Filosofía en español 
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Absoluto (Filosofía de lo)

El célebre filósofo Federico Guillermo José Schelling, uno de los discípulos y continuadores de Manuel Kant, definió la filosofía diciendo que es «la ciencia de lo absoluto» (en su obra Del yo como principio de la filosofía, 55, 6, 9), o sea la ciencia de la absoluta indiferencia de lo real y de lo ideal (Bruno, pág. 205 de la segunda edición. Filosofía de la naturaleza, introducción, pág. 64). Desde entonces ésta viene siendo la pretensión, o mejor dicho, la presunción de la filosofía alemana, que llaman trascendental; ser la ciencia de lo absoluto, que explica todas las cosas a priori por medio de lo absoluto. Ahora, ¿qué entienden Schelling, y en general todos los filósofos de su escuela, por absoluto? Esto es lo primero que debemos investigar para dar una idea fiel de la filosofía de lo absoluto.

Hemos dicho que Schelling definió asimismo la filosofía «la ciencia de la absoluta indiferencia de lo real y de lo ideal», entendiendo por indiferencia lo mismo que por identidad, de suerte que a sus ojos, no hay diferencia alguna entre el pensamiento y su objeto, o como dijo después Hegel, entre la idea y la realidad. Queriendo explicar, pues, estos filósofos todas las cosas por medio de lo absoluto, que es su punto de partida, é identificándose en lo absoluto entrambos órdenes, a saber, el orden real y el orden ideal, hubieron de entender por absoluto aquello en que están contenidas todas las demás cosas, o una idea que contenga en sí todas las ideas.

En otros términos, la filosofía de lo absoluto, llamada también de la identidad universal, parte de un ser que sea a un tiempo mismo todas las cosas (die All-eins-ehre), o sea de una realidad, o ser, o substancia única, absoluta, necesaria, eterna e infinita, con la cual hacen una misma cosa en cuanto a su ser y esencia real la muchedumbre y variedad de cosas que percibimos o podemos percibir, así dentro como fuera de nosotros mismos, inclusas por consiguiente nuestras mismas percepciones; y en una palabra, todos los hechos y fenómenos del mundo exterior, y de este otro mundo de que a cada uno de nosotros nos da testimonio la conciencia. Esta realidad o ser único, que contiene a todos los seres y a todas las ideas, desenvolviéndose por una especie de evolución sumamente ideal (real al mismo tiempo), es lo que lleva en estas escuelas el nombre de absoluto, y también de infinito: absoluto, porque su ser no depende de ninguno otro; infinito, porque todas las cosas que son y que han de existir en la serie indefinida de las manifestaciones o fenómenos en que se va desenvolviendo lo absoluto. no se distinguen según su realidad de lo absoluto mismo, sino hacen una misma cosa con él, o como después ha repetido Federico Krause, discípulo de Schelling y de Hegel, lo absoluto es uno y todo. Conviene asimismo recordar que a las innumerables y varias formas en que se manifiesta lo absoluto en la serie de sus evoluciones, les dan estos filósofos los nombres de fenómenos, determinaciones, posiciones de lo absoluto, y otros semejantes.

El origen histórico inmediato de la filosofía de lo absoluto es la doctrina de Kant, en la cual está aquélla contenida en germen.

Sabido es que para el padre del racionalismo germánico no hay otra realidad fuera del espíritu humano, de la que tengamos verdadera certidumbre, sino las cosas externas según que están representadas en la sensibilidad, cosas consideradas por consiguiente no según lo que son en sí mismas, sino según lo que nos parecen ser (fenómenos). «Los objetos externos, dice en su Crítica de la razón pura (en alemán, pág. 297), los cuerpos son simplemente fenómenos (Erscheinmgen), y por consiguiente no son más que una especie de representaciones, cuyos objetos solo mediante estas representaciones son algo, pero separados de ellas no son nada».

Para negar todo valor objetivo a las representaciones de nuestros sentidos y de nuestro entendimiento, concernientes al mundo externo, el filósofo de Könisberg alegó la misma razón de todos los idealistas y escépticos: «Si los objetos externos, dice, hubieran de ser tenidos por cosas en sí, sería imposible comprender de qué modo podemos llegar al conocimiento de su realidad extrínseca o fuera de nosotros, siendo así que únicamente nos apoyamos en la representación que está en nosotros. Nada puede uno sentir fuera de sí, sino únicamente en sí mismo, y todo el testimonio de la conciencia no puede comunicarnos otra cosa sino nuestras propias determinaciones (pág. 390)». Esta razón es falsa, pues aunque concedamos que nuestras representaciones son cosa nuestra, teniendo como determinaciones o modificaciones de nuestro yo un carácter subjetivo, pero no provienen de nosotros, sino de las cosas externas que representan, sin las cuales no se concibe la representación; pero nuestro propósito actual no es precisamente refutarla, sino recordar el punto de cuasi absoluto nihilismo en que dejó Kant la filosofía en manos de sus discípulos, y cómo les indujo a sacar de la nada la doctrina que llaman de lo absoluto. No solamente el mundo exterior, sino el mismo yo, sujeto de las representaciones internas, quedó reducido a puro fantasma en la crítica de aquel filósofo. «En lo que solemos, dice, llamar alma, todo se encuentra en estado de flujo y reflujo continuado, pero nada permanece». «La intuición que interna y sensiblemente tenemos de nuestra alma (Gemüthes) no es intuición de nosotros mismos, como si este ser nuestro existiera en sí, sino solo es un fenómeno o apariencia dada a la sensibilidad (interna) de este ser cuya esencia nos es desconocida. La realidad de esta manifestación no la podemos conceder, esto es, no podemos tenerla por cosa que exista en sí, porque depende del tiempo, que es su propia condición, el cual no puede determinar a cosa ninguna que exista en sí misma (página 389)». ¿Qué es, pues, el yo a los ojos de Kant? «Por medio de este yo, dice, o cosa que piensa, nos representamos únicamente un sujeto trascendental del pensamiento = X (pág. 278)». No tiene, pues, otro valor para Kant el sujeto del pensamiento que el de pura idea, tomada esta palabra en sentido kantiano, conviene a saber, de puro concepto de la razón, sin valor alguno fuera de ella. Lo mismo puede decirse de las otras ideas que admite Kant además de la idea psicológica, a saber, de la idea teológica (idea de Dios) y de la cosmológica (idea del mundo), que solo admite su crítica en obsequio de la unidad sistemática que pide la razón, no porque tengan valor ni realidad alguna fuera de ella. Puede decirse, por tanto, que el nihilismo a que condujo a Kant su propia crítica es absoluto, porque ni aun las mismas apariencias a que reduce toda la realidad objeto de la experiencia, tienen a sus ojos más valor que el de un puro sueño. Falta ahora saber de qué manera esta filosofía de la nada hubo de convertirse después en ciencia de lo absoluto.

