Filosofía en español 
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Suicidio

SUICIDA. F. e In. Suicide. It., P. y C. Suicida. A. Selbstmörder. E. Memmortigulo. (Voz formada a semejanza de homicida, del lat. sui, de sí mismo, y caedere, matar.) com. Persona que se suicida. || adj. fig. Dícese del acto o la conducta que daña o destruye al propio agente.

SUICIDARSE. (Etim. De suicida.) v. r. Quitarse violenta y voluntariamente la vida.

SUICIDIO. F. e In. Suicide. It. y P. Suicidio. A. Selbstmord. C. Suicidi. E. Memmortigo. (Voz formada a semejanza de homicidio, del lat. sui, de sí mismo, y caedere, matar.) m. Acción y efecto de suicidarse.

Suicidio Derecho penal
Suicidio Higiene, Patología y Medicina legal
Suicidio Moral y Teología
Suicidio Sociología e Historia de las Religiones

SUICIDIO. Derecho penal. Dividiremos el presente artículo en las siguientes secciones: I. Concepto. II. Calificación moral y jurídica del suicidio. III. Historia. IV. Legislación. V. Estadística del suicidio. VI. Bibliografía.

I. Concepto

El tratadista italiano Prisco define el suicidio diciendo que «es la acción voluntaria por la que uno se priva directamente de la vida». Los términos de esta definición son bastante exactos, porque, además de excluir los casos de perturbación de las facultades mentales y todos aquellos en que no se halle expedito el uso de la libertad, eliminan también los llamados por algunos autores suicidios indirectos, que son aquellos en que la persona no intenta darse muerte, sino tan sólo la permite, como efecto involuntario que accidentalmente se sigue de un acto ejecutado con diverso fin. Tales son los casos de quienes, impulsados por nobles sentimientos, se lanzan a un peligro cierto encontrando una muerte inevitable, como el soldado que defiende a su patria, el radiólogo que investiga en su gabinete de estudios, la hermana de la Caridad que se consagra al servicio de los enfermos en hospitales de leprosos u otras enfermedades contagiosas. En estos casos, donde la persona no intenta su propia destrucción, sino que, persiguiendo un fin moral más grande que la misma vida, encuentra en su camino la muerte, ocasionada por la acción de causas extrañas, no cuadra denominar al abandono de la existencia suicidio indirecto, sino sacrificio. Tampoco puede admitirse otra clasificación prohijada por algunos autores al dividir el suicidio en total y parcial, haciendo consistir este último en destruir o inutilizar voluntariamente cualquiera de los órganos o de las funciones de la vida con el móvil de conseguir un fin ulterior, por ejemplo, eximirse del servicio de las armas. Este acto tiene su denominación especial: mutilación.

II. Calificación moral y jurídica del suicidio

El suicida, por Wiertz
El suicida, por Wiertz. (Museo Wiertz, Bruselas)

Tres son las opiniones que acerca del suicidio se sustentan: para unos, el suicida es un ser cuya fortaleza debe admirarse; según otros, es un loco que merece compasión, y, finalmente, según la tercera opinión, es un criminal, cuyo delito debe castigarse con penas severísimas según permita su especial carácter.

Refutando la primera opinión, no cabe negar que para darse la muerte es indispensable cierta dosis de energía, producto, en la mayoría de las ocasiones, de una exaltación momentánea; mas esta energía dista mucho de merecer el título de fortaleza ni de valor. El verdadero valor consiste en hacer frente a las contrariedades y peligros sin cuento de que se halla sembrada la existencia, atravesando con grandeza de ánimo entre las más arduas dificultades, en no retroceder jamás ante ningún obstáculo y mucho menos arrojarse en los brazos de la muerte para huir los males de la vida. Sacrificarse por el cumplimiento del deber es una acción heroica; pero preferir, por egoísmo, a la vida la calma del sepulcro, no es más que una abominable cobardía.

Con razón san Agustín, después de haber mencionado algunos suicidios célebres de la historia, añade estas palabras: non fortitudinis laudandae, sed pusillanimitatis vituperandae testimonia.

«¿Qué contestaremos, dice Descuret, a la pregunta de si el suicidio es un acto de valor o de cobardía? Yo contestaré que el hombre que se libra voluntariamente del peso de la vida muestra a veces cierta energía física, pero siempre acredita cobardía moral; no tiene, en efecto, paciencia; y la paciencia es el valor que sabe sufrir y esperar.» Y Montaigne escribe que: «es ser cobarde y no valiente el ir a agacharse en una hoya, debajo de una maciza tumba, para evitar los golpes de la fortuna; el valor no varía de camino ni muda de paso, por recio que sea el temporal».

No es menos elocuente el testimonio de Napoleón I. «Siempre, decía, he tenido por máxima que un hombre manifiesta más verdadero valor soportando las calamidades y resistiendo a los infortunios que le acosan, que deshaciéndose de la vida. El suicidio es el acto de un jugador que todo lo ha perdido, o de un pródigo arruinado, y, en vez de ser prueba de valor, denota que se carece de él.» A consecuencia del suicidio de dos granaderos de la Guardia, mandó poner en la orden del día (22 de Floreal del año X) lo siguiente: «El granadero Gaubain se ha suicidado por causas amorosas; por lo demás, era guapo soldado. Es el segundo lance de éstos que en un mes ha sucedido en el cuerpo. El primer cónsul ordena, en su consecuencia, que en la orden de la Guardia se diga: “Que el soldado debe saber vencer el dolor y la melancolía de las pasiones; que tan valiente es el que sufre con constancia las penas del alma, como el que se mantiene firme ante la metralla de una batería.” Abandonarse al dolor, sin resistir, matarse para substraerse a él, es abandonar el campo de batalla antes de haber vencido.»

La lucha por naturaleza es ley de vida. «En la vida humana abundan las contradicciones y conflictos porque en ella hay dos principios en lucha, pues no ha llegado a la perfección, y la elaboración de la perfección humana, como toda elaboración, no puede ser pacífica, sino inquieta», ha dicho Torras y Bages. «No hay hombre, dice Donoso Cortés, que, sabiéndolo o ignorándolo, no sea combatiente en este recio combate; ninguno que no tenga una parte activa en la responsabilidad del vencimiento o de la victoria. Lo mismo combate el forzado en su cadena que el rey en su trono; lo mismo el pobre que el rico, el sano que el doliente, el sabio que el necio, el cautivo que el libre, el viejo que el mozo, el civilizado que el salvaje.» Y es cierto, certísimo, y es mucha verdad la palabra de Job cuando exclama: «Milicia es la vida del hombre sobre la tierra.»

«Pero en esa lucha, dice Carlos Salicrú, el valor puede vencer al dolor de dos maneras: librándose de él por los medios justos y eficaces que nos pueden ofrecer la naturaleza y la ciencia, o bien oponiéndolo la cota de malla de constante y valiente resignación.

»Los que así vencen, con este vencimiento, son los hombres verdaderamente valerosos, los titanes del valor, los gigantes del heroísmo; ellos son los héroes entre los héroes en la historia profana y las figuras augustas del martirologio y del santoral de la Iglesia.

