Filosofía en español 
Filosofía en español


Cosmogonía

La ciencia que trata del origen del mundo o más propiamente de su formación, supuesta su existencia; pues aunque se refiere tanto a la creación como a la disposición de las diversas partes del universo, se toma ya comúnmente para expresar el orden cómo fue formado y su antigüedad. Comprende, pues, no solo la tierra y los seres que la habitan, sino también los astros y tocios los sistemas estelarios; en una palabra, todo aquello que se comprende bajo la palabra κoσμος. Pero en sentido más estricto se refiere a la formación de nuestro globo, y en este sentido tiene íntima relación con la geología.

No es posible en un breve artículo de Diccionario exponer esta materia con la extensión y desarrollo que exige, y menos descender a pormenores científicos; pues para ello sería preciso encerrar en breves páginas todas las ciencias naturales. Nos limitaremos pues a presentar ideas generales, lo suficiente para rebatir los argumentos que con este motivo se hacen contra nuestros Libros Sagrados, manifestando que las cuestiones científicas en nada se oponen a lo que nos enseña la divina revelación, pues es imposible que exista contradicción alguna entre la verdadera ciencia y la doctrina revelada, como enseña el Concilio Vaticano.

Pero ante todo, debemos hacer notar la mala disposición de ánimo de los incrédulos que, lejos de proceder con imparcialidad, emprenden estos estudios con la intención de crear dificultades al relato bíblico, movidos por la pasión y por el espíritu de sistema. Apoyados en hipótesis atrevidas y no demostradas, deducen sin fundamento alguno conclusiones hostiles para la fe; aceptan como verdades indudables las opiniones científicas y teorías que distan mucho de hallarse probadas, y sobre todo emplean un criterio injustísimo, admitiendo con toda facilidad todo cuanto les parece desfavorable a la revelación, y negando, o al menos aceptando difícilmente, todo aquello que la confirma.

Siendo, pues, indudable que hasta hoy la cosmogonía y las ciencias naturales relacionadas con ella se fundan únicamente en suposiciones y teorías más o menos probables, nada puede en rigor deducirse de estas ciencias contra las verdades religiosas, y en cierto modo no hay derecho para traerlas a la discusión en este punto. Pero puesto que los adversarios lo hacen, obligan a los católicos a combatir en este terreno. Victoriosamente lo han hecho Wiseman, Reuchs, el Padre Pianciani, Bucland, Meignan, el Padre Jhan y otros muchos (citando únicamente los más modernos que han conocido los últimos adelantos de la ciencia). El lector puede consultar cualquiera de sus obras, pues nosotros solo indicaremos argumentos generales.

La Sagrada Escritura solo se propuso, sin apartarse de su objeto, dar idea de la creación por Dios, como dogma fundamental de todas las relaciones que ligan al hombre con su criador, de la religión, del culto y de la legislación que Moisés iba a dar al pueblo escogido. Su relación no debía anticipar un sistema científico sobre el origen del globo, que en nada era necesario para su objeto de demostrar el supremo dominio de Dios sobre todas las cosas, y dirigir a los hombres por el camino de la salvación. La revelación no tiene por objeto resolver los problemas de la ciencia, y se ha limitado a exponer en general las grandes épocas y principales progresiones de la formación de nuestro globo, manifestando que ha pasado por una serie de desarrollos sucesivos. Y sin embargo, lo que la Biblia indica á graneles rasgos está en la conformidad más sorprendente con los progresos de la ciencia, hasta el punto que muchos indican que eso es en cierto modo una prueba de su carácter revelado.