Demás de las apariencias o fenómenos sensibles que en algunos pasajes de la Crítica de la razón pura no dejan de ofrecer cierto valor objetivo o independiente del espíritu, Kant nos habla a menudo en ella, contraponiéndolos a tales fenómenos, de los objetos inteligibles a que da el nombre de noumenos, y de lo que el mismo filósofo llama Das Ding au sich, la cosa en sí. No debe confundirse el noúmeno con la cosa en sí. Esta última viene a ser el fundamento y como el substratum de los fenómenos, o como dirían las escuelas antiguas, la substancia en donde existen los accidentes; al paso que el noúmeno es el objeto de un pensamiento que puede nacer en el espíritu sin que le sea dada de antemano cosa alguna en la sensibilidad. Más claro: la razón humana es capaz de representarse cosas no sensibles, y por consiguiente de construir la ciencia de lo suprasensible, la ciencia de las cosas inteligibles o noúmenos. Ni la cosa en sí, ni el noúmeno tiene valor alguno real o positivo en la filosofía de Kant; pero si en este punto hubiera de inclinarse en favor de la realidad de alguno de esos conceptos, naturalmente sería preferido el primero, porque la cosa en sí como fundamento inmediato del fenómeno sensible, única realidad que admite Kant, aunque no siempre, está más cerca de ella, que el simple objeto de un pensamiento problemático. Ahora, ¿qué viene a ser esa cosa en sí? A los ojos de Kant es una X capaz de manifestarse, ora en los fenómenos del mundo externo, ora en aquellos otros de que nos da testimonio la conciencia. Cierto, después de haber divinizado al yo hasta el extremo de convertir al entendimiento en regla de la verdad de las cosas, Kant no dejó de insinuar repetidas veces como posible, que la cosa en sí fuese a un mismo tiempo el sujeto del pensamiento. Pero si la cosa en sí era el mismo yo, en cambio del entendimiento humano proceden para Kant como de la fuente y principio, las leyes y la unidad formal de la naturaleza: «Todos los fenómenos, dice, y por consiguiente todos los objetos en que nos ocupamos, son en conjunto determinaciones de mí mismo; alle Erscheinungen, mithin alle Gegenstaude, womit vir uns beschafbigen, seien insgesarumt Bestimmungen, meines identischen sehst (Crítica de la razón pura. pág. 15)». En resolución, la filosofía de Kant indica la posibilidad de que todos los objetos que pertenecen al mundo de la experiencia, y por consiguiente así el yo subjetivo como el mundo contrapuesto a él, se deban de estimar por doble manifestación y producto de una sola e idéntica cosa en sí: alle Gegenstäude als angeliösig demselben Weltgamen der Ertahrung, und folglich das subjective Ich sowohl, als auch die demselben gegenüberstehende welt als zuveitheilige Erscheinungen und Product des einen und selbigen An-sich zu achten seien (Ibid).

Como era consiguiente, la semilla arrojada por Kant en el campo de la especulación germánica había de dar sus frutos, mayormente cuando la razón se consideraba a sí misma con virtud para producir a priori sus propios pensamientos, y para convertirlos en regla y hasta en principio de la realidad y de la ciencia: así lo que en Kant fue solamente mera conjetura o presunción, vióse realizado en Fichte con una seguridad y dogmatismo no menos fabulosos al parecer que sus mismos delirios. Según este filósofo, la cosa en sí de su maestro no es sino el yo individual de cada uno de los seres racionales que tienen conciencia de sí, el cual, a su vez, viene a ser manifestación de un yo absoluto e infinito, es decir, del Dios de los panteístas, que ya volviendo sobre sí por medio de la reflexión, pone o saca de sí mismo el mundo externo, el no-yo, en oposición al cual se pone a sí propio como sujeto, y tiene conciencia de sí. Schelling, por su parte, contempla la cosa en sí de Kant y los fenómenos y apariencias subjetivas como manifestación o producto de lo absoluto, es decir, de no sé qué entidad que es al mismo tiempo sujeto y objeto, en la que se identifican todas las cosas diferentes, y de donde todo procede, así en el orden real como en el ideal, por vía de evolución fatal y necesaria. No es otra, a la verdad, la idea de Hegel: un ser indeterminado que es a la vez pensamiento, el cual no supone ninguna otra cosa antes de sí ni sobre sí, y del que procede todo lo que es, gracias al movimiento que el mismo Hegel atribuye a su idea, haciéndola pasar en una especie de proceso indefinido, por medio de un werden perpetuo (fieri),en que se van haciendo sucesivamente las cosas, haciéndola pasar del no ser determinado al ser que aparece en las múltiples determinaciones que va tomando en la sucesión o indefinidad del tiempo. Así entienden, por último, lo absoluto Schopenhauer y Hartman. Al través del velo que encubre la cosa en sí de Kant, el primero descubre su extraña wille, voluntad o impulso primitivo y absolutamente ciego, principio y sustancia primordial del mundo; y el segundo; su no menos extraño principio inconsciente, a un mismo tiempo unidad y totalidad, unbervuste All-Eins. Ahora, prescindiendo de las varias formas con que cada una de estas sectas expone la doctrina panteística de la evolución inmanente de lo absoluto, pues cada una de ellas habrá de ser objeto de los artículos dedicados a referir y juzgar los sistemas de dichos filósofos, en el presente trataremos de lo que es común a todos ellos, o sea del concepto de lo absoluto, en que se funda la filosofía que lo considera como su objeto propio.

