Filosofía en español 
Filosofía en español


Cinismo

(Filosofía antigua.) La secta cínica tuvo por fundador a Antistenes, discípulo de Sócrates, de quien tomó la rígida sobriedad que llevó todavía más adelante que su modelo. En vez de imitar la prudencia que caracterizaba a su maestro, afectaba una virtud severa que sólo respiraba orgullo. Presentábase en público cubierto con una mala capa, la barba larga y descuidada, y apoyado en un palo. Desechaba todas las comodidades de la vida, despreciaba las riquezas, la reputación, las dignidades, en una palabra, todo lo que buscan los hombres con más avidez.

Tenía por máximas que la virtud solo basta para la felicidad; que quien la posee no tiene que desear mas que el valor; que consiste siempre en acciones y nunca en palabras; que toda ciencia y arte son inútiles; que el filósofo debe acomodarse a las leyes de la naturaleza y no a las de los hombres, y que siendo solamente él capaz de distinguir lo que merece alguna afección, si trata de casarse debe escoger una mujer digna de su amor para reproducirse en sus hijos. Pero esta última máxima no tardó en caer en desuso entre sus sectarios, quienes prefiriendo el título de cosmopolitas al de ciudadanos, sacudieron la dependencia consiguiente a los vínculos del himeneo y justificaron el nombre de cínicos (en griego perros) que caracterizaba perfectamente la impudencia de que hacían alarde. «Dáseles este nombre, dice Ammonio, antiguo comentador de Aristóteles, a causa de la libertad de sus expresiones y de su amor por la verdad; pues se nota que el instinto del perro tiene algo de filosófico y que le sirve para distinguir a los hombres, ladrando a los extraños y acariciando a los de la casa. Los cínicos de la propia manera acogen y acarician la virtud, y a los que la practican, en tanto que reprueban las pasiones y vituperan a los que se entregan a ellas, aunque estén sentados en un trono.»

La singularidad de los cínicos consistió principalmente en querer introducir en medio de la depravación de la Grecia las costumbres del estado de la naturaleza y los discursos propios de la rudeza de los primeros tiempos. Presentábanse atrevidamente en los sitios públicos y lugares sagrados, atacando las preocupaciones y los vicios, y como la licencia aparente de su filosofía, no podía paliarse sino con la publicidad de su conducta, cuidaban de no guardar la menor reserva ni secreto. De esta manera se elevaron de entre la corrupción general varios hombres, que con la energía de sus principios, quisieron oponerse al desbordamiento de los vicios y a la postración de la Grecia, a la que iba pronto a encadenar Alejandro; circunstancia que parece movió a Diógenes a repudiar el nombre de ciudadano para tomar el de cosmopolita. La indiferencia que por entonces mostraban los cínicos, era tan grande, que preguntando Alejandro a Cratesio uno de los discípulos de Diógenes, si deseaba el restablecimiento de su patria, le contestó éste: «Lo mismo me es, puesto que no tardaría en asolarla otro Alejandro.»

Los errores que se les atribuye, parece que provinieron de una definición capciosa de Antistenes, quien dijo que todo lo que producía un bien, era honesto, y lo que un mal, vergonzoso. De aquí se dedujo que todo lo que encerraba en sí un bien, no se había hecho para que estuviese oculto, por cuya razón debía ser despojado de las falsas reservas del pudor. El principio, pues, fue de Antistenes, pero las consecuencias las dedujeron sus sucesores.

Para dar una idea de la diferencia que había entre la manera de pensar de aquel, y la de Diógenes, su discípulo, bastará referir el hecho siguiente. Atormentado Antístenes por la enfermedad que causó su muerte, exclamó una vez: «¡Qué me podrá librar de los males que sufro!» Y como se hallase presente su discípulo, presentándole un puñal dijo: «Mira lo que te libraría.» A lo que Antistenes contestó: «Yo hablo de mis padecimientos y no de la vida.» Esta contestación, digna de un discípulo de Sócrates, prueba que Antistenes consideraba al cuerpo como la prisión del alma y que no quería libertarla de aquella. Mas Diógenes no tuvo la paciencia de su maestro; así es que no pudiendo sufrir la fiebre que le atormentara, se dió la muerte reteniendo el aliento.

