Filosofía en español 
Filosofía en español


Prólogo

Aunque el título de este Diccionario basta para indicar la índole y el objeto de la obra, creemos, sin embargo, que no estará de más presentar a los lectores algunas explicaciones, así acerca del fin que nos hemos propuesto, como también acerca de los principios que nos han guiado para componer este libro, y de las materias que abraza.

I. Fin. Bastaba en otro tiempo haber tenido la dicha de nacer en el seno de la Cristiandad para ser creyente desde la infancia; mientras que hoy, desde la misma cuna se halla el niño como inficionado del escepticismo, y comienza a dudar desde los primeros albores de su razón. Por más que siempre haya habido escépticos, nunca esta fatal locura se había propagado de un modo tan general como en nuestros días, cuando no solamente hace estragos entre las personas de cierta instrucción, en quienes nace acaso de estudios mal ordenados y del abuso de las mismas facultades intelectuales, sino que difunde también su veneno hasta en las capas más ínfimas de la sociedad; cuando se muestra no ya tan sólo entre los hombres de edad madura y los ancianos, en quien es a veces fruto de los desengaños de la vida, sino también entre los adolescentes, cuyo espíritu, ajeno a toda experiencia, parecería apenas capaz de pensar en la existencia del error.

Cierto que el escepticismo contemporáneo no se extiende a todos los objetos de nuestro conocimiento, y que especialmente no toca a las ciencias relativas al estudio de la materia y que se fundan sobre la experiencia; pero ataca todas las creencias religiosas, y, no limitándose como antes a ciertas verdades particulares, se dirige ya contra los principios mismos, atacando la raíz de todas las convicciones religiosas y morales. Por manera que bien puede considerársele como el mal capital de nuestra época, como la carcoma del Cristianismo en la sociedad actual. Todo el que llega a ser inficionado de este error, pierde desde luego la fe cristiana, porque esta fe es esencialmente una creencia firme, absoluta e invariable, en la palabra de Dios predicada por la Iglesia. Y bien pronto este mismo hombre llega a perder hasta lo que pudiéramos llamar la fe natural en Dios, en la inmortalidad del alma, y en la vida futura; o al menos, su creencia en [ii] estas verdades primordiales se torna vacilantes e incierta, sin poder librarse del recelo de ser víctima de una engañosa ilusión.

Esta disposición enfermiza de las almas, unida a las otras tentaciones que, existiendo ya de antiguo, permanecen igualmente ahora, explica la disminución considerable y la menor firmeza de los creyentes en la sociedad actual, y nos da también la clave del singular contraste de los admirables esfuerzos realizados por la Iglesia en nuestros días en la esfera de las obras de caridad e instrucción popular, con resultados tan escasos, desde el punto de vista de la conservación de la fe en las inteligencias.

¿Será por ventura esta violenta inclinación al escepticismo de las nacientes generaciones, efecto de las leyes, por decirlo así, del atavismo, una herencia que en cierto modo nos han transmitido con la vida las generaciones anteriores, que por espacio de siglo y medio lo han incesantemente discutido, criticado y examinado todo en materia de religión sin obtener por tan errados caminos otro resultado que la duda, viniendo a parar en el nihilismo religioso y político? En todo caso, nunca sería esa más que una causa parcial del fenómeno a que nos referimos. Otras hay peculiares a nuestra época, y procuraremos indicarlas con la posible concisión.

La primera y más poderosa consiste, a nuestro parecer, en las condiciones desastrosas y antinaturales en que nace, se desenvuelve y se realiza hoy la vida moral de los individuos. Para llegar a la certeza en materia de religión, es decir, respecto de verdades superiores al alcance de nuestros sentidos, tiene el hombre necesidad del auxilio de la sociedad, le es preciso ser enseñado con autoridad y obligado en cierto modo a creer. Abandonado a sus fuerzas personales, no puede adquirir la certeza en tales materias sino mediante un vivo amor a la verdad y considerables esfuerzos para alcanzarla; de modo que el llegar el individuo por sus solas fuerzas a la posesión de la verdad religiosa completa, o al menos suficiente, siempre constituiría un caso verdaderamente excepcional. Pues bien; ¿qué viene a suceder en nuestra sociedad contemporánea,{1} donde libre y públicamente se profesan todos los cultos; donde los hombres de cualesquiera opiniones, católicos, herejes, ateos, indiferentes, están como mezclados; donde todos los argumentos, todas las verdades, todos los errores, todos los hechos se presentan continuamente a los ojos del niño, del joven, del hombre provecto, y donde a las ideas más contradictorias se les profesa igual respeto? Viene a suceder que estas opuestas influencias se neutralizan, y que la acción de la sociedad, destinada, según el plan divino y las condiciones de la naturaleza humana, a favorecer considerablemente en el espíritu de los individuos la certeza de las verdades religiosas, se encuentra casi por completo anulada. Al hombre no le mueve ya a abrazar la verdad [iii] sino el natural atractivo que ésta ejerce sobre su inteligencia, y la virtud de la divina gracia.