En esto convienen los filósofos referidos, en suponer un primer ser o realidad que no dependa de ninguna otra, como el efecto depende de la causa, ni esté en otra cosa como el accidente en la substancia, o como la forma substancial en la materia, y que sea al mismo tiempo el fondo común de todas las cosas, y como la materia de que todas ellas se hacen, por virtud de la espontaneidad o energía que dichos filósofos ponen en ella. Así, por ejemplo, el yo puro o trascendental de Fichte, es de una parte la substancia del mundo o no yo, y el yo particular y empírico que lo conoce, y por otra es acto en virtud del cual ese yo puro se pone a sí mismo como objeto y como sujeto a un mismo tiempo. En Schelling, lo absoluto es lo que prescindiendo de la diferencia que hay entre cuerpo y espíritu, y entre mineral y planta, y entre oxígeno e hidrógeno; prescindiendo, decimos, de todo lo que puede distinguir unas cosas de otras, es concebido como un no sé qué de indiferente para recibir ésta u otra forma, de espíritu o de cuerpo, o sea como una potencia capaz de ser actuada por infinitas maneras, sin que por esto deba de considerarse como simple potencia pasiva, pues en sí misma posee la virtud para actuarse indefinidamente. Finalmente, para Hegel, lo absoluto es el ser-idea, de que se hacen todas las cosas, merced al movimiento dialéctico que ella se comunica a sí misma. Todos ellos convienen, pues, en poner un cierto principio que no procede ni depende de ningún otro, con ninguna manera de condición ni dependencia, llamado por esta razón absoluto, por medio del cual explican todas las cosas visibles e invisibles, el universo y el espíritu humano, y algunos de entre ellos pretenden explicar al Dios de su escuela, que suponen se está haciendo en el proceso universal, que es este mismo proceso.

Lo absoluto, según esta filosofía, es uno; pero al mismo tiempo la ciencia de lo absoluto, es ciencia de todas las cosas (Die All-Eins-Lehre), pues todas ellas se contienen en él, no solo potencialmente (potencia pasiva), en cuanto se hacen de lo absoluto, al modo como el barro contiene la vasija que se hace de él, sino también virtualmente, porque pasa de la potencia al acto, sin que intervenga ninguna causa extrínseca, que no la hay en dicha doctrina fuera de lo absoluto. Este es a un mismo tiempo la substancia de que se hacen todas las cosas, y el artífice que las hace, o mejor, que las saca de su propio seno, aunque no tenga por ventura de artífice ni el entendimiento que concibe de antemano la idea de lo que debe ser hecho, ni la voluntad con que se determine a obrar, ni otra cosa sino la acción con que produce de sí mismo y en sí mismo, sin conciencia ni libertad alguna, las múltiples y variadas formas en que se manifiesta lo absoluto.

Aunque esta doctrina viene a ser la idéntica con el panteísmo de Espinosa, distinguese, sin embargo, de ella en la manera con que explica los seres finitos del universo, incluso el espíritu humano, partiendo de lo absoluto. Aquí, en la filosofía trascendental, la evolución en cuya virtud procede de lo absoluto la multiplicidad de los fenómenos en que se manifiesta, acaece en forma de oposición relativa, es decir, que el principio indeterminado, de que todo se hace, sale de sí en virtud de su propia actividad, que viene a ser una sola entidad con él, y es determinado en una evolución progresiva. Saliendo, pues de sí, tal como puede salir aquello fuera de lo cual no puede haber nada, ese principio o ser indeterminado se encuentra consigo mismo haciéndose objeto de su conocimiento, o sea haciéndose por esta razón otro, aunque en realidad sea el mismo; y prosiguiendo en esta evolución de sí mismo, en la cual se determina continuamente con múltiples y sucesivas diferencias, vase explicando y desenvolviendo en innumerables formas la realidad infinita contenida ab æterno en el seno de lo absoluto. Este absoluto, no solo es principium essendi, sino también principium cognoscendi; luego que, merced a su actividad, ha puesto fuera de sí su propio objeto, desenvolviendo totalmente su infinita realidad con toda la riqueza y variedad de sus formas, y que llega a conocer que este objeto no es distinto, sino antes es una misma cosa consigo, tórnase en sujeto perfecto, que tiene conciencia de sí mismo.{1}