»El valor es la escuela de los héroes; la verdadera aristocracia del valor, la fragua maravillosa donde se forjan los caracteres, se acrisolan las almas y adquiere su temple de acero la verdadera fortaleza. Las flechas de la tribulación, al tocar la superficie de un alma templada en el dolor, como las del canto épico, se convierten en flores. Las pruebas de resignación valerosa ante el dolor, ya físico, ya moral, se han considerado, en todas las civilizaciones, como signos de superioridad. Los pueblos salvajes se esforzaron siempre en adquirir resistencia al dolor con expresión de virilidad. En Roma, la solemnidad de la ceremonia de vestir la toga viril era como una consagración del dominio del hombre sobre sí mismo. En los días más gloriosos de la República romana ni Régulo atenta contra su vida al regresar de Cartago, para substraerse al suplicio que se le prepara, ni Postumio se quita la vida ante las horcas caudinas, ni el consul Varrón se mata para no sobrevivir a su derrota, ni la vergüenza ni la ignominia del cautiverio pudieron armar con el acero suicida el brazo de tantos pundonorosos generales.»

Examinando ahora la opinión de los que consideran el suicidio como un acto de locura y al suicida, por tanto, digno de compasión, puede afirmarse que es indudable que en no pocos casos se realizan los suicidios en un momento de perturbación mental, ya originada por una enfermedad o bien por un accidente pasajero. Mas de esto a sostener como principio general que el suicida no está jamás en plena posesión de su razón y que es, por consiguiente, un loco, como opinan Pinel, Esquirol, Marc, Gall y otros muchos autores, hay gran diferencia. Admiten dichos tratadistas la monomanía suicida sin delirio, es decir, aquel estado particular del hombre que sin tener en apariencia síntoma alguno de perturbación intelectual, se siente arrastrado por una inclinación irresistible al suicidio, como puede serlo al robo, al incendio y al asesinato. Esta teoría es inadmisible, pues aunque haya en ciertos individuos predisposición a determinados crímenes, originada por la herencia, el mal ejemplo, los vicios, &c., nunca será tal que baste por sí sola para quitar la libertad y arrastrar necesariamente a la voluntad en pos de sí; es decir, que aun cuando exista ese impulso o inclinación al crimen, no será irresistible mientras no vaya acompañado de delirio. Si fuera cierta dicha opinión, no habría delito alguno en la sociedad; los actos más horrendos debieran dejarse impunes por falta de voluntad en sus autores. De admitir esa monomanía sin delirio a la negación radical de la libertad en las acciones humanas, no hay más que un paso; y a eso tienden, en realidad, los corifeos de semejante doctrina.

Los criminalistas rechazan en absoluto dicha monomanía, considerándola como una quimera, un fantasma evocado para librar a los reos de la justa severidad de las leyes. El mismo Esquirol, que en teoría se declara partidario de la monomanía suicida, escribe en otro lugar: «Jamás he visto individuos semejantes y, hasta me atrevería a creer que, si se hubiese estudiado con más detención a los individuos que se dice han obedecido a un impulso irresistible, se habrían puesto en claro los motivos de su determinación.»

Y, efectivamente, si se estudiaran los hechos que han precedido al suicidio, se verían con claridad las causas que lo han ocasionado. Si el suicida no se hubiera entregado al juego, a la disolución, al orgullo; si al comenzar la serie de sus desgracias hubiera invocado en su auxilio los consuelos de la religión, a buen seguro que no hubiese llegado a tan doloroso fin. Tal vez en el preciso momento de cometer el acto criminal se encuentra más o menos ofuscada la razón por la imaginación exaltada; pero esta exaltación es producida, no por la supuesta manía, sino por las circunstancias en que el suicida ha venido colocándose voluntariamente, quizá por espacio de mucho tiempo. Luego, aun entonces el acto debe considerarse voluntario, cuando menos en su causa, y por ende, responsable; aparte de que no faltan, por desgracia, algunos casos en los cuales no aparece siquiera dicha exaltación, cometiéndose el suicidio, como suele decirse, a sangre fría.

Considerar como locos sin excepción a todos los suicidas, choca también con el común sentir de los hombres. Hay un modo de juzgar universal, ha dicho el doctor Mata, respecto de los que se dan la muerte, que distingue a los apasionados de los locos: «En literatura, nadie tiene por locos a los Ayax, atravesándose con su espada por no haber podido alcanzar las armas de Aquiles; a las Safo, echándose por el salto del Léucates, desdeñada por Faón; a las Dido, arrojándose a la hoguera, abandonada por Eneas; al Werther de Goethe, &c.: y en el campo de la historia nadie ha juzgado como enajenados a Cleopatra, haciéndose picar por un áspid para no ser víctima de César; a Lucrecia, dándose una puñalada mortal, violada por Tarquino; a Aníbal, sorbiendo el veneno de su anillo, por no caer en poder de los romanos; a Demóstenes, envenenándose por no caer prisionero de Filipo; y a los Mitrídates, a los Catón, a los generales romanos que perdían una batalla, &c.; en todos esos casos, igual que en todos los días, se ven sujetos comunes y de alguna posición, como los príncipes de Condé, los duques de Praslin, &c., hay una razón moral, una historia y los demás caracteres señalados como propios del estado de razón, que no consienten tener esos suicidios por actos de locura.»

Rechazadas las dos opiniones precedentes, que consideran el suicidio, bien como un acto de heroísmo, bien como un acto de locura, forzoso es admitir la doctrina que reconoce en él un verdadero crimen.

«La razón fundamental de la inmoralidad del suicidio, dice Balmes, está en que el hombre perturba el orden moral destruyendo una cosa sobre la cual no tiene dominio. Somos usufructuarios de la vida, no propietarios; se nos ha concedido comer de los frutos del árbol, y con el suicidio nos tomamos la libertad de cortarle.» El asesinato de sí propio es un crimen contra Dios, porque significa desprecio a la ley divina y rebelión contra la Providencia. Atentar contra la propia vida es, por consiguiente, despreciar esta ley santa, el amor más grande, después del que a Dios se debe: es la más monstruosa de las ingratitudes, y constituye la rebelión contra el orden sabio de Dios, que sobre esta ley cifró una economía maravillosa de méritos, en el orden natural y sobrenatural, para poder premiar al hombre. Para que resalte más la monstruosidad del suicidio, como desprecio a la ley de Dios, que nos ha colocado en el puesto de la vida, y como acto de rebelión contra la Providencia, oigamos al propio racionalismo, el cual, por boca de Rousseau, bendice al Autor de la existencia en estos términos:

«¿Es posible que me vea así distinguido, sin felicitarme de llenar este puesto y sin bendecir la mano que en él me colocó? Así que he vuelto en mí, ha nacido en mi corazón un sentimiento de afecto y de bendición hacia el Autor de mi especie, y de este sentimiento mi primer homenaje a la divinidad benéfica.»

El suicidio es un crimen contra la sociedad, y, por consiguiente, contra la patria y contra nuestros semejantes. El individuo es la célula fundamental de la familia y de la colectividad civil, como que es la parte del todo social. El hombre es el miembro constitutivo y que condiciona la comunidad. Por tanto, el hombre, naturalmente social y miembro esencial y que condiciona la colectividad, tiene el deber de conservar su existencia, porque la sociedad y la patria tienen derecho sobre la misma, como todo organismo tiene derecho sobre sus miembros; por consiguiente, el suicida arrebata, injustamente, a la colectividad un miembro útil, cometiendo, por ende, un crimen contra la misma.