Moisés enseña que la obra de la creación fue consumada en seis días. Esto es lo que subleva a los incrédulos, porque les parece que es de todo punto inconciliable con los datos científicos, que exigen un larguísimo número de años, y aún de siglos, para la formación del universo. Los católicos han contestado que la palabra día empleada por Moisés es susceptible de diversas interpretaciones. Según unos, siguiendo el sentido literal, significa días naturales de veinticuatro horas, y sin embargo estos defienden que durante ellos han podido realizarse milagrosamente los fenómenos geológicos que parecen exigir muchos miles de años, apelando además a los innumerables cataclismos que durante el período histórico han trastornado la faz del globo, como vemos que sucede a nuestra vista en poco número de años. Según otros, la palabra día significa períodos de tiempo indeterminados, o épocas de duración indefinida, que pueden abarcar hasta miles de siglos, durante los cuales han podido realizarse cómodamente las lentas revoluciones que la ciencia distingue, tanto en los espacios celestes como en lo interior de nuestro globo y en la corteza terrestre. Según otros, la relación del Génesis se ha de dividir en dos partes, la primera que abraza una duración indefinida para la creación del cielo y de la tierra, y otra segunda para el orden y disposición de la Tierra en los seis períodos que se leen en el primer capítulo del Génesis. Otros, en fin, han entendido los seis días por seis órdenes de operaciones de la virtud creadora, no en el orden cronológico sino en el orden filosófico. Y por último, no es despreciable la opinión de San Agustín, que decía que aquellos días no significaban otra cosa que seis revelaciones angélicas, o conocimientos del mundo material comunicados a los espíritus superiores, y que él distingue en matutinos y vespertinos. Y tampoco omitiremos que otra opinión, no mal fundada, admite la creación simultánea, porque el mundo, al salir de las manos de Dios, debió aparecer con su carácter de antigüedad, que es una de sus grandezas. De todas estas opiniones que no hacemos más que indicar, nos ocuparemos detalladamente, desenvolviendo los argumentos que tienen a su favor, en el artículo Día.

A la intemperancia de aquellas imaginaciones que amontonan siglos a su antojo para desvirtuar la narración de Moisés, ha contestado el elocuente orador Padre Félix ridiculizando con fina ironía la pretendida ciencia, que solo se apoya en hipótesis o suposiciones gratuitas. Dice así:

“Nada me parece más sorprendente, que la credulidad de la semiciencia, desheredada de la fe. Tales sabios que exigen en religión deducciones rigorosas y demostraciones matemáticas, son de una credulidad de niño, cuando se trata de sus propios sistemas: y yo admiro su confianza ciega en todas las temeridades de la hipótesis y de la conjetura. Si los creéis, nada escapa a la penetración de su mirada; ellos ven hasta en las tinieblas la claridad científica. Preguntadles la edad exacta de cada planeta; ¡lo saben! Preguntadles la historia de cada estrella; ¡lo saben! Preguntadles las evoluciones o transformaciones de cada nebulosa; ¡lo saben! Preguntadles la naturaleza de cada sol, su estado primitivo, los cambios que ha sufrido, su pasado, su presente y hasta su porvenir; ¡lo saben! Lo saben, os digo. Todo lo saben, aun lo que no se puede saber. Ellos os dirán, si os conviene, el grado de incandescencia de la materia primera; ellos saben las leyes de la condensación y del enfriamiento; y veréis, salvo un ligero error, desarrollarse ante vuestros ojos todas las fases del mundo astronómico. Píelas aquí, medidas y calculadas, con sus fechas y sus cifras escritas en los cielos. Para pasar del fluido al líquido, cincuenta mil millones de millones de años; para pasar del líquido al sólido, no se debe poner menos, otros cincuenta mil millones de millones de años. De aquí la conclusión: total de la edad de no importa cual sol, cien mil millones de millones de años. Si vos lo negáis, negáis la ciencia.

