Filosofía en español 
Filosofía en español


Razón

En sentido estricto es la facultad del raciocinio, o sea la facultad que tiene el hombre de pasar, por medio del discurso, de una verdad conocida a otra desconocida. Aquí la tomamos en sentido lato para indicar el conjunto de las facultades naturales por medio de las cuales podemos llegar al conocimiento de la verdad. Considerada bajo este aspecto, la principal cuestión que debemos tratar es la que se refiere al poder, fuerza y alcance de la razón humana, porque acerca de esta cuestión hay divergencia entre los católicos y racionalistas. Los primeros, considerando a la razón como una participación de la razón infinita de Dios, la suponen limitada y finita, y por lo tanto creen que el conocimiento humano, producto de la misma razón, es finito, imperfecto y sujeto a errores, y que sobre dicho conocimiento hay muchas verdades que pueden ser comunicadas al hombre por un medio distinto de la razón. Los segundos, o sea los racionalistas, hacen absoluta a la razón humana, suponen que “nada hay fuera de la razón, que todo está en ella,” y de aquí infieren que la fuente de la verdad ha de buscarse en el pensamiento, que toda verdad surge de la actividad pensante, y que por ello no se ha de reconocer como verdadero sino lo adquirido de esta suerte, es decir, lo que por la misma razón percibimos clara y distintamente, según decía Descartes, quod clare et distincte percipimus.

Los católicos hacen surgir de la imperfección e impotencia de la razón humana para conocer con precisión y seguridad las verdades fundamentales relativas a la naturaleza del hombre, sus relaciones con los demás seres, y su destino último; la necesidad de una razón extrínseca que instruye al hombre acerca de estas mismas verdades, o sea la necesidad de una revelación directa e inmediata de las mismas. Los racionalistas, al contrario, creyendo que la razón humana, por sí misma naturalmente puede llegar al conocimiento de las verdades fundamentales, ya sean intelectuales, ya morales, creen que la razón es el único arbitro de lo verdadero y de lo falso, que es la ley para sí misma, y que le basta con sus propias fuerzas para procurar el bien de los hombres y de los pueblos. A la razón atribuyen, pues, el derecho de adquirir y juzgar toda clase de verdades, de formarse las creencias religiosas, y por lo tanto de enseñar al hombre lo que debe creer y obrar. “Yo no tengo necesidad, decía el filósofo de Ginebra, de una religión sobrenatural, yo me contento con la religión natural.”

Esto supuesto, para fijar el estado de la cuestión, investigaremos primero cuál es el poder y virtud de la razón para la adquisición del conocimiento científico en general, y en segundo lugar, cuál es la virtud de la misma razón para la adquisición de los conocimientos religiosos y morales necesarios a la perfección del hombre y consecución de su destino, cuál es su facilidad y prontitud en procurarse estos conocimientos. La seguridad y certeza que puede tener acerca de los mismos por las solas fuerzas naturales, la virtud de estos mismos conocimientos para dirigir la vida moral y práctica del hombre, &c.

Mucho se ha celebrado en nuestros días la fuerza ilimitada de la razón, y sus timbres y prerrogativas en virtud de las grandes conquistas realizadas por ella en el campo de las ciencias físicas y naturales; más apreciadas las cosas en el tribunal de una severa crítica filosófica, y estudiado el valor y alcance de la razón a la luz de un examen imparcial, se conocerá que no es tan ilimitada como se supone la razón humana, que sus timbres y prerrogativas queden reducidas a muy poco, y que hay mucho de exageración en los pomposos títulos que a la razón se atribuyen.

En primer lugar, el conocimiento humano adquirido por la razón ha de ser necesariamente limitado, finito e imperfecto, porque es el acto de una sustancia finita y limitada, y todo acto sigue la naturaleza de la cosa: modus rei sequitur naturam rei. La imperfección del conocimiento humano se evidencia además por el mero hecho de ser progresivo, de ser una transición de la potencia al acto, del no saber al saber, de lo imperfecto a lo perfecto. Últimamente, la imperfección y flaqueza del humano conocimiento, se hacen manifiestas al que considera la multitud de errores con que frecuentemente aparece envuelto; errores que ya provienen de la falta de perspicacia de la mente, ya por las imágenes sensibles que se mezclan con las ideas intelectuales, ya de los malos hábitos, prejuicios, ideas torcidas y falsos axiomas bebidos en una mala educación, los cuales van infiltrando insensiblemente el error en nuestra mente.

