Filosofía en español 
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Apocalipsis

Palabra griega, que vale tanto como revelación, manifestación de lo que estaba oculto, y se aplica principalmente en el Nuevo Testamento a la de las verdades religiosas; más especialmente a la manifestación futura de Cristo, de su gloria y sus juicios sobre los malos; y especialísimamente a lo contenido en el último libro de la Sagrada Escritura, en que se describe en forma dramática y de visión perpetua esta final aparición (véase Luc. II, 32; Rom. XIII, 19; Eph. I, 17; 2 Cor. XII, 7; Rom. XVI, 25, todo en gr.; I Cor. XIV, 6, 26; y para lo 2.º Rom. II, 5; I Cor. I, 7; 1 Pet. I, 7, IV, 13, gr.). En este último sentido la apocalipsis va unida a la profecía, a la ciencia de los designios de Dios que han de cumplirse en lo porvenir y al fin de los siglos; pero se distingue de una simple profecía en su tenor, puesto que es como la historia futura de los combates y victoria final del reino mesiánico, y en la forma, porque no es una simple iluminación subjetiva, sino una exposición objetiva, dramática y en forma de visión permanente. Ya los profetas de la antigua ley habían empleado medios simbólicos para sus predicciones, se habían valido también de la visión, además de la palabra, y aun era en los últimos tiempos proféticos la visión el medio más usado y común, al que se agregaba el empleo de imágenes gigantescas, formas enigmáticas, números simbólicos y cálculos oscuros, todo lo cual caracteriza la literatura apocalíptica, de la que participa no poco el profeta Daniel; solo que, limitado su horizonte profético al Antiguo Testamento y primera aparición del Mesías, no alcanza a la descripción de las luchas y victoria final de la Iglesia militante, de la acción oculta y manifiesta de Cristo, rey y juez del mundo y de los últimos destinos de la humanidad. Esto es lo que propiamente se llama Apocalipsis de Jesucristo, dada a San Juan en Patmos, y escrita después y entregada por él a las iglesias. Las demás pretendidas revelaciones o apocalipsis en que más o menos se imita al libro de San Juan o al menos al de Daniel, particularmente en la forma profético-enigmática, son manifiestas supercherías, en que se hacen vaticinios post eventum, dando a una narración histórica forma profética, y poniéndola en boca de un personaje célebre anterior a los sucesos. (Véase Apócrifos.)— Después de un breve prólogo, en el que se expresa que la revelación de que se va a tratar se ha hecho a Juan, el que dio testimonio de la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo, y se saluda a las siete iglesias del Asia: Efeso, Smirna, Pérgamo, Thyatira, Sardes, Filadelfia y Láodicea, entra en materia el libro de San Juan, manifestando la ocasión en que se le hizo la revelación, estando desterrado en Patmos, donde le fue dado asistir en espíritu en el día del Señor{1}, y vio a Jesús en medio de siete candeleras con siete estrellas en la mano y una espada que le salía de la boca, y oyó que le mandaba escribir a los ángeles u Obispos de las siete iglesias mencionadas, como lo hace en los capítulos II y III, dándoles en nombre de Jesús los consejos y amonestaciones convenientes, según la conducta de cada uno. Luego comienza propiamente la revelación (IV-XI). En ella es arrebatado Juan al cielo y ve a Dios sentado en un trono, rodeado de veinte y cuatro ancianos y cuatro querubines que le rinden alabanzas. Dios tenía en la mano un libro sellado con siete sellos, que solo pudo abrir el Mesías, que aparece en forma de cordero con siete cuernos y siete ojos, símbolo de su fuerza y sabiduría; por lo cual los ancianos y los querubines tributan al cordero alabanzas iguales a las que dan al que ocupa el trono. Comienza entonces a abrir los sellos, y abierto el primero se presentó en un caballo blanco un personaje con atributos de victoria; al abrirse el segundo, otro en un caballo bermejo, símbolo de la guerra; al tercero, otro en uno negro, símbolo de hambre; al cuarto, otro en uno amarillo y se llamaba la muerte, y le seguía el infierno; al quinto sello, claman venganza las almas de los mártires que estaban bajo el altar, y se les dice que esperen un poco hasta que se complete su número; a la apertura del sexto sello, hay una conmoción general en cielos y tierra descrita en términos magníficos y terribles, y antes de que se abra el sétimo, se da orden de señalar a los elegidos de Israel y de todas las naciones para que no les alcance el terrible juicio que ha de sobrevenir, sino que formen como la escolta del Cordero, con el