“Tomaos la libertad de preguntar a este vidente de la ciencia moderna, cómo aquella materia fluida, vaporosa, elemental, ha llegado a darse el doble movimiento de rotación y traslación, que tiene cada cuerpo celeste, para marchar en armonía general. ¿Por qué tiene estos dos movimientos, esta dirección más bien que otra? ¿Cómo, sin una voluntad positiva del Creador, que imprimió él mismo a todos los cuerpos celestes este doble movimiento inicial, puede explicar las armonías del universo y la mecánica del cielo? Nada detiene a la semiciencia incrédula: supone que estos movimientos son esencialmente inherentes a la materia primera. Desde entonces todo marcha corriente, y el joven sabio de veinticinco años, bien reforzado de física, de química y de matemáticas, os va a referir, sin equivocarse una palabra, toda la historia de los mundos astronómicos, absolutamente como si hubiera asistido a su nacimiento, y hubiera presenciado todo el drama lejano de sus revoluciones. Y si Dios le dijese como a Job: ¿Dónde estabas tú cuando yo ponía las bases de la "tierra, y extendía en el espacio los pabellones del cielo? ¿Cuándo los astros saltaban a mi voz en mi presencia y resplandecían con su primera aurora? —No, Señor, podría responder el joven revelador de los secretos celestes, no; yo no existía, o no me acuerdo: ¿Pero qué importa? Del mismo modo que viendo con mis ojos la vieja encina del bosque, puedo calcular los años de su crecimiento, así al ver la nebulosa en el fondo de mi telescopio, puedo contar sin engañarme las épocas de sus transformaciones y los siglos de su duración.

“A la verdad, convendréis conmigo, que la ciencia no está hecha todavía sobre estos problemas que tocan a los orígenes y formaciones cosmogónicas; todos nosotros nos hallamos en este punto en presencia de una inmensa incógnita, y no tenemos derecho de esperar revelaciones nuevas. —Es cierto, dice, la ciencia no está hecha; mas nosotros vamos a hacerla. Lo que todavía es una probabilidad, se va a convertir en certeza, y entonces ¿qué será de Moisés? ¿Qué dirá la Iglesia, la Iglesia que coloca en seis mil años de distancia la frontera extrema del tiempo? —Esperad pues; Moisés os aguarda, y la Iglesia nada teme. Hoy mismo, y sin esperar el porvenir, quiero suponer que la ciencia está ya hecha. Sí, supongo que habéis demostrado que la creación primera de todos los cuerpos celestes no fue en su origen otra cosa que una materia fluida, lanzada en las inmensidades del espacio, con un grado de calor que sobrepuja cuanto puede alcanzar la imaginación; y que por efecto natural de las leyes que Dios hizo para gobernar toda materia, aquella materia elemental ha llegado a ser después de millones de siglos el mundo que descubren nuestros ojos.{1}

“Esto es atrevido seguramente, es muy atrevido. Mas ¿creéis que por eso vais a confundir a Moisés y a desconcertar a la Iglesia? De ninguna manera. Escuchad la primera palabra del Génesis, y si podéis medid toda la longitud y penetrad toda la profundidad que entreabre ante vosotros. En el principio creó Dios el cielo. El cielo, es decir, la universalidad del mundo astronómico que rueda sobre vuestras cabezas. Pero ¿qué cielo? ¿Un cielo elemental o un cielo acabado? Moisés no ha escrito en esta página más que la gran palabra de la creación, y deja un campo ilimitado a los exploradores de la ciencia. Si insinúa alguna cosa, es una creación general del cielo y de la tierra, es decir, de todos les elementos que componen una y otra: creación universal y primitiva anterior a las creaciones, cuyo orden se refiere en la obra de los seis días. Cualquiera que sea el tiempo que mida en lo pasado las lejanas elaboraciones de las estrellas y los soles; que se necesiten millares de siglos para satisfacer a los datos de la ciencia, supuestos incontestables (ved cómo el dogma católico es de una tolerancia que os debe dejar satisfechos), ¿qué importa? Moisés no tuvo por objeto enseñar el modo cómo fue criado, sino por quién, y para qué fin fue criado. Moisés no escribió para revelar las leyes que gobiernan los astros. El no pretendió, dice San Agustín, hacer del pueblo hebreo un pueblo de sabios. Mas, estando inspirado por el autor de toda ciencia, dice la verdad esencial, aunque no en una forma científica; traza los grandes rasgos de la ciencia, rasgos admirables de rectitud, de precisión, de justicia y de orden, que se descubren cada vez más sobre los horizontes de la ciencia, que se va extendiendo a medida que las tinieblas de la ignorancia huyen ante ella; como se ven aparecer las altas cimas de los continentes, cuando después de la noche se extiende la luz sobre la tierra. Moisés solo dice una palabra, pero es decisiva. Toda su enseñanza astronómica se reduce a estos datos fundamentales: la materia creada y un Dios creador; la materia en movimiento, y un Dios primer motor; la materia ordenada, y un Dios supremo ordenador. Alrededor de este eje radiante y fijo, que concentra e ilumina todo, la ciencia puede remover un millón de problemas: jamás le hará vacilar ni le oscurecerá.”

