Filosofía en español 
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Absolutismo

Palabra que expresa un sistema de gobierno, deseado y aplaudido por algunos, reprobado y maldecido por otros: contradicción, que más que diferencia de opiniones políticas, hace sospechar que tal palabra no tiene para todos idéntica significación. Atendido su origen etimológico, Absolutus o solutus ab..., dicha palabra significa un sistema político en que el gobernante está libre de trabas o restricciones en el ejercicio de su potestad. ¿Hasta qué punto? La etimología de la palabra no lo explica; y esto es lo que, a nuestro juicio, da lugar a ser entendida de diversa manera, y lo que nos da la razón de la patente y notable contradicción antes indicada.

¿Trátase de una potestad en la que no haya que temer ignorancia acerca de sus gobernados, de su fin y de los medios conducentes a este fin, ni olvido del bienestar de sus súbditos, ni mala voluntad para con alguno de éstos, ni peligro de ser engañado, seducido o derrotado? ¿Es un soberano cuya ciencia sea infinita, cuya bondad no tenga límites, cuya providencia a ninguno excluya, que solo se proponga la felicidad de sus vasallos, y cuyo poder sea tan grande que ninguna otra potestad le superará ni igualará? No hay que pensar en ponerle restricción alguna. Hará el bien de sus vasallos por sí mismo, sin necesidad de ayuda que le ilustre, que le sostenga, que le defienda. Ponerle traba alguna sería en perjuicio de su pueblo. Así el completo absolutismo, el gobierno sin restricción alguna, es el gobierno de Dios; querer coartarlo, sobre querer un mal, sería intentar un imposible. No hay que temer que sus fallos sean equivocados; su ciencia infinita nos garantiza: ni que su voluntad no sea recta y siempre utilísima; su santidad y bondad sin límites nos aseguran. El gobierno de Dios es y tiene que ser absoluto.

Parece que estas razones a favor del gobierno absoluto de Dios, razones que solo a Dios asisten, convencen de la imposibilidad de reconocer absolutismo legal y admisible en las potestades de la tierra. Y en efecto, si por ese gobierno se entiende facultad omnímoda de hacer leyes con entera independencia y sin restricción alguna, no podemos admitir como sistema de gobierno el llamado absolutismo. El origen de todo poder de un hombre sobre otro u otros hombres, iguales a él por naturaleza, no puede menos de ser Dios, que quiere en su bondad el orden, y que por este respecto da superioridad a una criatura sobre otra. La razón así lo dicta, y la revelación claramente lo ha enseñado: Omnis potestas a Domino Deo est. Dios, que da esta potestad para el bien y felicidad general, no puede querer que se ejerza aquella sino de un modo conforme a su voluntad santísima y conveniente a la consecución de fin tan excelente; y por tanto, todo legislador humano está sujeto a las leyes eternas de la moral y la justicia, sin que tenga carácter de ley disposición alguna que, aunque emane de su voluntad, no esté conforme a la de Dios, que es santa, y de quien le deriva el poder, y a la recta razón, que debe proponerse siempre el bien general, para buscar el cual se le ha dado por Dios el poder. Cuando el gobernante, creyéndose un semi-dios en la tierra por su fortuna, poderío, fuerza inmensa de ejércitos poderosos e influencia avasalladora, manda lo que quiere, solo porque así lo quiere, intentando sujetar a los pueblos a su voluntad, sea o no recta, sea o no útil, abusa del poder de Dios, se subleva contra el Todopoderoso, ultraja la dignidad humana, hácese odiosa e insufrible su tiránica autoridad; y o se le obedece solamente por evitar un castigo, como se procura huir de una fiera, o la dignidad ultrajada, volviendo por sus fueros, arroja del trono al que no quiso ocuparlo sino en oposición al Señor de la Majestad. Ese absolutismo completo del hombre es la tiranía, el despotismo, la arbitrariedad, la injusticia. Las Santas Escrituras lo reprueban, la Iglesia lo condena, y el hombre que tiene conciencia de su ser, si lo sufre, jamás lo reconoce. En el libro inspirado de los Proverbios, IX, se lee: Per me reges regnant, et legum conditores justa decernunt. Las desgracias de Achab y Jezabel demuestran la ira de Dios sobre los reyes que perjudican en lo más mínimo a sus vasallos amparados de su autoridad. Santo Tomás, conforme al espíritu de la Iglesia, dice que la ley es rationis ordinatio ad bonum commune... (1-2.æ, quæst. 90, art. 4); que cuando algún gobernante impone leyes onerosas a los subditos y no de utilidad común, sino más bien de codicia o ambición, hujusmodi magis sunt violentiæ quam leges (1-2.æ, q. 96, art. 4). Y en su precioso trabajo de Regimine principum, añade “que el reino no es para el rey, sino el rey para el reino” (cap. XI). Bien se deja ver por las citas aducidas, y muchas más que pudiéramos copiar, así de las Santas Escrituras como de los Santos Padres y teólogos católicos, cuán lejos está la Iglesia de favorecer el absolutismo completo, la omnímoda independencia de un poder humano, llámese con el nombre que se quiera: no reconoce el despotismo o poder independiente, ni en los reyes ni en las asambleas. Solo Dios es independiente.

