Filosofía en español 
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Soberanía

Derecho político. Si el Estado es una sociedad política, y precisamente la que sobresale de modo visible entre todas las organizaciones sociales, ha de mostrar en cualquiera de las múltiples manifestaciones de su actividad un poder supremo e incondicionado que sirva de elemento básico para cualquiera de las formas que ostenta la autoridad y para coordinar las libertades que, ora en un sector, ora en otro, pudieran estorbar tal vez la marcha normal de las instituciones  fundamentales de aquella sociedad política que por antonomasia se denomina Estado. El poder a que se alude es la soberanía.

Podrán existir otros poderes políticos que reglamenten las respectivas sociedades, el poder municipal, provincial, regional, &c., pero el que está por sobre el haz, no sólo de estos poderes, sino de todo otro en el orden temporal, el que aparece perfilando de modo inapelable cualquiera de las actividades sociales, el que constituye y encauza, el que legisla y sanciona, el que, excediéndose a sí propio, sirve de propulsor al progreso social, ése, por cualquiera de las diversas facetas que se tome en consideración, es el poder soberano.

I. La evolución de la idea

La soberanía no siempre ha vigorizado con este nombre el compuesto estatista. Así, en los tiempos clásicos, la hegemonía aristotélica no hace manifestar la independencia del poder público con este nombre, sino simplemente con el de autarquía. La esencia del poder se halla en bastarse a sí mismo, y el ente colectivo que se basta a sí mismo es el que encama la autarquía.

«La autosuficiencia, dice Jellinek, significa para la antigua doctrina del Estado aquella propiedad mediante la cual los esfuerzos de los hombres, por completarse unos a otros, habrán de hallar en él una satisfacción plena. El Estado necesitaba, pues, estar constituido de tal suerte que por su propia naturaleza no tuviera necesidad de ninguna otra comunidad que le completase; no contradice, pues, de ningún modo su esencia el encontrarse respecto de otra comunidad en una situación real de dependencia, en este o en aquel orden de relaciones. Lo que ha menester es poder existir independientemente de este Estado, al cual está subordinado, el que, por tanto, no puede constituir una condición necesaria de su existencia. Aristóteles sólo exige para el Estado ideal la independencia potencial y actual respecto del exterior, independencia que se funda tal vez, no tanto en su naturaleza de poder supremo cuanto en la situación que le es propia al Estado de ser en sí mismo suficiente para satisfacer todas sus necesidades… La autarquía no es, pues, una categoría jurídica, sino ética, por cuanto se trata de la condición fundamental de que defiende la satisfacción de los fines del Estado.»

En la Edad Media, la realidad de la vida del Estado daba de sí otro modo de ser o estar la sociedad política, y, aunque el influjo aristotélico era grande, no pudo substraerse a aquella realidad el pensamiento de la época. De un lado las luchas entre el sacerdocio y el Imperio, y de otro las que mantenían la Monarquía y los señores feudales, hicieron que el bastarse a sí propio no fuese ya idea precisa para caracterizar mediante ella la esencia de la sociedad política perfecta en el orden temporal, sino que, como consecuencia de las luchas medievales, la supremacía del poder temporal y la anulación del poder feudal hicieron ir pensando en un poder fuerte, sector de la vida pública, y surgió Bodin con un concepto nuevo acerca de ese poder, y le apellidó soberano (V. Soberano), siendo en este punto un novador.

Acaso se perfila el concepto del poder soberano, no en la descripción que hace de los que pudiéramos llamar derechos particulares que integran el de la soberanía (que es en definitiva el derecho por excelencia del Estado), sino en la afirmación de que tales derechos (el de legislar, el derecho sobre la paz y la guerra, el derecho a nombrar los altos dignatarios, el derecho supremo de justicia, el derecho a la fidelidad y a la obediencia, el derecho de gracia, el derecho de moneda y el derecho a fijar impuestos) no pueden, en manos diversas de las del rey, considerarse más que por tolerancia de éste, ya que en cualquier momento podrán serles arrebatados a sus posibles poseedores.

Pero el concepto de la soberanía sobresale en Hobbes, el cual hace un distingo apreciable: el de considerar la soberanía sólo en lo interior, ya que no se concibe ni lógica ni jurídicamente la que con notoria impropiedad se denomina soberanía exterior, pero en cambio rebasa la línea de los poderes normales, y al describir las facultades del poder soberano, que ya, al decir de Bodin, se apellidaba irresistible en sus mandatos, le considera tan exento de toda limitación que no influyen en él ni siquiera las normas supremas de conducta social, por ser hasta legislador en materia de fe, confusión formidable de lo temporal y lo divino, que trae necesariamente aparejado el más cruel de los absolutismos.

Ya en esta posición extrajurídica el concepto de la soberanía, sus derivaciones no se harían esperar. Nos referimos a las tesis pactistas o contractualistas que frente al poder minoritario supremo y absoluto proclamaron el poder mayoritario del pueblo, más absoluto que el anterior, porque aquél se fundaba en una más o menos supuesta capacidad y por títulos también más o menos discutibles, pero éste, es decir, el pueblo soberano, que frente al rey iba a plasmar su soberanía, no ofrecería títulos de ninguna clase, porque la concepción numérica de la mitad más uno, como expresión de justicia, significaba mejor que esta suprema virtud lo aplastante de un poder que no reconoce superior ni se desprende nunca de sus fueros.

El concepto a que aludimos de Rousseau sufre después limitaciones y correcciones plausibles, las impuestas por la teoría del Espíritu de las leyes, de Montesquieu, que separa y divide el poder para amparar las libertades públicas. Por lo menos, las formas representativas inspiradas en aquella obra famosa son una garantía, si bien no toda la garantía que la libertad necesita para ser provechosa en la vida social. En ocasiones, el fundamento y la esencia de lo representativo cristalizó en la llamada soberanía de la razón, obra de Guizot, sin percatarse este doctrinarismo (V. Doctrinarismo) de que la soberanía no puede fijarse en una abstracción.

II. Concepto de la soberanía

Gerber definía la soberanía como la potencia de querer en un organismo moral considerado como persona. Este concepto se le acusa de una vaguedad extraordinaria, y en este sentido no es aceptable, porque una sociedad cualquiera de las que hemos mencionado, la municipal, provincial, regional, y en otro respecto las que con mayor o menor intensidad sirven para realizar los fines sociales, si tienen necesidad de una autoridad para el desempeño ordenado de su cometido en la vida, esa autoridad revela la voluntad de la sociedad respectiva, que aparece en ella como quintaesenciada, y muestra de esta suerte el querer, la volición de un ente moral con personalidad definida; pero sea de ello lo que quiera, la voluntad de todas y cada una de estas sociedades no es la suprema voluntad, porque ésta corresponde única y exclusivamente al Estado, no en el sentido en que Hegel plasmaba en él todas las actividades y todas las finalidades del hombre, sino en otro de más pura sociología, como elemento indispensable para vivir ordenadamente la vida de la sociedad.

Acaso podría sintetizarse el concepto de la soberanía que indagamos diciendo de él que es el poder jurídico, supremo y constituyente del Estado. La soberanía es en primer lugar un poder jurídico, porque si es antes que nada esa soberanía un elemento primordial del Estado, sin el que éste ni se concibe ni menos puede funcionar; si el Estado se cimenta en el derecho natural y es el manantial más abundante del derecho positivo, salvo la regulación que la costumbre implica, ¿cómo no ha de ser jurídico ese poder que tiene en el primero de aquellos derechos su fundamento y que busca en el segundo el modo de plasmarse y hacerse eficaz en la vida?

Al primero de estos aspectos aludía el insigne Suárez cuando afirmaba que la soberanía es una propiedad resultante o una consecuencia de las leyes naturales, porque Dios no podía dejar a la sociedad sin un poder de conservación, y así como el poder individual de regirse el hombre le adviene con el uso de la razón, lo propio ocurre con el poder dado a la sociedad por el autor de la Naturaleza con intervención y consentimiento de los hombres que constituyen la sociedad perfecta.

Esto por lo que se refiere al elemento a priori y germen de la soberanía, que por lo que afecta al aspecto a posteriori que ofrece esa misma soberanía es indudable que toda la producción del derecho positivo a ella se debe, por lo cual pudo decir muy bien Tocqueville que la soberanía es el poder de hacer la ley.

De lo dicho se desprende que la soberanía es el poder jurídico del Estado; por eso cuando aparece la sociedad política independiente tiene personalidad jurídica de la misma condición en cuanto tiene soberanía, viniendo a ser de esta suerte los dos términos uno solo, o bien el primero la forma y el segundo la esencia, o el continente y el contenido, pero ambos representación de la propia idea directriz, porque ambos sirven para conducir al Estado a la realización de su destino en la vida.