Aquí vemos que el sabio y celebrado orador de Nuestra Señora de París, no solamente se inclina a la opinión lata que extiende la formación del universo todos los siglos que pida la teoría más exigente, sino que además toca las cuestiones más interesantes de las ciencias modernas, y manifiesta el verdadero objeto de Moisés en su relación tan sorprendente como magnífica.

En sus últimas líneas nos ha insinuado aquellos grandes rasgos de que se vale el escritor inspirado. Su historia puede dividirse en tres partes: Exordio, que cuenta la producción general de la materia, comprendiendo todo cuanto existe en las palabras el Cielo y la Tierra, que es lo que principalmente interesaba saber al hombre; Descripción, que es la narración detallada de las obras de Dios en el espacio de seis días o épocas. En el primero crió la luz; en el segundo el Firmamento y dividió las aguas; en el tercero formó los mares, descubrió la tierra y produjo las plantas y árboles de todo género; en el cuarto formó el sol, la luna y las estrellas; en el quinto crió los peces y las aves; en el sexto crió los animales terrestres, y por último al hombre, rey de toda la creación. Para referir estas magnificencias, emplea la sencillez más sublime: fiat, fórmula del decreto divino; factum est, fórmula de la ejecución; vidit Deus quod esset bonum, fórmula de la aprobación. Tal es el lenguaje de la sabiduría divina. Por último, Epílogo, que refiere la consumación perfecta de tan grande obra, y el reposo divino cesando de criar; finalmente, la santificación del día séptimo, señalándole para que el hombre lo destinase perpetuamente a honrar a Dios.

Muchos escritores católicos han observado un paralelismo significativo entre los tres primeros días de la semana genesíaca y los tres segundos, con la particularidad que se hallan perfectamente de acuerdo con los descubrimientos de la ciencia. En el primer día fue creada la luz, en el cuarto los astros que dan la luz. El segundo separa las aguas del Firmamento, el quinto refiere la creación de los peces y de las aves. El tercer día se presenta la tierra firme con el mundo de las plantas, el sexto aparecen los animales destinados a vivir sobre la tierra. Se ve que este orden corresponde a los tres períodos de la creación.

Después del caos viene la producción de la luz, que puede llamarse período químico, porque en él se combinaron los átomos elementales, aumentando la luz y el calor, condiciones de toda vida orgánica. Lo que se ha censurado a Moisés por haber distinguido entre la luz y el sol, se ha reconocido en nuestros días como una ley de física descubierta y proclamada por la ciencia. La nebulosa primitiva quedó reducida al estado de incandescencia, y desarrollando una cantidad inmensa de vapor acuoso, dio lugar al segundo día, en el cual comienza el período atmosférico y la formación del éter celeste. El enfriamiento produjo las aguas, que precipitándose formaban los mares, mientras espesas nubes flotaban por encima, que después se desataron en lluvias torrenciales. Su densidad no permitía penetrar los rayos del sol y de la luna y la aparición de las estrellas; pero la tierra, bien preparada con las anteriores conmociones, empezó a cubrirse de una vegetación gigantesca, y verificándose en ella colosales alzamientos, produjeron las elevadas montañas, empezando a dejar descubierta la tierra; y por eso esa transformación del globo ha podido ser llamada con razón época de las plantas, de conformidad con la Sagrada Escritura. Purificada y descargada la atmósfera, aparecieron el sol, la luna y los astros, ejerciendo su poderosa influencia sobre aquellos terrenos vírgenes y bien preparados para recibir la vida orgánica. El calor excesivo, ayudado de una constante humedad, había producido aquellos bosques gigantes que se entrelazaban y estrechaban, y absorbiendo el carbono dieron origen a la hulla después de haberse formado las grandes rocas y capas espesas de carbones. La aparición de los astros fue el preliminar de la aparición de la vida, primero de los peces y las aves, y después de los animales. Porque los zoófitos, crustáceos y moluscos anteriores a la producción de las plantas, en lenguaje vulgar no se llaman peces, y Moisés habla solo de los seres manifiestos a los sentidos. Por eso la narración bíblica concuerda maravillosamente con los datos geológicos. “La creación sucesiva, dice Hettinger, tal como nos refiere la Sagrada Escritura, es la indicada por la ciencia, como conforme a la naturaleza y confirmada por la experiencia con grandes probabilidades. Encuéntrame siempre reunidas una vegetación exuberante y una atmósfera muy cargada de ácido carbónico; y aún en el día, las regiones volcánicas exhalan ácido carbónico.” Aquella atmósfera perjudicial para los animales que viven en el aire no lo era para los que viven en el agua; pero cuando se purificó y pudieron vivir en ella, aparecieron aquellos animales en el orden dicho, comenzando por los organismos más sencillos. Por eso pudo muy bien escribir Cuvier: "Moisés nos ha dejado una cosmogonía, cuya exactitud se confirma diariamente de un modo admirable. Las recientes observaciones geológicas concuerdan perfectamente con el Génesis, respecto al orden en que sucesivamente fueron creados todos los seres organizados.” Esta conformidad es tan sorprendente y admirable para todos los sabios que se han dedicado a estos estudios, que Ampere, después de notarla, no pudo menos de exclamar: O Moisés tenía en las ciencias una instrucción tan profunda como la de nuestro siglo, o estaba inspirado.{2}