III. Historia

Para apreciar mejor las disposiciones legales de los distintos países antiguos y modernos, haremos una breve historia del suicidio siguiendo a Sicars y Salvadó.

A) En los pueblos antiguos. El suicidio fue sumamente raro en el pueblo hebreo. Las Sagradas Escrituras sólo nos citan como casos célebres los de Abimelec, Saúl, Aquitofel, Zambrí y algún otro. La desastrosa muerte de Abimelec está consignada en el Libro de los Jueces, cap. IX, versículos 50 y siguientes, con estas palabras: «Partido (de Siquem) Abimelec, fué a la ciudad de Tebas, la que bloqueó y sitió con su ejército. Había en medio de la ciudad una torre muy alta, donde se habían refugiado hombres y mujeres y todos los principales de la ciudad...; y llegando Abimelec al pie de la torre, la combatía valerosamente, y acercándose a la puerta procuraba incendiarla; cuando he aquí que una mujer, arrojando desde arriba un pedazo de una piedra de molino, dio con ella en la cabeza de Abimelec, y le rompió el cerebro. Entonces Abimelec, llamando a toda prisa a su escudero, le dijo: “Saca tu espada y mátame, porque no se diga que fui muerto por una mujer.” El escudero, ejecutando el mandato, le acabó de matar.» Algo semejante a ésta es la trágica muerte de Saúl y su escudero, descrita en el Libro 1.º de los Reyes, al comenzar el cap. XXXI. «Entre tanto, dice, se dio la batalla entre los filisteos e israelitas... y toda la fuerza del combate vino a descargar sobre Saúl, a quien alcanzaron los flecheros e hirieron gravemente. Dijo entonces Saúl a su escudero: “Desenvaina tu espada, y quítame la vida, porque no lleguen estos incircuncisos y me maten, mofándose de mí.” Mas su escudero no quiso hacerlo, sobrecogido de sumo terror. Con esto Saúl desenvainó su espada y arrojóse sobre ella. Al ver el escudero muerto a Saúl, echóse él mismo también sobre su espada y murió junto a él.»

Aquitofel, según refiere el Libro 2.º de los Reyes (cap. XVII), ahorcóse indignado porque Cusai había desatendido su malvado consejo de oprimir a David; y el infame usurpador Zambri (3.º de los Reyes, cap. XVI), sitiado en Tersa y viendo que la ciudad iba a ser tomada, entró en el palacio, y, pegando fuego en él, dejóse morir entre las llamas.

Estos son los principales casos de suicidio que encontramos en la historia del pueblo hebreo, ya que no deben considerarse tales las muertes de Sansón y de Eleazar.

En cuanto al juicio que merece la muerte de Razias (Libro 2.º de los Macabeos, cap. XIV), existen diversidad de opiniones entre los intérpretes, si bien la más general se inclina a reprobarla. Era éste uno de los ancianos de Jerusalén, varón amante de la patria y de gran reputación, fiel observante de la ley y pronto a sacrificar su misma vida antes que faltar a aquélla. Queriendo Nicanor manifestar el odio que tenía a todos los judíos, envió a sus soldados para que le prendiesen; mas al punto que éstos penetraban violentamente en la casa, poniendo fuego a la puerta, el piadoso anciano se hirió con su propia espada, prefiriendo morir antes que verse esclavo de los idólatras y sufrir ultrajes indignos de su nacimiento. V. RAZÍAS en esta ENCICLOPEDIA.

El suicidio ha sido un hecho común en los pueblos dominados por el fanatismo, y, por consiguiente, en la India. Uno de los episodios más notables del viaje de Alejandro a Oriente fue el encuentro de Taxila, que vivía en las márgenes del Ganges con sus filósofos, a los que los griegos llaman gimnosofistas. Mandonio, su jefe, había rehusado seguir a Alejandro. Calamus consintió en hacerlo, pero fue para dar al ejército extranjero el extraño espectáculo de morir en magnífica pompa preparada por los cuidados del rey. Los gimnosofistas, viviendo en los bosques, aprendían a despreciar la vida, meditaban sin cesar en la muerte y la aguardaban como el bien supremo. Las enfermedades, las epidemias y la vejez pasaban entre ellos como un oprobio; la muerte natural era la mayor de las ignominias, y así, cuando se encontraban apestados, enfermos o ancianos, se arrojaban a la hoguera.

Hoy los discípulos de los brahmanes se matan con la misma facilidad que en los tiempos de Alejandro y bajo el influjo de las mismas doctrinas. No se cuentan allí los suicidios por individuos, sino por cientos y por millares; verdaderas hecatombes humanas, exigidas cada año por la superstición, especialmente en las fiestas del ídolo Djaggenernat, cuyo carro pasa triunfante sobre los cuerpos de sus infelices adoradores. Las fiestas del Ticonnal jamás se han celebrado en Bengala sin que el gran número de víctimas hayan sufrido voluntariamente muerte cruel. Los Libros sagrados de los hindúes, a pesar del horror que tienen estos pueblos a la sangre, establecen y autorizan varios modos violentos de suicidarse, que consisten en dejarse morir de hambre, en abrasarse con estiércol de vaca, en sepultarse en la nieve de las montañas del Tibet, en anegarse, &c., y hasta época reciente, en que esta bárbara práctica ha sido suprimida por los ingleses, las mujeres se arrojaban a la hoguera en que habían sido quemados los restos de sus esposos.

En China, y más todavía en el Japón, los suicidios fueron muy numerosos entre todas las clases sociales. Los altos funcionarios condenados a muerte se mataban para escapar al suplicio. Habiendo el emperador de China Chin-Koang-Ti hecho quemar los Libros sagrados, 500 discípulos de Confucio se mataron a la vez para no sobrevivir a esta pérdida. Voltaire cuenta que, en su tiempo, en el Japón, cuando un hombre de honor era ultrajado por otro, se abría las entrañas en su presencia y le invitaba a hacer otro tanto; si el insultador no le imitaba, quedaba deshonrado. Igual operación practicaban los japoneses por duelo de familia u otros pesares domésticos, y practican aún, como son pruebas recientes los suicidios a consecuencia de la muerte del último Mikado (1926).

Charlesvoix cuenta también que se ahogan para mejor festejar a la divinidad Amida, o se encierran en una tumba amurallada por todos los lados, sin otra abertura que un pequeño agujero para pasar el aire, y mientras viven llaman sin cesar a Amida, hasta que sucumben por desfallecimiento y hambre. «La historia de estos pretendidos mártires, dice el citado autor, es objeto de gran veneración, y se les erigen a veces grandes templos. Estos honores no hacen otra cosa que aguijonear más y más a los que les admiran. Desde que un japonés ha tomado la resolución de quitarse la vida para cambiarla por otra mejor, se pasa muchas noches sin dormir, y aquellos de sus amigos a quienes ha participado su resolución, no le abandonan ya. El futuro mártir no les habla de otra cosa que del despreciable mundo, y pronuncia algunas veces discursos públicos sobre la gran idea que le preocupa. Todas las personas que le encuentran le alaban y le hacen presentes. En fin, llegado el día destinado para el sacrificio, reúne a sus amigos y a aquellos a quienes ha inducido a seguir su ejemplo (que siempre son en gran número) y les exhorta a la perseverancia. Un festín de despedida termina estos preparativos, y no se deja la mesa más que para encaminarse a la muerte.»