La influencia de esa deletérea atmósfera en que hoy vivimos, no sólo priva a las inteligencias de un medio poderoso y moralmente necesario de llegar a la certeza en materia de religión, sino que se opone además directamente a que se adquiera y conserve esa certeza. En efecto, teniendo continuamente a la vista el espectáculo de las más opuestas doctrinas religiosas, profesadas por hombres igualmente instruidos, que muestran la misma buena fe y a veces, en apariencia, la misma virtud, surge el pensamiento de que no podemos tener certeza de nada en estas cuestiones, y que la prudencia nos manda abstenernos de todo juicio definitivo y absoluto. Así se obra en los entendimientos un trabajo de zapa, pero muy hondo, que produce desastrosos resultados; trabajo a veces inadvertido, de donde se origina que muchos de nuestros contemporáneos se hallan con que han perdido sus convicciones casi antes de advertir que estas peligraban.

Esta funesta influencia la centuplican horriblemente el hábito de la lectura, la cual despierta naturalmente la atención respecto a este antagonismo de creencias, y la libertad de decirlo y escribirlo todo; merced a la cual se encuentra la inteligencia desde sus primeros albores, envuelta en un caos de opiniones y argumentos contrarios, donde no puede, sino con grandes dificultades, llegar al discernimiento de la verdad.

Bien pronto se origina de aquí, como resultado final de semejante estado de cosas, que la inteligencia o huye de estas cuestiones, considerándolas insolubles, o se persuade no ser posible en tales materias otra cosa que opiniones provisionales o probables, cuya verdad varía al compás de los tiempos y los lugares. Tal es, en nuestro concepto, la principal causa del mal que hemos apuntado.

Contribuyen también a semejante resultado los maravillosos progresos realizados en las ciencias físicas y naturales, y las grandes ventajas que en el orden material han proporcionado al hombre tales progresos. Y no porque el progreso de ninguna ciencia pueda en sí mismo causar daño a las convicciones religiosas; antes al contrario, semejante progreso es de suyo propio para afirmarlas y desenvolverlas; pero puede convertirse en ocasión de funestos abusos, como efectivamente ha acontecido. Sucede en nuestro siglo, que los sabios se han ocupado tanto en el estudio de las cosas corpóreas, se han acomodado de tal manera a los procedimientos propios de esta clase de ciencias, que han venido a hacerse casi incapaces de aplicarse a los estudios religiosos. Lo que no se prueba experimentalmente, lo que no cae bajo el dominio de los sentidos, lo que se aparta de las leyes que vemos inviolablemente observadas en los fenómenos materiales, nos parece que no tiene realidad, y que pertenece a un mundo de hipótesis o de quimeras.

Al lado de este escepticismo religioso, innato, digámoslo así, en las generaciones actuales, se deja ver el odio al Cristianismo, odio que en todas las épocas ha movido a algunos hombres a combatir la fe. Estos que podemos llamar enemigos personales de Cristo, son hoy muchos y poderosos: sus palabras resuenan en los oídos de todos, y en manos de todos están [iv] sus escritos. Debemos, por fin, tener en cuenta que el número mayor de los que aprenden a leer y escribir, juntamente con las nuevas condiciones de la vida social y política, han multiplicado, como quien dice, hasta lo infinito el número de los que se mueven en todas las esferas de los conocimientos humanos. De aquí ese diluvio de objeciones, bajo el cual esperan sumergir la fe católica sus enemigos. Antiguas las unas en el fondo, preséntanse bajo formas nuevas; tales son principalmente las que se sacan de la Filosofía, de la Teología y la Historia; otras son relativamente modernas, y recaen principalmente acerca de las Sagradas Escrituras, objeciones engendradas de la crítica racionalista, y otras, en fin, están tomadas de las ciencias naturales, especialmente de la Prehistoria, de la Lingüística, de la Etnología, de la Historia de las religiones. Ante esta triste situación moral, y ante los peligros que corren en ella los fueros de la verdad de la fe, ha sido concebido y dado a luz este Diccionario Apologético. Ha sido nuestro intento el poner con este libro al alcance, y como quien dice, en la mano de todos los lectores de buena voluntad, las principales pruebas de la fe católica, con las respuestas más sólidas a las objeciones de todas clases que contra ella suelen oponerse. Hemos condensado y puesto a buena luz numerosos argumentos y hechos y datos que no sería fácil encontrar en otra parte, sino mediante el estudio de muchas obras, con mucho trabajo y no pequeño gasto. Tal es el fin que nos hemos propuesto.

II. Principios que nos han guiado para componer esta obra. Los principios que, a nuestro entender, deben guiar al apologista católico, desde el punto de vista indicado, y a los cuales hemos procurado fielmente atenernos para componer este Diccionario, pueden reducirse a los cuatro siguientes: Ortodoxia, Imparcialidad, Ciencia y Caridad.

Ortodoxia. Ponemos en primer término la ortodoxia, porque el apologista que altera o abandona como insostenible algún punto, siquiera sea secundario, de las doctrinas impuestas por la Iglesia a la creencia de los fieles, derriba por su base toda demostración de la fe católica. La Iglesia proclama haber sido establecida por Dios para enseñar la verdad religiosa, y que es infalible en el cumplimiento de esta misión: si concediéramos, pues, que alguno siquiera de los puntos impuestos por ella a la creencia de los fieles fuese un error, concederíamos ya con eso que no era infalible, y que al atribuirse tal privilegio se engañaba o nos engañaba, y no procedía, por lo tanto, de Dios. Tienen también aquí rigurosa aplicación aquellas palabras de Nuestro Señor: «Qui ergo solverit unum de mandatis istis et docuerit sic homines minimus vocabitur in regno coelorum.» (S. Mat. v. 19).

