Filosofía en español 
Filosofía en español


Ateísmo

(voz formada del griego; de a privativa, y Zeós [Theós], “Dios”). Negación de la existencia de Dios; es decir, opinión de quienes sustentan esta negación.

En principio se refiere a toda doctrina que niegue la existencia de Dios. “Certissimum est, atque experientia comprobatum, dice F. Bacon (De Dignit., libro I, cap. 1, § 5), leves gustus in philosophia movere fortasse in atheismum, sed pleniores haustus ad religionem reducere.” Entre los diversos matices que los tratadistas atribuyen a esta palabra, se encuentran dos, a saber: 1.º, una significación teórica, según la cual el ateísmo es la doctrina de los que no experimentan la necesidad de remontarse a una causa primera y prescinden de las explicaciones regresivas, y 2.º, una significación práctica, la actitud de los que viven como si Dios no existiese. En este caso el ateísmo no consiste en negar la existencia de Dios, sino el valor de su eficacia sobre la existencia humana. A propósito de este ateísmo se citan unas palabras de Bossuet: “Il y a un atheisme caché dans tous les coeurs, qui se repand dans toutes les actions: on compte Dieu por rien” (Pensées détachées). V. Dios.

Si damos una ojeada a la historia de los tiempos antiguos, hallaremos en todos los pueblos unos sistemas o doctrinas teológicas, coincidentes, con rara unanimidad, en confirmar la existencia de un Dios creador del universo, causa primera, principio de toda existencia; llegando unos a la conclusión de que es una Inteligencia que dispone; otros, una Potencia; otros, una Bondad que perfecciona, y de que siempre el universo depende de una causa superior. En contraposición a esta creencia general e instintiva, existen otras tendencias, afortunadamente menos extendidas, que llamamos “racionalistas”, las cuales pretenden demostrar, o quieren justificar, la existencia del universo al margen de una potencia creadora. En la antigua cultura griega, hallamos manifestaciones racionalistas iniciadas por Anaxímenes en su física, aunque no le podemos imputar un ateísmo constante; luego en Heráclito de Éfeso, por su noción panteísta; en Anaxágoras, que presenta unas tendencias ya más decisivamente ateístas; en Demócrito, que, si admite los dioses, es sólo como simples combinaciones de átomos. Protágoras de Abdera escandalizó a los atenienses por su irreligión, y Diágoras de Milos fue llamado el “ateo” a causa del odio que manifestaba contra las religiones. Otras doctrinas filosóficas, tales como las seguidas por los escépticos, los epicúreos o los estoicos no son sino muestras de decidido ateísmo. Filón, el judío, no se abstiene de manifestar la misma tendencia.

Tal vez entre el mismo pueblo hebreo, pudo haber existido cierto número de ateos, puesto que los Salmos V, X, XIV, especialmente en este último, resulta que algunos decían: “Dios no existe.” Pero a estos impíos se les consideraba como insensatos y no como gente razonable.

Entre los islámicos se hallan también rasgos muy acentuados de ateísmo; el poeta de Bagdad Abu'l-Husaim (s. IX) negaba toda divinidad; Abu'l-Ala-Ahmed ben Abd Allah (979-1058) llegó incluso a componer un libro parodiando las ideas religiosas. Otras muchas impiedades existían en el islam, que se llegaron a infiltrar en Europa, e incluso en la Universidad de París (s. XIII) a través de la escuela panteísta de Chartres. De los primeros en significarse en este sentido fue el profesor Simón de Tournai; desde entonces el ateísmo va en aumento, entre otros motivos, a causa de la lectura y difusión de las obras de la antigüedad. Es de señalar el paduano Pomponazzi (s. XVI), el cual, sin ser ateo, y acaso sin saberlo, creó una escuela de ateísmo. Asimismo Mateo Gribaldi, profesor de Tolosa; Antonio Govean, portugués, y Briant de la Vallée, influidos por la Universidad de Padua, se hacen notar como ateístas.

El escritor francés Rabelais, en su obra Quart livre (1548), también hace manifestación de verdadero ateísmo; Vanini lo elogia en su libro Les secrets de la nature (1616), y es tan fuerte su impiedad, que llega a morir blasfemando. Posteriormente, La Mettrie, Holbach, Feuerbach, Fleurens (s. XVIII), se clasifican entre los ateos materialistas; Tomás Huxley, Carlos Darwin, Herberto Spencer (s. XIX) entre los evolucionistas del ateísmo positivo, y Carlos Vogt, Jacobo Moleschott y Luis Búchner, entre los materialistas que culminan en el monismo.