Parece que los partidarios de Zoroastro, cualquiera que sea la situación en que se encuentren, jamás atentan contra sí mismos, de suerte que, según testimonios de autorizados viajeros, el suicidio es entre ellos casi completamente desconocido.

En Egipto es famoso el suicidio de Cleopatra. Después de la batalla de Actium, Marco Antonio volvió a la corte de Cleopatra y llenó la ciudad de banquetes y festines, instituyendo la sociedad de Synapothamumenes, donde se reunía gran número de personas determinadas a morir juntas. «Mimados de la suerte, dice Plutarco, estos insensatos frecuentaban los festines, las bacanales, y pasaban gozosamente los días en la molicie, los placeres y el lujo. Cleopatra era el alma y guía de esta sociedad; reunía todas las especies de venenos, y para conocer los diversos grados de fuerza, los experimentaba sobre los condenados. Todavía no moderó sus deseos con estos primeros ensayos: habiendo observado que las substancias venenosas cuyo efecto era más rápido causaban dolores crueles y que las que hacían sufrir poco no daban la muerte sino lentamente, se puso a experimentar los reptiles, y muchos infortunados fueron sucesivamente expuestos a estas pruebas. Con tales estudios, renovados cada día, vino en conocimiento de que la mordedura del áspid era la única que producía un sopor grave, casi un letargo, y que conducía a una muerte tan dulce, que los que se habían hecho morder se parecían a las personas profundamente dormidas, que se incomodan al despertarlas y obligadas a levantar.» Y, como es sabido, Cleopatra se hizo morder por un áspid.

En Cartago fueron también frecuentes los suicidios. Amilcar y Magón se mataron avergonzados después de una derrota. Aníbal lo hizo por no caer en manos de sus enemigos. Amenazados los cartagineses por Agatocles con un riguroso sitio, decidieron hacer una expiación a Saturno, y 300 de entre ellos se sacrificaron sobre su altar.

En Grecia los suicidios de reyes fueron muy frecuentes: Codro, rey de Atenas, se hizo matar para preservar a su país de los horrores de la guerra. Meneceo, hijo de Creón, rey de Tebas, adoptando el presagio del oráculo de Delfos, se prestó al sacrificio para salvar la ciudad sitiada. Cleómenes III, rey de Esparta, refugiado en la corte de Tolomeo Evergetes, se substrajo por la muerte a los malos tratos de que era objeto, y lo mismo hizo su séquito. Aristodemo, rey de Mesenia, quien para calmar a los dioses irritados sacrificó a su hijo, se mató a su vez por remordimiento.

A éstos hay que añadir el horroroso suicidio del Cleómenes I Euristénides, rey también de Esparta, víctima seguramente de la locura, mal del que había sufrido antes algunos ligeros ataques. Los parientes testigos de sus extravagancias le hicieron atar con grillos de madera. Cierto día, viéndose sólo con un guardia, le pidió con insistencia un cuchillo, que logró obtener a fuerza de graves amenazas. Cleómenes I, no bien lo hubo recibido, comenzó a desgarrar sus carnes, cortándolas a pedazos, hasta que al fin, abriéndose el vientre, arrojó de sí las entrañas. Los griegos atribuyeron esta enfermedad a una ofensa hecha a los dioses.

Entre los oradores y generales griegos suicidas puede citarse a Temístocles, que, buscando asilo en un país contrario al suyo, se envenenó por no hacer armas contra su patria; Demóstenes, que viendo a los generales de Alejandro aproximarse triunfantes a Atenas y juzgándose perdido, se envenenó en el templo de Neptuno; Isócrates, orador famoso, que se dejó morir de hambre a los noventa años, después de la derrota sufrida por los atenienses en Queronea.

Entre los filósofos que se dieron la muerte, cabe incluir a Sócrates, que parece provocó voluntariamente con su atrevida defensa la sentencia que le condenó; lo cierto es que rehuyó los medios de evasión preparados por sus amigos. Vienen en seguida, por orden cronológico, los suicidios de Hegesipo, de la secta de los cirenaicos, y de Zenón, fundador del estoicismo, del cual cuenta Diógenes Laercio que a los noventa y ocho años de edad, habiéndose fracturado un dedo por efecto de una caída saliendo de la escuela, y mirando este accidente como un aviso que le daban los dioses de morir, se puso entonces a golpear la tierra con sus manos, y exclamó estos versos de la tragedia de Níobe: «Yo vengo, ¿por qué me llamas? En adsun, quid me urges precor?» Inmediatamente se estranguló, lo cual imitaron muchos de sus discípulos.

A éstos se agregan los de Cleanto, Diógenes, Antipater, el Estoico, Carnéades, Empédocles, Espeusipo y otros muchos pertenecientes a las mismas sectas. Los escultores Bupalus y Atenis se suicidaron también, lo mismo que gran número de sabios griegos, para substraerse a enfermedades incurables.

Entre las mujeres suicidas de la antigua Grecia es preciso citar a Phila, hija de Antipater y esposa de Demetrio Poliorcetes, que no quiso sobrevivir a la denota de su marido; Alcinoe de Corinto, que no pudo resistir los remordimientos de haber faltado a sus deberes de esposa, y Safo, que se arrojó al mar por haber sido desdeñada por su amante.

Peregrino, descendiente de Diógenes, en el siglo II de la era cristiana, se arrojó a la hoguera en presencia de toda la Grecia reunida en los juegos olímpicos, con el intento de parodiar a su manera el espectáculo que daban los mártires del Cristianismo muriendo a manos de verdugos por la confesión de su fe. En la capital de la isla de Ceos, patria de Simónides, no se veían viejos, porque los que habían llegado a los sesenta años y no estaban en disposición de servir a la República, se daban la muerte. El que debía morir reunía a sus parientes, y, después de haberse coronado de flores, como en un día de fiesta, bebía un vaso de adormidera o de cicuta. Plutarco cita la epidemia suicida ocurrida entre las jóvenes de Mileto, entre las cuales se despertó un loco frenesí por ahorcarse.

Los suicidios son muy raros en los buenos tiempos de la República romana. «Repasa la historia de los hermosos días del tiempo de la República, dice Rousseau, y mira si hubo ni siquiera un solo ciudadano virtuoso que se librase así del peso de sus deberes, aun después de los más crueles infortunios.»

La superstición, sin embargo, fue causa en algunas ocasiones de que nobles ciudadanos y valerosos guerreros sacrificaran ciegamente sus vidas para aplacar la cólera de los dioses, o tenerlos propicios en los campos de batalla. Ella fue la que movió a Marco Curcio a precipitarse en la profunda sima ardiente que apareció en los primeros siglos en la plaza de Roma. Consultando los adivinos sobre tan extraordinario suceso, respondieron que para que la República fuese eterna era preciso echar en aquella sima lo que constituyere su fuerza principal. Vacilantes quedaron los romanos ante esta misteriosa respuesta, hasta que se presentó Marco Curcio armado de pies a cabeza, montado en un brioso caballo, y les dijo: «Extraño que se dude un solo instante que la fuerza principal de Roma es el valor», y ofreciéndose a los dioses, se precipitó en el abismo.