Pero si es inviolable deber del apologista católico el no abandonar punto alguno de las doctrinas que la Santa Madre Iglesia nos manda creer, ha de tener también como estricta regla no añadir a esas doctrinas cosa alguna de su propia cosecha ni sobre autoridades ajenas: y la violación de esta regla sería en él una falta gravísima. Porque usurparía un poder que no le corresponde, presentándonos como verdad cierta de la fe católica lo que no propone como tal la Iglesia, y pondría a las almas en una lamentable confusión al defender como igualmente incontestables proposiciones de las cuales unas estarían garantidas por infalible autoridad, y otras solamente apoyadas [v] en el juicio privado del autor. Sería esto defender, no la fe de la Iglesia, sino las opiniones personales del apologista; e importa, por lo tanto, no confundir ambas cosas. Sea, pues, regla sagrada para los defensores de la fe el sostener sólo, como pertenecientes al dogma católico, aquellas proposiciones que, o han sido objeto de una definición infalible de la Iglesia, o pertenecen indudablemente a su enseñanza ordinaria y universal.

No se ciñe, sin embargo, la misión del apologista a defender las verdades impuestas por la Iglesia a nuestra fe; sino que abarca más ancho campo, extendiéndose a otros puntos. Incúmbele, desde luego, también la defensa de las doctrinas que sin pertenecer incontrovertiblemente a la fe católica, están comúnmente recibidas en la Iglesia y favorecidas por la Santa Sede, que las manda enseñar en las escuelas, y que censura como falsas o peligrosas las opiniones opuestas. No está obligado el apologista a sostener como infaliblemente verdaderas esas doctrinas comunes en la Iglesia, antes bien debe hacer notar que la verdad de las mismas no está garantida por una decisión de la suprema autoridad eclesiástica; pero sí le corresponde hacer ver que la Iglesia al favorecerlas sigue de ordinario las reglas de la prudencia y trabaja en pro de la verdad. Y decirnos «de ordinario», porque no sería absolutamente imposible que algún error se deslizase en una sentencia provisional, dictada en favor de alguna doctrina común, sin dársele, con todo, más carácter que el de simple opinión; por lo cual debe el apologista confesar la posibilidad de un error de esa especie y reconocerlo lealmente cuando así hubiese, en efecto, acontecido.{2}

Pero los enemigos de la Iglesia no se limitan a atacar sus enseñanzas; censuran asimismo su conducta, y también, por lo tanto, habrá de extenderse a este punto la tarea del apologista contemporáneo. No así los apologistas de los primeros siglos, toda vez que entonces aún no tenía historia la Iglesia; pero hoy que lleva ya diez y ocho siglos de existencia, preciso es hacer ver, cómo durante esta larga serie de tiempos ha manifestado constantemente los caracteres de institución divina, cómo nada de cuanto lleva hecho y padecido denota una obra de origen puramente humano. Esta prueba de la verdad de la fe católica, a la cual cada siglo presta nuevo brillo, es atacada de mil maneras, y deber es del apologista refutar también esos ataques. Veamos qué reglas debe seguir en esta materia para no separarse de la ortodoxia. De dos principios se derivan [vi] dichas reglas, y son los siguientes: en primer lugar, que el divino Fundador de la Iglesia, Jesucristo Nuestro Señor, no la abandona nunca; y en segundo, que la Iglesia está compuesta de hombres sujetos a las debilidades humanas. Dedúcese del primer principio, que jamás la Iglesia, en ningún tiempo ni circunstancia, presenta en su historia rasgo alguno incompatible con los privilegios de una sociedad especialmente asistida por Dios para el cumplimiento de su misión; y que el conjunto de sus leyes, actos y resultados conseguidos, lleva el sello de la asistencia divina. Oblíganos, por consiguiente, la ortodoxia a sostener y manifestar que nunca la Iglesia ha mandado ni aprobado actos ni usos contrarios a la ley natural o a la divina positiva, y que su legislación ha sido siempre sabia y propia para producir la santificación de las almas, y que en realidad ha logrado esa santificación en suficiente manera; mas no estamos obligados a sostener que sus leyes y manera de proceder hayan alcanzado siempre el colmo de la perfección y de la mayor oportunidad posible. Del segundo principio se infiere: que los miembros de la Iglesia, Papas, Obispos, Sacerdotes, Religiosos, habrán podido sucumbir, más o menos, a las humanas flaquezas. Según lo cual, no nos obliga la ortodoxia a tomar siempre la defensa de la conducta de los Papas, Obispos, Sacerdotes y Ordenes Religiosas; antes bien, nos obliga en ciertos casos a condenarla altamente en algunas cosas, pues que la Iglesia misma ha reconocido en diversas ocasiones la culpabilidad de varios de sus Ministros y la realidad de los abusos que se habían introducido. En resumen, consiste la ortodoxia del apologista en defender todos los puntos de la enseñanza de la Iglesia en materia de fe y costumbres, con el mismo grado de certeza o de probabilidad que la Iglesia misma les atribuye, sin quitarles ni añadirles nada. Nuestra conciencia nos dice que no hemos descuidado cosa alguna para guardar fielmente en el presente Diccionario esta regla fundamental de la Apología católica.

