saber definitivo, de acuerdo con su propia etimología. Es decir, lo que, en expresión kantiana, se denomina “filosofar”. Por tanto, una sabiduría “mundana” difícilmente recluible en los límites de un oficio. o de una especialidad, ya que se ejercita en todos ellos. De otra, la filosofía designa la tarea propia “de los filósofos”, considerados como especialistas en un aspecto del conjunto de los problemas de la cultura y con su propia tradición gremial. En esta réplica, que con el título de El papel de la filosofía en el conjunto del saber creció hasta constituir un grueso volumen, Gustavo Bueno fundamenta convincentemente la necesidad de una filosofía académica que no excluya a la filosofía mundana.
Con el acicate de este debate filosófico, los Congresos de Filósofos Jóvenes alcanzaron su objetivo en la década del 70. Fueron foro y cauce de expresión para diversas corrientes filosóficas homologables a las de nuestro entorno exterior. Con cierto simplismo, se clasificó a sus participantes en analíticos, dialécticos y nihilistas. Y no sólo por las posiciones que adoptaron en tales Congresos, sino también por sus publicaciones. En todo caso, de los integrantes de tales corrientes han salido los que en la década que consideramos han elaborado filosofía en España. De entre los analíticos han destacado Javier Muguerza, José Hierro. V. Sánchez de Zavala, Solís. Fronterizo entre analistas y dialécticos, Miguel A. Quintanilla, que dirigió el equipo de elaboración del importante Diccionario de Filosofía Contemporánea. En la filosofía del lenguaje descuella especialmente Emilio Lledó. Ya entre los dialécticos, o marxistas. destacan M. Sacristán, G. Bueno y Carlos París. Sacristán ha aglutinado en torno a su figura un equipo de jóvenes filósofos que han dado altura a las revistas Materiales y Mientras tanto. Carlos París ha evolucionado desde sus posiciones iniciales en la filosofía de la ciencia a las de un marxismo humanista que no pierde la perspectiva científica. Los “nihilistas”, inspirados por A. García Calvo, tuvieron su más brillante y combativa expresión en Fernando Savater. Savater mantiene plenamente esas características y la capacidad de trabajo. Son muy numerosas sus publicaciones recientes, que van desde su libertario Panfleto contra el Todo a sus contribuciones a la ética en Invitación a la ética y La tarea del héroe. En el mismo campo de la ética permanece incansable J. L. Aranguren.
Gustavo Bueno se ha ganado merecidamente un lugar destacado en la filosofía española, ya que generalmente se le considera como el más original y profundo de nuestros filósofos. Su amplia obra ofrece gran dificultad para un adecuado conocimiento. Dificultad que no sólo se deriva del rigor y la enjundia de su pensamiento, sino también de la originalidad de su terminología. Como todo pensador potente, G. Bueno ha ido creando gradualmente no sólo un sistema, sino asimismo una terminología propia dotada de numerosos neologismos y de conceptos que, aun procediendo una tradición filosófica secular, han sido dotados de nuevos contenidos. Gustavo Bueno, mediante la formulación de su “teoría del cierre categorial”, no sólo ha dado una réplica adecuada a la discutible “teoría del corte epistemológico” de Althusser, sino que ha proporcionado una idea o teoría de ciencia parangonable a las que han alcanzado más prestigio en el ámbito mundial. No menor es la contribución que ha realizado en el campo de la crítica de las ciencias humanas, de la que pronto aparecerá su monumental Lógica de las ciencias humanas. No menos relevante es su aportación al campo de la relación ciencias-filosofía. A ella lleva dedicada un lustro, a través de una revista tan prestigiosa como El Basilisco, y comienza a dar frutos gnoseólogicos todavía de mayor envergadura: la celebración regular en Oviedo (ya I y II) de los Congresos de Teoría y Metodología de las Ciencias, donde filósofos y científicos elaboran y discuten conjuntamente a un nivel de rigor anteriormente inusitado en nuestro país.