Filosofía en español 
Filosofía en español


Alma

(Filosofía, metafísica.) Principio de vida, de movimiento, de inteligencia, de sentimiento, atributo de los seres animados y por naturaleza antagonista de la materia. Háblase del alma humana, del alma de los animales, del alma del mundo, y por analogía del alma de los planetas, de una máquina &c.; mas el asunto de este artículo es el alma humana, en griego pneu<ma, que comprende el nsu<ç, inteligencia, y la yuch1, el alma material de los sentidos y de los órganos; en latín animus abarcando la mens, principio discursivo o meditativo, y el anima, principio sensitivo y orgánico. Trataremos de manifestar aquí la naturaleza y destino del alma como sustancia, después de decir alguna cosa acerca de las cuestiones más importantes que se han agitado relativamente a esta materia.

Los sentidos y la imaginación son los fundadores de los pueblos en la infancia de la razón. Los hombres sencillos y desprovistos de reflexión comunican su existencia a los seres que les rodean y les hacen partícipes de sus sensaciones, sus pensamientos y sus voluntades, distinguiendo apenas el movimiento del [144] sentimiento. Las fuerzas activas de la naturaleza se les presentan como potencias inteligentes y animadas, porque un entendimiento estúpido no sabe ni alcanza cómo pueden subordinarse a un principio ordenador. La doctrina de los espíritus, de los genios, de los dioses buenos y malos, es, pues, la doctrina de los salvajes y fue la de los antiguos pueblos bárbaros, griegos y romanos. Según estas creencias las almas son espíritus de un orden inferior, investidas de forma visible y material; según los sacerdotes del Alto Egipto y la teología de Orfeo, son la obra de un Dios supremo; emanaciones de la sustancia divina, según los indios, los magos y los árabes; cosas increadas, distintas de la Divinidad, alma material de los cielos, según la opinión más general entre los chinos, y también formas orgánicas producidas por un agente universal, que ordena necesariamente la materia sin designio y sin inteligencia, según la tradición de los pueblos del Bajo Egipto y de los fenicios, según la teogonía de Hesiodo y la doctrina secreta de Foë en el Japón, en la China y en la India.

Las opiniones de los filósofos griegos y orientales difieren un poco de estas creencias primitivas. Pitágoras, Zenón y Aristóteles están por la emanación, Sócrates y Platón por la creación, la mayor parte de los filósofos jonianos, Estrabón, Diceareo, los atomistas y algunas sectas de ateos esparcidas por Oriente, forman el alma de elementos materiales, o de cualidades; otros, discípulos de Averroes, la consideran porción enlazada al alma universal que anima todos los seres.

Su destino guarda analogía con el origen: para los que la creen compuesta de elementos materiales o de cualidades sensibles, muere con la disolución del cuerpo; para los que la consideran parte actual del alma universal, se aniquila cuando cesa de estar animado el cuerpo; conserva su existencia individual en la doctrina de Sócrates y Platón; para los que creen en la emanación, se reúne a la sustancia de que es porción separada. Sin embargo, disienten los pareceres acerca de este último punto: Aristóteles y Zenón admiten la refusión inmediata; Pitágoras y Platón, partidarios de la escuela de los egipcios, de los indios y de los persas, exigen una expiación previa para la metemsicosis o trasmigración del alma en diversos cuerpos de animales, trasmigración fatal y natural, según Pitágoras, moral y condicional, según Platón, que no la admite sino cuando el alma sale pura de la prisión del cuerpo.