cual triunfarán y reinarán. Ábrese, en fin, el sétimo sello, y aparecen siete ángeles con sus trompetas, a cuyo sonido van sucediendo plagas terribles, hasta la sexta, que, como el sexto sello, es una especie de preparación para lo que ha de venir después. Entonces recibe Juan la orden de medir el templo, no el atrio, como el profanado por las gentes que hollarán la ciudad por tres años y medio, durante los cuales predicarán los dos testigos fieles (Moisés y Elías?) quienes serán muertos por la Bestia; quedarán sus cadáveres insepultos por tres días en Jerusalén, resucitarán y serán llamados al cielo con gran conmoción en la tierra, ruina de la décima parte de la ciudad, y espanto de todos los demás moradores. En fin, suena la sétima trompeta, y se proclama en el cielo el reino universal del Mesías, a quien alaban los ancianos, mostrándose abierto el templo de Dios y patente el arca del Testamento. — En la última parte (XII-XXII), se describe la lucha contra tres potencias enemigas. Primeramente aparece en el cielo una mujer perseguida por un dragón, que intenta devorar al hijo que aquella va a dar a luz; mas éste es conducido a Dios, mientras la madre huye a la soledad por tres años y medio; todo esto después que el dragón ha sido vencido y arrojado del cielo, arrastrando detrás de sí la tercera parte de las estrellas. Luego aparece una bestia que sale del mar con siete cabezas y diez cuernos, llena de orgullo y blasfemia, a la que dio el dragón el poder, y se le concedió facultad de obrar a su gusto por tres años y medio y hacer guerra a los santos; y otra bestia de dos cuernos que salía de la tierra y hacia grandes prodigios hasta engañar a los hombres, hace que adoren a la bestia primera, marcando con una señal en la frente o en la mano a los adoradores de la primera bestia, designada simbólicamente con el número 666. Esta representa al Anticristo, y la bestia que la ayuda es la personificación de la falsa profecía y del principio diabólico, base de la teúrgia y de la magia. Por el lado opuesto se hacen los preparativos para combatir a la bestia y los suyos. Los elegidos aparecen sobre la montaña de Sion presididos por el Cordero; se canta ante el trono de Dios un cántico que solo los elegidos pueden cantar; un ángel anuncia a los pueblos el Evangelio eterno y exhorta a la penitencia; otro anuncia la caída de Babilonia; otro previene que no se adore al Anticristo, amenazando con la cólera divina, con lo cual inspira paciencia a los fieles, declarando bienaventurados a los que mueren en el Señor. Aparece después coronado el mismo Jesús, y siega la tierra ya madura, mientras un ángel la vendimia y echa los racimos en el lagar de la ira de Dios para ser allí exprimidos. Entonces siete ángeles reciben las siete copas de la cólera divina y las van derramando sobre la tierra una en pos de otra, causando grandes estragos en los adoradores de la bestia, y produciendo la ruina de Babilonia. Sobrevienen después tres combates definitivos. El primero es contra Babilonia o Roma, representada como una gran prostituta sentada sobre la bestia de siete cabezas y diez cuernos: aquéllas indican las siete colinas y a la vez siete reyes, de los cuales han muerto cinco, vive el sexto y durará el sétimo poco tiempo, viniendo entonces, como producto de todos ellos, el octavo, que es el mismo Anticristo. Este, con sus aliados, representados por los diez cuernos, destruyen a Roma, prediciéndolo antes un ángel, y advirtiendo así a los cristianos para que se salven con tiempo. El cielo resuena con cánticos de alabanza por la caída de Babilonia, el principio del reino de Dios y las bodas del Cordero. El segundo combate es contra el Anticristo y los falsos profetas de Satanás. Ábrese el cielo y se deja ver Jesús en un caballo blanco para combatir al Anticristo y los suyos, que son arrojados vivos al estanque de fuego y azufre, y el mismo Satanás es encadenado en el abismo por mil años, durante los cuales tiene lugar la primera resurrección de los mártires, que reinan mil años con Cristo. Al cabo de ellos tiene lugar el tercer combate contra Satanás desencadenado, que lucha con Gog y Magog contra la ciudad santa; pero son vencidos y arrojados por toda la eternidad en el estanque de fuego y azufre con el Anticristo y sus profetas. Aparece entonces un nuevo cielo, nueva tierra y una nueva Jerusalén, que es descrita con los más brillantes colores. Concluye el libro asegurando el cumplimiento indefectible de toda la profecía, amenazando a los que le añadan o quiten algo, y saludando el autor a los fieles.