Otro medio de probar el aserto planteado es el de la demostración ab-absurdo, es decir, del absurdo que resultaría lo contrario, es a saber: que los Estados no se organizarían más que mediante poderes de hecho, elevando los hechos consumados a la categoría de institución sine qua non para que la sociedad pública independiente se organizara y actuara, no sólo con plenitud de poderes, sino con plenitud de legitimidad. No, los poderes de hecho dan el derecho cuando el derecho no pertenece a nadie, es a saber, cuando el poder ha hecho dejación de sus atribuciones esenciales, o bien cuando se trata de la ocupación de un poder que nunca tuvo poseedor, por tratarse de una sociedad política nueva; pero fuera de estos casos, los poderes de hecho no son poderes jurídicos, pero pueden llegar a serlo, y hasta es evidente que la mayor parte de dichos poderes hacen tarde o temprano ostentación de su virtualidad jurídica.

«En el Estado normal, dice Miceli, el poder de hecho combina con el poder jurídico, por lo que el ordenamiento jurídico resulta el más fuerte de cuantos pueden producirse en una convivencia. En efecto, si el poder jurídico tiende siempre por su propia condición a ser un poder de hecho, también este poder tiende a mostrarse con vestidura jurídica, porque el derecho viene a aumentar y consolidar su fuerza, siendo él mismo uno de los elementos más importantes de la vida social; así vemos que los gobiernos de hecho son irresistiblemente empujados a transformarse en gobiernos de derecho.»

A mayor abundamiento, el poder soberano es jurídico porque el derecho debe regular, no sólo las libertades, sino la misma autoridad del Estado, que debe aparecer sometida a las leyes que produce y con las que se autolimita. Desde cualquier sector político, y más aún filosófico, se entiende así la limitación del poder soberano por el derecho. «La ley, dice Duguit, extrae su fuerza obligatoria, no de la voluntad de los gobernantes, sino de su conformidad a la solidaridad social; por consiguiente, obliga a los gobernantes con tanto rigor como a sus súbditos, puesto que tanto éstos como aquéllos están sujetos a la regla de derecho fundada en la solidaridad social. Cuando un órgano cualquiera del Estado, o, para hablar con más exactitud, cuando un individuo investido, por cualquier título que fuere, del poder político, gobernante o agente de gobernantes, viola la ley, se presume que lo hecho por él constituye un atentado contra el derecho objetivo, fundado en la solidaridad social, puesto que esta ley no tiene fuerza sino en cuanto es la expresión de este derecho objetivo. Más aún: según esta doctrina, se impone a los gobernantes la obligación de crear y establecer una organización tal que aparezca reducido al mínimo el peligro de violación de la ley, y que esta violación ejecutada por un agente público sea enérgicamente reprimida.»

Pero el poder soberano del Estado no sólo es jurídico, sino que precisamente por ser del Estado es supremo. La soberanía expresa, por tanto, la superioridad, lo cual, en léxico germánico, implica tener la competencia de la competencia, o, lo que es lo mismo, que el poder tenga atribuciones bastantes para decir en qué son competentes y en qué no lo son los demás poderes de una u otra condición que le están subordinados; es el que ostenta por su carácter de supremo la condición de soberano. Un ejemplo servirá para expresar cumplidamente la justeza de la idea que se expone. En la Constitución de la Monarquía española de 1876 se dice que «la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el rey». Durante la vigencia de esta Constitución, hoy en suspenso, la soberanía encarnaba en estos órganos conjuntamente, y ellos y no otros tuvieron la competencia de la competencia, porque al formularse las atribuciones y facultades de los demás poderes, se señalaron las que aparecen en la Constitución, como podían haberse articulado en el Código fundamental otras diferentes. Tal ocurre con las facultades del poder ejecutivo y con las que corresponden a la administración de justicia, que ni siquiera se denomina poder en el Código español constitucional que se ha citado como ejemplo.

Pero se ha apuntado que la soberanía es la superioridad; efectivamente, en el orden de jerarquía que corresponde a los poderes públicos el soberano es el que se encuentra en la cúspide; los demás aparecen mediatizados por él. «La soberanía, dice el profesor del Castillo Alonso, entraña, en primer término, el poder de dominación que es consecuencia del derecho de dominación, o sea de la legitimidad del poder público.» Efectivamente, se domina cuando al poder de hecho se adjunta el poder jurídico, y ya se ha indicado que la soberanía tiene esencialmente condición jurídica. El derecho que se tiene para dictar órdenes incondicionadas es consecuencia de la legitimidad del poder, y antes se ha indicado que los poderes de hecho buscan necesariamente la vestidura jurídica cuando advienen a la vida pública en calidad de poderes enquistados en ella por contar con el asentimiento de la masa.

Jellinek ha descrito con vivos colores el derecho de dominación o el aspecto supremo de la soberanía a que se acaba de aludir. «El poder de dominación, dice, es un poder irresistible. Dominar quiere decir mandar de un modo incondicionado y poder ejercitar la coacción para que se cumplan los mandatos. El sometido cualquier poder puede substraerse a él, a menos que se trate del poder de dominación. Cualquiera otra asociación puede expulsar, pero la asociación dotada de derecho de dominación puede mantenerlo, en virtud de la fuerza que le es originaria, dentro de la asociación. Sólo es posible salir de un Estado para someterse a otro. Al imperium no puede substraerse hoy nadie, incluso aquel que vive errante, a menos que huya un desierto o a las proximidades del polo. Sólo de este modo consiente hoy el Estado en la disolución del lazo entre él y sus miembros, pero siempre fija él, mediante el orden jurídico, la capacidad de cambiar de ciudadanía y de emigrar, y determina las condiciones con las cuales puede ser concedida o negada dicha ciudadanía. La petición de que se quiere salir del Estado, o, allí donde esto no es preciso, la declaración de que se desea romper con dicho Estado, no exime al emigrante de cumplir con los deberes permanentes que resultan de su cualidad de súbdito, ya que mediante su acto unilateral no puede romperse esta relación. Así, por ejemplo, él no puede menos de sufrir las penas que se le hayan impuesto, puesto que el Estado no pierde su poder coactivo. Cuando ha cumplido con sus obligaciones jurídicas, singularmente el servicio militar, es cuando el Estado le concede el derecho a emigrar. El poder que está dotado de esta fuerza es un poder de dominación, y, por consiguiente, poder del Estado. La dominación (Herrschen) es la cualidad que diferencia al poder del Estado de todos los demás poderes.»

Pero el poder soberano no solamente se debe caracterizar por su esencial carácter jurídico y por su significación suprema, sino que otra de sus notas características es la de constituyente. Tomamos la expresión en la más amplia acepción del término, como medio de organizar la sociedad política de que se trate, y organizar el ente corporativo a que aludimos es en primer término fundir en uno los elementos que le integran, la libertad y la autoridad, y una vez hecho esto, o sea prestado por la primera el asentimiento a la segunda, o, más gráficamente, ocupado el poder de modo legítimo, procede lógicamente, no sólo que dicho poder señale los límites de su propia competencia y delimite sus atribuciones, sino que al mismo tiempo señale los que a las demás autoridades corresponden.

Toda la actividad pública ha de girar en torno de este supuesto fundamental que caracteriza la soberanía y encauza mediante procedimientos del todo jurídicos, no sólo el modo de actuar los gobernantes, sino los propios gobernados, pues es sabido que, como el poder se ejercita mediante las personas físicas, éstas pueden caer en tiranía con tanta facilidad como pueden venir del lado contrario los excesos de la libertad. En léxico aceptado por el uso se recoge cuanto venimos diciendo en las frases corrientes de autodeterminación y autolimitación, que excluyen todo concepto absorbente o despótico del referido poder soberano del Estado.

Más excelente y esclarecido parece el poder cuando se pone a raya él mismo ante posibles excesos que cuando despliega sus facultades coactivas sin limitación, es que en el primer caso el derecho constitucional bordea rigurosamente su actuación y en el segundo queda a merced de la virtualidad ética del que gobierna el que los gobernados no sufran merma en sus derechos y aquella virtualidad, si puede producir tan buenos efectos como la limitación constitucional, no es tan fácil de producirse en las complicadas poliarquías modernas como en aquellos Estados diminutos y patriarcales, que no abundan hoy por cierto.

