Europa y España
1. Situación de España con respecto a Europa
De una superficie de 10,05 millones de kilómetros cuadrados, tan sólo 504.748 corresponden a España, es decir, un poco más de la vigésima parte de la extensión europea. En cuanto a la población, de unos 570 millones de europeos, sólo 30 millones son españoles, o sea, el 5,3 por 100. De todos los países europeos, España es el segundo, después de Francia, en extensión, y el quinto después de Alemania (Occidental y Oriental), Gran Bretaña, Italia y Francia, en población. Forma, con Portugal, la península más meridional de Europa y pertenece geográficamente a la Europa meridional, de relieve más variado y montañoso. La alta meseta de litoral suave y no muy recortado que es la Península Ibérica está separada de Europa por un plegamiento herciniano del que forman parte los Pirineos y unida a ella, en su periferia oriental, por las aguas del Mediterráneo. Esta doble circunstancia geográfica ha influido sobremanera en el devenir histórico de España y de los españoles. Los Pirineos y su proximidad a Francia la han separado del resto de Europa cuando ha convenido a los intereses franceses. El Mediterráneo, camino de las culturas europeas, griega y romana, ha sido también el puente de unión entre Iberia y África. Por el peñón de Gibraltar llegaron a la España visigoda, por ambiciones territoriales y por intrigas de judíos, los musulmanes. Todo el Oriente islamizado se volcó en la Península Ibérica, que sirvió de nexo de unión entre la cultura oriental y occidental. Pero esta misión de puente y sus propias condiciones histórico-geográficas la encerraron en sí misma.
La cultura española hasta el Renacimiento tiene un carácter eminentemente oriental, salvo los elementos germánico y romano que la europeízan. Ciertamente, el camino de Santiago (v.) y el arte gótico constituyeron dos eslabones culturales de consideración en las relaciones intraeuropeas de España con los pueblos más civilizados de Occidente, más entrañables con los países latinos que con el núcleo de Europa formado por las tribus germanas. De este núcleo surgirá más tarde la Europa central de cultura y poderío prepotentes, en la que España, a través del emperador Carlos V, desempeñó un papel de primera potencia con imposiciones religiosas, culturales y militares. Pero la Europa protestante no veía con buenos ojos que un pueblo tachado de africano pudiera imponérsele y aun los mismos españoles no secundaron las ambiciones europeas de su emperador flamenco de continuar en sus dominios heredados la tarea unificadora de un imperio cristiano y español que se resquebrajaba económica y religiosamente. A ello contribuyeron los designios políticos de los reyes cristianos de Francia que preferían pactar con los turcos y las brechas abiertas por las indecisiones y recelos de los papas estadistas del Renacimiento. Perdido ese imperio que en la lejanía del siglo XIII llegó a soñar Alfonso X el Sabio, España sirve otra vez de puente cultural, a lo largo de tres siglos (XVI-XVIII), para dar a los pueblos de América la cultura europea, porque en tres siglos de historia americana la única ventana a Europa del centro y sur de América fue España.
Alegoría de la batalla de Lepanto, por Vassari y Sabbatini. Vaticano, Sala Regia.
2. Relaciones con Europa
Cuando en el siglo XVII España pierde su carácter de primera potencia europea, continúa, no obstante, con sus ideales de salvación de cultura cristiana, pero en los campos europeos sólo quedan molinos de viento contra los que se estrellan las lanzas quijotescas de la Europa surpirenaica avocada a empresas atlánticas de mayor importancia. Todo el siglo XVII y parte del XVIII es una liquidación del pasado europeo de España, que al llegar el XIX Napoleón intenta terminar ambiciosamente convirtiendo nuestro país en una provincia más, con el título de reino, de su imperio fraternal.
