Filosofía en español 
Filosofía en español


Aceptación

Es el acto por el cual manifestamos nuestro consentimiento a una proposición u ofrecimiento que se nos hace o admitimos una cosa que se nos da.

Como el consentimiento podemos manifestarlo de una manera explícita o tácita, así también la aceptación puede ser de una de esas dos maneras; será explícita puando se hace por palabras o por señales, y tácita cuando se significa con hechos.

Aceptación de contratos. Siendo la voluntad el principio de las obligaciones que resultan de los pactos o convenios, es claro que mientras no manifestemos nuestro consentimiento, no podemos quedar ligados al cumplimiento de un deber que no ha obtenido nuestra conformidad.

El contrato mismo no existe sin nuestra aceptación; la sola definición lo da bien claramente a entender cuando pone el consentimiento como base de él. Contrato es, según Ulpiano: Duorum vel plurium in idem placitum consensus; por consiguiente, mientras no conste de una manera cierta el deseo de los contratantes, no hay tampoco mutuo consentimiento, sino simplemente oferta de una de las partes; y la voluntad de uno no es bastante para obligar a los demás. De aquí el general principio: Contractus non redduntur in invitum.

Aceptación de herencia. Es el acto por el cual manifestamos nuestro consentimiento de recibir una herencia que se nos defiere por testamento o ab-intestato.

Como la calidad de heredero lleva consigo obligaciones, a veces no ligeras, no se puede declarar como tal al que no la acepte, pues aunque la herencia le pertenezca de derecho, cada cual es libre de renunciarlo. De aquí viene también aquello de que Nemo hæres invitus.

La herencia puede aceptarse de dos maneras: pura y simplemente, o con beneficio de inventario. El que la acepta del primer modo, contrae la obligación de pagar todas las deudas y mandas que haya hecho el difunto, aun cuando sean mayores que el valor de los bienes hereditarios; pero el que la acepta del segundo modo, solo queda obligado en cuanto alcancen dichos bienes.

La aceptación puede hacerse expresamente, manifestando su intención con palabras o escritos claros y terminantes que no den lugar a dudas; y de una manera tácita o con hechos que revelen su voluntad, como si dispone de la herencia, si arrienda, cambia o vende los bienes, sabiendo proceden de ella, y en general haciendo cualquiera cosa de las que solo competen al propietario.

Aceptación de legado. Es el acto por el cual manifestamos nuestro consentimiento de recibir la manda o legado que nos deja el testador.

Es igualmente necesaria la aceptación para la validez del legado en la parte que al favorecido atañe, y del mismo modo que en la herencia puede hacer conocer su voluntad el interesado o por medio de palabras o escritos, es decir, de una manera expresa, o bien con hechos o tácitamente, a saber, usando de la cosa legada como propietario, &c.

A pesar de ser potestativo aceptar o no, según mejor cuadre al legatario, y por consiguiente no hay derecho para obligarle, según el general principio de que, Beneficium invito non datur, puede darse caso en que al menos se le pueda exigir que acepte o renuncie; como cuando el legado lleva alguna carga impuesta por el testador, pues entonces la persona interesada en el cumplimiento de la carga puede acudir al juez en demanda de que en un plazo determinado se la obligue a declarar su intención de aceptar o no.

Aceptación de beneficios. Es el acto por el cual manifestamos nuestro consentimiento de recibir un beneficio que se nos confiere.

Si en todas las cosas que entrañan una obligación a nadie se puede causar violencia, Nemo potest cogi invitus, con mucho más motivo tratándose de las dignidades y prebendas eclesiásticas, cuyos deberes son tan múltiples y delicados, que no sin razón llevan la ansiedad y el temor a las almas más acrisoladas en la práctica de las virtudes. La historia eclesiástica nos ofrece abundantes ejemplos de varones ilustres que resistieron con verdadero y constante empeño aceptar cargos de esta naturaleza, que reclaman para desempeñarlos condiciones muy especiales de ciencia y virtud; San Agustín, San Ambrosio, San Gregorio y otros muchísimos que sería prolijo enumerar, opusieron larga resistencia, y solo después de haber orado a Dios y en virtud de obediencia debida se resolvieron a echar sobre sí la pesada carga del Episcopado.