Así, pues, puede considerarse divididos en dos, los grandes sistemas que se reparten las creencias de los pueblos y de los filósofos, tocante a la permanencia de las almas; el de los orientales que la retornan a la sustancia universal, y el de los griegos, que la conservan su individualidad. Estos dos sistemas ejercen su dominio en la religión de los pueblos orientales [145] y occidentales. Ferecida fue el primer filósofo griego que, considerando el alma como porción de la Divinidad, la hizo eterna como su principio. Platón, aunque admite la creación, admite también la preexistencia, sólo que la encierra en el cuerpo en expiación de faltas cometidas en una vida anterior. Orígenes cree también las almas anteriores a los cuerpos. Tertuliano y Aristóteles las creen engendradas en las de nuestros padres. La opinión general entre los cristianos, aunque no es artículo de fe, es que son creación de Dios, e infusas al nacimiento del cuerpo. Su estado después de la muerte, en la hipótesis de la refusión y de la individualidad, le conciben y le explican de distinto modo: los estoicos no la conceden más que una existencia temporal hasta la conflagración del mundo, su gran período. Platón las hacía repetir el mismo círculo de destinación, al cabo de cierto número de revoluciones. Los egipcios estaban en la persuasión de que existían enlazadas al cuerpo hasta la putrefacción, por lo que la embalsamaban para retenerla más tiempo. Los chinos distinguen el alma inteligente que remonta al cielo, del alma sensitiva que desciende a la tierra. Los persas creían que habían roto las almas sus lazos, y que hacían una estación en cada uno de los siete planetas, antes de llegar al sol, su última morada. Tertuliano pretende que las almas de los malos, verifican su metamorfosis, convirtiéndose en diablos, y el doctor Tillotson supone que, separadas del cuerpo, adquieren nuevos sentimientos y nuevos goces.

La naturaleza del alma no ha sido en la filosofía antigua objeto de menos discusión que su origen y su destino; mas como no concebían nada inmaterial, excepto la Divinidad, resulta que no consideraban el alma más que bajo el aspecto de una materia sutil y homogénea, que penetra el cuerpo sin confundirse con los órganos. Diferían sólo acerca de la naturaleza de la materia que le asignaban, haciéndola consistir cada uno según su opinión, en aire, vapor de agua, fuego compuesto de los cuatro elementos, reunión de átomos, armonía de órganos, porción de éter, sombra inteligente, esencia móvil, espíritu activo que mueve la organización. También le señalaban sitio determinado, haciéndola residir cerca del corazón en la sangre, en el cerebro, en el estómago, &c. Platón admite la existencia de dos almas, una racional e inmortal que reside en la cabeza, y otra mortal e irracional dividida en irascible, que reside en el corazón, y en concupiscible situada en las vísceras abdominales. Aristóteles admite tres repartidas en todo el cuerpo, la nutritiva, la animal y la racional o inmortal. Averroes conservó esta división, y su doctrina bajo diversas denominaciones subsistió hasta Bacon, que desechó el alma nutritiva o vegetativa, y conservó sólo el alma racional y el alma sensitiva. [146] La pluralidad de las almas dio paso a la pluralidad de facultades; se pensaba que dos o tres almas suponían dos o tres conciencias y constituían dos o tres seres en un solo hombre; que el yo que experimenta una perturbación física, no sería idéntico con el yo que piensa y se aflige por esta perturbación; que el ente sensible, el ente meditativo y el deliberativo, no eran rigurosamente el mismo ser, que lo uno no estaría determinado por lo otro, y de consiguiente que el sentimiento, la acción y el pensamiento no guardarían entre sí enlace alguno.

De la materialidad del alma dedujeron los antiguos su influencia inmediata sobre el cuerpo, siendo también de este parecer los primeros padres de la iglesia que la supusieron material, temiendo asemejar la sustancia del alma a la de Dios. Los escolásticos no expusieron sobre este punto una opinión bien explícita o a lo menos claramente fundada. Descartes fue más adelante, y con la distinción del movimiento y del sentimiento, estableció el límite que separa las dos naturalezas, pensando explicar el misterio de su correspondencia, por medio de la invención del sistema de las causas ocasionales. Leibnitz le reemplazó con el de la armonía preetablia, y Cudworth con el del mediador plástico. Descartes por dar residencia al alma, le asignó la glándula pineal; los fisiologistas de los tiempos posteriores le señalaron otros, tales como el cuerpo calloso y el centro anular, sistema que parece predominar al presente.