De este brevísimo resumen se deduce el objeto del Apocalipsis, que no es otro que trazar un como diseño general de la historia religiosa de la futura humanidad, hasta el fin, prediciendo a la nueva Iglesia una vida de tribulaciones y combates, y la victoria final, y afianzar así la fe y esperanza de los creyentes contemporáneos en medio de la opresión de que eran víctimas por parte del paganismo, y de los futuros, en medio de los incesantes combates del principio anticristiano. Asimismo se deduce la unidad de la composición, vana y caprichosamente negada por algunos, que la suponen de épocas distintas, como Bleck, y aun de autores diferentes, como Vogel. Ni lo abrupto de las diferentes visiones deja de conformarse con la forma propiamente apocalíptica, ni deja de observarse en ellas cierta unidad de plan, ni aun las cartas de los primeros capítulos, donde propiamente no ha comenzado aún la profecía, dejan de enlazarse con ella, como puede verse comparando II, 7, 28; III, 12, 21 con XXI, 2, 14, 16 y 10..., XX, I, sin lo cual apenas se entienden. El estilo, por otra parte, es el mismo en toda la parte profética, y la misma la lengua en todo el libro, griega sin contradicción, pero abundante en idiotismos y construcciones especiales debidas a la forma del discurso, a la imitación manifiesta de los antiguos profetas, y a los giros hebreos muy propios de quien estaba acostumbrado a la lectura de los libros santos, única literatura patria, y a la lengua materna, tan parecida a la propiamente hebrea.

Cuanto a la forma literaria y estilo del Apocalipsis, poco debemos decir. Si se juzgan con arreglo a los cánones de las escuelas de retórica y a los modelos de la literatura clásica, una y otro son monstruosos, nada tienen que ver con las gracias de forma y estilo de que fue maestra la Grecia y heredero todo el mundo occidental. Mas esto solo puede chocar a los adoradores exclusivos de la forma, a los que son capaces de lamentar, como Roma, que la vista del Patmos no inspirará a San Juan una composición como Dafnis y Cloe, a los que no concediendo importancia a lo que más hondamente afecta a la conciencia religiosa, solo buscan en los libros un solaz y un goce estético, que no fue jamás el fin principal de ninguno de los escritores sagrados. “En el Apocalipsis está suplida la gracia por la fuerza, la medida natural por un sobrenaturalismo sin medida, que tiene sus leyes como lo infinito tiene su teoría en matemáticas; y son los pensamientos atrevidos, vigorosos, terribles, que espantan al lector según se desbordan del alma del iluminado profeta, y se encarnan por necesidad en figuras tan atrevidas, en formas tan extraordinarias como los mismos pensamientos. Estas figuras no tienen rasgos determinados, sus contornos son vagos y flotantes, desaparecen ante el examen de la crítica, y no manifiestan al espíritu sino lo que deben y lo que intentan manifestarle, cuando animado por la fe y elevándose a sus alturas, olvida un momento las ideas estrechas y mezquinas imágenes de este mundo sublunar por los grandes pensamientos que inspira la realización del reino de Dios sobre la tierra” (Stern).—Que San Juan imita a los profetas antiguos, en particular a Ezequiel, Daniel y Zacarías, ya lo hemos dicho; que no sea en conjunto su obra original; que no exponga fiel y enlazadamente las visiones con que en su éxtasis fue iluminado; que no sean suyos los pensamientos fundamentales; que no resalta en todo el libro un espíritu esencialmente cristiano y del todo nuevo y nunca bien imitado después, eso es lo que no concederemos fácilmente, por más que esta cuestión, como la de la forma y estilo, tenga siempre para nosotros un valor muy secundario. Pero es una injusticia manifiesta la acusación de plagio perpetuo que le hace Renán, quien no ve original sino la graciosa imagen de las almas de los mártires que estaban bajo el altar; como lo es el censurar por antiestética la pintura de la nueva Jerusalén, prescindiendo del carácter oriental y hebreo de toda la composición. Dios nos libre de coincidir con este crítico ni aun en aficiones estéticas.

