Filosofía en español 
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Mito

Entiéndese por mito (μιθος) una tradición alegórica destinada a trasmitir un hecho verdadero, y que en lo sucesivo se tomó erradamente por el hecho mismo. Así, por ejemplo, la historia de la tentación y caída de nuestros primeros padres y la de la torre de Babel, si se tomaran en sentido mítico no serían más que una ficción alegórica, inventada y compuesta por un antiguo filósofo, para explicar el mal moral y físico, y la diversidad de lenguas, y que en lo sucesivo se tomó por estos hechos mismos. Desde el siglo último se ha ventilado acaloradamente la cuestión de que si la Escritura contenía o no mitos. Los críticos se han dividido como en dos campos, declarándose unos por la afirmativa, y los otros por la negativa. Como la cuestión se ha suscitado con respecto a entrambos Testamentos, creemos deber demostrar en dos proposiciones diferentes, que ni en el Antiguo ni en el Nuevo hay mitos, y que por consiguiente el sentido mítico, aplicado a nuestras santas Escrituras, es una vana imaginación, no temiendo afirmar que el querer dar este sentido al texto sagrado es violentarle sacrílegamente.

Hay mitos en el Antiguo Testamento. –Parécennos tan claras y perentorias las razones con que se impugna el sistema de los partidarios de los mitos bíblicos, que no creemos pueda objetárseles nada razonable.

La razón principal en que se fundan las suposiciones de la interpretación mítica del Antiguo Testamento, se halla ya en las ideas de Varrón. En efecto, este dice que las edades del mundo pueden dividirse en tiempos oscuros, fabulosos e históricos. En todos los pueblos, la historia es primero oscura e incierta, luego fabulosa o alegórica, y por último positivamente histórica. ¿Y por qué, preguntan algunos, si este hecho existe en todas partes, no ha de haber existido entre los hebreos? Los testigos que mejor pueden fijar nuestra atención acerca de la legitimidad de la interpretación mítica de la Biblia, son sin duda los primeros cristianos que principiaron siendo gentiles, y entre quienes había hombres sabios y filósofos. Pues aquellos no pudieron ignorar el principio de Varrón, conocían la mitología de los egipcios, griegos, romanos y persas, sin duda mejor que nosotros en el día: desde su juventud habían podido familiarizarse con estos productos de la imaginación religiosa: los habían honrado mucho tiempo y habían podido estudiar y descubrir todas las sutilezas de interpretación, con cuyo auxilio se había procurado sostener el crédito de tales monumentos. Después, cuando aquellos neófitos comenzaron a leer la Biblia, ¿no es probable que hubiesen conocido de seguida y descifrado los mitos, si los hubiera habido? Sin embargo, no vieron en la Biblia más que una historia lisa y llana. Luego, según la opinión competente de estos jueces antiguos, es menester que haya una gran diferencia entre el modo mítico de los pueblos paganos y el género de la Biblia.

Puede suceder, a la verdad, que aquellos primeros cristianos, poco versados en la crítica sublime, poco capaces también de aplicarla, y acostumbrados por otra parte a los mitos gentílicos, fijasen apenas la atención en los de la Biblia; pero ¿no es constante que cuanto más habituado está alguno a una cosa, más pronto la conoce aún en las circunstancias diferentes por lo que toca a la forma? Luego si las historias hebraicas son mitos, ¿cómo no pudieron descubrirlos los primeros cristianos? Y si no pudieron, ¿no es una prueba de que eran tan imperceptibles aquellos mitos que no han podido notarse hasta al cabo de diez y ocho siglos?