Con esto se comprueba a la vez la existencia de distintas tendencias del ateísmo, y puesto que si, en frase de Lammennais (Essaí sur l’indiference en matière de réligion), “todo nace de las doctrinas: las costumbres, la literatura, las constituciones, las leyes, la felicidad de los Estados y sus desastres, la civilización y la barbarie”, no llamará la atención, el valor que los ateístas conceden a las doctrinas que les ofrecen argumentos que les permitan razonar su alejamiento, o mejor dicho, su posición negativa.

Si analizamos, verbigracia, el ateísmo llamado “práctico”, nos hallamos con que es el seguido por aquel que actúa como si Dios no existiese, que conforma su moral a los intereses materiales y considera la existencia de Dios como una negación de la libertad humana. Separa de sus sentimientos y de su conciencia toda idea de divinidad, aun sin razonar, como si no existiera, y, por lo tanto, excluye al alma de toda finalidad espiritual, para conformarla al destino de la materia. No se escuda en el razonamiento especulativo de la negación de Dios, sino que excluye simplemente a éste, pretendiendo librarse de las sanciones y del premio, que son precisamente la justificación del bien y del mal. De ahí la indiferencia religiosa, el librepensamiento y la libertad confesional, procurando, en consecuencia, crear un nuevo estado moral.

No obstante, es natural que este ateísmo procure descansar en doctrinas filosóficas para valorar su razón de ser, y podemos comprobar como incluso los nombres que encubren estas tendencias filosóficas, negadoras de la existencia de Dios, no son sino indicio del horror que produce propiamente la palabra “ateo” considerada por lo general como injuriosa o como una gravísima acusación. En la misma antigüedad, el hecho de no seguir la creencia religiosa nacional o la filosofía oficial era suficiente para ser acusado de ateísmo; Sócrates fue condenado a beber la cicuta por habérsele acusado de ateísmo, y en cuanto a Aristóteles, de quien se sospechaba que era amigo de los reyes de Macedonia, no resultando esta acusación lo suficientemente grave para condenarle, fue entonces acusado de ateísmo y así constreñido a salir de Atenas. Incluso fueron acusados de ateos los cristianos, según testimonios de san Justino (Apol. I, 6) y Atenágoras (Legat. pro. Christ., 3), cosa que confirma la gravedad de la acusación. Estos ejemplos nos manifiestan de manera clara cómo repugna a la sociedad la existencia de hombres que nieguen la existencia de un Ser Supremo. La condenación de tales sujetos es definitiva, pues se les considera como una aberración del espíritu, e incluso en pensadores modernos como Locke, hallamos la convicción manifiesta hostil a ateos, afirmando que una sociedad de ateos no sería posible, y que, por lo tanto, el ateísmo no puede pretender ni el derecho de ciudadanía.

De las filosofías llamadas materialismo, panteísmo, agnosticismo, epicureísmo, &c., vemos emanar distintas escuelas o doctrinas que conducen fatalmente al ateísmo; y es que, así como hay varios modos de concebir la divinidad, también son varias las formas de ateísmo. Común denominador de ellas es que nuestro Dios no existe; así resulta, verbigracia, de la filosofía panteísta, pues siendo negación del hecho de la creación, y de la personalidad, mina la verdadera idea de Dios ya en su fundamento.

Otro de los sistemas filosóficos que, directa o indirectamente, conducen al ateísmo es el positivismo puro, síntesis del materialismo, del empirismo y de las varias especies del panteísmo. Para los positivistas, Dios es la naturaleza que dicen eterna, existente por sí y a la cual consideran como una entidad en que el hombre ha de vivir y llenar una misión puramente fisiológica.

Los escépticos son los que dudan de Dios, y, aunque no niegan a Dios de manera directa, defienden sistemas que conducen a su negación, o bien rechazan como insuficientes todos los argumentos demostrativos de su existencia.

Los transformistas no admiten la creación del hombre, haciéndole descender de una ínfima substancia, que, según su teoría, se desarrolla hasta adquirir vida intelectiva.