En el siglo XVIII nos unen a Europa los pactos de familia acordados con Francia, por los que España fue a remolque de sus vecinos franceses y se acentuó la presión británica hacia España y sus posesiones de ultramar. En el reino de Felipe IV (1621-1665) el conde-duque de Olivares planea una ambiciosa política europea que fracasa. Con Felipe V se recrudecen los temores de los monarcas no borbónicos ante la posible formación de una potencia hispano-francesa que mermara sus intereses, y se forma la Gran Alianza, que en Utrecht y Rastatt (1713) liquida todos los dominios europeos de España. Y cuando Isabel de Farnesio y Alberoni intentan recuperar posiciones en Italia, la Cuádruple Alianza (Inglaterra, Francia, Austria y Saboya) lo impiden. Sólo con Carlos III se recobra el prestigio internacional perdido, pero entonces la política de la corona española frente a Europa es de neutralidad hasta que se firma el tercer pacto de familia (1761). Cultural e ideológicamente, España sigue la marcha europea de las monarquías absolutas transformadas en el XIX en constitucionales. Se adscribe al movimiento europeo de la Ilustración, que aquí toma el nombre de despotismo ilustrado y cuyo monarca más representativo es Carlos III.
El baño europeo del siglo XVIII nos llega a través de los Borbones. Al renacimiento italiano sucede un rococó francés del peor gusto. Pero no en vano el realismo español, latente siempre y siempre manifestado, se robusteció a lo largo de siglos de flamenquismo y barroquismo germanos. Como contrapartida, las literaturas europeas se enriquecen con aportaciones de nuestros clásicos del llamado Siglo de Oro. Más adelante, el desenfreno romántico y los estilos neorrománico y neogótico beben en fuentes españolas medievales, y la imagen de una España medieval repleta de oscurantismos ancestrales y de negros capuchones inquisitoriales pasea por Europa de la mano de los más ilustres alemanes, franceses e ingleses. Es la España negra, hermana de la leyenda negra que tejieron los españoles relacionados con las Cortes europeas interesadas en desprestigiar cuanto llevara el nombre español.
3. Europeísmo español
En un siglo de liberalismo no se consiguió más europeísmo que el turno de partidos, intentado por progresistas y moderados, al estilo inglés. Las guerras carlistas, las crisis gubernamentales, la anarquía y el desorden internos, aíslan a España del resto de Europa. Alfonso XII intenta romper el aislamiento y visita Francia y Alemania. Alfonso XIII mantiene una política neutral en la primera guerra europea (1914-1918) y cordiales relaciones con todos los países, pero no puede impedir que en el marco político europeo no se cuente para nada con España, puesto que los asuntos que las grandes potencias europeas discuten nos son ajenos. Se trata de dividir Europa –lo contrario que hoy– y de repartirla como en los mejores tiempos del congreso de Viena (1814-1815), cuando Inglaterra, Austria, Rusia y Prusia se reunían para restablecer lo que entonces se denominaba equilibrio europeo. En aras de este equilibrio europeo se sacrificó muchas veces a España, sin tener en cuenta el papel desempeñado en pro de la defensa cristiana occidental frente al islamismo. En la conferencia de Algeciras de 1906, en que Europa, representada por diez países, planteó su triste vocación africana de asignarse zonas de influencia, se reconoció a España, juntamente con Francia, una posición privilegiada, pero nada más, porque su órbita de actuación tuvo que ceñirse a los deseos anglofranceses. El pago fue una mejora de relaciones con Francia, Inglaterra y Rusia.