Imparcialidad. La segunda regla a que ha de sujetarse el apologista, es la imparcialidad, la cual viene a ser, si bien se mira, una forma especial de la justicia, y consiste en nuestro caso en la firme disposición a atribuir a cada argumento y a cada opinión la fuerza probatoria o el valor que en realidad tengan y que todo hombre amante de la verdad habría de concederles. Ahora bien, el juicio sobre tal o cual opinión o argumento, depende sobre todo de los principios que constituyen en cada uno el criterio de la verdad de las cosas, y de aquí ha nacido una preocupación muy divulgada: la de que no puede el apologista ser imparcial; tiene, dicen, el carácter de abogado y no el de juez. Y dos son los motivos que en la opinión del vulgo pueden hacer sospechosa la imparcialidad del apologista: primero, su mismo convencimiento; y segundo, su deseo de salir airoso a los ojos del lector en la empresa que se ha propuesto. Vamos, pues, a examinar de cerca estas dos supuestas causas a que se apela para tachar de parcial al apologista.

La primera, si es que tiene algún influjo, ha de ejercerlo igualmente sobre cuantos se propongan tratar con formalidad los asuntos religiosos, y aun cualquier otro género de cuestiones; de modo que influye por igual en todos, creyentes, incrédulos o escépticos. [vii]

Es preciso, en efecto, suponer que todo el que se propone tratar formalmente las cuestiones de la Apologética, les ha consagrado de antemano suficiente estudio, sin lo cual claro está que sería incapaz de penetrar a fondo los argumentos y darles su justo valor. Este estudio por fuerza le habrá conducido a persuadirse, ya de la verdad de la fe católica, ya de su falsedad, o ya de su incertidumbre. En el primer caso, dice la objeción, no puede el escritor ser imparcial, porque su convicción le induce forzosamente a exagerar el valor de los argumentos favorables y a disminuir el de las objeciones contrarias. Lo mismo se deberá decir del incrédulo, conviene a saber, que su persuasión de la falsedad de la religión le arrastra en sentido contrario a la verdad de ella. Viene ahora el escéptico; esto es, el que está persuadido de que la verdad de la religión es dudosa, que no podemos conocerla con certeza. ¿Por ventura es mejor su condición que la del creyente o la del incrédulo? De ninguna manera, porque su opinión de que la certeza es imposible en estas materias, habrá de inducirle naturalmente a disminuir la fuerza de todos los argumentos capaces de convencer en un sentido o en otro, y a exagerar la de las objeciones opuestas, ora a la fe, ora a la incredulidad: porque, si en efecto, reconociese la fuerza demostrativa de un argumento en uno u otro sentido, resultaría lógicamente destruida su opinión, tornándose él, por lo tanto, o creyente o incrédulo. Su situación, pues, respecto a la imparcialidad, es la misma absolutamente que la de los otros, pues su ánimo está prevenido por una convicción según la cual pronuncia sus juicios, es a saber: la de la incertidumbre de las verdades religiosas. De modo que el suponer fundada esa preocupación vulgar contra el apologista, vendría a ser como si se formulase la absurda conclusión siguiente: que los que han estudiado suficientemente las cuestiones religiosas para formarse una convicción, son incapaces de tratarlas, porque habrán de mostrarse parciales; y que esas cuestiones sólo puede tratarlas con imparcialidad, es decir, con justicia, quien no las haya estudiado.

Menos importancia tiene todavía el segundo motivo que alegan contra la imparcialidad del apologista, es a saber: que el defensor de la religión propende a alterar o disimular al menos la verdad por su deseo de mostrar ante sus lectores triunfante a la religión: hablando en plata, que se desconfía de su lealtad a causa de su amor a la religión y a causa además de su amor propio, interesado en ganar ante los lectores la causa que defiende. Pero si al creyente le repugna confesar que no encuentra la solución de tal o cual dificultad alegada en contra, o que tal o cual prueba de las que aduce no es de tanto valor como él deseara, ¿habrá de ser menos penosa en igual caso semejante confesión para el ateo o para el escéptico? ¿Tendrán estos por ventura menos deseo de salir bien con la victoria a los ojos del lector?

Si valiese tal argumento, ya no sería permitido nunca defender opinión alguna, ni aun presentarla como dudosa, sin exponerse a ser sospechoso de deslealtad. Contra la tentación de deslealtad en la controversia proteje al escritor la voz de la conciencia, que le ordena respetar ante todo la verdad, y esta voz no se hace oír menos de los amigos de la religión que de sus enemigos. Antes bien, entre los católicos le da nueva fuerza la autoridad [viii] externa de la Iglesia, que manda defender la religión con la verdad, y tan sólo con la verdad. No ha mucho todavía, que el Pastor supremo de la Iglesia en su Breve Saepenumero considerantes (1883), recordaba solemnemente dicha regla. «Tengan, decía, presente en primer lugar los escritores, que la primera ley de la historia es el no atreverse a decir nada falso, y después el no temer decir todo lo verdadero, y que no parezca en los escritos indicio alguno de favor ni de enemistad».{3}

He aquí, pues, que la voz de la conciencia, común a todos los hombres, y la prescripción de la Iglesia, mandato sagrado para todo católico, protege al apologista contra la tentación de parcialidad, y debe eximirle tanto y más que a ningún otro de la nota de parcial.