Pero puede tener la palabra Absolutismo otra significación menos amplia, y ser aceptable la forma de gobierno en este modo entendida: y de seguro, cuando se dice que algunos hombres o partidos defienden el absolutismo como una de tantas formas de gobierno, no se entiende en el sentido que acabamos de exponer y reprobar. Entiéndese entonces en el sentido de forma de gobierno en que manda uno solo, o en el que una sola persona ejerce todos los poderes públicos, independientemente de asambleas o cuerpos que compartan con él las funciones legislativas. ¿Es admisible esta forma de gobierno? ¿Ha dicho algo la Iglesia sobre ella?

Respecto al supremo poder eclesiástico, o sea el Pontificado Romano, las funciones que le incumben, y que en el trascurso de los siglos ha ejercido, así como las Santas Escrituras, que nos dan noticia de su institución y prorrogativas, nos ponen de manifiesto una autoridad suprema en su género, no coartada en su ejercicio por ninguna otra autoridad, ni aun por la episcopal; cuya institución, si bien es también de origen divino y de la cual por tanto no puede prescindir, es, sin embargo, inferior a la suya, también por institución divina. Las palabras de Jesucristo a San Pedro: Pasce agnos meos, pasce oves meas (S. Juan, cap. XXI, v. 15), y los otras: Tu aliquando conversus confirma fratres tuos (Luc. XXII, 32), así como otros hechos realizados por el privilegiado Apóstol y sus sucesores, de los que nos dan cuenta los Libros Santos y los escritores de Historia eclesiástica, no dejan lugar a duda de que la autoridad del Papa es episcopal, tanto para los fieles, como para los mismos Obispos, ya en particular, ya colectivamente, separados, o reunidos en concilio. El concilio de Florencia definió: Ipsi (Romano Pontifici) in Beato Petro pascendi, regendi et gubernandi universalem Ecclesiam a Domino nostro Jesu Christo plenam potestatem traditam esse. Opinarán como quieran los enemigos del absolutismo acerca de la bondad o inconvenientes de esta forma de gobierno; mas si son católicos, tienen que reconocer que a nuestro Divino Maestro plugo establecerla en su Iglesia. Y como nosotros no hemos de variar las instituciones divinas, ha sido hasta ahora, y seguirá siéndolo en adelante hasta el fin del mundo, forma de gobierno de la Iglesia cristiana, la monarquía absoluta, a pesar de las variaciones de los tiempos, a pesar de los llamados adelantos del siglo, a pesar de las corrientes de la opinión.

De donde también se infiere la diferencia esencial que existe entre el absolutismo en alguna de sus acepciones, y el despotismo o la autoridad de la sola voluntad humana, puesto que Dios, que reprueba la tiranía, instituye para el gobierno de su Iglesia la monarquía absoluta.