Adelantaron los tiempos y aconteció a los romanos lo que dice el autor del Genio del Cristianismo: que los suicidios son frecuentes en los pueblos corrompidos; el hombre, reducido al instinto de un bruto, muere indistintamente como él. Luego que las águilas romanas se enseñorearon de casi todo el mundo, aportaron a Roma innumerables riquezas, que corrompieron los corazones e introdujeron una vida muelle y voluptuosa, y en medio de los desvaríos de sus entendimientos imbuidos de filosofía griega, practicaron los romanos frecuentemente la máxima de Séneca: Malum est in neccessitate vivere sed in necessitate vivere nulla necessitas est. Y efectivamente, como dice el doctor Lisle, se desarrolló una verdadera epidemia de suicidios, que poco a poco se extendió por todo el mundo romano, duró muchos siglos y ocasionó todos los años millares de víctimas.

Muchas veces matábanse los vencidos para escapar a las tropas vencedoras. Catón de Utica, uno de los más célebres sectarios del estoicismo, se suicidó hundiéndose la espada en el vientre. Cassio, amigo de Bruto, se hirió después de su derrota en la batalla de Filippo; Escipión, suegro de Pompeyo, se mató para escapar al César vencedor, y otro tanto hicieron Cleombroto, ídolo de la alta sociedad romana; Crasio, vencido por los tracios; Afranio, lugarteniente de Pompeyo; Quitacio, vencido por Mario; Marco Antonio, y otros muchos cuya enumeración sería interminable.

Las pasiones políticas tomaron durante el Imperio caracteres de tan extremada violencia, por las crueldades y rapacidades de los emperadores, que muchos buscaron en la muerte el término de su intolerable situación; hasta el punto de que Horacio pudo hablar de una multitud que iba a arrojarse al Tíber desde lo alto del puente Fabricio. Todas las clases sociales padecieron el contagio suicida, empezando por los mismos emperadores. Gordiano, el padre; Maximiano, Nerón y Diocleciano fueron suicidas. Otón, vencido, pero señor todavía de una parte del mundo, determinó, para no presenciar más los horrores de la guerra, renunciar al Imperio y a la existencia. Sus amigos, convocados a un gran festín, estaban muy lejos de penetrar el designio del emperador; mas a la mañana siguiente le encontraron en su lecho con un puñal clavado en el corazón.

«En el momento en que Justiniano, escribe Garrisson, prepara su notable compilación jurídica, el Imperio romano tiembla sobre sus bases; los bárbaros están en todas las fronteras, que en muchas ocasiones han atravesado victoriosamente; el Imperio de Occidente muere; el Imperio de Oriente va terminando poco a poco, reducido a los arrabales de Constantinopla; la sociedad, enervada, sin fuerzas, después de esta larga agonía del Imperio, vese oprimida de un incurable fastidio, que Séneca había ya pintado muy exactamente en su tratado De tranquillitate animi, y continúa dando al mundo cobardes ejemplos de desesperación por medio del suicidio.»

B) En los Estados modernos. Durante la Edad Media fueron sumamente raros los suicidios en los pueblos de Europa, debido al arraigo de las creencias religiosas y a la legislación canónica, que, como veremos más adelante, declaraba infames a los suicidas y les negaba sepultura eclesiástica. Pero, al llegar al siglo XVI el estudio de los grandes modelos de la antigüedad pagana, y sobre todo la fascinación producida por la lectura de los suicidios más renombrados en Grecia y Roma, unidos al quebrantamiento de la fe y al escepticismo producido por la Reforma, aumentaron considerablemente el número de los suicidios. «El Renacimiento, escribe Caro, reivindica los fieros privilegios del estoicismo y renueva la escuela filosófica del suicidio.» Tomás Moro, en su Utopía, admite en ciertos casos la legitimidad de la muerte voluntaria. Otro inglés, Juan Done, compuso un libro titulado Suicidio, en el cual se demostraba: «El homicidio de sí mismo no es tan claramente un pecado que no pueda ser visto desde otro aspecto.»

Las muertes voluntarias se multiplicaron; pero aquí sólo citaremos la de Felipe Strozzi, romano del siglo XVI. Hecho prisionero por el gran duque Cosme I, de Médicis, su enemigo, y acusado de haber tomado parte en el asesinato de Alejandro I, prefirió matarse antes que exponerse a revelar en el tormento el nombre de sus amigos. «Si no he sabido vivir, por lo menos sabré morir.» Su testamento lleva el sello de la fiereza republicana y de las reminiscencias clásicas: «Al Dios libertador.»

El protestantismo se pronuncia formalmente contra la legitimidad del suicidio. Lutero y Calvino declararon explícitamente que Dios es el señor único y absoluto de la vida y de la muerte. Teodoro de Beza atribuía al demonio el deseo que tuvo un día de suicidarse. El siglo XVII es una época relativamente tranquila, en que la vida se regulariza y se apaciguan los febriles ardores del siglo precedente. Las creencias, quebrantadas durante un momento, se restablecen en las almas; las inquietudes del siglo anterior se purifican, y se calman por algún tiempo las enfermedades morales cuyo término es el suicidio. En el siglo XVIII reaparece de nuevo tan funesto mal, excitado por las perniciosas doctrinas de la época. Y, finalmente, a mediados del siglo XIX, especialmente en su segundo tercio, el predominio del romanticismo da al suicidio un numeroso contingente de individuos contrariados en sus pasiones.

Casi todos los Gobiernos forman hoy estadísticas del suicidio, pero éstas sólo son aproximadas, porque muchas veces es difícil investigar si la muerte ha sido efecto de un crimen ajeno, de un accidente desgraciado o de la propia voluntad, aparte de que siempre hay interés en disminuir el hecho, a fin de evitar la mancha que deja sobre la familia el suicidio de uno de sus miembros. Estos inconvenientes suben de punto cuando se trata de meras tentativas de suicidio; porque, a menos que produzcan heridas graves, casi nunca llegan a conocimiento de la autoridad.

El suicidio fue casi desconocido en España mientras el pueblo se mantuvo sinceramente adicto a las creencias de sus mayores. A principios del siglo XIX ocurrió un caso excepcional por la forma en que se realizó, y desde entonces han sido muy numerosos los suicidios, como se comprueba por las estadísticas oficiales que empezaron a publicarse en 1843.

Francia es una de las naciones en que la ley general del movimiento estadístico del suicidio es más evidente y segura, ya sea por la cifra elevada de éstos, ya se tenga en cuenta la uniformidad del período de observación. Durante la Revolución se registraron muchos suicidios, especialmente políticos. Los más célebres son los de los girondinos Étienne Clavière, Borbaraux, de Roland, &c.

Un célebre pasaje de Montesquieu bastó para dar a Inglaterra la calificación de tierra natal y clásica del suicidio. Al lado de fortunas colosales, existen en este país millones de infelices sumidos en espantosa miseria, y esta distinción origina odios y ambiciones, que, no pudiendo satisfacerse, son causa eficaz de frecuentes suicidios. Algunos han negado la ley general, pero los hechos observados y los datos recogidos por Legoyt y Ottingen demuestran que en Inglaterra el suicidio se mantiene siempre elevado, y si no toma gran incremento, no por esto disminuye.

El Werther, de Goethe, inspiró en Alemania a toda una generación un sentimiento de melancolía y una tendencia a la muerte, con lo que el poeta había formado el carácter de su héroe. Goethe no había sentido más que una tentación vaga al suicidio, que se traducía en sus correrías por las cornisas exteriores de las torres, con el abismo a los pies, y la fiebre del cañón, que premeditadamente se proporcionaba poniéndose al lado de la artillería cuando disparaba.