Pero hay más; el apologista católico se halla, respecto a imparcialidad, en situación más ventajosa que sus contrarios. Porque la convicción absoluta que posee de la verdad de la religión y de su triunfo final, la solidez de las pruebas que la apoyan, solidez atestiguada por la experiencia de diez y ocho siglos de discusión, y por el testimonio de tantos grandes genios, le autorizan para dejar a un lado los artificios del lenguaje y las argucias de que tienen que echar mano los defensores de nuevas e inciertas teorías; y no se ve, como ellos, en la precisión de convertir en argumentos las ficciones. Ni aun cuando no pueda resolver alguna dificultad, tiene por qué turbarse ni temer, toda vez que sabe que ciertamente la solución existe, y que si él no la encuentra, otro habrá de encontrarla. No hay, pues, nada que le obligue a refugiarse en el equívoco y en el sofisma, como acontece con frecuencia a sus adversarios, sostenedores de teorías personales, inseguras siempre y sin garantías de próspero éxito. Y es además para él la religión una cosa sagrada que no podría sin sacrilegio defender con armas indignas de ella; y sabe que tarde o temprano los sofismas y la mala fe serían al cabo desenmascarados con desdoro de la causa santa cuya defensa habría emprendido: de modo que su mismo amor y respeto a la religión le imponen como sagrado deber la más completa sinceridad. Confiamos desde luego en que ni la menor sospecha de parcialidad en el presente libro pasará siquiera por el pensamiento de nuestros lectores, y que antes bien reconocerán de buen grado que ha reinado la más completa imparcialidad, así en la exposición de las pruebas, como en la de las objeciones y respuestas.

Ciencia. Pero si la buena fe y la rectitud de corazón bastan, con la gracia de Dios, para creer, no bastan para escribir una apología: una cosa es la convicción de la verdad y otra cosa muy diferente el demostrarla; pues para probar a otros la verdad de la religión, a más de una convicción sólida, es necesario ciencia y ciencia vasta. Necesarias son, en efecto, al apologista la Teología y la Filosofía, esto es, el conocimiento profundo de cuanto la Iglesia enseña y de las pruebas en que se apoyan sus enseñanzas; necesario le es el estudio de las diferentes ciencias humanas en donde los adversarios han intentado hallar dificultades contra la fe verdadera, y este estudio no [ix] superficial sino profundo, para comprender y exponer bien la fuerza de los argumentos: y este es el motivo que nos ha determinado a buscar para este Diccionario la colaboración de un número considerable de sabios católicos. Pasaron ya los tiempos en que un solo autor podía reunir los conocimientos de su época, pues hoy son tales la variedad y la extensión de las diferentes ciencias humanas, que ningún hombre ni aun teniendo genio eminente puede lisonjearse de poseerlas todas. Ya de por sí las ciencias religiosas, Filosofía, Teología dogmática, Teología moral, Sagrada Escritura, Liturgia, Derecho Canónico, Historia eclesiástica, estudiadas a fondo con todo el desarrollo que han recibido en el curso de los siglos, superan las fuerzas intelectuales de un solo individuo: y como a esos conocimientos han de juntarse en el apologista contemporáneo los de Historia general, Historia de las religiones, Lingüística, Etnología, Geología, Prehistoria, Cosmología, alguna parte de la Medicina, de la Economía política, &c., viene a resultar que las cuestiones de apologética requieren hoy para ser tratadas a fondo, hombres principalmente dedicados al ramo especial de la ciencia a que se refieren. Los nombres que van al pie de los diferentes artículos de esta obra, demuestran cuán fielmente hemos seguido esta regla, pues no hay artículo alguno importante que no sea de escritor ya ejercitado y conocido por sus anteriores escritos acerca de la misma materia.

Además del saber que constituye el fondo de la ciencia, hacen falta también al apologista el método y la forma científica. Están hoy los ánimos tan habituados a los procedimientos actualmente usados en el estudio de las ciencias, que quisieran encontrarlos hasta en materias para las cuales no son convenientes; y aunque muy a menudo tales procedimientos no tienen de científicos más que las apariencias, con que se da por satisfecho el público, esto mismo es una prueba más de la fascinación que ejerce sobre nuestros contemporáneos la forma científica en la exposición de los argumentos. En el siglo pasado, y en los primeros años del actual, concedía el apologista grande importancia a las pruebas que podemos llamar de sentimiento y de Estética: las harmonías del dogma y culto católico con las necesidades del corazón humano y con la naturaleza, los maravillosos recursos que allí se encuentran para el cultivo de las Letras y de las Artes: tales eran los argumentos que el escritor se complacía en desarrollar, adornándolos con todos los encantos de la belleza.

