Homicidio
Teniendo en cuenta los diferentes móviles que pueden determinar la muerte de un hombre y las diferentes maneras de ocasionarla, el Concilio Tridentino, en la ses. XIV, cap. VII, distingue tres clases de homicidios, el voluntario, el casual y el necesario. Homicidio voluntario es el que procede de una intención directa, o al menos indirecta, y por consiguiente imputable, de matar a un hombre: casual es el que procede de una causa fortuita o involuntaria, y por consiguiente sin intención alguna de que se siga la muerte: necesario es el que procede de la necesidad de la defensa propia del que lo comete.
El homicidio es intrínsicamente malo, porque el privar de la vida a un hombre sin causa ni motivo cumplidamente justificado, es arrogarse un derecho que solo compete a Dios, faltar gravemente a los sagrados deberes de la caridad que nos manda querer y respetar al prójimo como a nosotros mismos, y trastornar la familia, y con ella el orden social. Por eso está severamente prohibido por todas las leyes divinas y humanas; y el que lo comete, además de las penas en que incurre, está obligado al resarcimiento de daños y perjuicios. Según el art. 419 y siguientes de Nuestro Código penal, el reo de homicidio será castigado con la pena de reclusión temporal, cuando riñendo varios y acometiéndose entre sí confusa y tumultuariamente, hubiere resultado muerte y no constare su autor; pero si consta los que hubieren causado lesiones graves, serán estos castigados con la pena de prisión mayor. No constando tampoco los que hubieren causado lesiones graves al ofendido, se impondrá a todos los que hubieren ejercido violencias en su persona, la de prisión correccional en sus grados medio y máximo. El Derecho canónico, en el can. 20, ltaque 24, q. III, impone la pena de excomunión al homicida si es lego; y si es eclesiástico la de inhabilidad para obtener beneficios eclesiásticos, la deposición por sentencia judicial del orden y oficio, la reclusión, y hasta la degradación si ha de ser entregado al brazo secular. (Can. 12, dist. 81, y cap. X, De Judiciis, y Conc. Trid., ses. XIV, cap. VII, De Ref.)
Decretada en nuestro país la unificación de fueros, se ha arrebatado a la Iglesia la autoridad que tenía para la aplicación de las penas temporales impuestas por el Derecho canónico a los homicidas; así es que el juez eclesiástico solo tiene jurisdicción para las morales o del fuero interno, de que se ocupan los moralistas y las canónicas de que tratamos. Estas son la inhabilidad para los beneficios eclesiásticos y la irregularidad que se comprende en esta última.
Incurren en ella todos los que cometen un homicidio voluntario de cualquiera manera que sea, y los que concurren a él mandando, aconsejando o prestando su ayuda, y los que estando obligados por razón de su oficio a impedirlo, no lo hacen (cap. VII y VIII De Hom.), y los que dudan si han cooperado o no, y puesto la diligencia debida, según el cap. XII y XVIII del mismo; motivo por el cual si en riña tumultuosa resulta un muerto y no se sabe quién es el homicida, todos se hacen irregulares, y por igual razón, si un clérigo duda si ha cometido o no una muerte, debe ser considerado también como irregular, si bien para el solo efecto de celebrar los divinos misterios. (Cap. XI y XVIII).
En el homicidio casual hay que distinguir entre las causas que lo motivan. Si proviene por sola la casualidad de una causa lícita, y en la cual se emplean toda la previsión y diligencia posibles, no produce irregularidad, porque entonces no se puede conceptuar criminal, como lo demuestran los numerosos ejemplos que de casos de esta índole se resuelven en varios capítulos del mencionado título en sentido favorable, es decir, declarando libres de irregularidad a los autores de homicidio puramente casual que proviene de una causa lícita. Si el homicidio proviene de una causa ilícita, hay que tener en cuenta la relación que hay entre la acción ilícita y la muerte; si hay entre una y otra alguna conexión, de tal manera que al practicarla se pudo prever el peligro de causar Una desgracia, convienen todos en que produce irregularidad; pero si no hay entre una y otra conexión alguna y se pone todo el cuidado y diligencia debidas, aunque algunos dicen que también produce irregularidad, la opinión más común es que no, pues si bien el autor es culpable de una acción ilícita, no lo es del homicidio que resulta casualmente y contra toda previsión. Pero si la acción ilícita envuelve naturalmente el peligro de muerte, y sobre todo si fue prohibida, el homicidio, aunque casual, produce irregularidad, y así se hace irregular el clérigo que ejerce la profesión médica o quirúrgica, siempre que se sigue la muerte, porque precisamente los cánones han prohibido a los clérigos el ejercicio de estas profesiones por la relación que tienen con la muerte.