El centro de Europa presenta una fuerte proporción de suicidios en casi todos los Estados germanos. El suicidio era bastante raro en todas las regiones de Austria hasta que el filosofismo ha sembrado en este pueblo, como en varios otros países, un germen de corrupción y desmoralización que ha hecho fermentar las masas con el fuego de las revoluciones y de guerras incesantes.

La patria de Hamlet, según Morselli, debe ser considerada como la tierra clásica del suicidio, cosa que ya a primeros del siglo XIX había hecho notar Callisen; y afirma aquel autor que aun hoy la supremacía de Dinamarca en los hechos de la muerte voluntaria es cosa evidente, pues mantiene una proporción elevadísima con respecto a su población.

IV. Legislación

A) Leyes antiguas. a) Leyes de los hebreos, indios, chinos, egipcios y armenios. Uno de los diez mandamientos dados por Dios a Moisés en el monte Sinaí y escritos sobre piedra por el dedo mismo del Omnipotente, dice: Non occides, no matarás. Antes había ya Dios prohibido a Noé que derramara sangre humana, castigando al que tal hiciera con la efusión de la suya propia; porque el hombre fue hecho a imagen de Dios: Quicumque effuderit humanum sanguinem, fundetur sanguis illius: ad imaginen quippe Dei factus est homo.

Los defensores del suicidio dicen que el non occides incluye sólo la prohibición de matar a otro; mas, si esta interpretación fuera exacta, Dios hubiera añadido las siguientes o análogas palabras: Non occides proximum tuum, como cuando dice: Non loqueris contra proximum tuum falsum testimonium; y pues la ley no expresa tal limitación, es preciso reconocer que Dios prohibió el homicidio de una manera general.

Existía, además de ésta, otra ley especial hebrea que declaraba infame al que se daba la muerte, negándole la sepultura, o a lo más enterrándole de noche y sin pompa. Así lo expresa Flavio Josefo en su historia de la guerra contra los romanos, en un discurso que hizo a sus compañeros de armas que pretendían suicidarse: «Nuestro sabio legislador, sabiendo el horror que el Señor tiene a tal crimen, ha ordenado que los cuerpos de los que se dan voluntariamente la muerte permanezcan insepultos hasta la puesta del sol; aunque sea permitido enterrar antes a los que hubieren sido muertos en la guerra.»

Esto explica el escasísimo número de suicidios que se registran en la historia del pueblo hebreo, hasta que la invasión de los romanos ejerció una influencia muy marcada en la propagación de este delito.

Buda, antes de morir, reunió a sus discípulos y les dirigió estas palabras, que eran como síntesis de su doctrina filosófica y religiosa: «La vida es la nada, es decir, una materia informe que es el principio originario de donde emanan y adonde vuelven todas las cosas. Los espíritus, las almas y todo lo que existe no constituye más que un objeto idéntico y donde las formas múltiples derivan de un solo y mismo principio. Este último es universal, infinito, innato, inmortal; no tiene ni fuerza, ni inteligencia, ni ningún poder; no aguarda nada, nada ambiciona, nada hace. Para ser feliz y gozar de una dicha sin nubes, se debe, siguiendo este principio, domar y apaciguar las afecciones, no inquietarse por nada y pasar los días en una continua contemplación.»

Esta doctrina fatalista, materialista y panteísta al mismo tiempo, conduce derechamente al suicidio. Si la nada es nuestro principio y nuestro fin; si los espíritus y los cuerpos no forman más que un objeto idéntico; si este principio originario o materia informe no tiene fuerza, ni inteligencia, ni poder, estamos bajo el imperio del fatalismo; y entonces no puede haber vicios, ni virtudes, ni penas, ni recompensas de nuestras acciones en otra vida. Y a ejemplo de Buda, que se mató, se puede uno quitar la vida cuando se le hace pesada, para volver a este principio universal que no espera nada, nada ambiciona, ni nada hace. El suicidio, según esto, consiste sólo en despojarse del principio individual, en un desvanecimiento místico o arrobamiento en el infinito.

Las leyes o código de Manú permiten a los viejos suicidarse y hasta se lo ordenan en ciertos casos: «Sometidos a la vejez y a los disgustos, afligidos por las enfermedades, siendo el blanco de los sufrimientos de toda especie, destinados a perecer, que esta morada humana sea abandonada con placer por el que la ocupa.»

«El brahmán que se deshace de su cuerpo por una de las prácticas que han puesto en uso los patriarcas, es admitido con honor en la morada de Brahma.»

La filosofía enseñada por Kekia, Fohú y Confucio es el mismo budismo, que, al introducirse en China y en el Japón, ha difundido sobre aquellas tierras las mismas locuras que en la India.

Las doctrinas de China afirman que el principio originario de todas las cosas creadas, que ellos llaman Li, es decir, la base y la razón de la Naturaleza, es infinita, incorruptible, sin comienzo ni fin, sin vida, sin inteligencia, sin porvenir, pura, sutil, tranquila y brillante. Las almas y la materia no forman sino una sola substancia. El Ser Supremo no difiere en nada de todos los objetos que le rodean. Así, si un chino sufre un revés de fortuna, invoca a la religión y a la filosofía, y creyendo entonces que el alma de cada hombre, al desprenderse de su cuerpo, vuelve al alma universal, apacible y dichosa, sin vida, sin autoridad, sin inteligencia, para vivir hasta que se opere un nuevo cambio, concluye, y con razón, que le es más ventajoso darse la muerte, si la vida se le hace una carga. Esto explica lo muy numerosos y frecuentes que fueron los suicidios en todas las clases de la sociedad en ambos países.

Habiéndose hecho muy frecuente el suicidio en Egipto, gracias a las explicaciones del filósofo Hegesias, que afirmaba ser éste lícito cuando la vida llegare a constituir un peso insoportable, se vio obligado el rey Tolomeo a desterrar a aquel filósofo, por los males que causaba en su corte, y mandó cerrar su escuela.

Cuéntase que los antiguos egipcios, para conservar la virtud en su nación y disminuir los delitos, usaban cierta ceremonia que, sin duda, ejercería gran influencia en impedir los suicidios. Era una especie de juicio: que se entablaba sobre los muertos antes de darles sepultura. «Un espantoso lago, dice Filangieri, separaba la habitación de los muertos de la de los vivos, sobre cuyas ondas se colocaba el cadáver, y un pregonero, en voz alta, le intimaba este terrible juicio: «Cualquiera que seas, le decía, ahora que tu poder se ha acabado con tu vida, ahora que los títulos y las dignidades te han abandonado, ahora que la envidia no oculta los beneficios que has hecho, ni el temor oculta tus delitos, ni el interés pondera tus vicios o tus virtudes, ahora es el tiempo de dar cuenta a la patria de tus acciones. ¿Qué has hecho en el tiempo que has vivido? La ley te lo pregunta, la patria te escucha y la verdad sólo debe juzgarte.» Entonces cuarenta jueces oían las acusaciones que se intentaban contra el difunto, y se manifestaban los delitos que durante su vida habían estado ocultos. Si de este juicio resultaba que el procesado había incurrido en alguna falta o delito, entonces era condenado a la infamia y privado de sepultura; pero si era declarado inocente, se le concedía ésta, precediendo un elogio de sus virtudes.»