¿Qué garantías de acierto y justicia existen en el gobierno monárquico absoluto de la Iglesia de Jesucristo, que puedan tranquilizar a los descontentadizos, enemigos de todo absolutismo? Téngase en cuenta la índole de la Iglesia, que es una sociedad de adoradores de Dios, que aspira a la virtud y al cielo por las creencias de verdades reveladas por Jesucristo y cumplimiento de preceptos por el mismo Dios impuestos. De aquí, que aunque la Iglesia es un reino que existe en este mundo y tiene que servirse, por tanto, de los elementos que en él encuentra, su fin es espiritual, esto es, se propone, sin perjuicio de los bienes justos temporales, adquirir bienes espirituales de virtudes con opción a premios sobrenaturales, eternos después de este mundo. Por esto llamaba Jesucristo a este su reino que venía a fundar en la tierra, regnum cælorum, reino de los cielos. Las funciones, pues, del supremo monarca de la Iglesia, vice-gerente de Jesucristo, están reducidas a enseñar la doctrina revelada, ya de fe, ya de costumbres, ya de sacramentos, y a encaminar a los cristianos por la senda de la virtud por medio de unas santas leyes. Garantía segura de acierto en la enseñanza es la infalibilidad del Papa, hablando ex-cathedra, últimamente definida en el concilio Vaticano: garantía suficiente de acierto y justificación en la dirección del pueblo cristiano, es la con razón presumible sabiduría, virtud y prudencia de un monarca que, perteneciente a cualquier nación o clase, fue elevado a la dignidad sacerdotal, de ésta a la episcopal, y por fin de ésta a la pontificia, no por motivos de riqueza, ni nacionalidad, ni herencia, sino por razones de ciencia y virtud, únicos méritos que, según la mente de la Iglesia, hacen a uno digno de subir a tan encumbradas dignidades. Estos méritos, que es posible, pero no presumible, falten en alguna ocasión, le deciden a tomar consejo en circunstancias difíciles de corporaciones y personas, en quienes son de esperar iguales relevantes condiciones; y así vemos a los Romanos Pontífices rodearse de Congregaciones y personas sapientísimas, y convocar en ocasiones solemnes Concilios o Asambleas, donde la sabiduría y la virtud dejen oír su voz, y donde se tomen acuerdos, que si bien en la parte gubernativa no tienen la garantía de la infalibilidad porque no se trata de dogmas, ofrecen, no obstante, la mayor seguridad de legalidad y acierto. Esta es de derecho y de hecho la monarquía absoluta de la Iglesia.

¿Y qué deberá opinarse acerca de la forma monárquica absoluta de los poderes de institución puramente humana? Al ver que el gobierno de Dios es absoluto, porque es de Dios; que lo es también el de la Iglesia cristiana, porque está garantido con la infalibilidad en la enseñanza, y con la prudencia, sabiduría y virtud de los Obispos, méritos a que ha debido atenderse para su elevación jerárquica, y de los cuales puede servirse el Romano Pontífice en el ejercicio de sus supremas funciones, ¿no parece que es inaceptable esta forma de gobierno en los poderes temporales, donde ni el derecho hereditario asegura a los hijos del monarca aquellas excelentes cualidades de gobierno, ni tampoco el derecho electivo, ejercido muchas veces tumultuaria, sino violentamente, y que da por resultado con frecuencia la elevación al trono del más atrevido, del más ambicioso o del soldado de mejor fortuna? Así parece a primera vista, y desde luego no puede negarse que esos inconvenientes van íntimamente adheridos a la forma monárquica absoluta; más si se tiene en cuenta que tampoco puede buscarse, porque es imposible hallarla, tanta seguridad de acierto y justicia en las potestades monárquicas de institución humana como en la monarquía eclesiástica de institución divina, y sí solamente la que un pueblo puede prometerse del hombre, que si por derecho hereditario sube al trono, habrá sido convenientemente educado para sostener en su mano el comprometido cetro real, y si fue elevado a aquella alta dignidad, lo habrá sido probablemente por haberle hecho merecedor a la confianza general la posesión de las singulares dotes de mando, se comprende perfectamente que el absolutismo, no obstante aquellos inconvenientes, pueda ser de derecho, y haya sido y sea actualmente de hecho en algunas naciones la forma de su gobierno.

