Supersticiones civilizadas
Las supersticiones, como todas las exageraciones viciosas, son perjudiciales a la vez a la religión, a las ciencias y a la sociedad. A la religión, porque como dice muy bien Bergier, la superstición comienza donde la religión acaba; o como dice Cantú, nunca abundan las supersticiones como al desaparecer el justo sentimiento religioso. A las ciencias, porque turban la inteligencia con vanas preocupaciones, y la hacen juzgar con un criterio distinto de los demás hombres. A la sociedad, porque fomentan la inmoralidad y la corrupción.
Las supersticiones son de todos los tiempos, de todos los países, de todas las religiones, y de todas las razas. Ellas son un testimonio de la debilidad del espíritu humano, y al mismo tiempo de su grandeza y de su superioridad esencial sobre todos los animales, porque las supersticiones pertenecen a una esfera más alta que la inteligencia de los animales, aún los más perfectos, puesto que son errores de la razón, o sea de una facultad de que los animales están despojados. Pero las supersticiones más peligrosas son las que nacen y se asientan en el seno de la civilización.
Se ha dicho que la superstición es hija de la religión, como una hija muy loca de una madre muy sabia. En nuestro juicio se diría más acertadamente que la superstición es hija de la incredulidad. Aunque todas las pasiones del hombre le hacen supersticioso, y todos sus vicios le llevan más o menos a este término, la falta de fé viva en una providencia sabia y paternal, le precipita más fácilmente en ese abismo. No hay ningún hombre verdaderamente religioso y de fé sólida que sea supersticioso. Por el contrario, se observa que los que no creen en Dios, creen con suma facilidad en la magia, y los que no creen en la Iglesia, creen con mucho gusto en el espiritismo.
Por eso las supersticiones aparecen en las naciones civilizadas, y progresan a medida que se debilita la fé y que cunde la inmoralidad. El estado religioso de un pueblo puede juzgarse acertadamente por la índole y arraigo de las supersticiones que en él dominan: y también puede afirmarse sin temor, que el mero hecho de la existencia de ellas en un pueblo culto, denota su corrupción y su decadencia.
No costaría mucho trabajo demostrarlo con la historia en la mano. Roma y Grecia eran los pueblos más supersticiosos; al aproximarse su ruina, los desórdenes de la Edad Media alimentaron supersticiones sin número; en Francia tomaron un desarrollo espantoso durante los tristes tiempos de la Regencia, y más en la época de la revolución: y en nuestros días vemos que las supersticiones cunden especialmente en los pueblos corrompidos y ateos de esta Europa que se desmorona.
Porque las supersticiones se acomodan muy bien con los caracteres degradados, impiden su energía y despojan al hombre de la noble independencia del espíritu, para atarle al afrentoso poste de sus absurdas preocupaciones.
Pero las supersticiones modernas de los pueblos civilizados, por nacer de la incredulidad y aliarse con ella, tienen un carácter especial que las distingue de las antiguas, y de las de los pueblos salvajes, o paganos contemporáneos. La incredulidad, no pudiendo comprender y explicar los hechos sobrenaturales, le parecía cómodo negarlos, y negaba también toda intervención superior en las cosas que suceden, haciéndolas provenir todas de leyes puramente naturales: la superstición al contrario, casi niega la naturaleza, como en la India, no atribuyendo nada a sus leyes ni a la eventualidad, sino haciendo intervenir en las cosas más triviales una virtud superior. Las supersticiones civilizadas han hecho una amalgama de estas dos cosas tan opuestas. Admiten los hechos sobrenaturales, no como tales, sino como efecto de leyes físicas desconocidas, y amplifican el poder de estas leyes, hasta hacerlas capaces de producir efectos sobrenaturales. Así explican los milagros del Evangelio, como los saltos de las mesas, y las comunicaciones con los espíritus.