He aquí un medio para castigar los delitos después de la muerte, y para prevenirlos con el terror de la ignominia que se seguía, si el fallo resultaba condenatorio.

Respecto de los armenios, basta indicar que declaraban maldita la casa del suicida y la entregaban a las llamas. No suicidándose los partidarios de Zoroastro, se comprende que en Persia se careciese de legislación especial sobre el suicidio.

b) Griegas y romanas. En Grecia las leyes reprimían con severas penas el suicidio. Los que voluntariamente se daban la muerte, eran sepultados en lugar apartado y sin honor alguno; además, en Atenas, la mano derecha del cadáver era cortada por el verdugo, quemada y enterrada separadamente del cuerpo. En Tebas, el cadáver se quemaba en señal de infamia, lejos de la familia y sin las ceremonias de la religión. La legislación de Esparta no era menos severa. Aristóteles hace presente en sus obras ser cosa aceptada por la generalidad que los homicidas de sí mismos deben ser tildados de infamia. Sabido es que el Senado de Mileto hizo cesar una epidemia de suicidios, que se cebaba en las jóvenes de dicha ciudad, promulgando una ley que condenaba a las que en adelante se matasen ser arrastrados vergonzosamente sus cadáveres por las calles de la ciudad. Este decreto, ratificado por el Consejo, reprimió del todo el furor de las jóvenes que deseaban morir.

Las costumbres eran, no obstante, menos severas que las leves y admitían el suicidio en algunos casos. En Marsella, colonia griega, el Senado exponía los motivos que le manifestaban los que querían matarse, y si los aprobaba, entregaba a los demandantes el veneno que para este fin conservaba. Igual aprobación se reservaba en Atenas el Areópago.

Los ancianos de la isla de Ceos, que ya recordaremos se suicidaban, debían manifestar a los magistrados las razones que les impulsaban a morir.

Si se estudia la historia de Roma, se verá que en los libros de los antiguos pontífices estaba ya previsto que el suicida quedara privado de sepultura. Pero la ley sólo castigaba a los que se suicidaban sin causa verdadera, o para escapar a una condena cierta que sobre ellos iba a caer. El pretor, después de previa información, pronunciaba la sentencia; y si era desfavorable al suicida, el testamento era roto, sus bienes confiscados, las donaciones mortis causa revocadas y las entre esposos rescindidas y, en fin, el cadáver era privado de la sepultura. Después de esto, se comprenderá cuán absurda es la afirmación de los que sostienen que en tiempo de la República no había en Roma ley alguna que castigara a los que se dieren la muerte.

Las muertes voluntarias sólo se hicieron frecuentes, en los últimos tiempos de la República, cuando penetraron en Roma las doctrinas de los filósofos griegos, que decían ser el suicidio un acto enérgico, en cuya virtud tomamos posesión de nosotros mismos y nos libramos de inevitables servidumbres. Estudiando la legislación del tiempo de los emperadores, observaremos que el suicidio no se castigaba, a diferencia de los tiempos de la República, cuando se efectuaba para evitar una condena ya pronunciada. En el reinado de los primeros emperadores fue muy común el exterminio de las familias principales de Roma mediante les juicios; por lo que se introdujo la costumbre de evitar la pena, dándose la muerte, de lo cual resultaba una gran ventaja, pues se ganaba el honor de la sepultura (según Tácito) y se cumplían los testamentos.

La legislación era mucho más severa con los soldados, pues era preciso a toda costa conservar la disciplina de las legiones. El soldado que quería suicidarse era tachado de infamia. Si, no pudiendo invocar una causa legítima, persistía en su idea, se le rompía el cráneo. Si tenía, por el contrario, un buen motivo que alegar, era separado ignominiosamente del servicio, cum ignominia mittebatur.

Con la tiranía imperial los suicidios aumentaron considerablemente, para substraerse a los tormentos y para que los herederos pudieran recoger la herencia. No pudiendo satisfacer de esta suerte la rapacidad del príncipe, se buscaron otros medios. Se comenzó por recompensar a los denunciadores de las conspiraciones públicas con la cuarta parte de los bienes confiscados; luego se hizo otro tanto con los descubridores de los suicidios; y, por fin, los emperadores declararon que sería un delito quitarse la vida por los remordimientos de otro delito, dejando, es verdad, a los herederos así despojados, el derecho de seguir la causa de suicidio, y, en caso de que se le reconociera inocente, los bienes le eran restituidos.

En el Corpus juris civilis se encuentran, pues, una serie de disposiciones respecto a los suicidas, particularmente en orden a su herencia. Distínguense los suicidios por causa legítima y los por causa ilegítima; distinción establecida tan sólo para los efectos legales, pues la mayoría de las que se consignan como causas legítimas no bastan para justificar el hecho en el terreno del derecho natural y de la conciencia. Las causas que se consideraban legítimas en el sentido indicado eran el disgusto de la vida, el deseo de substraerse a una enfermedad incurable, la vergüenza de ser deudor insolvente, la locura en sus diversas manifestaciones, los ultrajes inferidos al honor, y aun el necio deseo de adquirir con el suicidio triste celebridad. En cambio, se tenían por ilegítimos los suicidios producidos por quererse librar de una condena. Así se desprende de gran número de textos del Digesto y del Código, en que se citan y repiten las mencionadas causas.

Algunas disposiciones especiales, aunque escasas, se encuentran acerca del suicidio de los esclavos. El esclavo, como se consideraba pertenecer totalmente a su dueño, nunca tenía el derecho de darse la muerte. Siendo incapaz de testar y tener herederos, se comprende que nada diga la ley acerca de la herencia del esclavo suicida; en cambio, se halla alguna que otra disposición relativa a la venta. El vencido que luego se suicidaba hacía rescindir el contrato, y el comprador tenía derecho a la restitutio in integrum.

El procedimiento que se seguía era éste: El pretor, conocidas las causas que impulsaron al suicida, pronunciaba las penas que debían imponerse. Cuando un acusado se suicidaba, los herederos podían continuar el proceso que se ventilaba delante de los Tribunales de lo criminal, que presidía un pretor, y si el muerto era reconocido inocente, eran llamados a recoger su herencia. Esto no se aplicaba a los esclavos ni a los soldados. En el caso en que se pidiera la rescisión de la venta de un esclavo, se dirigía la petición al magistrado encargado de estatuir sobre las acciones edilicias y no al pretor de los asuntos criminales.

En cuanto a los suicidios militares, las autoridades competentes entendían en ellos. El que se hería era, por la ley, asimilado al que hería a otro de sus camaradas, y los Tribunales militares juzgaban en ambos casos.

B) Legislación de los estados modernos. a) España. En todos los Estados cuya legislación ha recibido el influjo del cristianismo, se ha considerado el suicidio como delito, siendo objeto de disposiciones más o menos importantes en los códigos penales. En España, nuestras antiguas Leyes de Partida consideraban al que prestaba a otro el arma para privarse de la existencia, como si él mismo lo matase. Dice así la Ley 10, tít. 8.º de la Partida 7.ª: «Sañudo estando algund ome, o embriagado o enfermo de gran enfermedad, o estando sandio o desmemoriado de manera que quisiesse matar a si mesmo o a otro, e non tuviesse arma nin otra cosa con que pudiesse complir su voluntad e demandase algund otro que le diesse con que la cumpliesse, si el otro le diesse armas a sabiendas o otra cosa con que se matase a si mesmo o a otro, aquel que se lo da, deve aver pena por ello, tambien como si el mesmo lo matase.»