Si se quiere aplicar a la Biblia el principio de Varrón, no se hallan esos tiempos oscuros e inciertos que debieron preceder a los de los mitos: los anales hebraicos no los suponen jamás. Así estos se diferencian esencialmente de los de todos los demás pueblos, bajo el respecto del origen de las cosas. Por otro lado, las leyendas más antiguas de las otras naciones empiezan por el politeísmo: no solo hablan de enlaces entre los dioses y los mortales, sino que nos cuentan la depravación y los adulterios de los moradores del cielo. Describen guerras entre los dioses, divinizan al sol, la luna y las estrellas, admiten una multitud de semidioses, genios y demonios, y conceden las apoteosis a cualquier inventor de un arte útil. Si nos muestran una cronología, es casi nula o exageradísima; en geografía no nos presenta más que un campo sembrado de quimeras: nos pintan todas las cosas como transformadas del modo más singular, y así se abandonan sin freno ni sujeción a todos los impulsos de la imaginación más extravagante. Mas la Biblia, por el contrario, empieza declarando que hay un Dios criador, cuyo poder es irresistible: quiere él, y en el instante todas las cosas son. En ese monumento divino no hallamos ni la idea del caos quimérico de los otros pueblos, ni una materia rebelde, ni un Ahriman, genio del mal. Aquí la luna, el sol, las estrellas, lejos de ser dioses, sirven para utilidad del hombre, le alumbran con su claridad y le dan la medida del tiempo. Todas las grandes invenciones son obra de los hombres, que no pasan nunca de ser hombres. La cronología procede por series naturales, y la geografía no traspasa ridículamente los términos de la tierra. No se ven transformaciones ni metamorfosis, ni nada, en fin, de lo que nos muestra tan claramente los rastros de la imaginación y de la fábula en los libros de los más antiguos pueblos profanos. Ahora bien; este conocimiento del Criador sin mezcla de superstición (cosa la más notable en documentos tan antiguos) solo puede provenir de una revelación divina. Por lo que se nos dice en tantos libros modernos, a saber: que el conocimiento del verdadero Dios salió de entre el mismo politeísmo, lo contradice toda la Historia Sagrada y profana: al contrario, nunca sucede eso. Los mismos filósofos adelantaron tan poco sobre el conocimiento del Dios único, que cuando los discípulos de Jesucristo anunciaron el verdadero Dios, aquellos defendieron contra estos el politeísmo. Mas cualquiera que sea el origen de esta idea de Dios en la Biblia, lo cierto es que es tan sublime y pura, que se quedan muy inferiores a ella las ideas de los filósofos griegos más ilustrados, que admitían una naturaleza general, una alma del mundo. Es verdad que esta noción de Dios no es perfecta, aunque sea exacta; mas esa misma circunstancia prueba que fue perfectamente acomodada al estado del hombre en un tiempo tan antiguo. Esta imperfección misma y el lenguaje figurado, mas tan claro y sencillo, de los documentos que nos hablan de él, demuestran que ni Moisés, ni nadie, después de este los inventó para darles una antigüedad que no tuvieron realmente. Esta noción tan notable de Dios debió conservarse en su pureza desde los tiempos más remotos, o más bien en algunas familias desde el origen de las cosas; y el autor del primer libro de la Biblia se propuso al componerle contraponer una cosa cierta y fundamental a las ficciones e invenciones de los otros pueblos en tiempos más antiguos. En efecto, ¿qué nación ha conservado un solo rayo de la verdad que pregona el primer capítulo del Génesis?

Por fin ocurre otra cuestión. ¿Cómo se puede concebir que se hayan conservado sin alteración estos documentos de la historia primitiva hasta el tiempo en que fueron reunidos por Moisés? ¿No pudieron ser abultados con las adiciones de la imaginación poética? ¿No sucedió así con las tradiciones de los otros pueblos?

A esto puede responderse que es indudable que las tradiciones bíblicas, que hacen excepción en cuanto a su evidente ventaja sobre las demás, la hacen también en cuanto a su modo de trasmisión. Su corta extensión hacia precisamente más fácil y concebible su conservación, y sin duda se escribieron en una época en que aún no se habían compuesto las tradiciones de los otros pueblos. Su forma escrita, su sencillo lenguaje, sus nociones precisas y elementales, todo es tan sorprendente en ellas, que si el historiador que las reunió hubiese intentado añadirlas, indudablemente se hubiera descubierto de dos modos, por sus ideas más modernas y por su lenguaje más profundo y estudiado.

Reasumiendo todos estos argumentos que prueban hasta la evidencia la falsedad de los raciocinios de nuestros adversarios, diremos: 1.° Los primeros cristianos, jueces los más competentes en la materia de que se trata, lejos de haber descubierto mitos en el Antiguo Testamento, no vieron más que una historia lisa y llana de sucesos reales y positivos. 2.° Entre los antiguos hebreos no hubo jamás tiempos oscuros o inciertos como entre todos los demás pueblos. 3.° La noción de un Dios único y Criador de todas las cosas, que siempre se conservó tan pura entre los judíos únicamente, no pudo venir del politeísmo: solo una verdadera revelación divina pudo comunicarla a los hombres. 4.° Las historias del Antiguo Testamento son las únicas que no ofrecen nada extravagante, nada que repugne ni choque a un crítico ilustrado que quiera desnudarse de todo un espíritu de prevención. 5.° Las tradiciones bíblicas pudieron fácilmente conservarse exentas de mitos, tanto por su misma naturaleza cuanto por el modo con que se escribieron.