III. Fases del poder soberano del Estado

Después de lo dicho, cabe apreciar las fases que la soberanía ofrece en la realidad de su desenvolvimiento, y que, naturalmente, corresponden a cada uno de los caracteres que acabamos de percibir. La soberanía, dice a este propósito Santamaría de Paredes, es originaria, constituyente y constituida, aludiendo naturalmente a las fases apuntadas, y que son, respectivamente, las siguientes: el derecho como significación categórica del primer aspecto originario; la personalidad jurídica como símbolo de la constituyente, por ser el derecho el factor primordial de la constitución de la sociedad pública por antonomasia, y hasta la quintaesencia de la Constitución del Estado cuando se la toma en consideración, como el Código político, en el que se vierte la eficacia constituyente del poder soberano. En fin, el aspecto de la soberanía constituida es, al decir del publicista últimamente mencionado, la representación legítima de la nación, frase que podría ser substituida con ventaja por la de organización del poder público, ya que no se excluirían de esta manera los gobiernos directos, que pueden realizar tan cumplidamente su misión como los representativos, aunque aquel cumplimiento se encuentre mediatizado por la extensión territorial del Estado.

Acaso responda mejor al proceso evolutivo de originarse, consolidarse y funcionar la sociedad política mediante hallare cristalizadas en la propia soberanía las notas características que hemos mencionado ya al formular el concepto sintético de la soberanía misma como el poder jurídico, constituyente y supremo del Estado mismo.

IV. Soberanía originaria

Pero se pregunta: ¿el poder soberano se ha originado siempre mediante el derecho? Ciertamente que no; suele en muchas ocasiones adquirirse mediante un hecho: el de la ocupación; pero aún en este supuesto, la soberanía aparece con vestidura jurídica, porque ocupar el poder cuando simboliza una cosa nullius, por no tener poseedor o porque el que ostentara esta condición hubo de abandonarla, es sencillamente adquirir un derecho que tiene su fundamento en el deber que pesa sobre todos y cada uno de los asociados de procurar el bien común, y sólo se procura cuando en el momento inicial de una sociedad política se aglutinan los elementos de su composición íntima; y es sabido que la soberanía es el primordial, o bien cuando en momentos subsiguientes se ha hecho dejación del poder por el soberano y antes de vivir en la anarquía o para prevenir esta misma anarquía se ocupa el poder abandonado con la alteza de miras de salvar el Estado decadente; por eso cualquiera de estas actuaciones, aunque tiene por base el hecho, es perfectamente jurídica, porque el hecho, como se ha indicado en otros lugares, da el derecho, cuando el derecho no pertenece a nadie.

Pero el adquirente de la soberanía puede haberla hecho suya mediante usurpación, y este hecho que tiene este vicio de origen puede en ciertos casos purificarse, porque el derecho, aun en este caso extremo, se halla al margen del hecho no reputado legítimo, siempre que a favor de éste, y con el fin de consolidarle, se den determinadas circunstancias que aseguren el orden y la prosperidad. «Cuando un Gobierno de origen irregular, dice Vareilles-Sommières, ha funcionado durante algún tiempo; cuando su posesión ha sido pacífica y continua; cuando ha ejercido el poder con justicia y sabiduría; cuando ha prestado servicios preeminentes y procurado la paz, el honor y la prosperidad de los ciudadanos, y la casi unanimidad de éstos le acepta y considera como legítimo, el soberano desposeído tiene el deber de renunciar a sus derechos y debe conceptuarse al nuevo poseedor como legítimo para evitar mayores males.»

V. La soberanía y el realismo jurídico

Queda determinado, en vista de las indicaciones anteriores, en qué sentido se toma el hecho en el supuesto justo de ser el derecho el aspecto fundamental de la soberanía originaria; el hecho se toma en consideración, no con carácter permanente, sino en su justo valor. Porque en el criterio del llamado realismo jurídico se asigna al hecho una significación de permanencia y exclusivismo que no deja bien parado el concepto jurídico de la soberanía, que debe ser puesto de relieve por cuantos medios disponga el pensador en disciplinas de carácter moral.

En pleno realismo jurídico se niega la concepción de la soberanía como un derecho subjetivo, expresión de una voluntad colectiva sintetizada en el Estado. Aludiendo a esta voluntad que cristaliza en la soberanía y que se denomina por Duguit voluntad de los gobernantes, dice el apóstol de la referida tendencia que la mencionada voluntad no es en definitiva más que voluntad de individuos humanos, lo mismo que la propia voluntad de los gobernados. «En la doctrina de la soberanía nacional, añade el citado profesor, los gobernantes son los representantes u órganos de la voluntad de la colectividad; siendo esta voluntad una voluntad colectiva, es, por esto mismo, considerada como una voluntad superior a las voluntades individuales. El Estado-persona es el titular de la soberanía, considerada como un derecho subjetivo, y los gobernantes ejercen esta soberanía, siendo el poder público la voluntad de dichos gobernantes.»

Se insiste en este criterio en que la suma de las voluntades individuales no puede dar como resultado una voluntad colectiva, y si no puede existir persona colectiva de la que los gobernantes fuesen los órganos, no queda en definitiva más que la voluntad individual de los gobernantes pintorescamente descrita en esta forma: «cuando en un país un Parlamento, un jefe de Estado, expresan su voluntad, no debe ni puede decirse que expresan la voluntad del Estado, que no más que una abstracción, ni siquiera que expresan la voluntad nacional, que es una ficción; lo que expresan es su propia e individual voluntad. He aquí el hecho, a exacta realidad. Las leyes, los decretos, no son más que la expresión de la voluntad de los diputados que la votaron, de la voluntad del jefe del Estado que las ha promulgado. Las disposiciones y resoluciones administrativas o judiciales son la expresión de la voluntad individual de los administradores o de los jueces que las dictaron.»

Con persistencia en un realismo que no toma la realidad como es, llega a afirmarse que el poder público es una ficción y una noción sin valor que es preciso desterrar de toda construcción positiva del derecho público. «Importa, dice Duguit, no tener miedo a las palabras y afirmar rotundamente que la potestad o el poder público es una cosa sin realidad y que esta palabra no se emplea por las gentes que detentan el poder sino como un medio cómodo de imponer este poder, haciendo creer que es un poder de derecho, cuando no es más que un poder de hecho.»

Rechaza Duguit el dictado de anarquista de cátedra que le atribuye Hauriou, afirmando que en la doctrina anarquista a lo Max Stirner, Bakounine o Proudhon se enseña que no debe haber gobierno de ninguna clase, ni distinción entre gobernantes y gobernados, sino tan sólo individuos o grupos iguales que actúan y se relacionan libremente, y nada de esto va de acuerdo con la realidad, que no es otra que la distinción entre fuertes y débiles.

A pesar de todo, Duguit tiene que reconocer que en la vida social el poder soberano o la voluntad de los gobernantes tiene que buscar algún apoyo, porque, de no ser así, con cimientos movedizos no se puede procurar el orden ni provocar la prosperidad social. Y el apoyo le busca en el derecho, fundado en la solidaridad social. Cuando los gobernantes, que son los fuertes, no hacen nada que perjudique la solidaridad, y, por el contrario, practican cuanto es preciso para desarrollarla, cumplen con su deber. El viejo derecho natural, tan duramente apostrofado por Duguit, es la tabla salvadora en esta ocasión, como en tantas otras; por eso parece una flagrante contradicción negar aquel derecho y buscar como fiel contraste, para evitar los abusos del poder fuerte, la norma jurídica de la solidaridad social. Véase una vez más cómo la soberanía, en su aspecto originario, debe buscar el derecho como algo básico e insuperable, para conceptuar después como jurídicas las manifestaciones de consolidación y funcionamiento, que de no encontrar tan sólidos cimientos serían formidables expresiones de fuerza, de poder coactivo, impropias por cierto para montar instrumentos de gobierno que hubieran de encauzar y ordenar voluntades humanas o, por mejor decir, libertades públicas en la vida ininterrumpida del Estado.

VI.  Soberanía constituyente

Después de la soberanía originaria, la constituyente, que corresponde al momento de consolidarse ese mismo poder singular. En efecto, el Estado tiene un elemento personal o social refundido generalmente en una nación, aunque nada se opone a que haya elementos que puedan integrar diversas naciones. Ese elemento personal, que por su significación psicológica contiene las libertades en general, integra indudablemente una persona jurídica, razón por la cual Santamaría de Paredes ha podido afirmar que la soberanía constituyente se halla en la sociedad constituida como persona jurídica para el cumplimiento de todos los fines que la incumben.

Ahora bien; si el Estado se plasma en la nación, la personalidad del primero es representativa de la segunda. El Estado, dice Esmein, es la personificación jurídica de una nación, y lo que constituye aquél como tal es la existencia en esta sociedad de hombres que así se llama de una autoridad superior a las voluntades individuales. No hay dificultad, antes, al contrario, hay exactitud en afirmar que el Estado personifica a la nación; lo que ya no parece exacto es concretar el concepto de la nación diciendo que es una sociedad en la que existe una autoridad superior a las voluntades individuales. La sociedad en que esto ocurre no puede ni debe denominársela ya nación, hay que denominarla Estado necesariamente.

