Inmortalidad del alma humana
Nuestro cuerpo muere, pero nuestra alma le sobrevive y sobrevivirá siempre. Vamos, pues, a demostrar esta verdad. Debemos hacer ver al lector que para conseguirlo nos apoyaremos en los principios establecidos en el artículo Espiritualidad del alma, del cual éste es lógicamente continuación.
Si nuestra alma debiese perecer, sería porque encerrase en sí misma principios de destrucción, o porque no tendría otra razón de ser que la vida que presta a nuestro cuerpo y las operaciones que con él produce, o, por último, porque Dios o cualquier otro ser la destruyese. Es así que no puede admitirse ninguna de estas tres hipótesis. Por el contrario:
1.º Nuestra alma es incorruptible, es decir, que no encierra en sí ningún principio de destrucción ni de muerte.
2.º La vida de nuestra alma no está ligada con la de nuestro cuerpo; de lo que se deduce que, en virtud de su naturaleza, ésta sobrevive a nuestro cuerpo.
3.º Los atributos de Dios exigen que no destruya nuestra alma.
Esto vamos a probar sucesivamente haciendo ver que la creencia de todos los pueblos atestigua la supervivencia de nuestra alma: refutaremos después algunas extrañas teorías que se han sentado tratándose de la inmortalidad del alma.
§I. Nuestra alma es incorruptible, es decir, que no encierra en sí ningún principio de disolución y muerte
Los seres pueden tener en sí un doble principio de disolución y de muerte. Unos se componen de partes, disolviéndose, como sucede a un cadáver, porque éstas se disgregan y descomponen. Otras se transforman en otras substancias, perdiendo así su primera naturaleza; de esta manera los alimentos que digerimos se convierten en nuestra sangre y en nuestra substancia. Ahora bien; el alma humana no puede perecer de ninguna de estas dos maneras. No puede disolverse por la disgregación de sus partes, como lo probamos en el artículo Espiritualidad del alma, que es una substancia simple y espiritual, y, por tanto, no está compuesta de partes, no pudiendo ser considerada como una parte de nuestro cuerpo. Tampoco puede transformarse en otra substancia por ser el principio único de la vida intelectual, que le es exclusivamente propia, y por consecuencia no puede privársele uniéndola a otras substancias. Aun suponiendo que el alma viva sola, o unida al cuerpo que ella anima, siempre es la misma substancia, porque no puede perder esta vida del pensamiento aun cuando la ejerza en condiciones diferentes, según se halle unida o no a nuestro cuerpo. Nuestra alma es, pues, incorruptible en sí misma.
§II. La vida de nuestra alma no está unida a la de nuestro cuerpo; de donde se deduce que, en virtud de su naturaleza, nuestra alma sobrevive a nuestro cuerpo
Primera prueba. La vida de los sentidos, la única que tienen los animales, sólo puede ejercerse por el cuerpo; así es que el alma de los animales es incapaz de ninguna vida desde el instante que el cuerpo muere, por lo cual perece al mismo tiempo que el cuerpo. Esto no sucede con el alma del hombre. En efecto, demostramos en el artículo Espiritualidad del alma que es espiritual, es decir, que posee una vida (la vida de la inteligencia), que es enteramente independiente de nuestros órganos corporales, ya sea en sus operaciones o en su principio. Y no cesa o acaba esta vida en el momento de morir; en virtud de la espiritualidad de su naturaleza, el alma sobrevive al cuerpo.
Segunda prueba. Nosotros aspiramos a la plena posesión de la verdad y de la felicidad, de la que apenas tenemos una ligera sombra aquí en la Tierra. Deseamos vivir sin fin. Estas aspiraciones, estos deseos, se hallan grabados en el corazón de todos los hombres. Estas aspiraciones, que son universales, no pueden ser efecto de una preocupación o de un error del pensamiento. Si no le hay, es preciso que nuestra alma sea inmortal, puesto que nuestro cuerpo perece. El análisis de estas aspiraciones manifiesta además que no pueden existir en nuestro corazón sino en tanto que nuestra alma no es mortal por su naturaleza. Los animales no conciben nada que sea universal, y no tienen la idea de ningún bien superior a los bienes sensibles; así es que ni desean la posesión de la verdad, ni una vida sin fin. Es cierto que tienen la muerte y el sufrimiento como males pasajeros; aspiran a goces sensibles, pero sus deseos no van más allá de las condiciones en que se hallan. El hombre, por el contrario, se eleva por su razón sobre todo lo que es sensible y pasajero, revelándosele la existencia de Dios; concibe una vida sin fin una vida donde conocerá a su Dios verdadero, cuyo conocimiento dejará satisfecha a su alma. Estas concepciones y estos deseos no pueden encontrarse sino en un ser espiritual cuya vida es independiente de todo órgano corporal, y que, por consecuencia, debe sobrevivir a nuestro cuerpo cuando éste sea herido con la muerte. Nuestro deseo de poseer la verdad y vivir sin fin prueba claramente que nuestra alma es inmortal, demostrando al mismo tiempo que es espiritual.