Estas supersticiones incrédulas pretenden apoyarse en una ciencia tan obcecada en esta parte como ellas. Están dispuestas a reírse de los amuletos y talismanes antiguos, no tienen por mal agüero, como los romanos, el derramar la sal, el encuentro de una culebra, o el chillido y la vista de ciertos pájaros, y no disputarán seriamente, como el grave Caton, si un estornudo involuntario debería anular la decisión de una asamblea, o disolverse el Senado cuando se contaba que había balado un buey. Pero se persuadirán firmemente que es un hecho natural, que su evocación atraiga los espíritus, que las mesas hablen por golpes acompasados y escriban, que abandonada la mano sobre el papel sea movida por un impulso ajeno para escribir lo que ella misma no sabe: se persuadirán que comunican con Jesucristo, con la Virgen María, y con los santos, y todo esto en virtud de leyes naturales desconocidas: y semejantes en su conducta a aquellos orgullosos filósofos del III y IV siglo, llamados tesergistas, que se creían dignos de tener un comercio inmediato con los dioses, predicarán sus errores como una nueva revelación.
Estas supersticiones descreídas, se titulan a un mismo tiempo religión y filosofía: religión, sin tener un culto y un símbolo; y filosofía, sin tener principios fijos, ni verdad alguna demostrada, y negando las verdades universalmente admitidas.
Hoy ha desaparecido el atavío terrible de las supersticiones antiguas y sus prácticas pavorosas. La más sacrílega de las supersticiones, y tal vez la más frecuentada, la nigromancia, o arte de evocar los muertos, para que su espíritu revele cosas desconocidas que salen de la esfera de la inteligencia común, ha perdido ya su carácter misterioso y aterrador. Ya no hay que escoger para ello la soledad y el silencio de la noche, lugar y hora determinados, producir llamas rojizas, pronunciar espantosos conjuros y todos los demás aparatos fantásticos e imponentes, de que se rodeaba el evocador. Hoy hemos progresado: el espiritismo halla a los espíritus más complacientes y familiares, que vienen a amenizar sus tertulias, sin haber en sus comunicaciones nada que espante, sino al contrario, valiéndose de mediums simpáticos y de finos modales, que operan con la sonrisa en los labios, sin sentir las convulsiones, ni el horror sagrado de las pitonisas paganas.
En lugar de la repugnante bruja o el barbudo hechicero, vestidos de un manto negro bordado de calaveras, el medium es con frecuencia una bella y elegante señorita, que escribe con una hermosa letra inglesa los oráculos de ultratumba. En los salones, para las sesiones, no se ven como en las oficinas de los magos de la Edad Media, las redomas de cuello retorcido, medio llenas de líquidos verduzcos, las yerbas cogidas en el creciente de la luna, las calaveras y los esqueletos, el gato negro o el fatídico búho, sino figuras artísticas, canarios, pianos y jarrones de flores.
Hoy la superstición participa de la cultura del siglo XIX, se ha civilizado, y empuja cortésmente a la sociedad hacia el paganismo por un camino del todo seductor.
Cubre de flores los precipicios, embellece el sensualismo, y halaga la imaginación a costa del entendimiento. A lo sobrenatural verdadero en las ideas, sustituye un sobrenatural ficticio en las fantasías, que es un naturalismo efectivo en la práctica.
Los escritores más distinguidos observan en nuestra época una recrudescencia general de paganismo, en las artes, en la literatura, en las ciencias y sobre todo en las costumbres. La sociedad actual es un fiel reflejo de los tiempos gentiles, y el mejor indicio de esa desviación monstruosa e incomprensible en pueblos civilizados y cristianos son las supersticiones.
Así es, que las supersticiones civilizadas de nuestros días son fieles aliadas de la incredulidad, porque una y otra tienen un mismo origen y se proponen idéntico objeto; parten de falsas nociones acerca de la divinidad, y van a parar a la destrucción del cristianismo.
En las religiones groseramente politeístas, dice el sabio Th. H. Martin, las supersticiones son la parte principal, porque atañen a la esencia misma y a los errores fundamentales de esas religiones. En el cristianismo, por el contrario, las supersticiones opuestas a la verdad religiosa y a las ciencias, no son más que un accidente, tal vez inevitable, a causa de la debilidad de nuestro espíritu, pero que pueden ser encerradas en estrechos límites por el doble poder de la autoridad religiosa y de la razón. Esta es una de las causas por las que las ciencias tienen mucho que agradecer a la influencia del cristianismo.
Todas las falsas religiones y todos los falsos sistemas filosóficos, favorecen las supersticiones. Sólo el catolicismo es la única religión y filosofía que puede hacerse aceptar de todos los hombres, y destruir en las almas la fuente misma de la superstición, afirmando los principios conservadores del orden moral. (De mi obra La fé católica y el espiritismo, capítulo IX, pág. 204, 2ª edic. Valencia.)