Respecto del autor, pocos o ninguno entre los críticos modernos de alguna nombradla niegan que lo fuera el Apóstol Juan, y precisamente suelen valerse de esto para negar que fuera también autor del cuarto Evangelio, como incompatible, dicen, con el Apocalipsis en forma, estilo y hasta doctrina; y aun Renán, que ve en él un manifiesto furibundo contra San Pablo, como algunos de sus maestros, le cree muy conforme al carácter ardiente del hijo del trueno, que quería hacer bajar fuego del cielo contra la ciudad que no quiso recibir a Jesús. Mas en la escuela de Cristo, y recostándose en su seno, aprendió sin duda San Juan a modificar su carácter y templar los ímpetus de su celo, y bebió y se asimiló a aquella caridad de que Jesús fue divino modelo, y de que dio manifiestas pruebas San Juan en sus cartas y en los discursos y conducta que le atribuye la más respetable tradición, cuando moraba en Éfeso, ya muy anciano, y no acertaba a predicar otra cosa que la caridad. Que ha de haber diferencia natural de tono y estilo entre un escrito narrativo y otro profético y poético, cualquiera lo echa de ver por poco que entienda del asunto; y aun por eso mismo, el que jamás se nombra en el Evangelio, lo hace repetidas veces en el Apocalipsis, ya porque así lo hicieron los Profetas, cuya forma imita, ya porque lo pide la naturaleza del escrito, pues para que una profecía ofrezca confianza, es indispensable saber si la merece el Profeta. Por lo demás, palabras y frases hay en ambos escritos que solo en ellos se encuentran y constituyen una terminología peculiar suya, verbi gracia, el Verbo de Dios, la esposa (por la Iglesia), el agua de la fuente de vida, el cordero de Dios, las τηρείν λόγον, ἐντολάς, άληθινάς, νιηὥν, &c. Tampoco hay diferencia doctrinal, ni en lo relativo a la divinidad de Cristo, manifiestamente enseñada en ambos documentos, ni en la cuestión de las observancias legales, siendo una interpretación arbitraria la que entiende que el Apocalipsis combate a San Pablo y los paulinistas. No hay tal cosa: combate a los nicolaitas, discípulos o imitadores de Balaam, a Jezabel, designando con estos nombres a los que enseñaban que se debía comer de las viandas ofrecidas a los ídolos y declaraban lícita la fornicación, lo que nunca hizo San Pablo; en una palabra, combate a una secta de gnósticos libertinos, que con pretexto de libertad evangélica, saltaban por encima de la misma moral natural, y a los que San Pablo igualmente combatía. No se olvide que al lado de los 144.000 israelitas que acompañaban al Cordero, el Apocalipsis cuenta una turba innumerable de todo pueblo, tribu y lengua, y si Renán dice que eran de los que se habían convertido aceptando la circuncisión o al menos los preceptos noáquicos, debía saber que éstos fueron siempre poquísimos, que no podía llamarlos San Juan turba innumerable al lado de los 144.000 hebreos, y en suma, que no atribuye su justificación a las obras legales ni a la circuncisión, sino a la sangre del Cordero,{2} ni más ni menos que San Pablo (véase el artículo Judaizante). El llamarse el autor Juan, el hablar con la autoridad que lo hace a las siete iglesias de Asia, donde es sabido que ejerció particularísima influencia, el no haber el más pequeño motivo para atribuir la obra a otro Juan, como a aquel presbiteros Joannes del que habla Papías, y en fin, el habérsela atribuido al Apóstol todos los antiguos Padres e iglesias que la aceptaron como canónica; todo esto prueba que el Apocalipsis es obra del Apóstol San Juan, como lo piensa hoy hasta el racionalismo. ¿Y dónde y cuándo fue escrito el Apocalipsis? La revelación fue hecha al autor estando en Patmos desterrado por causa de su fe, y como en ella recibió el encargo de escribirla y enviarla a las iglesias, seguro es que no tardaría en cumplir este encargo, y probable que lo hiciera allí mismo; mas como también es posible que terminara por entonces su destierro, no se puede asegurar nada con certeza en este punto. La cuestión acerca de la fecha tiene mayor importancia, porque se relaciona más con la interpretación del libro, al menos respecto de los que, no creyendo que sea una profecía verdadera, la interpretan totalmente por las circunstancias históricas de la época. Dos son las opiniones dominantes en este punto; la de aquellos que creen escrito el Apocalipsis en tiempo de Nerón o de Galba, entre los cuales está Renán, que señala precisamente el año 69 para su composición, y la de los que le creen posterior, como escrito en tiempo de Domiciano o Nerva. La primera es la más comúnmente adoptada hoy por los racionalistas, aunque también la siguen críticos católicos, y entre ellos Stern en el Diccionario enciclopédico de la teología católica, si bien con razonamientos harto distintos de los de Lücke y Renán, su pedisequo; la segunda está apoyada en testimonios históricos graves y también en razones internas, por lo cual nosotros la preferimos sin vacilar. El testimonio de San Ireneo no puede ser más terminante (Adv. Hær. v. 3o): “Si hubiera sido conveniente declarar el nombre (de la bestia) en el tiempo presente, lo hubiera hecho el mismo que vio la Revelación; porque no hace tanto tiempo que fue vista, sino