La soberanía ha podido observar Miceli que es el punto de conjunción entre el organismo social y el jurídico, entre la sociedad y el Estado, y al mismo tiempo el punto de separación en el cual termina la acción espontánea de las fuerzas sociales y comienza la acción jurídicamente coactiva de las fuerzas del Estado.

El concepto de la nación es ajeno a la idea de soberanía. En la nación predomina el supuesto integral de un lazo de parentesco espiritual que desenvuelve en diversas fases sociales la unidad de un grupo. Cuando esta unidad aparece como receptáculo social de un ente jurídico se genera la soberanía, se perfila en diversas manifestaciones y modos de actuar y procura su consolidación mediante una organización, fundamental contenido de una Constitución; por eso se habla de Constitución del Estado, pero a nadie se le ocurre decir otro tanto de la nación. Esta es la materia prima del Estado, y es también de idéntica condición la soberanía; por eso cuando la soberanía vivifica un compuesto de nación única o naciones diversas, lo espontáneo se oculta ante lo jurídico-coactivo y todo el que observa lee Estado donde antes decía nación.

Cuando se busca la impulsión del Estado en la llamada soberanía nacional no se da a entender que la nación era soberana antes de existir el Estado, sino que la soberanía, en cuanto verdadero poder constituyente, se apellida nacional porque en el electorado de la nación busca sus filamentos para que el poder supremo aparezca encarnando en el elemento personal o nacional, debiendo distinguirse, con Hauriou esta soberanía apellidada nacional del llamado poder de gobierno, o de otro modo, el poder constituyente, que siempre es soberano, del poder legislativo, que en la mayor parte de los Estados es distinto de aquel otro.

Aunque el dueño de una cosa haya encomendado a un tercero la administración de lo propio, dice Hauriou, no hay razón alguna que impida a aquél inspeccionar la gestión del administrador, y el mejor modo de hacerlo es participar de alguna manera en aquella administración. Al soberano le ocurre lo mismo que al propietario: debe ser guardador de la actuación del Gobierno, y el mejor medio que lo procura será la participación en el Gobierno. Si la nación tiene la soberanía, como no puede ejercitar dicha soberanía más que bajo forma mayoritaria, y las iniciativas deben reservarse al poder minoritario, la inspección y la participación de la nación no deben en ningún caso entrañar iniciativas. Aun cuando la soberanía corresponda a la nación, el poder constituyente no la corresponde de modo completo, por la razón de que el poder mayoritario de la soberanía nacional es incapaz de tomar iniciativas. Estas corresponden al Gobierno, pero la última palabra debe decirla la nación, exigiendo al efecto, para que las leyes constitucionales tengan vigor, la ratificación expresa del pueblo por medio del referéndum.

Sea de ello lo que quiera, y a pesar de las indicaciones precedentes de Hauriou, que describe la soberanía nacional constituyente siempre, pero sin iniciativas, es el caso que quien ostenta el poder constituyente por un lado, y por otro tiene la sanción, mediante referéndum, de todo lo actuado, puede en verdad ser denominado soberano. He aquí por qué el término más comprensivo y apropiado de la soberanía que se consolida en una Constitución (aspecto de la soberanía constituyente) no es el de soberanía nacional, que muestra las dificultades apuntadas, sino sencillamente el de soberanía del Estado. Este término lo comprende todo y sirve de base para cuantas hipótesis pueden darse en la realidad. Caben en ella, no sólo la soberanía de la nación, sino asimismo la del rey.

VII. Soberanía constituida

La última modalidad o fase de la soberanía es la llamada soberanía constituida, que se refiere, como se ha indicado ya, a la actuación o funcionamiento del poder soberano del Estado. Cuando alude Santamaría de Paredes a este aspecto de la soberanía, dice que se concreta en la representación legítima de la nación. La idea de la representación, según afirma aquél, surge desde el momento en que se considera la necesidad que tienen las personas sociales de ejercer funciones más o menos relacionadas con la vida material y la imposibilidad de que las realicen por sí mismas, por carecer de un organismo corpóreo; tal sucede al Estado, cuyos fines exigen la prestación de servicios que solamente puede hacer la persona física; pues bien, la representación es el título en virtud del cual determinados individuos personifican físicamente al Estado, ejerciendo en nombre de todos las funciones públicas.

Según otro criterio, constituirse la soberanía, o aparecer en su fase constituida, es ofrecerse como algo supremo que no admite apelación en sus determinaciones o resoluciones. Implica imposición jurídica de voluntad propia, como algo representativo de la voluntad social, empleando la coacción para que los mandatos emanación del poder soberano tengan debido cumplimiento.

Pero la significación suprema del poder soberano no debe hacer incidir en el absolutismo a ese mismo poder que aparece en la cúspide, pues sólo prescindiendo de la significación jurídica, que es la condición que en primer lugar hemos predicado de la soberanía, podría mantenerse semejante contrasentido. «El derecho, dice Jellinek, sólo indica en cada ocasión la situación actual del Estado, pero no queda dentro de su esfera el mostrar las posibles ampliaciones que pueda alcanzar la competencia de éste. De otra manera se llegaría al aniquilamiento de las personas que forman parte del Estado, porque la omnipotencia de éste sólo puede existir a costa de las libertades individuales. Si la soberanía hubiera de significar que todas las posibilidades de ampliar la competencia del Estado corresponden a la esfera actual del Estado, entonces todos seriamos esclavos de éste y sólo gozaríamos de un insignificante patrimonio de capacidad jurídica concedido por él a título de precario.»

Acaso sería más exacto decir, para poner en relación lo supremo y lo jurídico de este poder sin igual del Estado, que puede en todo momento ampliar su competencia, siempre que no lesione los derechos de las personas individuales o sociales que viven en su seno, lo cual entrañaría a su vez el supuesto de que la competencia ampliada o modificada no siempre ha de entenderse como lesiva de las libertades individuales. «El poder coercitivo se completa en el Estado, dice Goicoechea, convirtiéndolo en autárquico, cuando en él se da la facultad de determinación que los autores alemanes denominan self constitution o competencia de la competencia. El Estado es independiente, aunque no de una manera absoluta, cuando posee la facultad de establecer por sí mismo los límites en que puede desenvolver su poder coercitivo. El Estado es entonces de hecho soberano, si quiere emplearse esta palabra, ya que no reconoce superior capaz de imponer a su acción barreras suficientes para coartarla o detenerla. Por virtud del poder de autodeterminación, el Estado señala el contenido de su propia competencia, estableciendo libremente la esfera en que su actividad puede con toda independencia ejercitarse. Ese poder de autodeterminación es, en realidad, el signo distintivo de la soberanía.»

Solamente el Estado es quien puede plasmar su propia competencia y la de las demás personas individuales y colectivas en una Constitución, y sólo quien de tal modo procede tiene la soberanía. En un Estado federal, solamente él merece este concepto, pero en manera alguna los que se denominan Estados-miembros de la Federación. Esto plantea la cuestión de saber si la soberanía es nota esencial del poder del Estado o, por el contrario, no lo es. «Para caracterizar una nación como Estado, dice Jellinek, es menester que el órgano supremo que pone en movimiento la actividad de la asociación sea independiente, esto es, que no coincida jurídicamente con el órgano de otro Estado. La identidad de órgano lleva consigo necesariamente la identidad de los Estados. Cuando hay duda acerca de si una comunidad posee o no el derecho propio de darse Constitución, es necesario decidirse por la negativa del carácter estatista en tal comunidad, a menos que pueda probar la comunidad que posee un órgano superior, independiente, capaz de actuar con esta misma independencia. Si se afirmase que las colonias británicas, dentro de las limitaciones que le imponen las leyes, tienen un carácter estatista, se incurriría en un error, porque ninguna de estas colonias posee un órgano superior e independiente frente a frente de la Corona de Inglaterra.» Y aun cuando poseyesen dicho órgano, no parecería que quedaba con ello puntualizada de manera clara su significación estatista, porque para que una sociedad política cualquiera llegue a ser Estado, que es la sociedad política por antonomasia, es preciso de toda necesidad que el órgano superior que con carácter independiente pone en movimiento la actividad de la asociación tenga que disponer de tal modo de una jurisdicción propia que sea capaz de determinar, sin intervención de nadie, su propia competencia y la de los demás.

VIII. Caracteres de la soberanía

Hemos tomado en consideración la soberanía en todos sus aspectos, y es ocasión de precisar sus caracteres que afectan lógicamente al concepto esencial.

La soberanía ostenta en primer término el carácter de unidad. Escritores influidos por el filosofismo constitucionalista francés han dicho que la soberanía es una, indivisible, intransmisible, imprescriptible e inviolable. Los dos primeros de los caracteres mencionados, bajo la influencia de este criterio son de una visible redundancia. Si el poder soberano es uno, cabrá concebir diversas manifestaciones de su actividad, o sea diversidad de funciones, y desde luego variedad correlativa de órganos, y, como lógica consecuencia, que los titulares de cada órgano sean varias personas físicas o sociales; pero lo que no es posible suponer es que pueda dividirse, porque si esto ocurriera, por este solo hecho dejaría el poder de ser uno.