Por último, el homicidio necesario no produce irregularidad, si tiene lugar observando escrupulosamente lo que se llama moderamen inculpatæ tutelæ, es decir, que uno obre en defensa propia, que la agresión sea injusta y a mano armada, que no haya otro medio de conjurar el peligro que la muerte del agresor, y que no se proponga satisfacer una venganza, sino solo salvar su existencia. Cuando se comete homicidio, no en defensa propia, sino en la de aquellos que están ligados por vínculos de la sangre o del cariño, o en la de los que necesiten protección por ser débiles y desvalidos, varían las opiniones de los autores: unos dicen que no produce irregularidad, fundándose en las siguientes palabras de San Ambrosio: “el que protege al débil contra el fuerte, y al ciudadano compatriota suyo contra el invasor, merece bien de la justicia; y el que no defiende a su compañero contra una agresión injusta, es tan culpable como el que lo ataca.” Sin duda, dice Phillips, que el valor y la justicia son dignas de toda gloria y de toda alabanza; pero por muy caballeresco y meritorio que sea exponer su propia vida por la de sus semejantes, si para defenderla se mata a otro hombre, siquiera este hombre sea el último criminal, no se puede escapar de irregularidad, según los principios del Derecho antiguo, así como según la regla trazada por la Decretal de Clemente V. La glosa interpreta en este sentido riguroso la disposición del Papa Clemente, y no es susceptible de ninguna otra interpretación. Algunos canonistas han creído poder eludir esta disposición: es más, han pretendido que la muerte, ocasionada en defensa de la propia castidad, no debía ser comprendida entre los casos de irregularidad. Su error viene evidentemente de que ellos han confundido la inocencia misma del acto con la exención de irregularidad; y no siendo la irregularidad una pena, no está subordinada a la idea de culpabilidad, y se produce fuera de toda represión penal. El prisionero de guerra que recobra su libertad a costa de la vida de sus enemigos no merece seguramente ninguna pena; y sin embargo sería muy difícil considerarlo ipso jure, como exento de toda irregularidad. No prueba nada en contrario el ejemplo del Papa Pío V, que declaró no haber incurrido en irregularidad el capuchino Anselmo Petramellera, que mató siete soldados turcos, pues esta declaración podía ser equivalente a una dispensa.”
Fuera del caso consignado, el homicidio necesario produce irregularidad; y así es tenido por irregular el juez que pronuncia una sentencia de muerte que se cumple o ejecuta, el fiscal, el acusador, su abogado, los testigos que deponen contra el reo, el escribano que copia la sentencia, los ministros o dependientes que la llevan a cabo, y todos aquellos que por oficio concurren al pronunciamiento o ejecución de la sentencia. (Caps., V y IX, Ne cleric.; y cap. X, de Exces. præel). Exceptúanse de esta ley general los inquisidores y sus oficiales, el Prelado que entrega a un clérigo degradado al brazo secular, con la protesta ordinaria de que no sea condenado a muerte, y el Obispo que ejerce jurisdicción política. (Cap. fin. Ne clerici in 6.°)
A primera vista parece que hay alguna contradicción en la doctrina sentada, pues no se concibe que no contraiga irregularidad el que mata a uno en defensa propia, y que incurra en ella el que lo manda matar en defensa de la sociedad; pero esto consiste en que el homicidio en el juez y demás personas citadas es voluntario, al menos in causa, puesto que voluntariamente eligieron esta carrera y voluntariamente desempeñan su oficio, cosa que no sucede al que no le queda otro recurso para salvar su vida que sacrificar la de su adversario.
Acerca de la dispensa de esta irregularidad, el Concilio Tridentino, en la ses, XIV, capítulo XVII, de Ref., dice: “Debiendo ser removido del altar el que haya muerto a su prójimo con ocasión buscada y alevosamente; con mayor motivo no podrá ser promovido en tiempo alguno a las sagradas órdenes el que haya cometido voluntariamente homicidio, aunque no se le haya probado enjuicio, ni sea público, sino oculto; ni se le puedan tampoco conferir ningunos beneficios eclesiásticos, aunque sean de los que no tienen cura de almas; sino que perpetuamente quede privado de todo orden, oficio y beneficio eclesiástico. Mas si se expusiere que no cometió el homicidio de propósito, sino casualmente, o rechazando la fuerza con la fuerza, con el fin de defender su vida, en cuyo caso en cierto modo se deba de derecho la dispensa para el ministerio de las órdenes sagradas, y del altar, y para obtener cualesquier beneficios y dignidades, cométase la causa al Ordinario local, o si lo requiriesen las circunstancias, al Metropolitano, o al Obispo más vecino quien no concederá la dispensa sino con conocimiento de causa, y después de dar por buena la relación y preces, y no de otro modo. Y en el cap. VI, ses. XXIV: “Sea lícito a los Obispos dispensar en todas las irregularidades y suspensiones, procedentes de delito oculto, a excepción de la que nace de homicidio voluntario, y de las que se hallan deducidas en el foro contencioso.”
De esta doctrina se deduce que los Obispos pueden dispensar de la irregularidad proveniente del homicidio casual oculto y que no ha sido llevado al foro contencioso; así como también de la que procede del homicidio necesario en el que se ha cumplido el moderamen inculpatæ tutelæ; y según la opinión más probable, de la que resulta del homicidio indirecto, como es el que se comete en riña tumultuosa, pues se reputa cometido en defensa propia. Pero en el homicidio voluntario, lo mismo público que oculto, solo puede dispensar el Romano Pontífice.