A través de la historia de Europa, desde el siglo XVI al XX, parece verse un intento frustrado de europeísmo por parte de España y una repulsa europea hacia España en el orden político, porque cada vez que nuestro país ha querido acercarse a Europa, rompiendo la barrera de los Pirineos, lo ha hecho como portadora de valores que han chocado con los intereses políticos de otros pueblos. Descendiendo a un ámbito social, muchos sectores de la vida italiana, francesa y alemana han aceptado ese modo de ser español, cuyo predominio más acusado se alcanzó en el siglo XVI y que con ensoñaciones nostálgicas se resucitó en el XIX, pero ya en el orden cultural. Nuestro paisaje, nuestros castillos históricos, nuestras leyendas, costumbres y tradiciones sirvieron para aliviar la sed europea literaria y artística. Agotados todos los recursos para la nueva creación se busca en España la fórmula salvadora que dé vida a nuevas ideas y corrientes. Así, los impresionistas aprehenden de Velázquez y Goya lo que después constituirá una de las características más acusadas de su estilo, la solución al problema de crear sobre el lienzo el aire atmosférico (Velázquez), la pincelada que disuelve la forma en el color (Goya). En el primer tercio del siglo XX los pintores españoles acuden a París, centro cultural de Europa, como a fines del XIX iban a Roma o como en los días del Renacimiento a Nápoles, Florencia, etcétera. Nunca a través de la ya larga historia europea se han roto los lazos de unión entre la Iberia codiciada por los pueblos de la Antigüedad y la Europa que configura su existencia entre ambiciones de predominio y equilibrio de poderes.
Pese a tanto aislacionismo político y tanta campaña antiespañola, España es una de las riendas más firmes del caballo de batalla europeo y signo de contradicción, porque es contradictoria en sí misma. Nos diferencia del resto de Europa el fuerte individualismo, propio de los pueblos de altura que como el nuestro alcanza un nivel medio de 660 metros, aproximadamente el doble de la media europea. Físicamente España es un baluarte rodeado de murallas, que son el macizo galaico y la cordillera cantábrica al Norte, el sistema ibérico al Este y Sierra Morena al Sur, y un baluarte siempre inspira los más encontrados sentimientos de conquista, de admiración, de impotencia, de recelo, &c. Ni Napoleón con su grande armée consiguió conquistarlo. Frente a él se levantó el sentido de independencia del pueblo y de los sectores sociales más tradicionales, heredado de aquellos íberos que en Sagunto (siglo III antes de Cristo) rechazaban a los cartagineses, y en Numancia (siglo II a. de C.) a los romanos.
Nunca España se ha entregado totalmente a ningún pueblo, y eso es difícil de perdonar por aquellos que se sienten afectados. Ha desempeñado en el tablero de Europa el papel de un rey, vencido a veces, sin alfiles peones ni caballos pero con una torre de la que nunca se ha desprendido. Se incorporó a Europa través de la cultura romana, pero cuando Europa se constituye en una unidad sobre la base política del imperio carolingio y otoniano y de unas instituciones comunes a todos los pueblos (municipios, Cortes, Consejos), España no puede participar a escala europea como unidad de destino, porque su geografía política se descompone en un cuadro de reinos que luchan entre sí y contra la dominación musulmana, pero sus hombres más señalados prestan a Europa servicios poco conocidos y menos reconocidos. Así, San Vicente Ferrer (1350-1419) adopta una actitud salvadora del cisma de Occidente, proponiendo la sumisión al Concilio de Constanza y sustrayendo a la corona aragonesa de la obediencia a Benedicto XIII. Por su parte, los reyes españoles afirman sus raíces europeas pactando con monarcas de otras dinastías y uniéndose en matrimonio con princesas de las casas entonces reinantes. Fernando III, por ejemplo, contrae matrimonio (1219) con Beatriz de Suabia, hija del emperador alemán, por lo que su hijo Alfonso X pretende la corona imperial.
Hasta los Reyes Católicos, una vez conseguida la unidad de los reinos, no se afianza la incorporación española a Europa. Su política de alianzas matrimoniales y sus pretensiones a la corona de Nápoles, herencia aragonesa de Alfonso V, sitúan a España en el Sur de Europa y frente a la casa de Anjou. Del universalismo medieval, cuyos centros eran Roma y el sacro imperio romano-germánico, se pasa al nacionalismo renacentista. Por motivos de herencia, España recibe un imperio de cuya autoridad tratan de sustraerse las nuevas nacionalidades. Era tarde para realizar una idea imperial que entrañaba sumisión absoluta. El júbilo del obispo de Badajoz en las Cortes de La Coruña de 1520, que negaban al emperador dineros para su empresa europea (“Agora es vuelta a España la gloria de España que años pasados estuvo adormida”), no duró mucho tiempo. Ni la idea universalista de Juan de Valdés ni la europea de Juan Luis Vives, que coincidían en una reestructuración del antiguo imperio romano-germánico, lograron imponerse. Misionismo y sentido providencial de España se funden con la idea de Carlos V de salvar a Europa. Pero lo que España pretende por un camino, las demás naciones lo consiguen por otro y Europa sale fuerte de esta lucha ideológica y política, robusteciéndose la idea de nacionalidad frente al imperialismo español.