casi en nuestro siglo, al fin del imperio de Domiciano». Este dato es aceptado por Eusebio y San Jerónimo, no es contradicho por Clemente Alejandrino, Orígenes, ni Tertuliano, y sí solo por San Epifanio, que, por un error que no sabemos explicar, atribuye el destierro de San Juan al emperador Claudio. Cuánto sea el valor de este testimonio de San Ireneo, dedúcese de haber sido discípulo de San Policarpo, que lo fue del mismo San Juan, y de lo que él afirma sobre la religiosa atención que prestaba a las enseñanzas de su maestro -y las conservaba en la memoria, y sería muy extraño que San Policarpo no supiera cuándo había escrito su maestro el Apocalipsis y cuándo le había remitido a su iglesia de Smirna. Cierto es que Tertuliano parece englobar los martirios de Pedro y Pablo en el que sufrió Juan en Roma en la caldera de aceite de que salió ileso (Præscript. XXXVI); pero en otra parte no atribuye a Nerón sino el martirio de los primeros (Scorpiac. XV). Nosotros opinamos que efectivamente San Juan vino a Roma en tiempo de Nerón, como San Pedro y San Pablo; que allí sufrió el tormento mencionado y verdaderamente neroniano, pero del que se libró milagrosamente, retirándose luego a la provincia de Asia; allí sería relegado a la vecina Patmos por el procónsul de la provincia, cosa que se comprende mejor que no desde Roma; y como después de la persecución neroniana, limitada a la capital, la primera que estalló fue la general de Domiciano, el año 95, entonces debió verificarse el citado destierro, del que fue consecuencia la visión y composición del Apocalipsis el año siguiente, ya en tiempo de Nerva, como dice San Jerónimo. Corrobórase esta fecha por lo que vemos en el mismo libro, pues entre las siete iglesias de Asia que cita, y no como recién fundadas, hay dos de que no se hace mención en las actas ni en las cartas de San Pablo, como tampoco se alude a la estancia de San Juan en esta región ni a la autoridad que en ella ejercía, como el mismo libro supone y la historia prueba; por lo cual es forzoso retraer más acá de los tiempos de Nerón y de los trabajos apostólicos de San Pablo aquella inspección y autoridad especial y permanente que San Juan ejercía en la circunscripción de Éfeso. Además, la persecución que pinta el Apocalipsis es general (XIII, 7, 8), como no lo fue la neroniana; y hasta la pintura de la bestia llena de nombre de blasfemia, y de la mujer ebria de la sangre de los santos (XIII y XVII), cuadra mejor a Domiciano que a Nerón, pues éste se jactaba principalmente de artista, mientras que el otro la echaba de dios. Los principales motivos de la opinión contraria son la enumeración de cinco Césares muertos y el sexto vivo, y la manera como habla de Jerusalén y del templo (XVII, 9-II, y XI, I...). Mas la grandísima discordancia de los intérpretes al explicar estos pasajes es prueba manifiesta de que no permite su oscuridad deducir una conclusión cierta; y esto es muy natural en una composición poético-profética, en que el autor se adelanta o retrocede en los tiempos con el pensamiento, puede tomar sus tipos en lo presente o en lo pasado, fijarse, por ejemplo, en Nerón como tipo acabado del Anticristo, y figurársele presente, aunque muerto muchos años antes, como también figurarse presente a Jerusalén y su templo (que solo toma como símbolos), aunque mucho antes destruidos. Y si habla de ellos como realmente subsistentes cuando escribía, ¿quién sabrá decir qué significan y quiénes son los dos testigos que mueren en Jerusalén y resucitan al tercer día, siendo públicamente llamados y trasladados al cielo? No se diga que profetiza la ruina total o parcial de la ciudad santa y del templo, y que esto sería una profecía post eventum, si escribió después del año 70; porque no puede asegurarse que hace aquí una profecía, sino que emplea un símbolo, cuya explicación no es tan fácil. Lo mismo puede decirse de las siete cabezas de la bestia, representantes de siete reyes, porque nadie sabe de cierto desde dónde se empiezan a contar, ni tampoco si San Juan expone una visión retrospectiva, fijándose especialmente en Nerón; ni se puede afirmar que alude a la especie que se generalizó, y el autor creería también, de que Nerón no había muerto y volvería a reinar, como quiere Renán con Lücke.{3} Para el que no cree en profecías es preciso explicar todo el Apocalipsis por las circunstancias pasadas y presentes al autor, o fácilmente adivinables; para el que las cree y conoce la costumbre general de pasar de los símbolos a las cosas simbolizadas y viceversa, así como de emplearlos de una manera indeterminada y como flotante, se necesita algo más para determinar la época fija de un escrito, que aunque sea profético, no lo es siempre y en todo. No queremos decir, sin embargo, que no aluda el Apocalipsis a Nerón bajo el símbolo de la bestia o del Anticristo, y así lo han entendido multitud de expositores de todos los siglos, algunos de los cuales pensaron que habrá de resucitar al fin de los tiempos para hacer guerra a Cristo; pero repetimos que esto nada prueba acerca de que fuera escrito nuestro libro el año 69, aunque le parezca evidente a Renán en virtud de sus muchas hipótesis y aproximaciones.