§III. Los atributos de Dios exigen que no sea aniquilada nuestra alma
Nuestra alma es naturalmente incorruptible; posee una vida propia, la del pensamiento, para la cual se basta a sí misma. Si perdiese esta vida, sólo podría ser porque Dios se la quitara del mismo modo que se la dio; y si no lo hiciera, estaría destinada a vivir sin fin. Pero Dios, ¿puede aniquilar nuestra alma y la destruirá algún día? Esta es la última cuestión que hay que resolver para demostrar que somos inmortales.
¿Quién puede dudar que Dios es omnipotente y que su poder es bastante para aniquilar nuestra alma? Tuvo el poder suficiente para crearla, y del mismo modo que lo hizo puede volverla a la nada. ¿Permiten los atributos de Dios que aniquile nuestra alma? No, contestaremos; porque esta conducta sería contraria a su sabiduría, a su bondad y a su justicia. Por consiguiente, nuestra alma vivirá siempre.
1.º La sabiduría de Dios exige que deje vivir a nuestra alma. Esta sabiduría exige, en efecto, no haga nada contra el plan según el cual ha creado y gobierna al mundo. Así, la inmortalidad del alma existe en la naturaleza de las cosas, ocupando sitio preferente en el plan divino. Existiendo desde luego en la naturaleza de la cosas, ¿nuestra alma no es, en efecto, esencialmente inmortal? ¿No aspira, pues, a una vida sin fin? Este es el destino que al crearla Dios la ha señalado. Y puesto que Dios tiene una conducta trazada respecto a sus criaturas, porque sus obras se completan y no se contradicen, se deduce fundadamente que no puede aniquilar a nuestras almas después de haberlas creado inmortales. Además, nuestra inmortalidad ocupa un lugar muy importante en el plan divino; pues, en efecto, sobre todo en la otra vida y durante la eternidad es donde somos llamados a conocerlo y glorificarlo. Además, la práctica de la virtud no tiene su sanción aquí, en la Tierra; se hallará en las penas y las recompensas que esperamos después de la muerte; esta sanción es necesaria para que exista el orden en la obra divina, para que el deber se practique aquí, para que la sociedad subsista y que el mundo no se convierta en una madriguera de vicios. Si se suprime la inmortalidad es preciso resignarse a ver desaparecer del conjunto de la creación lo que el universo encierra más grande, más bello y más glorioso para Dios, que es el orden y la virtud, o en otros términos, lo que en él ocupa el primer lugar y lo que es su fin. A esto nos conduciría seguramente el que Dios aniquilase nuestras almas. Su sabiduría le impediría hacerlo porque este hecho quitaría a su obra la perfección.
2.º La bondad de Dios se opondría tanto como su sabiduría. ¿Qué serían, pues, nuestras aspiraciones hacia la dicha eterna si ésta nos fuese negada? Sólo servirían para torturar nuestra alma, porque nos impedirían gustar aquí abajo ningún goce sin mezcla de dolor o tedio, y estas contrariedades no serían recompensadas en la otra vida. Si Dios destruyera nuestras almas, sería el ser maligno que los pesimistas (Véase el art. Pesimismo) han imaginado. Pero hemos demostrado (artículos Dios, Creación, Providencia, Pesimismo) que el Creador del mundo es infinitamente bueno y no puede privarnos de la inmortalidad. (Consúltese Eternidad del Infierno, 5.ª objeción.)