El insigne Suárez aludía a este carácter de la soberanía diciendo que el principado supremo debe ser uno. «Si fueran varios, añade, y no estuvieran coordinados entre sí y subordinados a uno, sería imposible obtener la unidad, y menos la justicia y la paz que la obediencia y concordia traen aparejadas.» Desde luego que la expresión de «un solo príncipe o principado» es sinónima de una sola potestad, ora encarne ésta en una persona individual o en una persona colectiva.

La unidad de la soberanía tiene en los tiempos actuales una significación que responde a la contextura moderna del Estado. El poder público no tolera hoy, como en otras épocas excepcionales, que mermen en manera alguna su significación unitaria. Los órdenes y clases privilegiados que en la Edad Media turbaron la fisonomía del derecho público interno han desaparecido, y con ellos los posibles atentados a la unidad del poder soberano.

Otro de los caracteres del poder público, cuando se considera en la cúspide, es la superioridad, en el que se revela aquella fase o modalidad de poder supremo a la que ya nos hemos referido. «La superioridad de la soberanía, dice Gil Robles, si en la esencia no es distinta de la de cualquiera otra sociedad, lo es en el grado supremo de las dotes y excelencias que supone y exige, las cuales, en toda sociedad, están en razón directa de la naturaleza y jerarquía sociales, esto es, de la perfección que las sociedades tienen por razón de su muchedumbre, de los fines que persiguen y de los bienes que cultivan, de la consiguiente variedad, complejidad y autonomía de que disfrutan. Por esto, la más alta superioridad debe ser la de la autoridad soberana, puesto que la más perfecta de las sociedades temporales es la sociedad civil o nación.»

Pero la superioridad de la soberanía, que etimológicamente procede de super omnia, se refiere desde luego a cualquier concepción posible de derecho positivo, pero nada más. El derecho natural queda fuera de estos contornos. La superioridad no supone independencia de normas objetivas, o sea de los principios inmutables de la ética y del derecho natural, antes, al contrario, implica dependencia en cuanto dan al mandato la fuerza moral. El Estado, cuya es la soberanía, no es la única fuente productora del derecho, en su doble origen de la ley y la costumbre, porque este derecho positivo o del Estado, en la dualidad apuntada, no puede en ningún caso dejar de rendir pleitesía al derecho natural, el cual, en ocasiones, sirve directamente, y a falta de otro, de ordenamiento jurídico. Tal ocurre, por ejemplo, en el derecho positivo español, donde cuando no haya ley exactamente aplicable al caso controvertido se aplicará la costumbre del lugar, y en su defecto los principios generales del derecho. Estos principios son los que del derecho natural emanan, que sirven para inspirar y fundamentar leyes y costumbres jurídicas, y, en momentos determinados y por vía de suplencia, para ordenar la vida jurídica en defecto de ley y de costumbre.

IX. Inalienabilidad de la soberanía

Con los caracteres mencionados creemos haber dicho lo suficiente para perfilar el concepto del poder público soberano. Sin embargo, es corriente en los tratadistas calificar la soberanía, como antes se apuntó, de intransmisible, imprescriptible e inviolable, con lo cual se afirma la inalienabilidad. La soberanía, sólo cuando se la toma en consideración como elemento esencial del Estado puede decirse de ella que sea intransmisible. El Estado no puede prescindir de este elemento, porque dejaría de ser lo que es. Precisamente el Estado se distingue en esto de la nación. El Estado no es más que la propia nación que aporta ya en su concepto territorio y personas, a la que se adiciona el poder transcendente, uno y supremo, de la soberanía.

Pero ya en el seno del Estado es una inexactitud decir que la soberanía no se transmite. La soberanía en el Estado cambia de asiento cuando se la aprecia en su modalidad de soberanía constituida. Si en un Estado determinado se ha pasado en una u otra época del régimen absoluto al constitucional, la soberanía ha cambiado de asiento y, por tanto, se ha transmitido de un rey con facultades omnímodas a otro monarca que, templando su poder, comparte su potestad soberana con un Parlamento. Del mismo modo, cuando se pasa de la Monarquía a la República, la soberanía se transmite, porque el pueblo la comparte con el rey en las Monarquías llamadas constitucionales y en la República no la comparte con nadie, sino que se limita a desenvolverla directamente o bien en forma indirecta o representativa.

Y lo mismo que acaba de indicarse acerca de lo superfluo que resulta el carácter de intransmisible puede decirse del ya mencionado, es a saber, su condición de imprescriptible. La soberanía en el Estado no puede prescribir, pero el poder soberano de hecho puede adquirirse mediante prescripción, legitimándose su actuación en un lapso de tiempo suficiente para que se dé cuenta la sociedad de que los fines públicos están mejor atendidos que en el régimen cuya soberanía ha prescrito.

En cuanto a la inviolabilidad de la soberanía, tenemos que hacer idénticas manifestaciones. Si la soberanía se viola, desaparece el Estado. Cuando un Estado se destruye por otro, el poder soberano que informaba el primero aparece fundido en el seno del segundo. «El Estado, observa Miceli, puede disolverse, no tratándose en este caso de cesión de la personalidad, sino de simple anulación de la misma; es una especie de suicidio del Estado. El Estado, entonces, deja de existir, y deja de existir también su soberanía, como se extinguen asimismo todas las relaciones jurídicas que pueden derivar de su existencia.»

X. Otros caracteres asignados a la soberanía

Tampoco son aceptados corrientemente los dictados de ineligible, hereditaria, inamovible y natural, predicados de la soberanía, como si la elección no fuera un medio para depurar la superioridad como carácter indudable de la soberanía, y como si la herencia fuera, por el contrario, el medio único de cristalizar el poder público soberano. En cuanto a los dos últimos conceptos de inamovible y natural, téngase presente que el primero aparece contradicho con la existencia alternativa en un Estado de formas de gobierno radicalmente opuestas, como antes se apuntó, y en cuanto al segundo responde al criterio del derecho divino providencial, que después se tomará en consideración para reclutar sus efectos cuando se le supone como medio exclusivo de destacar la superioridad publica de un individuo determinado que ha de encarnar la soberanía.

XI. Soberanía del pueblo

Tanto vale estudiar el fundamento del poder público soberano como preguntar por su justificación, y en este punto concreto debemos examinar esa justificación de la soberanía según las más caracterizadas teorías políticas.

Con el nombre de doctrina democrática se suele estudiar la que justifica la soberanía, teniendo en cuenta que ésta reside siempre y necesariamente en el pueblo, no sólo porque es el pueblo la materia prima en toda formación política, sino porque, a mayor abundamiento, es el pueblo la base del régimen directo o representativo que sirve para calificar las formas de gobierno, tanto monárquicas como republicanas.

La esencia de esta teoría se reduce a suponer que el pueblo, es decir, el elemento personal atómico, componente natural de la sociedad, no sólo es soberano en los orígenes de la misma, sino, a mayor abundamiento, en todo momento, es decir, siempre y necesariamente.

Pero se pregunta, para interpretar cumplidamente la doctrina democrática que examinamos: ¿quiénes constituyen el pueblo? Rousseau, en este punto, contesta de modo diverso cuando plantea la cuestión del origen de la sociedad que cuando alude al origen de la soberanía, no obstante ser esta última obligada consecuencia de la anterior. El pueblo, en el primer caso, lo constituyen todos los nacidos, que en una a otra forma resultan ser los otorgantes del contrato social. En cambio, en el segundo supuesto de los dos apuntados, el pueblo es únicamente la mayoría numérica, que es la única forma de expresión de lo que él llama la voluntad general. En fórmula más categórica y expresiva, para constituir, mediante el contrato, el estado social, se exigió, al decir de Rousseau, la unanimidad del consentimiento; pero concertada como instrumento de régimen la ley de las mayorías, fue bastante el concurso de la mitad más una de las voluntades individuales para que se produjera la voluntad general.

Para percibir la génesis de esta voluntad, observa Rousseau, como apóstol de esta tendencia, que, siendo todos los hombres libres, para que aparezcan en todo momento como tales no han de obedecer más que su voluntad; pero como, por otra parte, la paz es del todo precisa en la vida social, es menester que, en la forma que sea, se concilie la libertad nativa absoluta con la autoridad que vigila constantemente por la paz pública, y esto sólo se consigue encarnando la soberanía en la llamada voluntad general.