Síguese pues de aquí, que en toda cosa determinada y concreta deben de considerarse dos aspectos: uno de ellos en identidad con lo absoluto, el cual se manifiesta en ellas, determinándose y limitándose en cada objeto determinado, sin perjuicio de la unidad de su ser, en que todo se contiene; y el otro, sus determinaciones y diferencias propias, en razón de las cuales se distinguen entre sí, y del mismo absoluto, en sí mismo indeterminado e indiferente, fondo común de todas las cosas diferentes, centro de donde todas ellas parten y a donde todas vuelven por su relación al sujeto que las conoce. Miradas bajo el primer aspecto, lo absoluto es todas las cosas, y todas las co-eterno, necesario, inmutable, infinito; miradas bajo el segundo, todas ellas son contingentes, finitas, mudables y sujetas a la razón de tiempo. Síguese así mismo que lo absoluto es la universidad o conjunto de todas las cosas, consideradas en lo que tienen de común, conviene a saber, en el ser, materia o elemento primordial de que están hechas por el mismo absoluto, en cuanto es fuerza o virtud formadora, en la serie de sus evoluciones. Y como todo lo que hay en las cosas es ser, y el ser es uno, no es difícil tampoco advertir que las cosas son a un mismo tiempo una misma cosa, aun en sus mismas diferencias, que también son ser determinado de éste o aquel modo en ellas, una misma cosa y al mismo tiempo distintas entre sí, y aun diversas en razón del modo con que en cada una de ellas está determinado el ser.

Para llegarse a su objeto, la filosofía de lo absoluto no usa ciertamente del procedimiento analítico, que empieza considerando las cosas reales y concretas que se ofrecen a nuestra vista, abstrayendo de ellas el entendimiento, razones comunes, que le ayudan para elevarse al conocimiento de lo absoluto, sino desde luego se fija en él, tal como lo entiende, por una especie de intuición, que en Schelling venía a ser una como vista superior poseída exclusivamente del filósofo, sin la cual tenía por vana y estéril toda especulación filosófica. Añade el mismo Schelling, y es sentencia común de los que profesan la filosofía de lo absoluto, que no puede ser éste conocido por virtud del raciocinio, porque siendo, dicen, el principio universal de todas las cosas, es forzoso admitirle ante todo como fundamento de la realidad y de la ciencia, a fin de deducir de él todas las demás cosas. Por esto, los que como Hegel rechazaron la visión intelectual de lo absoluto, soñada por Schelling, tuición que, reemplazada de algún modo admitiendo lo absoluto como una presuposición metafísica exigida por la ciencia a fin de construir sobre esa base, establecida a priori por la razón, todo el edificio científico, o sea explicando por un principio único todas las cosas con todas sus determinaciones y sus leyes, inclusas las que rigen el orden ideal, contenido asimismo en lo absoluto, que expresa la filosofía o ciencia absoluta, la ciencia en el sentido absoluto de la palabra, la ciencia propiamente dicha; siendo de notar, por último, que para que esta ciencia, o lo que es lo mismo, para que sea verdadero el conocimiento, ha de ser su objeto considerado o visto allí donde eternamente es, en lo absoluto, en lo eterno, y así no puede decirse que contempla la verdad en sí misma el que no la contempla en lo que es eterno, porque la verdad está únicamente en la ciencia absoluta.

No es ahora difícil de entender, por la sumarísima exposición que acabamos de hacer de esta doctrina, que toda ella se cifra en la confusión de dos conceptos que distan entre sí infinitamente, a saber, el concepto de lo absoluto, y el concepto del ser indeterminado, que el entendimiento predica de todas las cosas después de llegarse a su conocimiento por medio de la abstracción. A este ser indeterminado y abstracto, que se predica de todas las cosas, sin que por esto hagan todas un solo ser, al modo que de todos los individuos de nuestra especie se predica el ser de hombre, sin que formen todos un solo hombre; a ese ser, decimos, indeterminado y abstracto, que representa lo que hay de común en todas las cosas, o sea aquello en que todas las cosas convienen, los filósofos trascendentales le dan el nombre de absoluto, después de confundirle con el ser verdaderamente absoluto, que es Dios: y de él pretenden sacar, como si realmente fuera lo absoluto mismo, por vía de sucesivo desenvolvimiento, todas las cosas del mundo, y el mismo espíritu en que lo absoluto se revela a sus ojos bajo la forma de pensamiento. Conviene, por tanto, sobremanera, para poner de manifiesto esa confusión, distinguir con toda claridad entrambos conceptos, empezando por explicar en qué consiste verdaderamente lo absoluto.

Lo absoluto se opone a lo relativo, y como la misma palabra lo da a entender, denota lo que está libre o exento de todo vínculo o conexión con otra cosa, de suerte que puede existir y ser concebido por sí mismo sin ningún linaje de dependencia. Según la célebre definición de Aristóteles, es relativo aquello cuyo ser se ha o tiene respecto a otra cosa: relativa sunt, quorum ese est ad aliud se habere. Con que si lo absoluto se opone a lo relativo, de necesidad tiene de ser tal, que no se refiera realmente a cosa ninguna, ni tenga conexión con nada que no sea lo absoluto, sino antes se refieran a él todas las cosas relativas, como son las sustancias criadas, las cuales se han respecto de Dios como el efecto con su causa, como la copia con su ejemplar, &c. Esta relación de las sustancias criadas a la suprema causa, de tal modo está en ellas, que es una misma cosa con ellas, y su primera diferencia, porque así como es propio de Dios el ser por sí mismo, con absoluta independencia de todo ser, ens a se, así es propio de todo ser criado el ser por otra cosa, esse ab alio, conviene a saber, por virtud de la primera, de modo que lo absoluto en todo el rigor del término, según que se predica del ser, que no está conexo con ninguna cosa, sino existe en sí y por sí con independencia de todo, o sin que haya nada que lo condicione, como dicen los alemanes, es solo Dios, y en cambio todas las cosas criadas son esencialmente relativas.