Respecto de la autoridad canónica del Apocalipsis, hubo sus diferencias y vacilaciones en las iglesias particulares en los primeros siglos; pero el peso de la tradición en favor de ella predomina inmensamente sobre las dudas u omisiones contrarias. Claro es que cuantos Obispos y Padres le atribuían al apóstol San Juan, admitían en el mismo hecho la autoridad canónica y divina inspiración del libro, y los que tal pensaron son la gran mayoría de los Padres y principales iglesias; por lo cual, lo que vamos a decir corrobora lo dicho acerca del autor, y aquello recíprocamente aclara y afianza la consecuencia afirmativa que hemos de sacar. El canon de la Iglesia romana y de toda la Iglesia latina contuvo siempre el Apocalipsis bajo el nombre del apóstol San Juan, como lo acreditan el fragmento de Muratori, Tertuliano y San Cipriano, sin contar a San Jerónimo, que resume la tradición latina; San Ireneo, cuya doctrina procede del Asia Menor, y su discípulo San Hipólito; omitimos los textos por innecesarios. Lo mismo sucedió en el patriarcado alejandrino y en el exarcado de Éfeso, donde vivió y murió San Juan: así se ve en Clemente Alejandrino (Strom. VI, 13), Orígenes (Comm. in Matt., t. XVI, n. 10, y apud. Euseb. H. E. VI, 25), y Metodio (Conviv. dec. virg., Orat. VII), con San Atanasio, Dídimo, &c., para Alejandría; y en Papías (ap. Andr. capp. Comm. in Apocal.), Meliton de Sardes, Obispo de una de las iglesias a que fue remitido inmediatamente el libro, y que escribió un comentario sobre él (Eus. H.E. IV, 26), y Apolonio, coetáneo del anterior (hacia el 170), y adversario de los montanistas (Euseb. H. E. V, 18). La iglesia siriaca no le contenía en su canon, mas a pesar de ello le citan Teófilo de Antioquía y su sexto Obispo (Eus. H. E. IV, 24; Theoph. ad Autol. II, 28 comp. Apoc. XII, 3); San Ephrem repetidas veces, y con el nombre de Juan; y, en fin, el Crisóstomo le emplea frecuentemente en sus homilías; por donde se ve que en la práctica era recibido, aunque no se le leyera en la Iglesia. Sin embargo, no estuvo siempre la autoridad canónica del Apocalipsis al abrigo de dudas y recelos. Ya de muy antiguo hubo motivos para restringir la lectura pública de este libro misterioso, cuya interpretación ofrecía sus dificultades y se prestaba menos a la explicación u homilía subsiguiente. Luego contribuyó a su desuso y menor consideración el abuso que de él hicieron los milenarios heréticos, llegando Cerinto a componer otro Apocalipsis semejante{4}; los montanistas fundaban en él su teoría del reino milenario, y los álogos trataron de desconceptuarle para quitar fuerza a los argumentos de aquéllos. Todo esto hizo concebir sospechas contra este oscuro libro, y dio motivo para que comenzara a examinársele con recelo poco favorable. Luego los nepocianos de Arsinoe pretendieron hallar en las profundidades de este libro el fundamento de sus doctrinas heterodoxas; y San Dionisio Alejandrino, para irles a la mano, creyó poder poner en duda que fuese obra del apóstol Juan. Sus razonamientos los trae a la larga Eusebio (H. E. VII, 25), y son puramente internos, lo que prueba que la autoridad de las iglesias y del uso le era contraria, reduciéndose a que San Juan no suele nombrarse en los otros escritos suyos y aquí sí; que cuando se nombra no se llama apóstol; que no hay en este libro alusión alguna al Evangelio y cartas de San Juan; que no hay entre éstos y aquel escrito la afinidad de fondo y de forma que debía hallarse, antes es el Apocalipsis singularmente incorrecto. Como