Es curioso acudir a diversos pasajes de las obras de Rousseau, tanto al Contrato social como al Origen de la desigualdad entre los hombres, para percatamos de su indecisión al definir el instrumento de régimen, formidable evocador de absolutismo, que él denomina la voluntad general. Por una parte, parece que esta voluntad debe ser unánime. «Cuando todo el pueblo, dice, estatuye sobre todo el pueblo… la materia sobre la cual se estatuye es general, como la voluntad que lo decreta… y este acto es la ley.» Para Rousseau, el sometido a la ley, por el solo hecho de estarlo, es el hombre libre por excelencia, porque las leyes son como el registro de nuestras voluntades, con lo cual da a entender la unanimidad del consentimiento. Pero en otros lugares Rousseau no ha tenido dificultad en afirmar algo que va contra la unanimidad. «Para que una voluntad sea general, dice, no es necesario que sea unánime; únicamente es indispensable que todos los votos se cuenten… Sólo hay una ley que, por su naturaleza, ha exigido el consentimiento unánime: el pacto social…; fuera de este caso, el voto del mayor número obliga a los demás.»

Las indicaciones precedentes justifican que esta doctrina democrática de la soberanía popular se haya denominado asimismo radical y revolucionaria. En efecto, fue invocada la tesis de la voluntad general en cuantos movimientos revolucionarios tuvieron lugar en el último decenio del siglo XVIII y especialmente en el curso del siglo XIX, tanto en Europa como en América, y la referida tesis contractualista tiene sus más firmes asientos en la escuela protestante del derecho natural, que, al referirse a la relación entre la libertad y la autoridad, ha dicho que, si los hombres nacen libres e iguales, ninguna forma de subordinación o de régimen es posible entre ellos si no viene libremente consentida.

Pero esta libertad de consentimiento, ¿alcanza a las minorías? ¿Puede decirse que integran éstas la voluntad general? Rousseau sale del paso razonando así: «Cuando se propone una ley en la asamblea del pueblo, no se trata precisamente de conocer la opinión de cada uno de sus miembros y de si deben aprobarla o rechazarla, sino de saber si ella está conforme o no con la voluntad general, que es la de todos ellos. Cada cual, al dar su voto, emite su opinión, y del cómputo de ellos se deduce la declaración de la voluntad general. Si, pues, una voluntad contraria a la mía prevalece, ello no prueba otra cosa sino que yo estaba equivocado, y que lo que consideraba ser la voluntad general no lo era. Si, por el contrario, mi opinión particular prevaleciese, habría hecho una cosa distinta de la deseada, que era la de someterme a la voluntad general

Esta voluntad es de una contextura psicológica especial: parece que debía identificarse con la voluntad de todos, y sin embargo no es así, porque la suma de las voluntades particulares no descarta el interés privado que mueve cada una de ellas. La voluntad general se inspira en el interés común, y como tiende a él, necesariamente es constante, inalterable y pura. Llega Rousseau a afirmar a este propósito que cuando un ciudadano vende su voto por dinero ni siquiera extingue en él la voluntad general; lo único que hace es eludirla.

Ahora bien; esta soberanía encarnada en la voluntad general es de tal índole, que no implica normas objetivas de conducta que la encaucen. La justicia proviene de ella misma y por el hecho numérico de reunirse la mitad más uno de los sufragios que representan siempre la verdad, la razón y el derecho. «¿Hay en los individuos, dice Izaga, alguna dirección anterior, impuesta en sentido determinado, dirección que denote la existencia de un orden o de un ser superior, creador y rector de todas las cosas? ¿Existe ese Ser que, como tal y con carácter de eficacia obligatoria, haya señalado al hombre un fin, y a su actividad y desarrollo en la vida individual y colectiva haya señalado límites y leyes? El sistema de Rousseau desconoce todo esto; en realidad, para él nada de eso existe. Se han de resolver, por tanto, todos los problemas planteados prescindiendo de todo orden y existencia ultraterrena; nos hallamos sólo ante el hecho de un ser libre, dueño y soberano absoluto de sí mismo. El cuerpo político también lo es. La soberanía no le viene sino de sí mismo.»

Pero la soberanía, en la tesis expuesta, es inalienable, siendo esta la razón de que cuantos escritores o legisladores se han dejado influir por el criterio democrático que examinamos hayan dicho que la soberanía es imprescriptible, intransmisible e inviolable. En otros supuestos en que se predica la soberanía inicial en la comunidad social, como ocurre con la tesis escolástica, esa soberanía tiene que transmitirse o enajenarse necesariamente, porque el pueblo que inicialmente tiene la soberanía no reúne condiciones para ejercitar por sí esa soberanía.

La voluntad general que encarna la soberanía no la cede en ningún momento ni aun al Gobierno que la representa. Sólo cuando el pueblo soberano calla ante la actuación del Gobierno, se entenderá que éste simboliza la voluntad general. En el supuesto mencionado no se concibe democracia representativa de ninguna clase; sólo fluye naturalmente la democracia directa. Cuando Rousseau tomaba en consideración al pueblo inglés, decía que no era libre, antes, al contrario, estimaba que desde que elige sus representantes es esclavo. La representación hubo de paliarse por los secuaces de Rousseau, por ser una exigencia de la vida política moderna, mediante el cómodo expediente del mandato imperativo. Los mandatarios, ligados al pueblo, pueden conceptuarle como el mismo pueblo en este caso, y la democracia directa no ha padecido con ello.

Consecuencia de eta misma inalienabilidad es el carácter ilimitado y absoluto de esa voluntad general. Es un poder concentrado en sí mismo y lógicamente absoluto. Entre Hobbes y Rousseau no hay diferencia apreciable en este respecto, porque si el primero supone, como el segundo, que los hombres decidieron mediarte un pacto salir del estado antisocial en que se encontraban, es Hobbies el que concentra las voluntades de todos en una sola voluntad, que también decreta por sí lo justo y lo injusto, y es Rousseau el que supone que bajo la suprema dirección de la voluntad general, en la que cada miembro aparece como parte invisible del todo, la sociedad política se desenvuelve, siendo aquella voluntad, como la del soberano Hobbes, expresión de la justicia.

XII. Contradictores de la soberanía del pueblo

Los supuestos fundamentales de la doctrina democrática han sido duramente rebatidos, obedeciendo los que impugnan aquélla a las más opuestas inspiraciones.

Se afirma, en primer lugar, en la doctrina mencionada, que el hombre nace absolutamente libre de todo lazo. Coincidentes en este punto Rousseau y Hobbes, a pesar de sus diversas finalidades (el uno el absolutismo del pueblo y el otro el del rey), han supuesto que el hombre tiene en el estado de naturaleza un poder tan absoluto, que debe hacer todo aquello para lo que tenga poder físico suficiente. Y esta libertad omnímoda no se ha perdido al pactar la sociedad, según el filósofo ginebrino, porque la fórmula que ideó para que las personas y los bienes estuvieran protegidos en la sociedad era la de que cada asociado diera su libertad a todos, con lo cual no la da a nadie, y como no existe ni un solo asociado sobre el que no adquiera el mismo derecho que él le ha cedido, gana el equivalente de todo lo que ha perdido y aún más, porque dispone de la fuerza necesaria para conservar lo que tiene.

Además, el extraño pacto del que surge la ley de las mayorías como expresión de la voluntad general no puede servir de base a toda una organización política soberana. Todos los miembros de la sociedad se han reservado en este sistema el derecho de hacer y deshacer las leyes, porque en esto precisamente consiste la soberanía, y las leyes no son, según Rousseau, otra cosa que las condiciones de la asociación; por eso todas las leyes son calificadas por él de convenciones, frase impropia, porque la convención supone el consentimiento de todas las partes contratantes, y el apóstol de esta tendencia sólo ha exigido la unanimidad para la formación del contrato social, bastando la mayoría para las demás leyes o convenciones.

Si la voluntad general está en todos y cada uno de los asociados, aun cuando en muchas ocasiones sea eludida, no se alcanza por qué la verdad y la justicia han de encarnar en la mitad más uno. Es un procedimiento mecánico de determinar la existencia de un poder, pero no un sistema lógico de que brillen la verdad y la justicia, porque generalmente los más audaces votan con los más y son más esclarecidos los menos, y en un sistema en el que, como éste, se prescinde de las normas objetivas de conducta social, por necesidad rigurosa hay que acudir a buscar el poder soberano en la mayoría numérica, cambiando, por este solo hecho, de asiento la soberanía, al menos con relación a los componentes de la voluntad general.