La intrínseca debilidad de la razón se conoce todavía mejor si se la estudia en su relación con la ciencia. Empezando por las matemáticas, diremos que mucho se encomia la exactitud y evidencia de estas ciencias; mas sin pretender destruir el valor de estos elogios, podemos decir que ni aún las matemáticas se hallan del todo exentas de la vaguedad y confusión del humano saber. Basta para convencerse de ello aplicar el examen filosófico a los primeros principios de éstas, a la base fundamental de ellas, la extensión, en cuya investigación la mente se ve llena de sombras y vacilaciones que la hacen sospechar de las verdades, cuya evidencia tanto le admira.

Mas si de las matemáticas pasamos a las ciencias físicas, entonces aumenta la confusión, vaguedad e incertidumbre. La exactitud y evidencia de las matemáticas desaparecen en estas ciencias, porque ya no tienen por objeto la pura combinación de verdades ideales y abstractas, sino la aplicación de los principios ideales a las verdades concretas del orden empírico. ¿Y quién es capaz de señalar los errores que pueden introducirse en semejante aplicación? La multitud de circunstancias y accidentes en que se hallan envueltos los hechos empíricos, la dificultad de observarlos bien, la necesidad de emplear las potencias sensitivas, imaginación, memoria sensitiva, sentidos, &c., y la multitud de proposiciones que hay que combinar a veces para lograr la consecuencia final, hacen no solo fácil, sino hasta inevitable el error en estas ciencias. Estúdiese la historia de las mismas y se verá cómo las teorías y sistemas antiguos han desaparecido a la luz de los modernos descubrimientos, así como es probable que las actuales hipótesis y explicaciones de muchos fenómenos naturales desaparezcan en virtud de observaciones más atinadas de generaciones venideras. ¿No hemos visto en nuestros días formarse multitud de sistemas geológicos, levantarse orgullosos para después desaparecer y quedar sepultados en un olvido eterno?

Por esto decía Denttinger: “Entre los naturalistas más competentes se convendrá fácilmente en que el error en las cuestiones naturales es, no solo posible aún hoy día, sino hasta cierto punto inevitable.”

Pero aún es mucho más limitado nuestro entendimiento en el orden de las ciencias filosóficas. Estas ciencias se hallan de tal modo envueltas entre sombras y tinieblas, que los que se han dedicado a ellas no han podido hasta el día convenir entre sí, ni hay esperanzas de que lo realicen. Doctrinas opuestas son defendidas con igual calor por bandos contrarios, negando unos lo que afirman otros, y teniendo los de más allá por gran absurdo lo que para otros es verdad inconcusa. Por esto Mr. Ancillon, al ver el espectáculo que ofrecía la historia de la filosofía, exclamaba: “La historia de la filosofía no presenta a primera vista más que un verdadero caos, las nociones, los principios, los sistemas, se suceden en ella, se combaten y se destruyen mutuamente sin que se sepa el punto de partida, ni el fin a que se dirigen todos esos movimientos, ni el verdadero objeto de esas creaciones tan atrevidas como poco sólidas.” Y Mr. Gerando, al ver la serie de errores que se han sucedido al través del desarrollo histórico de la filosofía, decía: “La primera impresión que se apodera de nosotros, al reconocer nuestros propios errores, es la del desaliento. Este desaliento se aumenta al considerar la larga serie de errores que se han sucedido en las regiones aún más elevadas de la ciencia, el espectáculo de las controversias, que han dividido los talentos más distinguidos, el destino de los sistemas, que han gozado al parecer de la consideración de los siglos. ¿Hay en esto algo de cierto?”

La verdad es que los grandes hombres a quienes ha sido dado escalar el pináculo de la ciencia y tocar los últimos confines del humano saber, han confesado a la faz del mundo, el sentimiento de la propia ignorancia que la ciencia les ha inspirado, repitiendo la frase de Sócrates: “Solo sé una cosa, y es que no sé nada.” “Las ciencias, decía Pascal, tienen dos extremos que se tocan: el primero es la pura ignorancia natural, en que se encuentran los hombres al nacer: el otro es aquel en que se hallan las grandes almas, que habiendo recorrido todo lo que los hombres pueden saber, encuentran que no saben nada.” “Lo que sé, decía Newton, es una gota de agua, lo que ignoro el vasto e insondable Océano.”