3.º La justicia de Dios reclama también contra tal aniquilamiento, porque no dejaría que quedara nada de nuestras personas. Esta justicia pide que a cada uno se le juzgue según sus obras. Porque ¿qué vemos aquí, en el mundo? Muchas veces, que el hombre de bien vive sumido en el dolor. Es pobre, despreciado, sin apoyo ni protección, sin consuelo, y a veces atormentado en su conciencia. A su lado el crimen y el engaño están sobre su trono e imperan arrogantes, alcanzando todos los honores; el usurero goza de sus mal adquiridas riquezas; el hombre de vida licenciosa se atolondra en sus desórdenes. Esto es lo que frecuentemente se ve en el mundo; sin embargo, la justicia exige que todo acto virtuoso sea recompensado y que el crimen tenga su castigo. La justicia no reina en el mundo; sólo existe en la otra vida. Si Dios aniquilase nuestra alma en el momento de nuestra muerte, pondría insuperable obstáculo al cumplimiento de las eternas leyes de la justicia. Él es el autor de estas reglas inmutables, y es infinitamente justo. Por consecuencia, no puede destruirnos al salir de esta vida. Debe respetar la inmortalidad de nuestras almas para que recibamos la recompensa de nuestras buenas obras y el castigo de nuestras faltas.
§IV. La creencia de todos los pueblos de que hay otra vida confirma las pruebas de la inmortalidad del alma
Todos los pueblos han tributado a los cuerpos de los que acaban de morir honores que suponían la creencia de la existencia de otra vida. Así obran generalmente todas las naciones que están algo civilizadas. En apoyo de esto obsérvase que entre los pueblos visitados por los viajeros no hay tribu, por salvaje que sea, que a su manera no tribute exequias a los muertos. En las excavaciones practicadas en diferentes lugares se han hallado sepulcros que atestiguan que las razas de los tiempos prehistóricos obraban de igual modo. Se ha dicho hasta hace poco que los primeros hombres de la época paleolítica no enterraban a sus difuntos. Pero esta opinión quedó destruida por el descubrimiento que se hizo en la entrada de la gruta de Spy, en el valle de l'Orneau, en Bélgica, de sepulturas que son, a no dudarlo, paleolíticas.
Si todos los hombres han practicado y practican el acto de dar sepultura a los muertos con ritos tradicionales y simbólicos, es porque todos creen que nosotros sobrevivimos a nuestros cuerpos. Además, estas creencias no se manifiestan solamente por los ritos fúnebres, sino por otras mil maneras. Unánimemente conceden que todo no acaba al morir nuestro cuerpo; pero algunos discrepan, no obstante, respecto a la naturaleza de la vida de ultratumba. Pueden dividirse en tres especies distintas las que, según el abate Broglie, se han manifestado en la más remota antigüedad con los caracteres siguientes:
“Una de estas formas, habla dicho abate (Problèmes et conclusions de l'histoire des religions, chap. II), una de esas formas consiste en la simple idea de la supervivencia sin carácter moral determinado. Considérase al difunto obligado a vivir dentro de su sepulcro o en un lugar subterráneo. A veces parece que su vida se halla unida a su cadáver, otras que subsiste en estado de sombra con una semipersonalidad. Su suerte futura parece como que depende de circunstancias exteriores y materiales. El muerto insepulto, al que no se le han hecho exequias en cualquier forma que sea, está sufriendo; pero cualquiera que sea su suerte, está definitiva e irremisiblemente fijada.
“El tercer concepto es el de la metempsicosis. El ser que muere renace en nuestro mundo actual o en otro semejante, ya sea como hombre o como animal, y tanto la expiación de sus faltas como el premio por sus virtudes se verifica volviendo a vivir en un estado próspero o adverso, en condición noble ó degradada.”
¿Cómo explicar la universalidad y persistencia de estas creencias si las aspiraciones, por las que hemos demostrado la inmortalidad del alma, no estuviesen vivamente grabadas en el corazón de todos los hombres, y si no se dejara sentir en todos la necesidad de la existencia de ultratumba? Las razas que sufren la influencia de una civilización grosera, en que el sentimiento moral es menos vivo, no siempre han llegado a conocer que el otro mundo es el reino de la perfecta justicia; pero no han podido, sin embargo, persuadirse que toda vida acaba con la muerte, como afirmaban sus sentidos. La creencia de todos los pueblos de que hay otra vida que sucede a la presente, confirma, pues, las pruebas con las cuales hemos establecido la inmortalidad del alma humana.
§V. Falsas teorías
Vamos, pues, a estudiar en este artículo la cuestión de la inmortalidad del alma, y no la naturaleza de las recompensas y castigos de la otra vida. (Véanse los artículos Cielo e Infierno.)
Así, pues, casi todos los errores sobre la vida futura se refieren a la noción que se tiene sobre estas recompensas y castigos, y sólo nos limitaremos a hablar aquí de algunas pocas falsas teorías.