Pues si las convenciones son de la mayoría y no de la unanimidad, el pacto inicial ha debido contar necesariamente con ésta; pero a pesar del bloque unánime de voluntades que esto supone, «explicar el origen de la sociedad por el contrato, observa Duguit, es encerrarse en un círculo vicioso, porque la idea de contrato no pudo nacer en la mente del hombre sino en el día en que vivió en sociedad. Por otra parte, aun suponiendo la existencia de un contrato tácito entre todos los miembros del cuerpo social, no por ello explica que haya podido nacer de ese hecho una voluntad general y común, un yo común. En virtud del contrato social, los miembros de una misma colectividad quieren una misma cosa, pero nada prueba que de este concurso de voluntades haya nacido ni pueda nacer una voluntad distinta de las voluntades individuales concurrentes al acto de la volición.»

Se afirma por Rousseau, en otro respecto, que la libertad absoluta del hombre es inalienable, como premisa fundamental de la que se deduce que la soberanía es inalienable también. Esta ya hemos visto que se enajena, y la libertad absoluta que la origina no sólo se enajena también, sino que no es absoluta, porque aun cuando se supusiera que el hombre ha nacido en el seno de la horda y no en el de familia, aun en este negado supuesto no nacería libre de todo lazo. No hace falta insistir en el aserto antedicho; si fuera cierto que la libertad del hombre es inalienable, no nos podríamos explicar la vida del derecho, que es una continuada enajenación o limitación de libertades.

Por último, es perfectamente rechazable la idea de que el hombre no limita o enajena su libertad al someterse a la voluntad general. Esto sólo podría ser verdad si la mitad más uno tuviera siempre razón, por el hecho de ser la mayoría numérica; pero como esto es imposible de demostrar, porque suele la realidad de la vida dar fe de lo contrario, ¿cómo podrá sostenerse que el que obedece a una mayoría despótica no limita su libertad y no hace otra cosa que obedecerse a sí mismo?

XIII. El escolasticismo y la soberanía

Después de examinar la soberanía inalienable del pueblo debemos tratar de otras tesis de gran predicamento y con esclarecidos mantenedores, los escolásticos, que, suponiendo también «la soberanía en la comunidad social», afirman que ésta precisa enajenarla, por lo cual pudiera denominarse este sistema el de la soberanía alienable de la comunidad, y como la enajenación implica consentimiento de los asociados, sería en definitiva el consentimiento el modo originario de adquirirse el poder soberano del Estado.

«La suprema autoridad civil, considerada en sí misma, dice Suárez, la comunica Dios a los hombres reunidos en comunidad política perfecta. Pero no como una institución especial y positiva, distinta y ajena a la producción de la comunidad misma, sino como entidad o cualidad natural consecuente a la existencia de la misma. Por consiguiente, y en virtud de tal comunicación, no puede decirse que dicha facultad está en determinada persona, ni en cualquiera otra reunión de varias, sino en todo el pueblo o cuerpo de comunidad.»

Veamos cómo expone Izaga esta tesis de Suárez: «En el orden natural, dice, al sujeto de un derecho o de un deber se le deben proporcionar los medios necesarios para la realización de ese derecho y el cumplimiento de ese deber. Ahora bien, la sociedad tiene el derecho y el deber de alcanzar su fin: la prosperidad y perfección propias, imposibles de alcanzar sin una autoridad soberana. Luego, por derecho de naturaleza, al que Dios no puede faltar, a la sociedad política se le debe la autoridad. Por otra parte, la voluntad humana no puede ser origen de la potestad suprema. Porque, prescindiendo de ella y aun sobre la voluntad humana que quisiera impedirlo u olvidarlo, existiría en toda agrupación política el derecho de gobernarse, corno condición de vida. El hombre, sólo por serlo y porque existe, y sin que pueda impedirlo él mismo, será dueño de sus facultades y miembros, y en sí mismo llevan la facultad de regirlos para el cumplimiento de su fin. Lo mismo sucede, por ley de naturaleza, a la sociedad política. He aquí una explicación sencilla y clara de la frase del apóstol: non est potestas nisi a Deo, aplicada a la autoridad civil.»

Belarmino ha fundamentado el origen del poder diciendo que éste tiene por sujeto inmediato la multitud, y es de derecho natural que la multitud, investida por Dios del poder, tenga necesidad de transmitirle, resultando las formas de gobierno de derecho de gentes, precisamente porque dependen del consentimiento de la multitud. Insistiendo en su punto de vista fundamental, observa que si pertenece el poder a la multitud es porque, siendo los hombres iguales, no hay razón para que uno domine más que otro.

Pero el sistema que se expone quedaría incompleto si no se insistiera en la alienabilidad de la soberanía. El poder soberano se genera en la comunidad social, pero esta comunidad, convencida de su falta de condiciones para ejercitarle, suele en la generalidad de los casos transmitirle a otro, expresando su voluntad de un modo revelador en todo caso del consentimiento.

Así como en el sistema radical el pueblo tiene el poder soberano siempre y necesariamente, en el sistema escolástico, de raigambre clásica y basado en el más puro espiritualismo cristiano, el pueblo tiene el poder cuando practica la democracia directa, pero le transmite o enajena a otro o a varios en la generalidad de los casos, en que por este hecho surge la democracia representativa.

Pero la transmisión no supone pérdida absoluta del poder soberano que se transmite; queda siempre la alternativa entre el mandato y la obediencia, con lo cual se explica el estrecho consorcio que en este régimen se percibe entre gobernantes y gobernados. En el momento de la designación representativa, aquéllos dependen de éstos, y, viceversa, éstos dependen de aquéllos cuando desempeñan propiamente su función.

«Al afirmar que la soberanía era alienable, dice Izaga, refiriéndose al escolasticismo, sosteníase al mismo tiempo que la soberanía, radicalmente et in habitis, persistía perpetuamente en la sociedad. Y esa permanencia radical no era una mera fórmula ineficaz. Se manifiesta en la facultad que tiene el pueblo de no someterse a las leyes del príncipe cuando, por salirse de su misión, las promulga injustas; en la facultad de deponerle del trono cuando, por seguir sus conveniencias en vez de las del bien público, se torna en tirano, y en la de exigirle aquellas variaciones en el régimen público que se juzguen las pide el bien de la sociedad. “Faltando a la justicia, cesa el oficio del rey”, decía Saavedra Fajardo, interpretando el común sentir de los de su tiempo.»

XIV. Teoría de Vareilles-Sommières

Mucho predicamento alcanzó la teoría del que fue decano de la Facultad de Derecho en Lila, que, no siendo escolástico, mantiene con firmeza criterios de la más pura ortodoxia.

La teoría que mantiene respecto al origen de la soberanía es la de la ocupación, que sirve, deducida del derecho privado, para hacer en el derecho público interno la consiguiente adaptación. «La ocupación, dice Vareilles-Sommières, es la posesión de las cosas que no tienen dueño, y como el poder, en su origen, es cosa nullius, porque nadie aparece investido de él por la naturaleza y por Dios, pertenecerá a aquel que tenga capacidad bastante para apoderarse de él, del mismo modo que en un navío sin gobierno pertenece el timón al primero que de él se apodere y sepa manejarlo.» «Desde que el grupo social está formado, añade, todos sus miembros tienen derecho a todo lo que sea esencial en la sociedad civil y, por tanto, a que haya un poder; pero como sería imposible pedir a todos el cumplimiento de este que al mismo tiempo que un derecho es un deber social; como, por otra parte, el concurso de muchos sería inútil; como algunos desearían la anarquía, y como, además, no hay poder que pueda forzar a aquel cumplimiento o habilitar a los incapaces, y hay necesidad urgente de orden, porque sin él no hay sociedad posible, cada miembro del grupo tiene derecho, sea con el auxilio de otros, sea por sí solo, de ocupar y, por ende, de organizar el poder vacante.»

En muchas ocasiones esta ocupación viene preparada naturalmente. El ocupante puede ser un padre de familia que ha transformado el poder paterno en poder político, o un hombre extraordinario que se distingue de los demás por su talento, virtudes, &c., o un propietario de vastos dominios que acoge en ellos diversas gentes, o un grupo social, o el pueblo mismo, y en este último caso el pueblo será el soberano, no por ser el pueblo, siempre y necesariamente, como se supone según el criterio de Rousseau, sirio por ser el primer ocupante.

La fórmula de la ocupación acaso quedaría más firmemente perfilada recordando el concepto que tienen las cosas nullius. Estas son, no sólo aquellas que nunca tuvieron dueño, sino las que, habiéndole tenido, han sido abandonadas por él. El caso más frecuente es el primero, pero no tiene nada de extraordinario el segundo, porque muchas dictaduras, en la vida de los pueblos, no son otra cosa que expresiones características de este modo, que ya no puede ser originario, sino simplemente derivado de adquirir el poder mediante el hecho perfectamente legítimo de la ocupación. En esta apreciación, el derecho político se distingue del civil.

Vereilles-Sommières completa su doctrina exponiendo como modos derivados la convención o el consentimiento, la sucesión, la conquista y la prescripción.