La historia de los inventos de que tanto se envanece la razón humana, sirven más bien para humillarla que para envanecerla, pues lo cierto es que la mayor parte de estos inventos son cosas sencillísimas, que una vez descubiertas hasta se hacen comprensibles a la inteligencia de un niño. ¿No es verdaderamente asombroso el que la razón humana estuviese largos siglos sin conocer inventos tan sencillos como la imprenta, los globos aerostáticos, el vapor, &c., a pesar de la multitud de fenómenos que ofrecen todos los días a la mente humana la razón de estas cosas? Mas si hemos de decir la verdad, muchos de los grandes descubrimientos no deben atribuirse a los esfuerzos de la razón, sino más bien a la sensualidad, a la adivinación y aún al error, y así por medio de teorías erróneas y ridículas, probaban Copérnico y Galileo el movimiento diario de la tierra, y por medio de cálculos erróneos llegó Colón hasta el Nuevo Mundo.

Últimamente se comprenderá cuan grande es la limitación de nuestra mente, si se considera que nuestro conocimiento se refiere únicamente a lo que ha sido, nunca a lo que ha de ser, que la ciencia conoce únicamente lo que es, nunca lo que será; solo el qué o el hecho, nunca el cómo. Últimamente la ciencia humana solo conoce las cosas por sus propiedades o caracteres extrínsecos, no por su esencia o principios constitutivos, y muchas veces no puede llegar a la demostración y a la certeza, contentándose con hipótesis y conjeturas, que expliquen de algún modo los fenómenos de la naturaleza. En las ciencias físicas por ejemplo, conocemos nosotros los efectos del calor, de la luz, del magnetismo, de la pesantez, de las afinidades químicas, de la atracción, &c., mas la esencia íntima de estos fenómenos, la verdadera causa que los produce, queda para nosotros absolutamente oculta y vedada. La misma materia que todos experimentamos y conocemos, se nos oculta en su esencia, y nosotros ignoramos lo que es en realidad. ¿La vida que observamos en nosotros mismos, y en los demás seres vivos, ha podido ser todavía definida por la ciencia?

La razón humana no es en su consecuencia absoluta; esta opinión únicamente puede tener lugar en la hipótesis panteísta que supone absoluto al espíritu humano, considerando al mundo como obra de este espíritu en cuanto inconsciente, y a las formas de la ciencia y del arte como obras del mismo espíritu en cuanto consciente; pero en el racionalismo, que es un sistema intermedio, que admite las ideas de Dios, virtud, inmortalidad, &c., la ciencia y la razón absoluta no tienen significación alguna, o son el colmo de las inconsecuencias.

Pasando ahora al examen de la segunda cuestión, a saber, la relativa a la virtud y fuerzas de la razón humana para conocer las verdades religiosas y morales, y por consiguiente para establecerse por sí misma una religión natural, podemos decir que la razón humana en absoluto y abstractamente considerada puede conocer el conjunto de relaciones que le unen con Dios, y también el conjunto de las verdades morales. Mas considerada en concreto, tal como existe en el mundo sujeta a los obstáculos que se oponen a la realización de esta posibilidad abstracta, ya por la debilidad del entendimiento y de la voluntad, que no tienen fijeza y constancia en el obrar, ya por la ignorancia producida por las pasiones, apetitos e inclinaciones a las cosas sensibles, es moralmente imposible que la razón humana pueda conocer con fijeza y precisión el conjunto de verdades religiosas y morales del orden natural necesarias para la consecución de su destino.

Esto se halla probado en primer lugar por el hecho histórico, el cual nos ofrece el fenómeno de retroceso más bien que de progreso en el conocimiento religioso y moral de los pueblos; la historia nos muestra las grandes aberraciones morales y religiosas de los pueblos aún más civilizados de la antigüedad. Véase a este propósito lo que se dijo en el artículo Paganismo. Mas no solo el pueblo, sino lo que es más extraño, ni aún los hombres dedicados a la investigación racional, a la filosofía, pudieron llegar a conocer el conjunto de verdades naturales, religiosas y morales. He aquí lo que decía Cicerón acerca de la opinión de los filósofos sobre la verdad fundamental de toda religión, la idea de Dios. “¿Queréis conocer, dice, las opiniones de los filósofos acerca de la naturaleza de los dioses? Yo os las referiré: mas vosotros veréis en ellas más bien que pensamientos admirables y portentosos de filósofos que raciocinan, extravagancias de enfermos que deliran. Sobre este importante asunto, los hombres más sabios han emitido opiniones tan diversas y contradictorias, que por este solo hecho estamos autorizados para pensar que el principio de la filosofía es la necedad y la ignorancia.”

Esta prueba histórica es decisiva, pues si hubiera sido dado al hombre encontrar por medio de la investigación racional las verdades de la religión y moral naturales, ciertamente las hubiera encontrado en los millares de años en que se dedicó a semejantes investigaciones. Queda, pues, demostrada la falsedad de la ridícula pretensión racionalista que quiere fundar la religión con solas las luces y auxilios de la razón natural.