Según estas razones generales, vemos que desaparecen todas las dificultades que se puedan hacer contra la cosmogonía de Moisés, considerando que solo se ocupa de la creación de la materia y de los diversos estados, porque pasó para llegar a su forma y composición actual.

De aquí se infiere la injusticia y mala fe de los incrédulos, cuando presentan sus atrevidas teorías contra nuestras verdades ciertas y bien demostradas. Es una inconsecuencia discurrir con hipótesis y presunciones, avanzando más de lo que permiten las verdades científicas.

Por el contrario, los más sabios expresan ya claramente sus convicciones de que no hay que temer conflicto alguno entre la Biblia y la ciencia. El erudito Padre Mendive, en su obra La religión católica, vindicada de las imposturas racionalistas, copia de Reuchs una declaración, suscrita en 1864 por más de 200 sabios ingleses, que nos parece oportuno reproducir. Es como sigue:

“Nosotros los naturalistas abajo firmados expresamos con este acto el verdadero pesar y disgusto de que algunos en nuestros días hagan uso de la ciencia natural para impugnar la verdad y la autenticidad de la Sagrada Escritura. Miramos como imposible toda contradicción entre la palabra de Dios, impresa en el libro de la naturaleza, y la contenida en la Escritura Santa, sea cual fuere la diferencia que pueda parecer existir entre ellas. No olvidarnos que la ciencia natural no ha llegado todavía a sus últimas conclusiones, que hasta el presente no se halla sino en vías de progreso, y que en la actualidad nuestro espíritu no puede ver si no en enigma y como un espejo (I Cor., cap. XIII, v. 12). Estamos en la firme persuasión que llegará un día en que será reconocido el acuerdo completo de entrambas, hasta en sus mínimos pormenores. No podemos menos de lamentar el que miren muchos con desconfianza la ciencia natural sin haberla estudiado, solo porque algunos hombres mal avisados la ponen en contradicción con la Santa Biblia. Somos de parecer que todo naturalista está obligado a estudiar la naturaleza con el solo objeto de que brille en todo su esplendor la verdad; y si encuentra que alguno de sus resultados parece oponerse a la Biblia o al sentido en que él la entiende (sentido que puede ser erróneo), no debe afirmar con seguridad que su conclusión es exacta y falsa la doctrina de la Biblia, sino por el contrario, debe poner ambas doctrinas una junto a otra, hasta que tenga Dios Nuestro Señor por conveniente manifestarnos la manera de conciliarlas entre sí. Entre tanto, en lugar de ponderar las contradicciones que parecen existir entre la ciencia y la Biblia, pensamos que sería más acertado apoyar nuestra fe en los puntos en que ambas convienen.

