Causas mayores
Se llaman así aquellas en las que sólo debe entender el Romano Pontífice, de modo que vienen a ser una especie de casos reservados al Papa.
De estas, unas lo son por razón de la elevada jerarquía de las personas, y otras por la importancia misma de las cosas. En el primer caso se encuentran todas aquellas que versan sobre delitos de los Obispos penados con deposición o privación; y en el segundo las cuestiones de fe, la canonización y beatificación de los Santos, la aprobación y supresión de las órdenes religiosas, la creación, traslación, unión y división de Obispados, las de exención de la potestad episcopal, relajación o dispensa de los cánones en materia grave hecha a particulares, y la creación de Obispos, coadjutores y nuevas dignidades.
La disciplina de la Iglesia en estos graves asuntos ha sido varia según las circunstancias de los tiempos. Antiguamente era muy difícil y penoso acudir en todos los casos a la corte pontificia, pues la falta de comunicaciones las guerras de los estados y otra multitud de circunstancias hacían la mayor parte de las veces imposible el acceso a Roma; y por este motivo los Concilios provinciales conocían en las causas mayores, no por derecho propio, sino porque las circunstancias así lo aconsejaban, y por tolerancia y con asentimiento del Romano Pontífice, a quien en virtud del Primado de honor y jurisdicción corresponde la plenitud de la potestad eclesiástica, aunque no siempre la ejerza, y tácita o expresamente la delegue en las autoridades inferiores.
Posteriormente se reservaron estas causas a la Silla Apostólica, única que hoy entiende, como se verá al tratar de cada una de ellas, en forma contenciosa o voluntaria, según su índole respectiva.
Este cambio de disciplina ha dado motivo a los enemigos del Pontificado para mil injustas censuras, sin tener en cuenta que las instituciones más robustas y poderosas no se establecen nunca en la plenitud de todo su poder, sino que van desarrollando poco a poco la esfera de acción que por naturaleza les corresponde, a medida que lo exigen las necesidades de los tiempos. Por eso dice muy bien De Maistre (1): «No fue ciertamente en su principio la supremacía del Soberano Pontífice lo que llegó a ser con el tiempo, pero en esto mismo se conoce su naturaleza divina; porque todo lo que existe legítimamente y para siglos, existe primero en germen y se desarrolla por grados.»
Por lo demás, no tiene necesidad el Romano Pontífice del ejercicio de un derecho para justificar que compete a su primacía, pero si fuese necesario, la historia ofrece de ello no pocos ejemplos.