El materialismo, pésima educación que, como da a entender, materializa el corazón, induce, además, a considerar todas las cosas desde el punto de vista puramente material; se escuda en lo puramente científico, con sólo las luces de la razón; obstínase temerariamente en sondear todos los misterios, y, encerrado en los estrechos límites de la naturaleza, no quiere someter el propio juicio a las enseñanzas de la revelación, de modo que sostiene la eternidad de las substancias en la variedad de los cambios de forma, hasta afirmar que sin materia no existe la fuerza, y sin fuerza no existe la materia, y pretender llegar, por este camino, a dar una explicación del origen del mundo; tal es el tipo por excelencia del ateísmo científico.

Felles, en su catecismo filosófico, dice que la controversia con el ateísmo constituye una de las más fuertes prevenciones contra éste, y demuestra cuánto ofende aquel sistema a la razón humana y a los sentimientos del corazón, así como que podemos llegar a la conclusión de que son pocos los que digan con sinceridad que son ateos y nieguen a Dios, es decir, que afirmen rotundamente que no lo hay, pues esta afirmación infunde terror. No obstante, si los hay, podemos señalar como causas indudables de este error la corrupción y relajamiento de costumbres (abandonado el hombre a sus pasiones, no quiere conocer ni ley ni freno), y por otra parte, la tiranía del sensualismo y del lujo, la cual, poco a poco, apaga la luz de la inteligencia, la pervierte, y la conduce a mirar las cosas con un criterio falso y errado. Los goces sensuales y la vanidad hacen disminuir la energía del espíritu, en provecho de la materia, y por este camino el hombre, en mayor o menor escala, deja de situarse en un terreno admisible dentro del orden de lo racional.

Negar a Dios, hacerlo desaparecer de las conciencias, es anular la fe pública, la justicia, la fuerza de los juramentos, la firmeza de los contratos, la autoridad de los gobernantes y la obediencia en los súbditos. El ateo no puede tener ya más freno, para contener sus pasiones, que el temor servil de las leyes humanas.

La Religión Católica afirma que Dios ha creado al hombre para un fin más elevado que el meramente humano o material; que lo ha hecho consciente y libre, pero imponiéndole una ley moral que cumplir: la de realizar el bien y servir a la justicia. En cambio, sin el conocimiento de Dios, el bien y el mal, el premio y el castigo serían ideas, no ya vagas, sino vanas.

Las pretendidas insuficiencias que el ateísmo piensa descubrir en las pruebas que incluso científicamente se exponen sobre la existencia de Dios, así como los numerosos errores en que, referentes a la Divinidad, vemos incurrir a los racionalistas que han rehusado la fe cristiana, lejos de turbar al teólogo, constituyen para éste una prueba excelente de la necesidad moral de la revelación mediante la cual todos puedan conocer, sin error, el conjunto de las verdades religiosas que la razón es capaz de demostrar. Santo Tomás (Summa Theol., 1.º q. II, disp.. III a 2, núm. 1), por ejemplo, no se muestra incompatible con la fe, al demostrar, con todo el rigor lógico, la existencia de un primer motor, de una primera causa eficiente, de un ser necesario, perfecto; de un soberano gobernador del mundo. Así razonando una inducción universal nos muestra que ningún conocimiento, entre todos los que nosotros poseemos, es la causa absolutamente adecuada del pasaje de la potencia al acto, de modo que ni siquiera nuestra actividad libre constituye en esto una excepción.

Si el hombre, o mejor dicho, el Universo, ha sido hecho de la nada, por otra parte sabemos que para ejercer una acción causal es preciso existir; ahora bien, como la filosofía no ha logrado explicar en qué consiste la noción de causa, esta insuficiencia impide fundar su actividad y su pensamiento sobre el principio de causalidad. Así, pues, podemos creer en el Infinito, aun sin comprenderlo.

La existencia de Dios no es además, sólo un postulado de la razón natural, sino que es un dogma de fe que la Iglesia nos inculca como un artículo de la revelación. De ahí que pertenezca al dominio de la teología el razonamiento destinado a combatir las ideas filosóficas ateístas. La fe, se ha dicho, es la fortaleza del espíritu, que lo empuja hacia adelante, haciéndole sentir seguro de hallar la verdad. Y esta fe no es el enemigo de la razón, sino su faro.