No hay mitos en el Nuevo Testamento. –No podemos entrar en todas las particularidades que necesitaría la prueba completa de nuestro aserto, porque como la razón que alegan en favor de su opinión los partidarios de los mitos del Nuevo Testamento, se reduce en último resultado a decir que son imposibles los misterios y los milagros, deberíamos probar la posibilidad y la existencia real de los unos y de los otros; lo cual nos metería en el prolijo examen de una cuestión que pertenece esencialmente al tratado de la religión. Sin embargo, diremos lo bastante para convencer (así nos atrevemos a esperarlo) a todo hombre razonable que no quiera ofuscarse con las preocupaciones.

Acabamos de demostrar que no hay mitos en el Antiguo Testamento, aunque la época tan remota de la narración del Génesis, por ejemplo, podría a primera vista sugerir algún pretexto de suponerlos en aquel antiguo documento. ¿Y no basta esta razón sola para que miremos, no solo como imposible, sino hasta sumamente ridícula la presunción de los críticos que quieren descubrir mitos en unos libros como el Nuevo Testamento? ¿Se ha olvidado acaso que los autores de estos escritos sagrados fueron testigos oculares o contemporáneos, que tocaban a la época de los hechos contados por ellos? Porque para que un hecho se adultere y tome un color fabuloso, es menester que pase de boca en boca, y por medio de esta tradición se recargue de nuevas circunstancias más y más extraordinarias, hasta que degenere en un hecho verdaderamente fabuloso. No de otro modo explican los racionalistas la formación del mito histórico. Ahora bien; esto puede concebirse hasta cierto punto de aquellos hechos antiguos, que habiendo pasado de boca en boca por largo espacio de tiempo, han podido recargarse de circunstancias extrañas y hacerse fabulosos. Pero ningún crítico, por poco ilustrado que se le suponga, admitirá jamás semejante transformación respecto de unos hechos recientes que vieron los Apóstoles por sus propios ojos o pudieron saber de boca de los que los habían visto.

Es evidente que no pueden admitirse mitos en los milagros de que San Mateo y San Juan, por ejemplo, habían sido testigos, porque como es cosa convenida que eran muy sinceros y estaban distantes de fingir, nos lo contaron según los habían visto, y como según su relación sencilla e ingenua, aquellos hechos no son naturales, sino de todo punto milagrosos, así los debemos entender. En cuanto a los otros hechos de que no fueron testigos, pudieron saberlos de boca de los que habían visto, muchos de los cuales vivían sin duda en tiempo de ellos; pues estos hechos importantes, retenidos en la memoria de los Apóstoles, no tuvieron lugar de adulterarse y hacerse fabulosos.

¿Se dirá que los Apóstoles y Evangelistas discurrieron los misterios de la Concepción, Tentación, Transfiguración, Ascensión, etc., del Señor, ¿para dar más lustre a su maestro? Pero entonces son unos impostores, y los racionalistas no deben ya ponderárnoslos como unos modelos de sinceridad y candor, así en sus personas como en sus obras. Además, las narraciones del Nuevo Testamento son sencillas, naturales y sin afectación, y no presentan ningún indicio del género fabuloso. A veces son muy lacónicas y omiten muchas circunstancias, que parecen necesarias para satisfacer una justa curiosidad: tales son las de la infancia de Jesucristo. No se nos dice lo que hizo el Señor en Egipto y en Nazaret durante los 30 años que allí pasó: excepto lo ocurrido en el templo todo está envuelto en una profunda oscuridad, y esa laguna tan grande de la historia del Hijo de Dios se llena con estas palabras: Et erat subditus illis. Ciertamente, unos historiadores que hubiesen querido inventar circunstancias fabulosas para honrar a su héroe, no hubieran dejado de hacerle obrar una multitud de milagros, ya en Egipto, ya en Nazaret, como practicaron los autores de los Evangelios apócrifos.

Por último, los primeros cristianos San Lucas y San Pablo, cuyos escritos tenemos, cuando han hablado de los hechos contenidos en el Nuevo Testamento, los han dado siempre por reales. Los Padres de la Iglesia más antiguos y sabios no tuvieron jamás ninguna idea de esa forma mítica, en que se supone estar envueltos aquellos hechos, es incontestable que los mismos racionalistas no hubieran pensado nunca en ella, si no hubiesen visto que esta hipótesis les daba un medio más fácil que todos los demás de desembarazarse de los misterios y milagros del cristianismo, que son en efecto incompatibles con su nueva y falsa doctrina.

No son estos los únicos argumentos que pueden alegarse contra los supuestos mitos del Nuevo Testamento: las pruebas que se dan en favor de la autenticidad y divinidad de este libro, hacen también resaltar la falsedad de ese sistema.

Glayre.