Respecto de estas formas políticas, ni Dios ha revelado, ni la Iglesia ha definido cuál sea la mejor; y si bien se piensa y se observa, se echará de ver que el buen gobierno de las naciones no depende tanto de las formas cuanto de las personas.

¿Qué puede recelar un pueblo de un monarca absoluto que solo emplee su independiente y omnímoda autoridad en procurar la felicidad de sus súbditos? Así como también ¿qué vejaciones no puede temer de un monarca que haga un uso despótico de su poder absoluto? El bien o el mal de la nación no habría, pues, que hacerlo derivar de la forma aristocrática de su gobierno, sino de las condiciones intelectuales y morales del soberano. Por esto Dios se limita a enseñar a las potestades de la tierra la obligación de gobernar con justicia, sin imponer formas de gobierno, que para el efecto moral y político son indiferentes; por eso la Iglesia de Jesucristo ha reconocido soberanos en todos tiempos y naciones, prescindiendo siempre de la forma de su gobierno; ha aprobado o condenado indistintamente conducta y acuerdos de reyes, asambleas, presidentes de repúblicas, sin tener en cuenta otra cosa que la justicia y moralidad de sus actos; y por fin, ha dicho su última palabra por boca del actual Pontífice León XIII, quien en su sapientísima y delicada Encíclica de 8 de Diciembre dirigida a los Prelados españoles, les dice: Quotquot amant catholicum nomen debent velut fædere inito studiose incumbere, silere paulisper, missis diversis de causa política sententiis, quas tamen suo loco honeste legitimeque tueri licet. Hujus enim generis studia, modo ne religioni vel justitiæ repugnent, Ecclesia minime damnat. En toda ella procura inculcar la unión de los corazones, prescindiendo por completo de los bandos políticos, los que no siempre se distinguen por los jefes que los dirigen, sino a veces por los principios políticos que sostienen sus afiliados; a todos los partidos y sistemas políticos admite: modo ne religioni vel justitiæ repugnent.

La monarquía absoluta puede, pues, ser una forma lícita y útil de gobierno; si bien no cabe duda, que como todas las cosas humanas tienen sus inconvenientes, la grande extensión y fuerza del poder absoluto da ocasión a grandes abusos; que el europeo, más que otros pueblos amante de su dignidad, y deseando ser siempre gobernado conforme a derecho, ha tratado de evitarlos, impidiendo por medio de restricciones sabias y justas, que el poder absoluto del soberano se convirtiera en ignorante y brutal despotismo.

A esto obedecen las Cartas-pueblas, Fueros, libertades, Cortes, Estados generales y otras trabas con que los reyes absolutos hallaban impedida en algún modo su soberana voluntad, y que eran para los pueblos una garantía de la legalidad y justicia de los actos del soberano. Esta es la esencia de esa medida, general hoy en los pueblos europeos, que consiste en hacer que los mismos gobernados formen sus propias Constituciones y leyes, y determinen los impuestos con que han de contribuir a sostener las cargas públicas de la nación, valiéndose al efecto de representantes de los pueblos, que llevan a las grandes Asambleas nacionales su saber, su prudencia y la autorización de sus representados, para que entregadas al soberano por la ciencia y conformidad de la nación las leyes e impuestos por las que ha creído justo ser regida, y con las que ha creído necesario y posible contribuir, y sancionado todo por él, resulte ser gobernada, no por la arbitrariedad de un hombre, sino por el representante de la justicia y ejecutor de las leyes. En estos casos, la autoridad con que el rey reina y gobierna, le viene, como a toda otra autoridad, de Dios; mas las leyes con que ha de regir y gobernar, han sido formadas por el mismo pueblo. Desaparece entonces la voluntad-ley del soberano, y puede llegar a tal punto la preponderancia de las Cámaras, que el fuerte matiz del absolutismo racional y justo se debilite hasta ser el rey mero sancionador y ejecutor de las leyes formadas por la nación. Cuando a este punto se llega, por huir más lejos que conviene de la voluntad de los reyes absolutos, se dice en la jerga moderna que todo lo hace el pueblo soberano, y que el rey reina y no gobierna. Por evitar el inconveniente de que el rey sea déspota con sus vasallos, hemos llegado a que éstos sean mandarines del rey.