Hoy el gusto y las necesidades del público son del todo diferentes; y por esta razón hemos escogido la forma de Diccionario; forma que cierra la puerta a las amplificaciones literarias, admitiendo sólo las palabras estrictamente necesarias para la expresión de las ideas. Por igual motivo hemos relegado a segundo término los argumentos que se fundan en ciertos sutiles conceptos de la Metafísica y en los vestigios más o menos probables de una revelación primitiva, toda vez que el carácter de estas pruebas ya no muy fuertes en sí mismas, conviene poco al espíritu positivo de nuestro siglo. No busque, pues, aquí el lector las altas y poéticas consideraciones que dan grato prestigio a los libros apologéticos más celebrados entre nosotros, ni aquella afluencia literaria que presta a veces tanto atractivo a las obras de nuestros polemistas. Méritos son estos que en modo [x] alguno menospreciamos; aunque su influencia real sea harto menor en la edad presente; pero no convienen con la índole de nuestra obra.

Caridad. No hay que confundir la Caridad, que es una de las bases de la apología católica, con la indulgencia con el error, con no sé qué generosidad, con no sé qué liberalismo propicio en favor de las ideas falsas. Hemos dicho que el apologista debe sostener la verdad católica en toda su integridad, y que respecto a las doctrinas contrarias a la enseñanza de la Iglesia ha de ser intransigente. Pero muy otra habrá de ser su conducta para con las personas que sostienen tales doctrinas. El apologista, a no tener pruebas manifiestas de lo contrario, considera al adversario de la Religión como un hombre de buena fe y amigo de la verdad. Esta caridad es no pocas veces justicia. Porque en otro tiempo, los enemigos de la religión eran casi siempre rebeldes, hombres de costumbres disolutas, a quienes enteramente faltaba la buena fe, o en quienes el error del entendimiento era un castigo de los vicios del corazón.

No sucede otro tanto hoy{4}, cuando alguna parte de los adversarios del Catolicismo viven en la buena fe. Para unos, esta buena fe ha sido sin lunar, porque o no han recibido el bautismo o han sido educados ya en una falsa religión, ya en el ateísmo: otros hay en quienes el error ha sido culpable en su origen; pero desde hace largo tiempo han vuelto a la buena fe; y así es, que al considerar cuánto valor y cuán minuciosas y constantes precauciones hubieran necesitado para conservar sus creencias religiosas en medio de la atmósfera que les ha rodeado en su infancia o en su juventud, más se inclina el ánimo a compadecerlos que a condenarlos. ¡Cuántos habrá sin duda entre estos hermanos nuestros separados de nosotros, entre esos incrédulos y escépticos, que sientan sed de la verdad y la busquen, aunque por desgracia sin aquel valor, acaso heroico, que sería necesario para llegar a adquirirla! Guárdenos Dios de toda palabra amarga, de toda sospecha injuriosa. Sus errores se explican fácilmente considerando las dificultades que presenta el conocimiento cierto de la fe católica a quien no ha crecido al amparo de esta única Iglesia de Cristo, que es columna y fundamento de la verdad. ¡Cuántas objeciones, cuántas dificultades no se ocurren a los entendimientos prevenidos contra la verdad! Las pruebas más evidentes de la divinidad del Cristianismo, los milagros y las profecías, son blanco de tan gran número de argumentos, que en cierto modo pierden alguna parte de su evidencia a los ojos de los que lejos de la luz las estudian y consideran en detalle; no hallan resueltas, sino con dificultad, por los defensores de la fe católica, algunas de las objeciones, y no encuentran siempre en las respuestas aquella manifiesta superioridad que es de desear en la defensa de la verdad. Parécenos que al negar las dificultades graves que ofrece el estudio de la religión [xi] a los hombres educados fuera de ella, es sólo propio de quien nunca se ha parado a considerarlas de cerca y sondeadas a fondo. La caridad se impone al apologista como un deber sagrado respecto a los adversarios: y por otra parte, para que sea posible la discusión, preciso es admitir la buena fe de la parte contraria.

III. Materias que abraza esta obra. La materia de esta obra lo expresa completamente su título: las 3.200 columnas que la componen, están exclusivamente consagradas a exponer las pruebas principales de la fe católica, y a desatar las objeciones que contra la misma se oponen. En la elección de los argumentos que demuestran la verdad de la fe católica, hemos seguido el camino trazado por el Concilio del Vaticano en la Constitución Dei Filius (Cap. III: De fide). A fin de que el homenaje de nuestra fe, dice el Santo Concilio, fuera conforme a razón, quiso Dios añadir a los auxilios interiores del Espíritu Santo argumentos externos de la revelación, es decir, hechos divinos y principalmente milagros y profecías, que manifestando claramente la omnipotencia y el saber infinito de Dios, son señales ciertísimas de la divina revelación y acomodadas a la inteligencia de todos. Por eso, ora Moisés y los Profetas, ora principalmente Cristo Señor, hicieron muchos y muy manifiestos milagros y profecías; y de los Apóstoles leemos: «Y ellos marchándose predicaron en todas partes, cooperando el Señor y confirmando la palabra de ellos por los milagros que la seguían.» (Marc., XVI, 20). Y también está escrito: «Tenemos la palabra firmísima de los Profetas a la cual hacéis bien de atender como a una antorcha que alumbra en un lugar tenebroso.» (II, Pet., I, 19).

