Murmuración
La murmuración no es otra cosa que la manifestación injusta o apasionada de los defectos del prójimo. Es vicio común a los envidiosos que no pueden llevar con paciencia la superioridad ajena. Es una especie de maledicencia o de la detracción, si llega a ser no una simple conversación que descubre los defectos del prójimo, sino la denigración injusta de su fama hecha en ausencia suya. En el artículo Detracción se dicen los diversos modos de perjudicar al prójimo en su fama, y por consiguiente los diversos caminos de la murmuración, aumentando los defectos del prójimo, callando sus alabanzas o tergiversando sus hechos para que sean interpretados torcidamente.
La Sagrada Escritura condena repetidas veces esta temeridad humana, y aconseja guardar la lengua, porque el hombre no puede apreciar los daños que resultan de sus palabras. David pinta a los maldicientes como unos hombres odiosos y dignos de aborrecimiento: Detrahentem secreto proximo suo, hunc persequebar (Psal., cap. V). Salomón aconseja a todos que se aparten de los maldicientes: Remove a te os pravum, et detrahentia labia sint procul a te (Prov. IV, 36), y en otro capítulo del mismo libro añade que el detractor es un hombre abominable que no debe uno tratar con él (Ibs. XXIV, 9 y 21). Más terrible el libro del Eclesiastés, compara al maldiciente a una serpiente que muerde en silencio (Ecles. X, 11): Si mordeat serpens in silentio, nihil minus habet qui occulte detrahit. En el Nuevo Testamento, los Apóstoles mandaban a los fieles huir de este vicio, amenazando a los murmuradores con la exclusión del reino de los cielos: Maledici regnum Dei non possidebunt (I, Cor. VI, 10), y el Apóstol Santiago dice que los murmuradores usurpan el lugar de Dios: Nolite detrahere alterutrum fratres. Qui detrahit fratri, aut qui judicat fratrem suum, detrahit legi et judicat legem. Si autem judicas legem; non es factor legis, sed judex (Jac. IV, 11).
Los murmuradores olvidan con frecuencia sus propios defectos cuando exageran y abultan los ajenos; de otro modo conocerían bien su deber de ser circunspectos y caritativos con los demás, puesto que desean que los otros sean siempre indulgentes con sus faltas y acciones. Pero si no bastara esta consideración, han de tener presentes las funestas consecuencias de una habladuría ociosa que nada aprovecha, sino que al contrario destruye la caridad, la paz y la unión, siendo sumamente difícil reparar sus daños. Esto hacía notar San Efrén en uno de sus sermones: Scandalosa esl cunctis murmuratio charitatem evertit, unionem dissipat, pacem disturbat. Por lo mismo decía San Bernardo que los murmuradores llevan en su lengua un veneno diabólico: Qui murmurat, venenum diaboli habet in lingua. (Serm. LXXXVII). Bajo otro punto de vista dice San Basilio que quien oye con facilidad las murmuraciones ajenas concede licencia para que sean escuchadas con aplauso las que se hagan del mismo, porque oír al que murmura es allanar el camino para ser murmurado. San Agustín aborrecía de tal modo las murmuraciones que había escrito en su comedor el siguiente verso:
Nadie del ausente aquí murmure;
Y si en esto no quisiere moderarse
Podrá de la mesa retirarse.
En nuestra antigua legislación el vicio de la murmuración era castigado con prisión y confiscación de la mitad de los bienes. En otra parte el murmurador era declarado por alevoso, pero en el día no hay pena especial señalada en el Código, a no ser que la murmuración contenga injuria o calumnia, en cuyo caso se la debe castigar con las penas marcadas en el artículo 476 y siguientes del Código penal.