No creemos que el absolutismo sea una forma de gobierno sin tacha alguna: lejos de eso, la conducta de la Iglesia, que en circunstancias críticas convoca a sus Prelados y a sus sabios para deliberar con libertad y resolver con sabiduría y acierto, y entre otras instituciones la tan celebrada y única en su género del Justicia de Aragón, potestad intermedia entre el rey y su pueblo, y esas Cortes antiguas de la misma Corona formadas de los cuatro brazos, eclesiásticos, nobles, caballeros y Universidades, brazos verdaderamente del monarca, que no le apretaban hasta ahogarle, sino que le amparaban y sostenían con su sabiduría y consejos, y que con tanta independencia y cordura trataban los asuntos concernientes a la nación, nos convencen de la grandísima utilidad que al bien general redunda de esas asambleas que ilustran y dirigen, amparan o resisten al monarca, que como hombre necesita indudablemente de consejeros que le muestren lo que él no ve, defiendan su autoridad con su prestigio, o se opongan a sus demasías, y pueda de este modo ejercer una soberanía racional y justa, que dé brillo a la corona y bienestar a su pueblo. Si esto es el gobierno mixto o representativo, no vacilamos en preferirlo al absoluto.

Pero permítasenos opinar que los actuales gobiernos representativos no llenan, ni pueden llenar, mientras no varíen las condiciones de su organización, el objeto que se intenta conseguir con la genuina representación del pueblo gobernado en la formación de sus leyes. Las Cámaras modernas no se constituyen en condiciones tales que puedan contribuir con su saber y su independencia a la ilustración del monarca ni a la dirección en el ejercicio de su soberana prerrogativa: más bien creemos que reúnen los inconvenientes de aquel absolutismo que no oye razones, y de la multitud interesada y dividida que impide la unidad de plan y acción. Comiénzase por unas elecciones-mentira, hechas bajo la presión del partido dominante, que disponiendo de casi todos los elementos indispensables, lleva a las Cámaras una mayoría que resolverá en día dado con su voto toda cuestión importante, dejando, sin embargo, una minoría que nunca ganará una votación, pero que se necesita para que se entable el juego o partida de las instituciones; juego verdaderamente, puesto que parece que las discusiones son medio empleado para dilucidar las cuestiones vitales del país, cuando no son más que juego con que los padres de la patria se entretienen, y queda fascinado el pueblo, que cuando espera ansioso el resultado de una discusión, se encuentra con el resultado de una votación, en la cual, a pesar de las razones expuestas, es de rigor que la mayoría vote con el ministerio, que para eso la formó; y la minoría, tenga o no justicia, después de haber vociferado profusa, y elocuentemente, se encuentra vencida porque es minoría. Además, las elecciones no siempre llevan a las Cámaras a los sabios, a las personas de trabajo y de orden, que parecen ser los llamados a los consejos del rey, sino a los que más votos reúnen, aunque sean ignorantes, inmorales, derrochadores, &c., incompetentes por lo mismo para aconsejar y dirigir: los trabajos de las Cámaras, más que a dilucidar cuestiones, se reducen a pronunciar estudiados e intencionados discursos, a hacerse cruda guerra de personas a personas y de partidos a partidos, o a proporcionar colocaciones a cuenta de votos, o a adquirir lucrativos destinos: todo lo cual no solo no contribuye a disminuir los males de la nación, sino, por el contrario, a hacerlos cada día mayores, y a fomentar la ociosidad, la empleomanía, la intriga y la ambición. ¿Qué ganan con esto los pueblos? Por fin, cuando llega el caso de tratarse un asunto importante, se hace cuestión de Gabinete, y o la mayoría triunfa en la votación, o es derribado el gabinete y sustituido por su contrario; en el primer caso, el pueblo, que por medio de las Cortes creyó verse libre del despotismo de un rey, sucumbe ante el despotismo del número; en el segundo caso, el partido vencedor entra en son de conquista a hacer bien a la nación, como su antecesor, repartiendo los destinos entre sus hambrientos afiliados, y volviendo a principiar el juego de las instituciones con las mismas intenciones, medios y resultados que en el tiempo en que gobernó el Gabinete o partido vencido. Aun puede suceder que después de una votación se eche la suerte del partido al juego, más peligroso, de las sublevaciones, y entonces es delicioso ver al pueblo soberano, que ansiaba libertarse del despotismo de un rey, tener que doblegarse ante los sonoros argumentos del Krupp, o las penetrantes razones de las bayonetas. Esto sí que garantiza el acierto y la justicia del poder, y la libertad del pueblo. En todo caso, el rey, en estos sistemas representativos modernos, queda reducido a la menor cantidad y rebajado al triste papel de máquina de firmar. Por eso otras naciones, como las americanas, adelantando algo más, y procurando hacer desaparecer la farsa, han creído más barato y formal que el rey, un presidente de república.