Con esta noción de lo absoluto tiene afinidad muy estrecha el concepto de lo infinito, así como la hay respectivamente entre las opuestas respectivamente a ellas, a saber, las de finito y relativo. Todo lo relativo es finito, porque pende esencialmente de su causa, que le comunica el ser con modo cierto o medida, poniendo límites en ella; y así hizo Dios todas las cosas, con número, peso y medida, de suerte que no hay ninguna cuya perfección no sea relativa, y por consiguiente limitada, pues ninguna de ellas tiene el ser y perfección de las demás, y mucho menos el ser y perfección de Dios. Por la misma razón se contempla la infinidad en Dios, porque su ser no depende de causa alguna que haya podido limitárselo, sino que es ser absoluto o absolutamente independiente, ser por consiguiente no recibido ni participado de ninguno otro, ser plenísimo donde se contiene toda perfección y excelencia sin tasa ni medida ninguna, y de quien procede el ser universal de todas las cosas que existen y pueden existir. Esplanemos algún tanto esta doctrina.

«Aquella naturaleza, dice el Padre Kleutgen, es absoluta en razón de su ser, a la que pertenece ser no ya por efecto de alguna relación que tenga con otra, sino por sí misma. Así que el supremo absoluto excluye no ésta o aquella relación, sino cualquiera relación de tal especie. A la sustancia comparada con el accidente se la llama absoluta, porque no depende como éste de otra cosa en calidad de fenómeno, lo cual no quita que su ser esté condicionado o sea dependiente de otro, respecto del cual tenga la sustancia la relación del efecto con la causa. Mas lo perfectamente absoluto no depende de nada: en todo y por todo es incondicionado, y no presupone a ninguna otra cosa, de tal manera, que no solamente en su existencia, sino en su naturaleza y perfección, y hasta en su acción, debe ser del todo independiente (Trat. IX, n. 945)». No es otro el concepto de lo absoluto que antes expusimos conforme a la doctrina de Aristóteles y de la filosofía escolástica (V. Mauro, quæst. philosoph., q. LIII). Pero esta misma filosofía lo ilustró todavía más con el otro sublime concepto aristotélico, según el cual Dios es acto purísimo y simplicísimo, que excluye toda potencialidad o capacidad de recibir ser ni perfección alguna, pues es el mismo ser por esencia, por ser, como en las cosas criadas. Si en Dios hubiese distinción de la esencia y la existencia, ésta última sería el complemento y perfección de la primera, y por lo mismo no la tendría Dios de sí, de su propia esencia o naturaleza, sino de alguna causa, y entonces no sería Dios absoluto e independiente, ser absolutamente primero, de quien depende todo lo que es. Con esto resulta evidenciada la antigua sentencia de Aristóteles, que lo actual, y no lo posible, es lo absolutamente primero; y esto mismo lo expone repetidas veces Santo Tomás de Aquino (Summa, p. I, q. 3, a. 1 y 4. Cont. gent., l. 1, c. XVI, n. 2). En resolución, el ser Dios puro acto y perfección simplicísima, el ser por esencia, que tiene en sí la plenitud del ser o la infinidad, y de quien todas las cosas dependen, pues están en él como en su causa y por modo eminente y perfectísimo, y no al modo como quieren los panteístas, contenidas potencialmente como en el germen de una planta la sustancia y el organismo y la vida de ella, todo pertenece a la razón sublime de absoluto, que la filosofía cristiana contempla en el verdadero Dios.

Ahora, compárese con este absoluto verdadero el ser universal indeterminado que la filosofía moderna panteística denomina con ese mismo nombre de absoluto, y se echará de ver que no tiene más razón para poner en este ser el principio de todas las cosas y el fundamento supremo de la filosofía, que la que puede proceder de un miserable equívoco, es decir, de un sofisma. Esa confusión entre ambos conceptos, uno de los cuales denota precisamente lo que hay de común en todas las cosas relativas y finitas, las cuales se refieren al ser infinito como a su causa, a su ideal, a su último fin, fue ya notada y reprendida por Santo Tomás de Aquino en estos términos: o Muchos, dice el Santo Doctor, han incurrido en el error panteístico que considera a Dios como ser formal de todas las cosas, precisamente porque confundieron el ser universal con el absoluto o divino. Viendo que lo universal es determinado, ora en la especie, ora en el individuo, juntándosele alguna cosa, se imaginaron que lo absoluto, al que nada se añade, no puede ser cosa alguna particular, sino razón universal. Pero no advirtieron que lo universal no puede existir realmente sin alguna adición, y que el ser entendido sin ella es obra exclusiva de nuestra mente; podemos, por lo tanto, pensar lo universal sin tener lo universal ésta o aquella adición que lo determine, pero de suerte que pueda recibir muchas adiciones, mientras que lo absoluto es un ser, que no ya solo en nuestro entendimiento, pero ni en la realidad puede recibir ninguna manera de adición (Cont. Geni., lib. I, c. XXVI)». En otros términos: el concepto del ser universal, o lo absoluto de la filosofía que lleva este nombre, es el concepto más indeterminado, y por consiguiente el más vacío de todos nuestros conceptos; por el contrario, el verdadero concepto de lo absoluto supone en el ser absoluto la máxima determinación y plenitud de ser y perfección. Tan justa y razonable como se muestra, pues, la filosofía cristiana explicando por el concepto de lo absoluto, al cual se eleva por medio del procedimiento analítico, las cosas que existen y pueden existir, todas las cuales tienen en lo absoluto mismo, es decir, en Dios, su principio y su fin, o sea la causa eficiente a que deben el ser, el prototipo de su naturaleza, y el término supremo de su perfección y felicidad, si por ventura están dotadas de razón; tan justa y razonable, decimos, es la filosofía que así procede, como indigna del nombre de ciencia la que del ser indeterminado y vacío, que en Hegel no se distingue de la nada, y que en tal estado de indeterminación y universalidad es pura nada fuera del pensamiento, pretende sacar la serie de adiciones o determinaciones con que esta nada se iría llenando y enriqueciendo en la serie de sus evoluciones sin recibir nada de ningún otro ser, pues se la tiene por absoluto, sino tomando de su propio fondo con virtud propia lo que necesita para enriquecerse y llenarse en el eterno proceso a que dio el mismo Hegel el nombre de Dios.