Hemos dicho antes cuáles han sido las tradiciones de los pueblos respecto a la otra vida. También hemos visto que al lado de las razas que admiten una eternidad análoga a la que enseña el Cristianismo, otros parece que creen que no hay nada más allá de la tumba, ni recompensa para la honradez ni castigo para el crimen. No discutiremos, ciertamente, esta grosera idea sobre la vida futura, porque casi todas las pruebas que hemos aducido de la inmortalidad del alma están basadas en que Dios debe dar a cada uno en la otra vida el premio o castigo según sus obras, según la enseñanza de la religión cristiana.
Otros pueblos admiten la metempsicosis. Su doctrina la han sostenido algunos escritores contemporáneos. Hemos consagrado a esta doctrina un artículo especial (Metempsicosis), donde se hallará su refutación.
La atención pública también se ha fijado en otra teoría sobre la vida futura, y conviene decir algo a este propósito. Esta teoría es la de la inmortalidad facultativa. En ella se pretende que los hombres virtuosos gozan de una inmortalidad, que es la consecuencia y la recompensa de su virtud, en tanto que los culpables, o los que no conceden que exista otra vida, no sobreviven a su cuerpo.
M. Petavel-Olleff (L'immortalité conditionnel) ha tratado de probar este sistema apoyándose en los textos de la Sagrada Escritura. No le seguiremos en este terreno teológico.
M. Renouvier (La Critique philosophique, 31 de Octubre de 1878) ha admitido el sistema de M. Petavel; pero no lo considera sino desde el punto de vista filosófico, no creyendo que pueda ser probado por medio de sólidas razones. “La filosofía crítica, dice, tampoco puede hacer salir de la ignorancia en tales materias.”
Otro filósofo llamado Charles Lambert trató de demostrar la hipótesis de la inmortalidad facultativa en una voluminosa obra. Después de haber refutado la escuela materialista que niega la inmortalidad al alma, y sentado que ésta no puede ser condenada a perecer necesariamente por la razón potísima de que sin la esperanza de la inmortalidad el hombre sería el más desgraciado de los seres vivientes, defiende que para sobrevivir a ese cuerpo es preciso consentir en ello y que las almas de los malos no vivirán eternamente. Partiendo de la suposición, que en nosotros tenemos un germen de inmortalidad que puede desarrollarse, piensa, en efecto, que según las reglas de la justicia debe estar en nuestra voluntad aceptar el don de la vida o no, en vista de que ningún don se impone y que Dios sería injusto imponiéndonos una vida que no queremos. También sostiene que el infierno, que sería patrimonio de los malos, si fuesen inmortales no serviría sino para que continuase el mal que hicieron en el mundo, lo que sería el supremo mal, y la santidad de Dios no consiente que se produzca obligando a los malos a conservar su existencia.
Basta hacer algunas observaciones para destruir toda la teoría de M. Lambert. Ya hemos visto que la inmortalidad se deriva de la esencia del alma; así, pues, nuestra voluntad no puede modificar lo que pertenece a nuestra esencia; ésta puede hacernos buenos o malos, y por consiguiente, felices o desgraciados, pero no puede aniquilarnos. Nuestra inmortalidad no puede depender en modo alguno de nuestra voluntad; así, pues, es necesaria, y no potestativa. Dios tiene seguramente el poder de aniquilarnos, de reducirnos a la nada; pero ya hemos dado sobre esto las razones que le impiden hacerlo, y estas razones parecen convincentes aun cuando se trate de los malos, y no sólo cuando se refieren a los buenos. Tampoco pretendemos, por lo demás, que la Filosofía demuestre cuál será la suerte de los malos en la otra vida, porque la Revelación es quien nos lo enseña. Dice que serán condenados eternamente. Las pruebas que opone M. Lambert, ¿establecen la imposibilidad de la existencia del infierno? No. La primera se funda en el principio de que Dios no puede imponernos la vida. Este principio es falso y legitimaría el suicidio. Dios es dueño de darnos una existencia sin fin, sobre todo cuando nos da los medios de hacerla dichosa. La segunda prueba de M. Lambert se apoya en el principio de que el infierno es el supremo mal. Tampoco es exacto este principio. El supremo mal es el pecado o la ofensa de Dios, no su castigo. Por lo demás, este castigo es para nosotros un gran mal: forzoso es conocerlo; pero ¿cuál es la causa de este mal sino nosotros mismos, que ofendemos a Dios? No nos detendremos en discutir la cuestión sobre este punto: ya ha sido estudiada en el articulo Eternidad del Infierno.
Todo lo anterior prueba bastantemente que los partidarios de la inmortalidad facultativa no destruyen ninguna de las pruebas que hemos dado para establecer que la inmortalidad está unida a la naturaleza del hombre tal como Dios la constituyó y debe mantenerla.