El desarrollo del nacionalismo europeo da la supremacía en el continente a Francia. España pierde una a una sus posesiones en Europa. Westfalia (1648) es el último escalón de la decadencia española. Ya no hay una idea confesional que prevalezca, sino una razón que se impone. La defensa de la cristiandad iniciada por Carlos V y continuada por sus sucesores hasta Felipe IV deja de tener sentido en una Europa racionalista moldeada sobre nuevas estructuras. Es evidente el desfase español en relación con el resto de Europa. Nuestros tratadistas continúan con su “universitas christiana”, resquebrajada por la reforma protestante, y cuando proponen una comunidad internacional, adelantándose en cuatro siglos a las ideas comunitarias actuales, lo hacen sobre la base de una confederación de príncipes cristianos, poco propicios a comunidades de naciones que no presupongan un reconocimiento de la soberanía de todos y cada uno de los estados. El jurista Palacios Rubios defiende la confederación de príncipes como herederos del emperador en su calidad de “defensor fidei”. El padre Vitoria había llegado más lejos en su idea de unidad del género humano y Francisco Suárez abunda en opiniones similares al descartar la posibilidad de una civilización sometida a la autoridad imperial. La tesis de la confederación de príncipes se extiende por Italia, donde la recoge en el siglo XVII Juan Botero, secretario del cardenal y arzobispo de Milán San Carlos Borromeo. Pero la idea fracasa en todos los terrenos. Ideológicamente se plantea presuponiendo la supremacía y dirección de España, que no admiten otras naciones. Políticamente, choca con los intereses de las comunidades. Prácticamente se disuelve al disolverse la Liga Santa formada entre el Papa, Venecia y España contra los turcos. La Santa Alianza de 1815, nacida en el congreso de Viena y de la que se excluyen la Santa Sede e Inglaterra, hereda esta idea unitaria en un sentido de mutua defensa. Fuera queda también España por imposiciones exteriores y porque los mismos españoles dejan de ser imperialistas y vuelven la cara a Europa, de quien no reciben más que desengaños y humillaciones.
El rapto de Europa, por Rubens. Madrid, Museo del Prado. (Foto Manso.)
4. Integración europea
De las ideas sobre unidad europea en el siglo XIX está ausente España. Hay una razón sustancial: porque se plantea la cuestión al margen de toda idea cultural y religiosa. Es el resultado del desarrollo industrial y del comercio sin trabas ni barreras, la teoría de “free trade and peace” propugnada por Cobden. Las nacionalidades de la Edad Moderna son desbordadas por los supranacionalismos económicos. Ante la imposibilidad de unir a los pueblos en una misma fe y una política común, se busca la unidad en el campo económico. En la Edad Contemporánea la economía une a los pueblos, hasta el extremo de que se aceptan fórmulas que suponen la fusión de economías nacionales en unidades supranacionales, como muy bien señala José Larraz (La integración europea y España, Madrid 1961). Esta situación es el resultado de un proceso de integración económica, que en los siglos XVI-XVIII produjo la “fusión de las economías urbanas, feudales y aldeanas en economías nacionales” (José Larraz, ob. cit., pág. 44).