De todas las cuestiones que se han agitado en diferentes tiempos sobre el alma, podemos abordar con algún fruto solamente aquellas que se refieren a su naturaleza y a su fin, porque son también sin duda alguna las que más interesan a la dignidad del hombre y a su bienestar. Antes de entrar en materia, no estará de más manifestar las extrañas paradojas a que se han dejado conducir aquellos de los modernos que, preocupados con la potencia del alma, le han subordinado el cuerpo, o que preocupados por la del cuerpo le han subordinado el alma. Según Bonnet el alma produce sus sensaciones; según Stahl, produce sus sensaciones los movimientos de nuestros órganos, la circulación de la sangre y nuestros movimientos involuntarios. Berkley aniquila todas las existencias materiales por celo hacia la inmaterialidad del alma; Descartes llega a creer violenta la idea natural de Dios; Malebranche duda del testimonio de la revelación; Leibnitz y muchos filósofos alemanes deducen estas existencias de la consideración de las modificaciones del yo y de sus ideas. Por otra parte, Paracelso convencido de las fuerzas de la naturaleza cree poder fabricar hombres por medio de la alquimia; Espinosa atribuye el pensamiento a la sustancia material; Needam hace surgir seres vivientes de la harina puesta en fermentación. Según el [147] autor del Sistema de la naturaleza, el alma, es una propiedad del movimiento modificada por la organización; Helvetius la confunde con la sensibilidad física; Cabanis apoya esta teoría, y cree que el cerebro digiere las ideas como el estómago el alimento. Algunos suponen que el hombre no constituye una raza primitiva y le dan por antecesores los monos, los pescados o alguna otra raza de animales.

Los antiguos deducían sus ideas sobre el ser y el destino del alma de los sistemas que imaginaban acerca del ser universal; la separaban del cuerpo o la consideraban producto de sus órganos, según que el universo les parecía animado por una inteligencia o por un movimiento ciego inherente a sus principios. Los modernos han buscado el alma en la naturaleza del hombre; pero como esta naturaleza ofrece a nuestras observaciones así como el universo un todo complejo, se han dividido los sistemas y las opiniones. Unos han estudiado los órganos y el cuerpo y no han hallado más que un alma material y mortal; otros han consultado las sugestiones del sentimiento interior y los hechos que han reasumido revelan un alma inmaterial e inmortal. Comparemos estos dos sistemas y veamos lo que conviene a nuestra investigación. El alma no se nos manifiesta sino por sus actos; estos actos que son pensamientos, sentimientos, voluntades, no son hechos que se produzcan a la inspección de los sentidos, y por consiguiente de los que podamos tomar cuenta de otro modo por la vía de la conciencia; así pues, todo lo que esta nos sugiera con relación a estos hechos será verdadero, sin que exista nada que debilite la evidencia. Sigamos estas indicaciones y ellas nos guiarán mejor que las analogías deducidas de la observación de los fenómenos sometidos a nuestros sentidos.

Yo experimento diversas sensaciones por medio de mis diferentes órganos: los colores por la vista, los sonidos por el oído, los olores por el olfato, los sabores por el gusto y las demás cualidades por el tacto. Si estas sensaciones son exclusivas de sus órganos, me sería imposible compararlas, y sin embargo las comparo, las reúno en un solo objeto; siento por mis órganos y no son ellos los que sienten por mí. Yo pienso por medio del cerebro y él no es el que piensa por mí; pongo en acción mis músculos y estos se ponen en acción sin mí, sin la intervención de mi voluntad. Mis órganos, pues, son medios, y no principios de sensación de pensamiento y de acción. El sentimiento me demuestra que soy uno y mis sentidos que mi cuerpo se compone de partes. Si este sentimiento estuviera creado por la convergencia de mis afecciones orgánicas hacia un sensorio común, me sentiría modificado siempre por una causa extraña, y no me sentiría yo nunca causa de mis modificaciones; no ejercería acción sobre mis [148] órganos, ellos la ejercerían sobre mí sin que pudiera nunca apartarme por la voluntad; y como la materia se organiza en mi cuerpo por la nutrición, podría convertirse de la misma manera en sentimiento, pensamiento y voluntad. La influencia del cuerpo sobre el alma y del alma sobre el cuerpo es un hecho de conciencia y observación: Harley, Carlos Bonnet, el doctor Gall y un gran número de filósofos y de fisiologistas, se han dedicado a confirmar y describir las correlaciones o analogías que han creído observar entre nuestras facultades y nuestros órganos; el doctor Magendie ha experimentado en perros, gatos y otros animales, que cortando ciertos nervios, destruye la sensibilidad sin privarles de movimiento, y que les privaba el movimiento y no la sensibilidad, cuando cortaba ciertos otros. Los nervios son, pues, conductores de sensibilidad y de movimiento, pero de ninguna manera principio de uno ni de otro. La sensibilidad y el movimiento están enlazados a los órganos, pero no son idénticos; además, aunque el que sienta sea el yo tal como debe comprenderse, no tiene nada que ver con la sensibilidad de este yo, porque comúnmente yo siento a mi pesar. En los actos de voluntad es donde se manifiesta la persona; en su virtud ejerzo acción sobre mis sentimientos, modifico mis ideas, soy dueño en el dominio de mi voluntad y siempre me hallo fuerte y absoluto, aunque debilitados mis órgano rehusen obedecerme.