No fue ese el solo modo como enseñó Santo Tomás la distinción que hay entre el ser verdaderamente absoluto y el ser universal oindeterminado, a que da este nombre la filosofía que asimismo se adorna con él, sino además la enseñó diciendo, que entre ambos términos media la distancia infinita que separa el ser simple y puro por abstracción, como es este último, del ser simple y puro por infinidad, como lo es el ser absoluto o divino. El ser absoluto, como ser que es por sí mismo subsistente, cuya definición, si podemos hablar así, es la que Él mismo dio de sí, diciendo que es EL QUE ES, no sufre tener composición alguna; es absolutamente simple en razón de su mismo ser, es puro ser, a cuya pureza y simplicidad no obsta, antes conviene admirablemente la plenitud y perfección infinita; mas el ser simple de la abstracción no tiene de sí mismo la simplicidad, sino recíbela de la operación de la mente que remueve de los objetos del conocimiento todas sus determinaciones y diferencias, fijándose tan solo en lo que todos ellos tienen de común, que es, por decirlo así, el mínimum de realidad que puede considerarse en toda cosa, y como la primera y más imperfecta razón o linchamiento de ella. Esta distinción la hizo Santo Tomás refutando a los predecesores de Hegel y de su filosofía de lo absoluto en la Edad media, Amaury de Chartres y David Dinant, a quienes indujo en el error panteístico el no haberla considerado. «Porque Dios, enseña el Santo Doctor, es infinitamente simple, pensaron éstos que lo que nosotros encontramos en el término último de la resolución o análisis que hacemos de nuestras ideas-–conviene a saber, el concepto de ente indeterminado–es el mismo Dios... Pero no advirtieron que lo que en nosotros entendemos de simplicísimo por virtud de tal resolución o análisis de nuestra mente, no es cosa realmente completa, sino parte más bien de la cosa; pero que a Dios se le atribuye la simplicidad como a quien es cosa que subsiste perfectamente por sí mismo. Quia Deus infinitæ simplicitatis est, æstimaverunt illud, quod in ultimo resolutionis invenitur eorum, quæ sunt in nobis, Deum esse, quasi simplicissimum: non enim est in infinitum procedere in compositione eorum, quæ sunt in nobis. In hoc etiam eorum deficit ratio, dum non attenderunt, id quod in nobis simplicissimum invenitur, non tan rem completam, quam rei aliquid esse; Deo autem simplicitas attribuitur, sicut rei alicui perfecte subsistenti (Cont. Gent. I, c. XXVI).