El movimiento europeísta que apunta ya en la espada de Napoleón y en la pluma de Saint-Simon y de Sully Proudhon, ha tenido también sus tratadistas en España en Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors, Juan Beneyto, Rafael Calvo Serer, &c., por citar sólo algunos nombres conocidos en nuestros días. Estos autores se han ocupado de España en relación con Europa a la vista de una realidad que afecta a los intereses españoles, pues, si bien España sólo puede ofrecer a la comunidad europea una economía en vías de desarrollo es portadora en cambio de valores trascendentales sin los cuales no puede subsistir por mucho tiempo una Europa unida. Estos valores cristianos quedaron firmemente expuestos en la reunión celebrada en Santander (1952) sobre temas europeos, con asistencia de representantes de varios países, y de la que nació la idea de constituir un Centro Europeo de Documentación e Información (C. E. D. I.), cuya Secretaría General tiene su sede en Madrid. El C.E.D.I. está formado por los centros nacionales autónomos de Alemania, Austria, Bélgica, España, Francia, Grecia, Holanda, Italia, Luxemburgo y Suiza. Todos los años se celebran Congresos, con sede normalmente en El Escorial. En 1965 ha tenido lugar en Santiago de Compostela. En estos Congresos se estudian y tratan cuestiones de interés europeo, prescindiendo de las políticas nacionales de los países representados. Los principios religiosos, morales y sociales del cristianismo son los que tienen preeminencia.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial Winston Churchill propuso una reconciliación franco-germana de contenido europeísta, pero hasta 1948 no se creó la primera comunidad internacional europea, denominada entonces Organización Europea de Cooperación Económica (O.E.C.E.), a la que España se incorporó en 1959. Desde entonces hasta 1965 la proliferación de organismos internacionales exclusivamente europeos, es decir, regionales, ha sido enorme. Se ha constituido el Consejo de Europa (1949) con sede en Estrasburgo, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (C.E.C.A.), el Mercado Común y el Euratom (1957), la Asamblea Parlamentaria Europea (1958), la Asociación Europea de Libre Cambio, 1960, &c. Incluso se ha propuesto la creación de una Universidad europea, que tendría su sede en Florencia. España pertenece a todos los organismos de la O. N. U. que tienen su sede en Europa. Participa de un modo cada vez más acelerado e intenso en la vida económica y cultural de los pueblos europeos, a medida que progresa su economía y liberaliza su política económica. En 1962 solicitó su ingreso en el Mercado Común. El giro favorable de la economía y de la política económica españolas hacen pensar que el ingreso de España en el Mercado Común será pronto un hecho, así como su integración total en Europa, una vez desaparecidas las barreras políticas que lo impiden. Después de la Segunda Guerra Mundial se han formado dos Europas, Oriental una y otra Occidental. El núcleo de ésta es la llamada Europa de los Seis, a la que España intenta unirse.
Bibliografía
El tema Europa en relación con España ocupa y preocupa a muchos españoles. En conferencias, seminarios de estudios, libros y revistas se aborda la cuestión en todos sus aspectos. A continuación se citan obras y autores que pudieran servir de base para un estudio más profundo de este tema. Beneyto, Juan, Luis Vives y el problema de Europa, Valencia 1941; Id., España y el problema de Europa, Madrid 1942; Castán Vázquez, José María, Luis Vives y la unidad europea, en «Nuestro Tiempo», n. 62, 1959; Larraz, José, La integración europea y España, Madrid 1961; Muñoz Alonso, Adolfo, Meditaciones sobre Europa; Fueyo Álvarez, Humanismo europeo y humanismo marxista, Madrid 1957; Álvarez Turienzo, Saturnino, Notas para una discusión sobre la vida europea, Madrid 1958; Beloff, Max, Europa y los europeos, Barcelona 1961; Díez del Corral, Luis, El rapto de Europa, Madrid 1954; Manzanares, Henri, Europa federal o Europa de las patrias, Madrid 1962; Mellizo, Felipe, La Universidad de Europa, Madrid 1961; Ortega y Gasset, José, Meditación de Europa, Madrid 1960; Prat Ballester, Jorge, La lucha por Europa, Barcelona 1952; Riera Clavillé, Manuel, Noticias de Europa, Barcelona 1961.