Nosotros, que no gustamos de absolutismos despóticos, no queremos tampoco el absolutismo de partido, ni el del número, ni el de la barricada: el primero, porque aumenta el número de tiranuelos; el segundo, porque las matemáticas no son la ciencia del buen gobierno; y el tercero, porque creemos que el hombre debe ser gobernado por la ley y la razón, no por el miedo ni por las máquinas de guerra.

No concluiremos sin hacernos cargo de unas líneas que hemos encontrado en la palabra Absolutismo del Diccionario de la lengua castellana de la biblioteca ilustrada de Gaspar y Roig, Madrid, 1853, con cuyos conceptos no estamos conformes. Dice: “Absolutismo de derecho divino; sistema que supone al poder monárquico absoluto de procedencia divina”. Los que no suponemos, sino que creemos que todo poder viene de Dios, admitimos, conforme a nuestra fe católica, que el absolutismo, no el despótico, opuesto a la recta razón y a la justicia, sino el absolutismo en que el monarca no comparte con las Cámaras la autoridad legislativa, es de origen o institución divina, no por ser absolutismo, sino por ser poder; así como también que es de origen divino el poder o la suprema autoridad de un monarca en las monarquías mixtas, y el de un presidente de república en los gobiernos de este nombre. Lo que creemos no ser de origen divino es el tirano, el déspota, ni que sus disposiciones son por lo tanto ley; porque así como la autoridad o superioridad de un hombre sobre otros no puede venir sino de Dios, que por fines dignos y justos quiere esta superioridad entre individuos de la misma naturaleza, y sin esta disposición de Dios no hay superior, así tampoco admitimos como ley la simple voluntad de un poderoso, si no arranca de otros principios más elevados, es decir, de su conformidad con la ley eterna y justa de Dios. De este modo, y según estas enseñanzas de la Religión cristiana, el hombre, al obedecer a cualquier superior, llámese emperador, rey o presidente, obedece a Dios, de quien deriva todo poder; al acatar una ley, acata la voluntad soberana de Dios, que da fuerza de ley a aquella disposición del superior. Claramente expuesta se halla esta doctrina en las Santas Escrituras: Non est enim potestas nisi a Deo... Itaque qui resistit potestati, Dei ordinationi resistit{1}.

M. Supervia, Penitenciario de Zaragoza.

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{1} Ad Rom. XIII, 1, 2.