Sería prolijo referir todos los errores en punto a moral, a que el orgullo, la sutileza de imaginación, y el afán de singularizarse, lanzaron a los sucesores de Antistenes, quienes sin duda en otros tiempos hubiesen podido ser ciudadanos útiles a su patria. Sin embargo, no se debe dar crédito a todas las imputaciones que se les han hecho; así es que si Diógenes, por ejemplo, fue expuesto a la burla y al menosprecio público en Atenas; si fue calumniado por hombres que no querían o no podían creer en la virtud, se vió más tarde vengado por Epicteto, que propuso por modelo su firmeza de alma a cuantos quisieren vivir independientes de los reveses de la fortuna.

Los cínicos no atribuían bienestar alguno a las riquezas, y lejos de murmurar de los males que afligen a la humanidad, los consideraban, según dice Arriano, como medios de manifestar las más nobles cualidades del alma. «Sabéis, dice este escritor ¿cuáles son los deberes de un cínico? ser insultado y golpeado y amar a los que le insultan y maltratan; considerarse como padre y hermano de los demás hombres; llevar con paciencia los males en la adversidad considerándolos como pruebas dispuestas por Júpiter, y a la manera que Hércules sufrió resignadamente los trabajos que le hizo pasar Euristeo. Así es como deberá conducirse quien aspire a llevar el cetro de Diógenes. Un día este filósofo, continúa Arriano, en un violento acceso de fiebre exclamaba a cuantos encontraba: »Insensatos, ¿a dónde corréis? vais a ver un combate de atletas y no tenéis curiosidad por presenciar un combate entre el hombre y la calentura.»

Hay que convenir, sin embargo, en que era extremada la vanidad de los cínicos, quienes afectando dominar sus pasiones no ocultaban su orgullo y se exponían a la burla del público. El nombre de cosmopolitas que sustituyeron al de ciudadanos parece indicar que profesaban el celibato, y así nos lo da a entender Arriano en el siguiente pasaje: «¿Debe el verdadero cínico buscar los lazos del matrimonio o huir de ellos? La única ventaja que podría proporcionarle aquel estado, sería hacer participantes de su doctrina a su mujer y a sus hijos. Mas un cínico debe consagrarse al universo; es un médico que el cielo envía para alivio de los males: ¿y cómo podría dedicarse con entera solicitud a sus funciones, si tuviese que atender a los cuidados domésticos consiguientes por necesidad al matrimonio? El hombre ha nacido para la sociedad, y esta es el dios del cínico. ¿Puede compararse la frívola ventaja de educar dos o tres miserables criaturas con la muy importante de vigilar la conducta de los hombres y enseñarles lo que deben evitar, procurar o despreciar? Epaminondas, que murió sin hijos, ¿no fué más útil a su patria que tantos otros tebanos padres de una numerosa familia? Priamo, que tuvo cincuenta hijos indignos, ¿fué acaso más útil a la sociedad que Homero? No nos admiremos, pues, de que el sabio no quiera casarse ni tener hijos. ¿Y sabéis cual debe ser en punto a política la ocupación del cínico? No deberá ser sin duda la que concierna a Atenas, Corinto o Roma, sino la que abrace a la humanidad entera; ni la que trate de la paz o de la guerra, y de la hacienda del Estado, sino la que se ocupe de la felicidad o del malestar, de la libertad o de la esclavitud de los hombres.» De esta manera justifica Arriano el celibato de los cínicos.

Ninguna secta ha tenido un carácter tan pronunciado como la de Antistenes, quien considerando a la virtud como el fin único de las acciones humanas, despreciaba la nobleza, las riquezas, la gloria, cual bienes inútiles para la felicidad, conforme al principio de Sócrates, de que siendo propio de los dioses no tener necesidad alguna el hombre que tuviese menos necesidades sería el que más se acercase a la Divinidad.

Richter: Dissertatio de cynicis, Leipsick 1701, in 4º.
Meuschenii: Disputatio de cynicis, Kohl 1703, in 4º.
Ritter, Hist. de la philosophie, trad. por Mr. Tissot, t. II, p. 93 y sig.