Mis facultades no son por lo tanto ni mi sensibilidad ni mis órganos, y la observación me demuestra que no son por ningún título un juego del movimiento bruto de cuerpos organizados. En efecto, yo observo un enlace entre los movimientos de mi cuerpo y las operaciones de mi pensamiento, y la materia no me ofrece nada semejante; todo en ella es constante, necesario, producido por causas que veo yo fuera de su esfera; carece de espontaneidad que manifieste voluntad; ninguna perplejidad o intermitencia da a entender deliberación; ninguna señal descubre placer o pena; así, pues, para concederle una conciencia era preciso darle la propia como el estúpido salvaje. Pensar que por sí misma sea la materia capaz de organizarse es un error; la experiencia más cuidadosamente consultada destruye la opinión de equivocadas generaciones: al presente ha llegado a establecerse que todo animal proviene de un germen frecuentemente desapercibido, pero cuya realidad patentiza el microscopio. Una última hipótesis queda aún; la de un alma universal de la que las nuestras fueran porciones; hipótesis extraña que supondría que no sentiríamos del todo y que no tendríamos conciencia de nuestra individualidad; participaríamos de actos comunes y no produciríamos nunca actos particulares que sentimos sernos propios.

De las reflexiones que hemos expuesto acerca de la esencia del principio meditativo, se [149] deduce que las impresiones que recibimos de los cuerpos y la acción que ejercemos en ellos por nuestros órganos, constituyen nuestra vida relativa, y que esta vida, enteramente dependiente, se distingue sin embargo, de nuestra organización, porque aún hay otra vida en que se manifiesta el alma con absoluta independencia. La organización nos modifica respecto de los objetos en todo lo que se refiere a los órganos; pero somos nosotros los que modificamos los objetos en lo que toca a nuestras facultades morales e intelectuales, porque les adoptamos una forma que naturalmente no poseen; un poeta, un moralista, un físico, un ambicioso, un sibarita, un avaro, un jugador, todos ven los objetos físicamente de la misma manera, pero no experimentan las mismas impresiones ni los consideran bajo el mismo concepto. Existen, pues, otros gustos, otras inclinaciones que las que se enlazan a la vida orgánica y animal: el amor a lo justo, el amor a lo bello, el amor a lo exacto, tienen menos realidad que nuestros sentimientos y nuestras necesidades físicas. El amor a la libertad, que es la independencia de la razón, la necesidad de engrandecer nuestro ser, de proclamar su excelencia, ¿no ejercen en el hombre que no está degradado, un imperio continuo y absoluto? ¿No lucha contra los arranques del amor propio, del interés y de la sensibilidad física? ¿La conciencia, no es el palenque eterno de estos combates? La existencia presente y corporal que encierra el animal todo entero, no contiene el corazón y el espíritu del hombre; al contrario, le inmola, le sacrifica a la estimación, al honor, a la gloria, a la investigación de la verdad, a la patria, a la libertad y a la justicia. Sus necesidades son para el presente sus pasiones y sus votos para el porvenir.