“Esto es lo que debe hacer todo hombre que quiera proceder por razón, y no guiado de bajos y aviesos intentos. La verdad y la autenticidad de la Biblia son dos hechos históricamente ciertos, de que ningún hombre medianamente instruido en materia de religión puede razonablemente dudar; y como tales, es imposible se halle en pugna con los hechos escritos en el libro de la naturaleza. Dios mismo es el que nos ha dejado escritos ambos libros, el libro de la revelación sobrenatural que tenemos en la Sagrada Biblia, y el libro de la revelación natural que hallamos abierto día y noche en las obras admirables de la creación universal. Siendo, pues, Dios el autor de entrambas revelaciones, es imposible pueda existir contradicción alguna entre ellas, porque Dios no puede negar con una palabra lo que afirma con otra.”

Terminaremos recordando con San Agustín y Santo Tomás, que en estas materias nadie debe inclinarse a una opinión o teoría con preferencia a otra, para no exponer las Santas Escrituras a la irrisión de los infieles, puesto que todavía la narración de la Biblia no es una cosa demostrada científicamente sin género alguno de duda; pues la geología, como ciencia nueva, todos los días va haciendo nuevos descubrimientos que modifican o cambian las opiniones anteriores.

El primero escribía: Plerumque enim accidit ut aliquid de terra, de cælo, de cæteris hujus mundi elementis, de motu et conversione vel etiam de magnitudine et intervallis siderum, de certis defectibus solis ac lunæ, de circuitibus annorum et temporum, de naturis animalium, fruticum, lapidum atque hujusmodi cæteris, etiam non christianus ita noverit, ut certissima ratione vel experientia teneat. Turpe est autem nimis et perniciosum ac maxime cavendum, ut christianum de his rebus quasi secundum clhristianas litteras loquentem, ita delirare quilibet infidelis audiat, ut, quemadmodum dicitur, toto cælo errare conspiciens, risum tenere vix posset. (De Gen. ad litt. cap. XVIII).

El segundo, como su discípulo fidelísimo, repite: Dicendum, quod, sicut Augustinus docet, in hujusmodi quæstionibus duo sunt observando. Primum quidem, ut veritas Scripturæ inconcusse teneatur: secundum, cum Scriptura divina multipliciter exponipossit, quod nulli expositioni aliquis ita præcise inhæreat, utsi certa ratione constiterit hoc esse falsum, quod aliquis sensum Scripturæ esse credebat, id nihilominus asserere præsumat; ne Scriptura ex hoc ab infidelibus desideatur, et ne eis via credendi præcludatur (I. p. q. LXVIII, art. 1).{3}

Perujo.

——

{1} Herschel y Laplace han dado respectivamente dos teorías muy racionales, puesto que cuadran con los hechos, están conformes con los recientes descubrimientos, y reciben todos los días del análisis espectral una confirmación casi equivalente a la certeza. La primera es relativa a la naturaleza de las nebulosas; la segunda explica la formación de los soles, de los planetas y de los satélites.

La de Herschel, resumiéndola en pocas palabras, dice: “Al principio de las cosas, la materia ponderable se hallaba casi uniformemente derramada por el espacio: pero no tan igualmente que no existieran aquí y allí puntos de mayor condensación. Bajo la influencia de la sola fuerza de atracción, estos puntos vinieron a ser otros tantos centros de movimiento, que agruparon a su alrededor la materia ambiente; de ahí resultaron fraccionamientos de esta materia, la que en un momento dado se encontró dividida en fragmentos aislados e independientes separados por estos espacios inmensos, vacíos, designados por los astrónomos con el nombre de sacos de carbón. Estos grandes fragmentos son las nebulosas. Así dispuesta la materia, sufrió nuevas condensaciones alrededor de los núcleos, que se transformaron poco a poco en estrellas nebulosas, después en soles o estrellas animadas de un movimiento de rotación alrededor de su eje, y rodeados luego de planetas y de satélites. Obedeciendo estas estrellas a atracciones, cuyas causas son desconocidas todavía, lo mismo que las nebulosas más tardías, se agruparon lentamente en lácteas, cuyos movimientos íntimos indican cambios de forma continuos.”