Pero además de esto, una sencilla reflexión filosófica basta para destruir el fundamento de semejante pretensión. Ciertamente que si el hombre por las luces de su razón pudiese formular sus creencias y deberes de una manera fácil, cierta y sin mezcla de error, de facili, sine mixcela erroris, fixa certitudine, como dice Santo Tomás, le bastaría con la sola razón natural para dirigirse en el asunto de la religión, siendo además inútil la revelación sobrenatural y divina. Pero la religión es necesaria al hombre en todo tiempo, lugar y circunstancias, de modo que todo hombre desde el momento que goce del uso de razón debe conocer ciertamente todas aquellas verdades religiosas y morales necesarias para la consecución de su destino, cualquiera que sea su grado de cultura, oficio, ocupación, &c. Ahora bien; por la sola investigación racional no es posible esto a todos los hombres, porque son pocos los que tienen capacidad para dichas investigaciones, muy pocos los que tienen tiempo, y menos aun los que tienen oficio y constancia para los estudios abstractos. Aun los que podían dedicarse a dichos estudios deberían pasar la mayor parte de la vida sin conocer la religión y moral que debían seguir, porque este es uno de los conocimientos más abstractos y difíciles de la ciencia, y no se consigue sino después de muchos estudios. Últimamente, no podrían poseer conocimientos seguros y ciertos, porque la misma debilidad de la razón, la misma elevación de las verdades y la influencia de las pasiones y preocupaciones, harían sospechar al hombre si eran verdaderos o erróneos los conocimientos adquiridos. Luego no pudiendo el hombre conocer por su sola razón de una manera fácil, cierta y segura lo que debe creer y obrar, no le basta en asunto de la religión su propia razón, sino que necesita además de otra enseñanza extrínseca.

A pesar de que hemos afirmado que la razón es sumamente flaca y débil para el conocimiento de la verdad en general, y en especial para el de la verdad moral y religiosa, no por esto queremos caer en el error contrario al racionalismo, o sea en el antirracionalismo. Este de tal modo exagera la flaqueza e impotencia de la razón, que le niega el valor para conocer verdad alguna, explicando el conocimiento humano solo por el hecho de la revelación, por lo que ha recibido también semejante sistema el nombre de revelacionismo o sobrenaturalismo. Este error data del luteranismo, el cual afirmaba que la humana razón después del pecado, de tal modo quedó oscurecida, que ninguna verdad podía percibir por sí, necesitando el hombre para ello de la luz sobrenatural de la fe. De aquí el horror con que miraron algunos protestantes a la ciencia natural y a la filosofía, horror que manifestaron Hoffman, Calvino y Kemnitz, el cual decía que al vindicar los dogmas de la fe no debíamos cuidarnos de no incurrir en errores filosóficos. Este sistema fue reproducido más tarde por algunos filósofos, tales como Huet, Bauteni, Bonet, Bonald, Ráulica y otros, los cuales decían que la razón humana no podía conocer ni aún las mismas verdades naturales que le eran proporcionadas, tales como la existencia de Dios, la espiritualidad del alma, su naturaleza e inmortalidad, la distinción entre bien y mal moral, &c., necesitándose para ello la revelación sobrenatural.

Este sistema extremo es tan falso como el racionalismo. En efecto, aun cuando la razón sea falible, no por esto debemos decir que no puede conocer nada infaliblemente, pues al fin y al cabo es una participación o impresión de la luz divina y no lo sería, si no tuviese virtud para conocer algunas verdades. Además, siendo la razón una potencia ordenada a la verdad, sería contradictorio el que perpetuamente estuviese privada de su objeto propio. Dicho sistema es finalmente contrario a la misma revelación, porque este es un asunto prudente y no temerario a las verdades reveladas, y no lo sería si no hubiese motivos suficientes para asentir, motivos que deben ser conocidos por la razón y no por la revelación, pues esto último implicaría un círculo vicioso.

Es necesario, pues, para no incurrir en error, buscar un término medio como hace el catolicismo; es decir, no conceder a la razón humana un poder absoluto e ilimitado como hace el racionalismo, ni suponerle tan flaca y débil que no pueda alcanzar el conocimiento de ninguna verdad. Todas las exageraciones conducen al error, y el espíritu humano, enemigo de las mismas, ha sido con razón comparado con un ebrio a caballo, que cuando se le inclina hacia un lado se vuelve al opuesto.

C. Tormo Casanova, Pbro.