Esto no quiere decir que sea un mal aceptar dignidades o cualquiera otra prebenda o beneficio eclesiástico; antes al contrario, el campo de la Iglesia necesita operarios que lo cultiven con el mayor esmero; y sus hijos (sobre todo aquellos a quienes la Providencia ha favorecido con especiales dones) no pueden en conciencia esquivar este trabajo, sin el cual quedarían abandonados los sagrados intereses de la comunidad cristiana, y no podrían satisfacerse las necesidades de los fieles. Buena es la humildad y laudable el convencimiento de nuestra impotencia, pero no es menos meritorio el sacrificio de nuestras propias conveniencias en aras de nuestros prójimos, y la confianza que debemos tener en que Dios nunca falta a los que imploran su auxilio con corazón verdaderamente contrito y humillado. Entre una punible ambición y un egoísmo censurable, entre buscar inmoderadamente una dignidad y rechazarla con ciega tenacidad, hay un justo medio de la dócil obediencia a los providenciales designios. Vos autem, fratres, dice San Agustín, epíst. 34, exhortamur in Domino, ut propositum vestrum custodiatis, et usque in finem perseveretis; ac si quam operam vestram mater Ecclesia desideraverit, nec elatione avida suscipiatis, nec blandiente desidia respuatis, sed miti corde obtemperetis Deo, nec vestrum otium necessitatibus Ecclesiæ præponatis... Sicut autem inter ignem et aquam tenenda est vita, ut nec exuratur homo nec demergatur, sic inter apicem superbiæ et voraginem desidiæ iter nostrum temperare debemus. Conforme con estos sentimientos de este santo Padre, el Papa San Gregorio da las dos siguientes máximas: 1.ª Que las dignidades eclesiásticas no deben darse a los que las desean y pretenden, y sí a los que las rehúyen; 2.ª Que los que las rechazan no deben permanecer inflexibles en sus resoluciones si son necesarios a la Iglesia.

El Derecho canónico exige la aceptación para que la colación del beneficio sea acabada y perfecta, porque ella forma el vínculo de unión entre el beneficio y el beneficiado. Para que el interesado pueda manifestar su consentimiento, se fija un término, que varía según las circunstancias de la vacante y localidad, pasado el cual pierde el agraciado el jus ad rem que da el hecho de la aceptación. Si tibi absenti per tuum Episcopum conferatur beneficium, licet per collationem hujusmodi, donec eam ratam habueris, jus in ipso beneficio, ut tuum dici valeat, non adquiras, ipse tamen Episcopus vel quicumque alius de ipso beneficio, nisi consentire recuses, in personam alterius ordinare nequibit. Quod si fecerit, ejus ordinatio facta de beneficio non libero, viribus non subsistet. Sed si Episcopus, notificata tibi collatione, ad consentiendum terminum competentem assignet, nisi consenseris, poterit eo lapso beneficium libere, cui viderit expediré, conferre. Cap. Si tibi abs. 18 de Præb. et Dignit. Sin embargo, aunque la colación haya sido aceptada, adquiere el jus ad rem, en el caso de que se haya extendido título a su favor.

Aceptación de las leyes eclesiásticas. Los protestantes, fundándose en que la Iglesia es una sociedad voluntaria, dicen que las leyes eclesiásticas no pueden ejercer influencia ni autoridad alguna sobre sus individuos, mientras éstos no la sancionen con su consentimiento. Para ellos el poder cristiano reside en la masa de los fieles, las leyes eclesiásticas son el producto de la voluntad de los asociados, y no se les puede imponer ningún precepto contra sus deseos, sin que se cometa un acto de tiranía. Neque Papa, neque Episcopus, neque ullus hominum, decía Lutéro, habet jus unius syllabæ super christianum hominem, nisi id fiat ejusdem consensu; et quidquid aliter fit, tyrannico spiritu fit. La aceptación es, por consiguiente, para ellos una condición necesaria para que las leyes eclesiásticas tengan fuerza y valor.