Más adelante el Santo Concilio añade: «La Iglesia por sí misma, a causa de su admirable propagación, exímia santidad e inagotable fecundidad en toda clase de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es cierto motivo grande y perpetuo de credibilidad y un testimonio irrefragable de su misión. De donde resulta que cual signo elevado en medio de las naciones, llama a sí a los que aún no han creído, y confirma a sus hijos en la certidumbre de que la fe que profesa, se apoya en solidísimo fundamento.»

Tres son, pues, las fuentes de donde hemos de tomar las principales pruebas positivas de la verdad de la fe católica: las profecías, los milagros, y el carácter de obra divina con que resplandece la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. Hemos consagrado, pues, especial atención en este Diccionario al estudio de las profecías, consideradas como pruebas de la verdad de la fe. Los artículos dedicados a este estudio, en los cuales se examinan los textos referentes al Mesías más conocidos y más frecuentemente invocados desde el principio por los predicadores y los defensores del Evangelio, son debidos a Monseñor Lamy, catedrático de Sagrada Escritura en la Universidad Católica de Lovaina; al R. P. Corluy S. J., y al R. P. Knabenbauer, S. J., catedráticos también de Sagrada Escritura, tres autores a cuya ciencia y ortodoxia dan testimonio sus obras, conocidas de cuantos se ocupan en estudios exegéticos. La profecía del Salmo XXI ha sido tratada por un sabio Catedrático del Seminario de Langres, el presbítero Sr. E. Philippe. La cuestión de los milagros ha sido especialmente estudiada por el presbítero Sr. Vacant, Catedrático en el Gran Seminario de Nancy; [xii] por el presbítero Sr. Forget, Catedrático de la Universidad de Lovaina, y por el R. P. Corluy. La del carácter divino que resplandece en el hecho de la fundación, duración y vida sobrenatural de la Iglesia, la ha tratado principalmente el Canónigo Sr. Didiot, Catedrático en las Facultades Católicas de Lila.

En buena lógica, esta demostración positiva de la fe católica supone ya la demostración de los primeros principios de la religión natural, o de la Filosofía, tales como la existencia y los atributos de Dios, la creación, la Providencia, espiritualidad e inmortalidad del alma, la certeza, el libre albedrío, la ley moral, &c., &c. Estas cuestiones de capital importancia las han tratado con la debida extensión el presbítero Sr. Vacant, el R. P. Coconnier, de la Orden de Predicadores, Catedrático el Instituto Católico de Tolosa, y Monseñor Bourquard, de la Academia de Santo Tomás de Aquino.

Varios de los artículos dedicados a esta primera parte de nuestra tarea forman verdaderos tratados, en los cuales pensamos que el lector podrá encontrar cuanto en tales materias se refiere a la demostración católica, habiéndose omitido lo demás que concierne exclusivamente a la Teología, a la Exégesis o a la Filosofía, y lo que es de mera erudición. A la prueba positiva unimos siempre la prueba negativa, es a saber, la solución de las dificultades propuestas contra la verdad, cuya demostración presentamos de manera que cada artículo venga a formar un todo completo.

La segunda parte de nuestra obra, conviene a saber, la exposición y solución de las objeciones sacadas de las diferentes ciencias humanas, era con mucho la más complicada y difícil. Tales objeciones, en efecto, son muchísimas en número, y ofrecen extremada variedad; pero no obstante la precisión en que estábamos de ser breves, creemos no haber dejado pasar ninguna dificultad de mediana importancia, y hemos desenvuelto las principales en todos los aspectos que pudieran ofrecer algún interés a los lectores que no han hecho de tales cuestiones el objeto preferente de sus estudios. Por atender principalmente a que nuestro Diccionario sea un libro de utilidad práctica, y por la obligación de la brevedad, nos hemos decidido a pasar casi del todo en silencio aquellas objeciones abandonadas ya por los mismos adversarios, y que no ofrecen, por lo tanto, sino un interés meramente histórico, para acudir a aquellas de que se valen hoy nuestros enemigos. Tal es la razón por que hemos omitido casi enteramente las dificultades del rancio Galicanismo y muchas viejas acusaciones protestantes, olvidadas ya hoy hasta de los mismos herejes.