Como se ve, la teoría de la ocupación se desenvuelve en un ambiente similar al de la tesis escolástica ya expuesta, sin otra diferencia que la de proceder de modo inverso, porque en esta última es el pueblo el que transmite el poder a uno o a varios, y en la primera, por el contrario, es el ocupante único, o el ocupante persona colectiva quien busca el asentimiento del pueblo o la adhesión del mismo para fortalecer su poder, o bien para legitimarle si de ello hubiere menester. Las dotes extraordinarias de una persona (y este es otro supuesto de similitud) sirven, como se ha dicho, para la ocupación, que luego busca la adhesión popular para afianzarse, y sirven también, en la tesis escolástica, para que el pueblo o la comunidad social, que enajenan la soberanía, tomen como punto obligado para fijar el consentimiento transmisor, lo extraordinario de las condiciones personales.

Más aún: la soberanía alienable de los escolásticos y la teoría de la ocupación de la soberanía, que acaba de exponerse, tienen otra relación visible, y es la de organizarse, tanto por una como por otra, poderes templados, a diferencia del absolutismo de las masas, que es netamente de procedencia rusoniana. Y es que, en los primeros supuestos, el pueblo y el que ejercita la soberanía se limitan necesariamente, por aquella alternativa entre el mandato y la obediencia a que antes se aludió, y en cambio la masa social, siempre soberana, puede degenerar, en el último negado supuesto, en verdadera demagogia, que es la expresión del más cruel absolutismo.

XV. Teoría del derecho divino sobrenatural

Hasta aquí se ha mencionado la comunidad social (pueblo, nación o Estado) como elemento primordial para ver surgir el poder sobaran del Estado, pero hay una teoría que prescinde de la comunidad social como sujeto activo para generar el poder que ostenta la soberanía y, en cambio, le convierte en objeto del poder absoluto que se erige en un individuo determinado designado por Dios directamente. En esta teoría, llamada del derecho divino sobrenatural, no sólo viene de Dios el poder, que a esto nada habría que objetar; es que viene, además, el soberano.

Cuando el insigne Suárez combatió en su Defensor fidei a Jacobo I de Inglaterra, hízolo refutando vigorosamente esta tesis de franco abolengo protestante. «La doctrina del derecho divino sobrenatural, dice Duguit, ha sido expuesta en Francia, especialmente en los siglos XVII y XVIII. Aparece desde luego en la vieja fórmula «el rey de Francia no tiene su reino sino de Dios y de su espada», fórmula opuesta por el rey y sus legistas a las pretensiones de la Santa Sede. Por otra parte, nuestros reyes gustaban de invocar la ceremonia de la consagración, considerada por ciertos teólogos como un octavo Sacramento, y a la vez como el signo exterior por el cual la divinidad confería a la real persona el poder de mando. La pura doctrina del derecho divino halló su más completa expresión en ciertos escritos atribuidos a Luis XIV y a un edicto de Luis XV. En las Memorias de Luis XIV se expresa claramente que la autoridad de que se hallan investidos los reyes les ha sido delegada por la Providencia; en Dios, y no en el pueblo, está la fuente del poder, y sólo a Dios tienen los reyes que dar cuenta del poder de que están investidos. Y en el preámbulo del célebre edicto de Luis XV, de Diciembre de 1770, se lee: «Nos no tenemos nuestra corona sino de Dios; él derecho de hacer leyes… nos pertenece exclusivamente, sin dependencia y sin coparticipación.»

La tesis expuesta es de franco absolutismo, y la deficiencia humana que se diera en reyes incapaces no ha de hallarse avalada por la acción directa y sobrenatural que en esta teoría se describe. Dios ha dejado el mundo a las disputas de los hombres, y buena prueba de ello es que la Iglesia no se ha decidido nunca por una forma de gobierno determinada, sino que ha reputado no sólo legítima, sino conveniente, la que ha sabido conducir al pueblo a realizar sus fines en el seno de una sociedad política.

XVI. El derecho divino providencial

Fueron el conde De Maistre y el vizconde Bonald insignes representantes de esta tendencia, que se distingue manifiestamente de la anterior. Esta tesis sostiene el principio de transmitirse el poder que viene de Dios al soberano por medios humanos que se desenvuelven bajo la acción invisible de la Providencia.

«Dios, dice De Maistre, no habiendo juzgado a propósito emplear en este género medios sobrenaturales, circunscribe al menos la acción humana, hasta el punto que, en la formación de las Constituciones, las circunstancias lo hacen todo y los hombres no son más que circunstancias.»

En los tiempos actuales tiene esta doctrina un ilustre representante: el profesor Hauriou. Para él, la teoría debe ser aceptada, entre otras razones, porque prescinde de explicar la existencia del poder mediante el derecho de superioridad de la colectividad social, que es la fuente más abominable de despotismo, porque desecha asimismo las doctrinas que no ven en el poder más que una simple fuerza, colocando su justificación (alude a Duguit) en la conformidad de su acción una regla exterior de derecho cuyo origen fuese también social, y porque huye del laicismo, recomendando al poder político del Estado que preste homenaje a Dios, para que así pueda obtener el homenaje de los súbditos. «Hay lógica, dice textualmente, en la blasfemia anarquista ni Dios ni amo, porque el amo que reniega de Dios, reniega también de sí mismo.»

Esta teoría, no reñida con el régimen constitucional, no conduce, como la anterior, necesariamente al absolutismo. Así lo entiende, no solamente Hauriou, sino Duguit. «Cierto es, dice este último, que la teoría del derecho divino sobrenatural, al afirmar que el jefe del Estado recibe el poder directamente de Dios, y que sólo ante Él es responsable, conduce lógicamente a prescindir de todo poder ponderador. En esta doctrina no se concibe que existan otras leyes que las de la moral religiosa, capaces de limitar la omnipotencia del soberano elegido de Dios. Pero las doctrinas del derecho divino providencial no son en manera inconciliables con un gobierno limitado por la intervención de representantes del pueblo y por la existencia de leyes humanas que determinan la responsabilidad efectiva de los gobernantes.»

Conduce el sistema, tal como se expone por su moderno intérprete, a la afirmación del derecho de superioridad de una élite política, pero le recuerda que no debe divinizarse a sí misma, precisamente por haber sido elegida por Dios. Los primitivos poderes aristocráticos, según esto, han podido mostrarse como verdaderos poderes de derecho, y los modernos poderes de las instituciones democráticas les han sucedido por herencia. De esta suerte se justifica por él que debe obedecerse a un poder que tenga el derecho de mandar, pero no a una fuerza sin derecho, y ello es así porque el poder de derecho se compone de dos elementos, uno el minoritario, revelador de autoridad y competencia, y que se fundamenta en la doctrina de derecho divino mencionada, y otro que en nuestras democracias modernas ha llegado a ser mayoritario (poder de dominación), debiendo al primero corresponder la supremacía y al segundo el control.

En suma: en esta tesis no se llega, como parece llegarse en la anterior, a suponer que las voluntades de los gobernantes sean de naturaleza divina; antes al contrario, son solamente voluntades humanas elegidas por calidad especial, pero que nunca pierden su prístina condición.

XVII. Contenido formal de la soberanía

De las diversas teorías expuestas se deduce claramente que hay algo idéntico en todas, a pesar de las formidables diferencias que las separan, y ese algo que en todas ellas persiste es la afirmación de la personalidad del Estado, que es expresión fidelísima de su soberanía.

Esto supuesto, el contenido formal de la soberanía entraña los poderes públicos que con mayor o menor intensidad la actúan o desenvuelven. Así, el primero de los derechos que se desprende lógicamente del de soberanía es el que algunos tratadistas denominan derecho de constitución, y que se refiere de un modo concreto a la significación de constituyente que hemos atribuido en párrafos anteriores a la soberanía. Es, como se recordará, el derecho a formar una Constitución o modificarla más o menos extensamente.

Otra manifestación del poder soberano es el derecho de legislación, que se halla, naturalmente, sometido al anterior y que consiste en toda ordenación jurídica que no sea la general y fundamentalísima que la Constitución entraña.

Además de estos derechos, y reflejando la soberanía no con la intensidad de los anteriores, existen el derecho de gobierno y administración y el derecho de jurisdicción. Por el primero se actúan prácticamente las normas jurídicas que responden a la vida normal o al desenvolvimiento también normal de las instituciones que integran la autoridad y que expresan la libertad; por el segundo se regula el cumplimiento de las leyes de toda clase ante los tribunales de justicia, ora sea de oficio, ora a instancia de parte. En algunos países, este derecho, por ser aplicado a entender en la constitucionalidad de las leyes, como ocurre en los Estados Unidos de Norte América, tiene una importancia primordial.

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Soberanía de la Iglesia. Der. ecl. V. Iglesia.