Esta institución entre el ente absoluto e infinito, que es Dios, y el ente universal e indeterminado, a que llaman absoluto los filósofos de la identidad y de la evolución, es sin duda alguna el medio seguro de conocer la falsedad de una doctrina que así confunde esos dos conceptos, más distantes todavía el uno del otro que el cielo de la tierra. De esa confusión se sigue naturalmente una cosa que es muy de notar, a saber, que por efecto de ella, los tales filósofos atribuyen al ser universal, obtenido por la abstracción, las propiedades de lo absoluto, así como atribuyen a lo absoluto mismo los predicados que convienen a los objetos finitos y relativos a que se aplica el concepto universal de ser, resultando de aquí el sin número de contradicciones y absurdos en que de necesidad tienen que incurrir. Porque, en efecto, si todas las cosas de este mundo hacen un solo ser, y éste es absoluto, y como tal infinito, necesario, inmutable, eterno, no hay duda sino que cada cosa en particular de las que se ofrecen a nuestros ojos, poseerán estas mismas perfecciones y las mudanzas que en ellas se suceden, ora substanciales, ora accidentales; caso de no ser pura apariencia como en el idealismo subjetivo de Fichte, deberán de ofrecer en su misma limitación, mutabilidad, contingencia y sucesión un testimonio irrefragable de la más palmaria contradicción. Todos los sistemas panteísticos están, a la verdad, llenos de tales contradicciones, porque todos ellos convienen en atribuir a una sola idéntica substancia los conceptos más incompatibles, como son, en primer lugar, los que convienen a solo Dios, comparados con los que pertenecen a las cosas criadas, y tratándose de éstas, los que pertenecen a las substancias corpóreas y materiales con los de las substancias espirituales, y así en aquéllas como en éstas, las que respectivamente las especifican y distinguen unas de otras con caracteres que mutuamente se excluyen, pero ninguno tan contradictorio como el de la identidad universal o de lo absoluto, que es sin duda la más acabada forma del panteísmo y la expresión más visible y más claramente reconocida de la contradicción que está en el fondo de este monstruoso error. Al menos los otros sistemas panteísticos procuran salvar el escollo de la contradicción diciendo que la identidad que proclaman no es absoluta, sino únicamente se refiere a la substancia de las cosas, que. la consideran una, y por consiguiente idéntica en todas ellas; pero los accidentes, o los reducen a meras apariencias sin valor alguno fuera del sujeto, o los distinguen de algún modo, con distinción real, de dicha substancia, considerando a esta última como sujeto de inherencia, y a las determinaciones externas o internas que percibimos como fenómenos reales sustentados por ella; mas la filosofía de lo absoluto va mucho más allá, pues como doctrina de la identidad universal, todo lo hace uno e idéntico, la substancia con los fenómenos, los mismos fenómenos entre sí, y porque nada quede fuera de tan absurda identidad, a la nada misma la identifican con el ser. «La oposición contradictoria, dice Hegel, no se reduce a cero, esto es, al no ser abstracto; se resuelve esencialmente tan solo en la negación de su objeto particular. Semejante negación no es toda ella negación, sino solo negación de la cosa determinada que se resuelve; así que es negación determinada (Lógica subjetiva, sec. 3.a, cap. III)». Más claro: cuando de alguna cosa decimos que no es espíritu, esta negación no niega el espíritu, sino únicamente niega que el espíritu exista en dicha cosa; pero negándolo de ella en particular, lo pone en general, y de este modo la negación es más rica que la afirmación, y no la contradice absolutamente, como quiera que negando de tal cosa que sea espíritu, pone el espíritu y la negación particular de que lo sea la cosa de que se trata. «En el resultado (la negación), dice en otro lugar (Log. I.ª p. Introd.), está esencialmente contenido aquello de que resulta, en el no ser, por ejemplo, el ser; en el no infinito, lo finito. La negación, o sea el resultado, siendo negación determinada, tiene un objeto. Es, por tanto, un nuevo concepto, pero un concepto más alto, más rico que el anterior, pues recibe el aumento de la negación o de lo opuesto del concepto precedente; de aquí que contenga a éste; pero contiene más todavía, siendo la unidad de él y de su opuesto». Según esto, cuando digo del mundo que no es eterno, esta negación no solo contiene la eternidad como lo opuesto al mundo, pero además contiene la negación de la eternidad; y todavía contiene más, a saber: la unidad de la eternidad y de la no eternidad o del tiempo». La contradicción es visible, y está reconocida como ley del método absoluto, según lo declara el mismo Hegel, añadiendo a las palabras citadas, que «por este camino generalmente debe formarse y completarse el sistema de los conceptos, sin detenerse y sin tomar cosa alguna de fuera». Es decir, por el camino de la contradicción, o sea de la oposición que se resuelve en la identidad: tesis, antítesis y síntesis; o lo que es lo mismo, el ser y el no ser, que gracias a la acción o movimiento dialéctico, se oponen primero el uno al otro, a pesar de contenerse mutuamente, y luego se juntan en la unidad a pesar de ser opuestos.