El hombre puede, pues, existir de otro modo que con órganos; pues que tiene ideas y pensamientos que no participan nada de orgánico, y pues que en él posee, el ser inteligente, una esfera de actividad en la cual no está encerrada la vida del ser material. Así, cuando yo comparo interiormente los modos de estas dos existencias, encuentro que lo que es intelectual en la vida, es constante, absoluto, inmutable, al paso que todo lo sensible, es incierto, relativo y variable. Este pensamiento me ilumina, y considerando que el libre albedrío me hace dueño de obedecer a las inmutables leyes de mi razón, o de ceder a los impulsos de mi sensibilidad, me siento perecedero por mis sentidos e inmortal por mis ideas.

Las nociones del Ser eternal, testigo y juez de nuestras acciones, vienen en apoyo de mi meditación para confirmar mi esperanza. La suerte del justo no debe estar confundida con la del malo y el premio o el castigo deben acompañar al mérito o al demérito; tal es el carácter del Árbitro supremo que se ofrece a mi razón. ¿Y es este el orden que nos [150] presenta la observación y la experiencia? ¿El hombre justo no se halla casi siempre solo con su conciencia? ¿No se ve calumniado, deshonrado, perseguido y sentenciado? ¿Su mismo infortunio, no se le echa en cara? ¿La razón que constituye su regla, no se le representará como un guía engañador, y la justicia como subordinada a la prudencia o a alguna de esas opiniones particulares dictadas por las pasiones? ¿La verdad que él soñara se parecerá a lo que se le muestra como su imagen? ¿Y la virtud, que es la verdad practicada por nuestras acciones, se parece a la hipocresía que la imita y que engaña a los hombres por medio de esta estudiada ficción? ¿La libertad, la patria, la justicia, no se ven tachadas de fantasmas y de culpable rebelión la consagración que infunden y merecen estas grandes ideas? El hombre virtuoso, sin duda que está satisfecho con su virtud, pues que la sacrifica su bienestar, mas este contento interior, débil crepúsculo de un día más grande, es la indemnización de los honores, de las dignidades, de los placeres, de los bienes de fortuna y de todo lo que compone la comitiva de la felicidad que reconocemos. El hombre de bien, sería un loco a los ojos del egoísta, si no le manifestase la esperanza el término en que se trueque el contento de la conciencia en una felicidad verdadera; en que pueda apelar de la justicia incierta y corruptible de los hombres, ante esa luz increada cuyos rayos no pueden llegar hasta nosotros sin alteración, y en que después de reflexionar con sus semejantes sobre la belleza del alma y acerca de su bondad, de su justicia y de su verdad goce despojada de la investidura de los órganos, de los encantos de sus divinos atributos.

Así la opinión de nuestra existencia futura, tiene dos fundamentos: el espíritu del hombre, su razón, su libertad, y la rectitud de la justicia divina sobre sus acciones. La historia de la sociedad añade un grado más de fuerza a las inducciones que hemos obtenido de nuestras ideas y de nuestros sentimientos. El culto de los muertos es universal en todas las familias del género humano, y las leyes todas se hallan establecidas bajo la protección de dioses remuneradores y vengadores. Tal es la fuerza de este dogma saludable, que lo mismo el hombre exclusivo y egoísta que concentra todos sus votos y sus pensamientos en la vida orgánica, que el taimado e hipócrita acostumbrado al disimulo y a disfrazar sus sentimientos, se encuentran inquietos igualmente por la duda que sin cesar abriga su corazón; la superstición se apodera tarde o temprano de su alma, y guiados por la grosera pendiente de sus villanos sentimientos, se aficionan a algunas prácticas exteriores, pensando de esta manera rescatar la perversidad de sus pensamientos y de sus costumbres, con algunos actos inútiles e indiferentes. Entre tanto las almas generosas no esperan al último acto de la [151] vida, para comunicarse con la justicia divina; se han comunicado con ella a cada instante y por lo mismo les significa sólo el de la muerte, el tránsito de una patria a otra más digna de poseerlas.