se ve, son los mismos argumentos que se han presentado hasta hoy por los partidarios de la crítica interna, por lo cual le alaba no poco Renán,{5} pero cuya escasa fuerza hemos indicado más arriba; y San Dionisio, al motivar sus dudas, declara no admitir los juicios extremados de otros críticos acerca del Apocalipsis, limitándose a conjeturar tímidamente que quizá es de otro Juan. Eusebio no desaprueba estas dudas ni la opinión que le declaraba auténtico y canónico, por lo que continuó en el canon alejandrino, y el mismo San Dionisio le usa como auténtico, según Eusebio (H. E. VII, 10). Es cierto, con todo, que en el siglo IV estuvo sometido el Apocalipsis a vicisitudes diversas. En muchos puntos se le leía poco o nada, pero era por su oscuridad, de la que se queja el mismo San Agustín, y porque evidentemente prestaba poca materia para las homilías; así es que, aun en la Iglesia latina, que siempre le admitió, cayó en parte en tal desuso, que el Concilio toledano del año 633 tuvo que mandar leerle en la iglesia y explicarle en la misa desde Pascua a Pentecostés (Can. XVII, ap. Harduin, Coll. concil., t. III, p. 584), bajo pena de excomunión. Así se explica que no se cite al Apocalipsis en los cánones apostólicos (c. LXXXV), ni por San Cirilo de Jerusalen (Catech. IV, n. 36), ni por el concilio de Laodicea, ni en la lista de los libros del Nuevo Testamento dada por San Gregorio Nazianceno (que le tiene, sin embargo, por obra incontestable de San Juan, Serm. XLII, n. 9), como también que el concilio in Trullo confirmase a la vez la causa de los Concilios de África que contenía nuestro libro, y el de Laodicea que no le contenía. La última huella de vacilación no desapareció sino después de San Juan Damasceno, hacia el siglo X, y ya no volvió a ponerse en duda hasta Erasmo y Lutero, aunque éste lo pensó mejor después, cuando logró ver pintado en la bestia o Antecristo al Pontífice Romano. Cuanto a la interpretación del Apocalipsis, ha de advertirse que a la oscuridad propia de toda profecía expresada en visiones y lenguaje enigmáticos y simbólicos, se agrega aquí la de no deberse cumplir del todo hasta el fin de los tiempos, y faltar, por consiguiente, el mejor criterio para la exacta interpretación, que es el cumplimiento de la cosa vaticinada. Es indudable que en gran parte se refiere a las circunstancias contemporáneas, por ejemplo, a Roma y sus emperadores; pero ni esto sucede sino las menos veces, ni puede probarse que, aun en estos casos, no tengan las palabras una significación simbólica o pregnante, como creemos que la tiene el pasaje relativo a la medición del templo, a Jerusalén, a la bestia, &c., &c. Ver en el Apocalipsis la explicación clara de acontecimientos históricos, políticos, religiosos o sociales, calcular sobre esta base el punto que alcanza la humanidad en sus destinos históricos, y la mayor o menor proximidad del fin del mundo, es prueba de acalorada imaginación más que de ciencia verdadera, por mucha que parezca haber. Someter el juicio privado al de la Iglesia, respetar todas las interpretaciones que ésta consiente, y proponer la propia con modestia, eso es lo que toca al expositor católico, si no se quiere extraviar y desea ser prudente.

Caminero.

——

{1} Es decir, al juicio del Señor sobre el mundo, que esto significa repetidas veces la palabra día del Señor, o día de Dios, y no propiamente un domingo, como muchos entienden.

{2} Redimisti nos, Domine, in sanguina tuo, no por la sangre de ellos derramada en el martirio, como quiere Renán.