A este punto llegó, pues, la filosofía de lo absoluto, no solo a reconocer y confesar la contradicción consiguiente a la identidad de todas las cosas que se ofrecen a los ojos de la experiencia y de la razón como distintas y aun como opuestas entre sí, pero a proclamar la misma contradicción como ley del entendimiento y de la realidad, de la Lógica y de la Ontología, que son para Hegel una misma cosa. Principio supremo de esta filosofía es, que todo lo ideal es racional; y pues en el orden ideal la negación de alguna cosa, del ser, por ejemplo, supone y contiene la cosa negada, porque no se puede negar lo que no se conoce, o sea lo que no existe idealmente en el pensamiento, de aquí que la negación y la afirmación, la tesis y la síntesis, el ser y el no ser sean una misma cosa en esta filosofía, que es precisamente la negación del principio de contradicción: Imposibile est idem esse et non esse, como dice Santo Tomás: Non est simul affirmare, et negare, o sea la ruina de la Lógica y de la razón, que no pueden dar ni un solo paso en el camino de la verdad sin apoyarse en dicho principio. Por lo demás, aunque bastaría notar este vicio tan radical para abominar del sistema que así ofende a la razón y aun al simple buen sentido, todavía conviene advertir que el fundamento en que estriba Hegel para justificar el principio de la identidad, de lo idéntico y de lo no idéntico, como él dice, y en primer término del ser y de la nada, es tan débil, que no sufre ni aun el más leve examen. Porque lo primero, ¿de dónde saca Hegel, que todo lo ideal es real? Sin duda porque a sus ojos el pensamiento y el ser son una misma cosa, o en otros términos, el ser absoluto en su infinita perfección virtual debe contener el pensamiento, excelencia de los seres superiores, de las inteligencias. Justo es, a la verdad, reconocer que lo absoluto es y no puede menos de ser también inteligencia, e inteligencia infinita, pues contiene con eminencia todas las perfecciones de los seres criados, entre los cuales sobresale la inteligencia: aun debe añadirse, que lo absoluto es asimismo el fundamento ontológico de la armonía que media entre el orden intelectual humano y la realidad de las cosas representadas en nuestra mente; pero ¿qué hay de común entre el verdadero absoluto, que es el mismo Dios, el Dios de la fe y de la filosofía cristiana, en quien son una misma cosa perfectísima y simplicísima la idea y la realidad, con lo absoluto de Schelling y de Hegel, que cierto no puede distinguirse de la nada, donde no hay ciertamente ni realidad ni pensamiento? Y decimos que no puede distinguirse de la nada, no solo porque a los ojos del primero lo absoluto es objeto y término de una intuición que se reservó para sí, negándola al común de los hombres, que es lo mismo que negarla a ella, y negar, por consiguiente, el objeto a que se refiere; no solo porque por confesión del segundo el ser absoluto no se distingue de la nada; sino además, porque aun concediendo algún género de realidad a lo absoluto de estos sofistas, esta realidad no sería otra sino la que conviene a todas las cosas en razón de serles aplicable la razón comunísima é indeterminada de ser, razón enteramente ajena de todo lo que pertenece al orden intelectual. De otra parte, si en el ser universal, a que esos filósofos llaman absoluto, penetrase, no sabemos por qué virtud extrínseca, alguna centella del pensamiento; ¿qué cosa podría, por ventura, pensar este pensamiento? No podría pensar otra cosa sino al ser mismo, universal é indeterminado: sería, pues, un pensamiento inicial como lo es ese ser, un pensamiento vago, indeterminado, del cual no podía sacar absolutamente cosa alguna, porque el ser, en general, es concebido sin ninguna adición o determinación, aunque en potencia para recibirlas todas; en potencia, decimos, más en la imposibilidad de sacar de sí cosa ninguna, porque ninguna cosa se da a sí misma la perfección de que carece pasando de la potencia al acto, sin que haya otra cosa en acto que se la pueda comunicar. Diráse acaso, que el pensamiento pondría él mismo las cosas pensadas, llenando con creaciones sucesivas la vanidad del ser; pero el pensamiento, si bien se mira, no crea cosa ninguna, sino lo que hace es conocer lo que ha sido criado, elevándose, además, al conocimiento de su Criador. Aun tratándose de Dios, que ve todas las cosas posibles contemplando su propia esencia, sabido es que no crea ninguna de ellas con solo conocerlas, sino a este conocimiento va unida, para que Dios las saque de la nada, la voluntad de crearlas con su poder infinito. No: lo real no puede salir del simple pensamiento, que Hegel hace una misma cosa con el ser universal, abstraído de toda determinación; y por consiguiente, todo el proceso dialéctico de Hegel es vana fantasmagoría, a que no debe concederse más valor, sino mucho menos, que a los delirios de una mente frenética, los cuales al fin y al cabo suponen representaciones primitivas y verídicas que luego baraja la imaginación. No vale, pues, decir que las contradicciones de la filosofía de lo absoluto se resuelven en unidad superior y que esa es la ley entendimiento, la forma de la idea; porque aun dada semejante ley, todavía faltaba la razón ontológica para trasladar al orden real esa lógica absurda del pensamiento.

Dichosamente, semejante especie es del todo inadmisible, y la razón en que la funda Hegel puro sofisma. No es cierto que en el acto de negar el entendimiento alguna cosa, ponga la cosa misma que niega, sino lo que hace es todo lo contrario, quitarla o removerla con el pensamiento para conformarse con la realidad. Toda negación supone cierta la cosa que se niega, pero no como objeto propio, sino como término de una relación puramente lógica, que el entendimiento produce al pensar lo que no tiene ser o realidad; y la razón es, que como el no ser es de suyo ininteligible, la mente no puede concebirlo sino con relación al ser, del cual es privación o simple negación: de esta suerte entendemos la muerte por la privación de la vida, las tinieblas como total carencia de luz, el mal como privación del bien, y en general el no ser, como ausencia del ser: todas estas cosas brillan, como suele decirse, por la ausencia en la nada en que consiste su respectiva negación. Por donde se ve que el decir que en esta nada está contenido aquello mismo que falta, o que el concepto del no ser, que no se refiere a la realidad sino para negarla, es más rico que el concepto de ser que la afirma como a su objeto directo y positivo, no tiene fundamento más sólido y eficaz que cualquiera otro con que se quisiera persuadir a uno, que a media noche es mayor y más brillante que en medio del día la luz que ilumina el horizonte.

Muchas otras razones se pueden oponer contra la filosofía de lo absoluto, que aquí, sin embargo, omitimos, así por ser todas ellas contra el panteísmo en general, cuya más acabada forma es esa filosofía, como por contraerse a determinados sistemas entre los varios que la representan por modo especial, debiendo, por consiguiente, quedar para artículos separados lo mucho que resta que decir sobre la materia. Solo debemos añadir por vía de conclusión, que el verdadero absoluto, Dios, no es ni puede ser objeto inmediato de la intuición intelectual, como pretenden los ontologistas (Véase Ontologismo), y por consiguiente, que es vano el empeño de establecer sobre semejante visión la ciencia trascendental o absoluta, es decir, la perfecta explicación de todas las cosas por la verdad primera, en la cual están contenidas con eminencia, ciencia propia de Dios y de los bienaventurados que ya gozan de la visión beatífica de su esencia; y que lo absoluto de la filosofía germánica, lejos de ser objeto de intuición alguna intelectual y superior, como pretendió Schelling, o de una presuposición necesaria, como sostienen los que no se atreven como Schelling a fingir un hecho psicológico desmentido por la experiencia interna, no es otra cosa fuera del pensamiento, y como tal ser universal que llaman absoluto, sino purísima nada, y todo el sistema deducido de tal principio nihilismo puro, envuelto en la mente de sus autores bajo las formas de una evolución inmanente que no tiene más realidad, aunque sí menos fundamento todavía, que los ensueños de un delirante.

J. M. Ortí y Lara.

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{1} Véase á Kleufgen, Filosofía antigua, tratado VI, Del ser.