Esta teoría anárquica, que mina por su base los sagrados poderes de la Iglesia y destruye su divina autoridad, está en oposición manifiesta con lo que las Sagradas Escrituras nos enseñan acerca de la organización que Jesucristo dio a la sociedad cristiana. Por ellas sabemos que su divino Fundador creó una magistratura independiente, en quien delegó todas las facultades que había recibido de su Padre: Sicut misit me Pater et ego mitto vos: dijo a los Apóstoles revistiéndoles con estas palabras de una autoridad divina que no puede menoscabar ninguno de los más altos poderes de la tierra. A ellos y solo a ellos encomendó la misión de llevar a todas partes la luz del Evangelio: Euntes, docete omnes gentes: a ellos y solo a ellos concedió la especial prerrogativa de perdonar o retener los pecados: quodcumque ligaveritis super terram erit ligatum in cælis: a ellos y solo a ellos les aseguró su asistencia hasta la consumación de los siglos: Ecce ego vobiscumsum tisque ad consummationem sæculi. Y Jesucristo hizo todo esto sin consultar para nada la voluntad de las personas que habían de constituir la gran familia cristiana, sin aguardar su consentimiento, sin esperar su sanción; antes al contrario, como dueño absoluto que era de todas las conciencias, como Señor de todas las criaturas, las subordinó al dominio apostólico sin distinción de clases ni categorías: Obedite præpositis vestris: arrojando fuera de su comunión a los que no prestasen oído a sus enseñanzas y resistiesen sus preceptos: Si Ecclesiam non audierit, sit tibi sicut ethnicus et publicanus.

Al tratar de la autoridad de la Iglesia y su constitución, desarrollaremos más estas ideas que no hacemos más que apuntar, con solo el objeto de hacer ver que en la Iglesia hay autoridades legítimamente constituidas, con incuestionable derecho a mandar, y súbditos con riguroso deber de obedecer, que es lo que se necesita para que la ley sea eficaz, sin necesidad de que el pueblo fiel la autorice con sus votos. De no ser así, la ley quedaría reducida a un simple consejo, lo cual destruye su esencia, que consiste precisamente en obligar. San Ambrosio dice a este propósito: Præceptum in subditos fertur, consilium amicis datur: ubi præceptum est, ibi lex est; ubi consilium, ibi gratia est. Esto mismo confirma el can. Quisquis I2, q. 1.ª Ubi consilium datur, offerentis arbitrium est: ubi præceptum, necessitas est servitutis.

Y no se diga que por ser la Iglesia una sociedad voluntaria, cualquiera disposición que se quiera imponer sin consultar la voluntad de sus individuos, constituye un acto de ilegítima coacción y tiranía; porque si bien es cierto que todos somos libres para entrar o no en ella, desde el momento que nos hacemos miembros suyos quedamos subordinados a su autoridad y sometidos a las leyes fundamentales porque se rige, no solo por la lealtad de nuestro consentimiento, sino también por los motivos que determinan nuestra resolución. Al entrar en su gremio lo hacemos movidos por las pruebas que justifican su origen divino y la necesidad que de ella tenemos para alcanzar nuestros presentes y ulteriores destinos; y desde el momento que reconocemos esto, reconocemos también por necesidad la obligación en que estamos de respetar y obedecer la organización y poderes que Dios le ha dado. «Siendo la Iglesia, dice Taparelli{1}, una sociedad, forzosamente ha de tener una causa anterior de quien se derive su ley o estatuto fundamental. En efecto, esta causa, este hecho asociante, es el magisterio de un Dios, y por consiguiente debe producir una sociedad obligatorio-pacífica; pero en cuanto ese magisterio se halla confiado a la predicación de meros hombres, y por consecuencia no obliga a asociarse externamente sino a los persuadidos con evidencia interna de que por boca de esos hombres habla Dios, resulta que la Iglesia es externamente sociedad voluntaria. Sin embargo, para los persuadidos por evidencia interna, es un vínculo, que aunque externo, les impone un deber riguroso; así como en la sociedad a que se ligan, existe respecto de ellos un derecho riguroso también, pues al declararse persuadidos, no solo se ligan por lealtad de voluntad que consiente, sino que esa su misma declaración muestra que para ellos este consentimiento ha sido obligatorio. Por consiguiente, aunque su asociación sea voluntario-libre, no pueden ponerla condiciones, sino que desde el momento de confesar que Dios les ha hablado, se hace para ellos, aunque externa, obligatoria».

J. P. Angulo.

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{1} Derecho natural, t. III, pág. 151 de la edición española.