{3} Hase creído un descubrimiento para la inteligencia del Apocalipsis la especie o rumor acerca de la muerte falsa y vuelta de Nerón, aplicándole lo que se lee en nuestro libro de la bestia que tenía una herida mortal en una de sus siete cabezas, pero de la cual sanó, y entendiendo como aplicado a la cabeza herida, esto es, Nerón, lo que el Apocalipsis dice, no de ella, sino de la bestia; por donde se ve que no es tan llano como se pretende entender de Nerón lo del número  simbólico 666, cosa que tampoco se deduce del valor de las letras נרון קסר, porque los hebreos llamaban al rey o emperador הלר, y si hubiera San Juan tomado el nombre griego χαιπερ, le hubiera escrito plene, הונר, como se ve en la inscripción nabatea del año 47 en Vogué, en cuyo caso no tendrían sus letras el valor 666. Y cuanto a la cabeza herida de la bestia, parece más natural entenderla moralmente, en cuanto que el poder anticristiano personificado en ella y en el Anticristo, había sufrido algún descalabro por el nacimiento y progresos del Cristianismo, pero creía haberle reparado ya en virtud de la persecución. No damos por cierta esta interpretación, pero tampoco por menos probable que la anterior, y no sufre las dificultades que ésta al confrontarla con el texto y contexto del libro. La otra invención renánica, de que quizás San Juan tuvo en Patmos alguna noticia política de Roma, y creyéndose único poseedor de ella, la hizo valer para darse aires de Profeta, no merece refutación, es completamente calumniosa y contraria al carácter y condiciones del Apóstol y de sus obras, y sólo prueba la antipatía invencible que inspira a Renán el Evangelista de la caridad y de la metafísica cristiana.

{4} Cayo rom. en Eusebio (H. E., III, 28), y Theodoreto, Hæret. fab., II, 3. Se ha dicho que Cayo rechazaba el Apocalipsis en su disputa con Proclo, y le atribuía a Cerinto, como hacían los Alogos (Epiph. Hæres. LI, 3); pero es sin fundamento, porque la semejanza de los dos Apocalipsis no prueba su identidad, y lo que Cayo y Theodoreto han citado basta para probar su diferencia. Si el fragmento de Muratori fuera obra de Cayo, como algunos han creído, sería cosa evidente que admitía el Apocalipsis como de S. Juan, puesto que allí se lee: “Et Joannis enim in Apocalepsi, licet septem Ecclesiis scribat, tamen omnibus dicit... Apocalapse etiam Joannis et Petri tantum recipimus, quam (¿se entiende el de Pedro?) quidem (quidam) ex nostris legi in Ecclesia nolunt”.

{5} Atribuye este autor el favor con que al principio fue acogido el Apocalipsis, a que expresaba las esperanzas y odios de los cristianos de la época; esperanzas de un inmediato reino mesiánico en Jerusalén, y de color judaico, y odio a Roma, como poder extranjero e idólatra, opuesto al reino de los santos. No es preciso decir cuánto extrema el valor de los textos y de los hechos, cómo se empeña en ver en nuestro libro un manifiesto de intolerancia feroz contra todo lo no hebreo, y particularmente contra San Pablo, no solo violentando los textos, sino haciendo caso omiso de los que le son decididamente contrarios; cómo se esfuerza, en fin, en presentar a San Juan y todos los cristianos del tiempo como atacados de un fanatismo ciego y feroz contra todo lo que no fuera el judaísmo neto con la sola adición de reconocer en Jesús la dignidad mesiánica. De aquí el atribuir las reservas posteriores contra el Apocalipsis, a la mayor ilustración de algunas iglesias y doctores, y al peligro de un libro que tal odio respiraba contra el imperio romano, ya reconciliado con la Iglesia; como si Orígenes, por ejemplo, hubiera sido menos docto que Dionisio Alejandrino, y como si no estuviera claro en el Apocalipsis que lo que allí se execra no es a Roma ni a su imperio como tal, sino como sede y apoyo de la idolatría, por donde la experiencia de todos los siglos cristianos hace ver qué el Apocalipsis no inspira odio, ni ofrece peligro alguno contra ningún poder político como tal, sino contra el espíritu y arte de la bestia y del Anticristo; al paso que produce siempre, y particularmente cuando arrecian los ataques de este espíritu, el efecto que quiso el autor que produjera, confirmar a los cristianos en la fe, sostener su paciencia y mantener incontrastable su esperanza en el triunfo definitivo del bien sobre el mal. Que San Juan no creía en la desaparición del templo y ciudad santa es, como hemos indicado, una mala inteligencia del texto. ¿No sabía la profecía de Jesús de que no quedaría de uno y otra piedra sobre piedra?