He aquí cómo explica Laplace la formación de los planetas y de los satélites:

“Sabemos que una masa fluida, girando alrededor de un eje, toma la forma de una esfera que se aplasta en los polos tanto cuanto más rápida es la rotación. Animada de velocidad suficiente esta esfera, que supondremos ser la nebulosa solar, se transformó poco apoco en figura de una lenteja. Vino un momento en que las zonas periféricas no fueron ya retenidas por una atracción capaz de contrarrestar la fuerza centrífuga que sabemos por la física, crece con el aumento de la velocidad de rotación; entonces abandonaron la masa central, constituyendo un anillo independiente, que conservó su movimiento original de rotación. Pero la masa fluida central, obedeciendo a las leyes de atracción, se condensaba más y más, y disminuyendo su volumen, aumentaba proporcionalmente la velocidad de rotación y con ella la fuerza centrífuga. Llegó otro momento en que se separó un segundo anillo; más tarde, siguiendo las mismas fases, otro, renovándose el fenómeno todas las veces que se reproducían las condiciones, que presidieron al desprendimiento del primero. Desprendidos ya los anillos a causa de la diferencia, aunque poca, que habría en la densidad de la materia que formaba cada uno, la fuerza de atracción las llegó a romper y a aglomerar después en diversas partes en una masa esférica, animada de un movimiento de rotación sobre su eje, y de un movimiento de traslación o de revolución alrededor de la masa material de que procedían. Tal fue el origen de los planetas Neptuno, Urano, Saturno, Júpiter, etc. Estas masas secundarias esféricas sustituidas a los anillos, estos planetas nacientes obedecían a las mismas leyes que la masa principal de que derivaban. Es decir, el movimiento de rotación que han conservado se aceleraba en razón del progreso de su condensación, y pudo llegar un momento en que abandonaron también sus anillos semejantes al que les dio origen a ellos; estos anillos de segundo orden se condensaron también en masas esféricas, que son los satélites. De modo, que la nebulosa solar ocupaba en su principio un espacio mayor que él, que limita la órbita de Neptuno, cuya distancia del sol es de 1.100 millones de leguas, así como la tierra, al desprenderse del sol, ocupaba un espacio mayor que el que es limitado por la órbita de la luna; pues cuando esta se desprendió ya se había condensado lo suficiente para hacer aumentar hasta tal punto la velocidad, que diera lugar a una fuerza centrífuga, capaz de contrarrestar la atracción.”

{2} Veamos lo que el piadoso Padre Faber escribe con la convicción más profunda: "Ningún espectáculo puede ser más a propósito para contemplado por el verdadero teólogo, que los pasos de gigante de los descubrimientos científicos, y los atrevidos métodos de los infatigables heraldos de la ciencia; nada tiene que temer por su fe, y si se halla embarazado, es por la riqueza misma de las pruebas, que nuevos e incesantes descubrimientos ponen a su disposición para su defensa. Nada puede haber más mezquino, más vulgar, ni más falto de sentido, que la idea de un antagonismo entre la ciencia y la religión. Es verdad que algunas ciencias, en el primer vuelo de su desarrollo, trastornaron las ideas de los que se embriagaron en su fuente, y nacieron de ahí teorías precoces, incompletas e inconciliables con la doctrina de la fe; pero después fueron pruebas más ostensibles de la verdad divina inalterable de nuestras santas creencias; porque los descubrimientos más completos y un examen más detenido, ocasionaron siempre el abandono de las teorías antirreligiosas. Habíase representado a la geología, esto es, a la historia de la formación de nuestro globo, como una ciencia cuyo estudio era particularmente perjudicial para la dirección religiosa de nuestra alma; pero de ser así, la falta sería del alma y no de la ciencia. Esa larga serie de controversias, que vinieron a parar a la conclusión de que la actual superficie de la tierra es moderna, y que el hombre es relativamente un niño de la creación, es un largo encadenamiento de pruebas en favor de la relación mosaica.” –El Santísimo Sacramento, pág. 340.

{3} Edic. Valent. de Perujo, t. II, pág. 138.