Las objeciones que se refieren a la Sagrada Escritura en general, y al Nuevo Testamento en particular, las ha tratado principalmente el R. P. Corluy; y las que se refieren en forma detallada al Antiguo Testamento, el presbítero Sr. Duplessy, bajo la dirección y con el auxilio de su eminente Maestro, el presbítero Sr. Vigouroux, quien se ha prestado además a repasar todas las pruebas de imprenta de esos artículos: las objeciones concernientes a la Teología ya Dogmática o ya Moral, las han examinado principalmente los Sres. Didiot; Perriot, Superior del Gran Seminario de Langres; Dupont, Catedrático de la Universidad de Lovaina; Cambier, Doctor de aquella Universidad, [xiii] y el R. P. Lahousse, S. J. Las tocantes a Historia, Cronología y Arqueología, Disciplina Eclesiástica y Hagiografía, las han tratado principalmente los Sres. Guilleux, Sacerdote del Oratorio de Rennes; Pablo Allard, el docto autor de la Historia de las Persecuciones; Robiou, Correspondiente del Instituto; Waffelaert, Catedrático en el Gran Seminario de Brujas; J. Souben; Bourdais, Catedrático de las Facultades Católicas en Angers; J. Brucker S. J.; Arthuis, Barré, Catedrático del Gran Seminario de Laval; Leclerc, Doctor de la Universidad de Lovaina. Las cuestiones referentes a la historia de las religiones, a que tanta importancia se da hoy, y cuyo estudio mal dirigido ha sido ya sobremanera funesto para la fe de tantos jóvenes, las ha expuesto un maestro en la materia, Monseñor de Harlez, Catedrático de la Universidad de Lovaina. Las cuestiones, por último, hoy más agitadas, concernientes a geología, historia natural y prehistoria, las ha estudiado un autor bien conocido por cuantos católicos han saludado siquiera tales materias, el presbítero Sr. Hamard, del Oratorio de Rennes. Nos ha parecido bien consagrar una parte considerable de nuestro Diccionario a estos puntos y a los que se relacionan con la historia de las religiones: y esperamos que no han de reprendernos por esto los que siguen hoy con la vista la dirección y curso de las ideas en nuestro siglo. El índice minucioso con que termina la obra, y merced al cual pueden los lectores hallar inmediatamente en las 3200 columnas del Diccionario el punto determinado que busquen, se debe a la pericia y diligencia del presbítero Sr. Terrasse.

Réstanos ahora dar las gracias a nuestros sabios colaboradores por el interés que han mostrado por la obra en que tuvieron a bien tomar parte, porque merced a su buena voluntad el Diccionario Apologético ha podido terminarse en un tiempo relativamente corto, y conservar grande unidad, no obstante la diversidad de cuestiones y de autores. Cierto los talentos y la forma de exposición son diferentes, y como es justo, cada uno de nuestros colaboradores puede sólo responder de los artículos que llevan su firma; pero en todas las columnas de la obra habrán de encontrar los lectores el mismo amor de la verdad y de la Iglesia, maestra infalible de ella; la misma atención a seguir las lecciones y consejos procedentes de la Santa Sede, y el mismo respeto hacia la ciencia. Pero si a pesar de todos nuestros cuidados hubiésemos errado en cualquier punto, condenamos de antemano y retractamos todo cuanto la Autoridad eclesiástica declarase erróneo o condenable.

Ojalá que nuestros esfuerzos reunidos obtengan el fin que nos hemos propuesto, la defensa de la fe cristiana, conviene a saber, de las enseñanzas de la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana. Así lo esperamos de la bondad de Jesucristo Nuestro Señor, por cuya gloria hemos trabajado, y de la intercesión de su Madre Santísima.

J. B. Jaugey

Auteuil, a 28 de Junio de 1889, día consagrado a la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

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{1} Este vivo cuadro que el autor traza del triste estado de un pueblo donde reina la pluralidad de cultos, no es aún por la misericordia divina completamente aplicable a nuestra católica España. Sirva al menos para recordarnos los daños que ya se tocan de las innovaciones modernas, y para hacernos ver por qué funesto camino y a qué lamentable término intentan llevarnos los que han roto nuestra envidiada unidad religiosa, desconociendo cuán precioso tesoro es en sí y cuán fecundo manantial de bienes la concordia de los ánimos en la verdad. Nota de la versión española.

{2} El texto sólo afirma que puede ser errónea una sentencia, favorecida sí por la Iglesia, pero de tal modo que no la haya sacado de mera opinión. Sin embargo, en materia tan delicada deberán tenerse presentes siempre estas reglas del Concilio Vaticano: «Se han de creer con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios, escrita o tradicional, y que la Iglesia, ora con juicio solemne, ora con su ordinario y universal magisterio las propone a creer como divinamente reveladas.» Sesión III, cap. 3.º –«Y por cuanto no es bastante evitar la herética pravedad, si además no se huye diligentemente de aquellos errores que se acercan a ella más o menos, advertimos a todos la obligación de guardar también las Constituciones y Decretos en que esas depravadas opiniones que aquí no se enumeran expresamente, han sido proscritas y condenadas por esta Santa Sede.» Sesión III, al fin. –Antes se había ya proscripto la proposición XXII del Syllabus, que dice: «La obligación de los maestros y de los escritores católicos, se refiere sólo a aquellas materias que por el juicio infalible de la Iglesia, son propuestas a todos como dogma de fe para que todos las crean.» Nota de la versión española.

{3} «Illud imprimis scribentium observetur animo: primam esse historiae legem ne quid falsi dicere audeat: deinde ne quid veri non audeat; ne qua suspitio gratiae sit in scribendo, ne qua simultatis.»

{4} Debe aquí entenderse que el autor se refiere a países dominados de antiguo por los errores religiosos, trasmitidos de una en otra generación. No podrían, por lo tanto, estas últimas consideraciones tener de ordinario aplicación a los modernos heterodoxos de nuestra España, donde tan ostensiblemente resplandece para todos la luz de la verdad católica. Nota de la versión española.