Cine
Apócope usado como designación popular de “cinematógrafo” (del gr., kineemaógraphos, “que describe el movimienti”). Representación y proyección de imágenes fotográficas en acción o movimiento aparente. En la actualidad, la importancia de la influencia ejercida por este medio o invención, entre la masa de los públicos de toda índole y de toda categoría social, excede a toda ponderación. La Iglesia se ha visto precisada, pues a velar en este aspecto, como en tantos otros, por la pureza del dogma y de las costumbres. El mismo papa Pío XII, en su discurso al patriciado y a la nobleza romana (8 de enero de 1947) manifestó que no se puede conceder al cine una libertad ilimitada y sin adecuada censura.
En 1948 fue instituida la “Comisión Pontificia para la Cinematografía Didáctica y Religiosa”, instalada en el Palacio de San Carlos, de la Ciudad del Vaticano, para el examen de las obras cinematográficas destinadas a la ilustración de la doctrina cristiana y la enseñanza de la Iglesia, y sometidas a la revisión de la Santa Sede. Esta Comisión pontificia tiene carácter internacional.
Parangonando situaciones, los productores cinematográficos de principio de siglo, al abordar temas católicos, lo hacían con una despreocupación y una absoluta carencia de escrúpulos, hasta el punto de verse obligado el papa Pío X a prohibir, en 1913, el empleo del cine para la enseñanza religiosa y a condenar toda representación de escenas inspiradas en el Evangelio o procedentes de las Sagradas Escrituras. A mediados del siglo actual las cosas han cambiado bastante, y el cine, aparte deshonrosas excepciones, demasiado numerosas por desgracia, empieza a cumplir su cometido de educar reflexivamente a las masas. No faltan hoy las cintas cinematográficas provechosas, cuyo nervio argumental se constriñe a exaltar las creencias católicas; resulta consolador, además, el poder observar como es numeroso y muy importante el sector de público que se complace en extremo en las cintas de tal linaje, siempre y cuando obedezcan en su realización a un alto nivel espiritual y artístico. Ello representa una sana reacción contra aquellas otras obras cinematográficas que, ya sea en razón de una comicidad malsana, ya por su dramatismo pasional, dejan en el alma del espectador un sedimento de estupidez y degradación, cuando no de perversión y de crimen, y también contra aquellas otras peligrosas películas, a las cuales se refiere el Santo Padre, que hablan tan sólo a los sentidos de una manera excesivamente unilateral y que traen consigo el riesgo de producir en las almas un estado de superficialidad y de pasividad anímica. En bastantes diócesis, la Acción Católica se encarga de realizar una discriminación de las cintas cinematográficas --buenas, pasadoras o malas-- sirviéndose de una convencional calificación a base de colores simbólicos --blanco y negro, rojo y azul--, con los cuales se matiza con relativa exactitud la condición religiosa y moral de las obras que se proyectan. En 1949, el Secretariado de la Oficina Católica Internacional del Cine se preparaba para la publicación, en español, inglés y francés, de una revista internacional cinematográfica, destinada a tratar de esta materia, principalmente en sus aspectos social, moral y pedagógico.
El Sumo Pontífice, con una clarísima visión del problema y de sus consecuencias y repercusiones, en su discurso a los Predicadores Cuaresmeros de Roma, el 10 de marzo de 1948, decía lo siguiente: «Ahora los jóvenes están acostumbrados a verlo todo en las películas por medio de imágenes. El cine --y vosotros mismos os lamentáis muchas veces de ello-- atrae y cautiva su interés. ¿Por qué la juventud y el público en general se apasionan tanto por el cine? ¿Acaso solamente por una inclinación malsana? No: los espectadores se sienten fascinados y encadenados a la pantalla en donde ven proyectado lo que suele llamarse “une tranche de vie” (un trozo de vida). Apenas vislumbran y distinguen diluidos en el curso monótono de la jornada los diminutos detalles de su vida cotidiana; pero sienten un placer dulce y amargo cuando lo reconocen, consiguiendo --digámoslo así-- la conciencia del drama de su vida. Pero al mismo tiempo son víctimas de las doctrinas erróneas y mentirosas, del cuadro de pasiones criminales y delitos monstruosos presentados con viveza a su imaginación y a su sensibilidad. Y, sin embargo, la doctrina de la verdad no es menos atrayente, y el heroísmo de la virtud no es menos estimulante, con tal que no se expongan con la frialdad de un teorema y con la aridez de un artículo del Código. Si el cine se dirige principalmente a la fantasís, la doctrina de la fe le sirve de eficaz contrapeso. Esta pide al joven penetración y aplicación mental. El tiene que aprender a juzgar y a distinguir la verdad de la falsedad, el bien del mal, lo lícito de lo ilícito. No huyáis de la dificultad ni la evitéis. Vuestros jóvenes deben tener la seguridad de que les podéis decir todo, y de que ellos todo os lo pueden preguntar y confiar.»
Insistiendo en los aspectos e influencias de carácter psicológico y literario, se ha hecho notar que lo peligroso de los malos “films” o películas es difícil de contrarrestar, debido a la esencia misma del cine, con su incomparable poder de sugestión. Un libro podrá leerse con más o menos apasionamiento, pero siempre habrá tiempo sobrado para discutir, criticar o interrumpir la lectura; una obra teatral, que se ve con mayor o menor atención, da ocasión y tiempo en sus entreactos para meditar, reflexionar detenidamente, ponerse de nuevo en contacto con la realidad circundante, cambiar impresiones e incluso adoptar una opinión y un criterio. Por el contrario, la película se desarrolla con una rapidez que no deja ocasión ni lugar para la reflexión, se apodera en todo momento de la mirada, atrae y fascina, y esta sugestión se encuentra aumentada por la música que la acompaña.
Otra de las circunstancias singulares que presenta el cine es su poder de asimilación con la novela. Dejando aparte el hecho de que todo buen guión de cine ha de proceder forzosamente de una narración de tipo novelesco, en un principio llegó a creerse firmemente que la novela acabaría por desaparecer ante la acción monopolizadora del cinematógrafo, pero ha sucedido todo lo contrario: los espectadores para quienes un “film” determinado ha resultado ser de su agrado, desean encontrar en un libro, ampliados, los episodios que más les han impresionado. Por desgracia, casi todas las novelas cinematografiadas brillan por su escaso valor literario; carecen de estilo y de originalidad, se encuentran desprovistas de emoción artística, y, en cambio, su abundancia de lugares comunes es extraordinaria. Renunciemos a la mención de escenas lascivas que, con frecuencia, forman el fundamento o el adorno principal del trivial asunto. Lo propio ha ocurrido con las novelas inspiradas en tal o cual película cinematográfica: la vulgaridad, la plebeyez y la grosería han presidido su confección, y en este sentido puede decirse que el cine ha perjudicado además muy gravemente a la buena literatura.