La Ley 15, tít. 21, lib. 12 de la Novísima Recopilación, ordenó que todo hombre o mujer que se matara a sí mismo perdiera todos sus bienes, que se declaraban de la Cámara, no teniendo el suicida herederos descendientes; pero esta disposición legal dejó de usarse porque piadosamente se creía que el que se quitó la vida perdió antes el juicio, y porque aquella pena no recaería sobre el suicida, sino sobre los ascendientes o colaterales, que habrían de sufrir la doble desgracia de la pérdida de un hijo o hermano y de los bienes que debieran heredar. La práctica estableció la pena de colgar el cadáver del suicida que estaba preso y acusado por delito digno de muerte; mas parece que no debió de imponerse tal pena sino en el caso de haber precedido al suicidio la sentencia pronunciada por razón del delito, porque de otra suerte resultaría que se castigaba y condenaba a un hombre que no había podido defenderse, no debiendo ni pudiendo tenerse por prueba del delito un suicidio que pudo provenir de otras mil causas.

Según el Código penal reformado en 1870, no se impone pena alguna al suicida; pero en su art. 421, a semejanza de lo que acontece en los Códigos de los pueblos más civilizados de ambos continentes, se impone al que prestare auxilio a otro para que se suicide, la pena de prisión mayor (de seis años y un día a doce años), y si se lo prestare hasta el punto de ejecutar él mismo la muerte, la pena de reclusión temporal (de doce años y un día a veinte años).

Además, el Código de Comercio, en el tít. 8.º, sección 3.ª Del seguro sobre vida, equipara al suicida al que fallece en duelo o en un patíbulo, diciendo en el art. 423: «El seguro para el caso de muerte no comprenderá el fallecimiento, si incurriere en cualquiera de los casos siguientes: 1.º si el asegurado falleciere en duelo o de resultas de él; 2.º si se suicidare; 3.º si sufriere la pena capital por delitos comunes.»

b) Francia. En tiempo de los primeros reyes merovingios cada señor tuvo bien pronto sobre el territorio que poseía una autoridad sin límites, gozando del poder militar y administrativo y presidiendo el Tribunal en donde comparecían los que habían de ser juzgados. El suicidio era castigado de muy diversas maneras: en Burdeos, el cadáver era suspendido por los pies; en Abbeville, se le arrastraba sobre un zarzo por las calles, y en Lila, si era el cadáver de un hombre, se le quemaba.

El procedimiento seguido en materia de suicidio aparece por primera vez regulado en los Etablissements de Saint-Louis (cap. LXXXVI: D'ome que se pend, ou se noie ou de fame qui s'occist en aucune manière). Las autoridades que entendían en el asunto eran las mismas que hubieran sido competentes para entender en el asesinato de otra persona. «Si acontece que algún hombre se ahorca, o ahoga, o se mata de cualquier manera, los bienes serán del varón y también de su mujer.»

Al principio se quedaban los bienes los señores inmediatos al suicida, o la Iglesia, si se trataba de un clérigo; pero luego fue la Corona en provecho de quien se confiscaron los bienes. Las tentativas de suicidio en un principio eran castigadas con la confiscación de bienes. Por las «letras de remisión» se permitía a los culpables substraerse a las penas que les afligían.

La excusa de la locura, admitida por la Iglesia, no lo había sido en toda Francia. Carlos V, en 1551, dio una Constitución, reproduciendo en ella las distinciones del Derecho romano acerca del particular. Estudiemos ahora brevemente el procedimiento que se seguía en caso de suicidio. El procesamiento de un cadáver sólo era posible en los tres casos siguientes: delitos de lesa majestad (divina o humana); de rebelión a la Justicia a mano armada, y de suicidio. Cuando la muerte voluntaria hubiese sido comprobada por los certificados de varios médicos, el juez, asistido del procurador, nombraba al difunto un curador, que, por lo general, era algún pariente. Cuando el cadáver no se descomponía, era arrastrado sobre una estera, o castigado de otras diversas maneras.

El curador era el que sufría los interrogatorios, se le careaba con los testigos y era el que preparaba las excusas o las declaraciones de incompetencia. La instrucción del proceso terminaba con sentencia favorable o desfavorable a la memoria del difunto. Los parientes de éste podían obligar al curador a apelar de la sentencia; en 1737 y 1749 se dieron dos sentencias, por las que se estableció que las condenas no serían ejecutorias sino después de confirmadas en apelación, y en 1770 el Parlamento de París adoptó esta doctrina.

Imposible sería citar las diversas costumbres de Turena, Lardenois, Châtellanie de Furne, Cassel, Bretaña, d'Argentré, de Air, de Burdeos y tantas otras como en la vecina nación han existido, en orden a penas del suicidio; únicamente advertiremos que casi todas ellas castigaban el cuerpo del suicida, aunque de distintas maneras, y confiscaban, ya total, ya parcialmente, sus bienes. En 1670 publicó Luis XIV una Ordenanza criminal, verdadero Código penal del siglo XVII, que consagró un título especial al suicidio. La última decisión del Parlamento de París, aplicando las penalidades dictadas por esta Ordenanza, lleva la fecha del 31 de Enero de 1749, es decir, en pleno movimiento filosófico, y cuando las leyes que penaban con ultrajes el cadáver del suicida y con la confiscación de bienes, habían sido duramente combatidas, sobre todo por Montesquieu, Voltaire y Beccaria. La confiscación de bienes se hacía, como ya antes hemos indicado, no en provecho del Fisco, sino del rey, que podía disponer de ellos como mejor le pareciese. Léese en un escritor de la época: «Hoy el rey ha dado a la Delfina un hombre que se ha suicidado; ella espera sacar muy buen dinero.»

La Revolución de 1789 halló en vigor tales prácticas y las abolió enteramente, como contrarias al espíritu de libertad que propagaba; pero la Convención restableció la pena de confiscación contra los acusados políticos que se suicidaban en las prisiones. El Código penal vigente no señala pena alguna al suicidio y, sin embargo, la jurisprudencia francesa ha establecido la doctrina de que el que coopere a un suicidio debe considerarse como si lo hiciera a un homicidio; fundándose en que el móvil que le impulsa a obrar, así como la forma de la ejecución del delito, no puede servirle de atenuante, porque obra libremente y causa un mal grave que pudo evitar.

c) Inglaterra. Aunque las leyes inglesas penan el suicidio, los Tribunales siempre declaran que el suicida intentó o efectuó su muerte en un momento de enajenación mental, siendo, por tanto, irresponsable de su acto, y así permanecen las disposiciones legales como letra muerta. El suicidio es considerado como un acto de felonía de se; los cadáveres eran enterrados antiguamente entre cuatro caminos; hoy son sepultados sin pompa, lejos del terreno consagrado de los cementerios. Los bienes del suicida pasaban al soberano, quien tenía la costumbre de dar temporalmente y aun a perpetuidad a sus cortesanos la concesión de los suicidios de una comarca determinada. La Corona permitía en ciertos casos el rescate de los bienes así confiscados; en 1829 la viuda de Anbreg, de Wystelesburg, rescató, mediante 300 liras, los bienes que le habían sido arrebatados por el suicidio de su marido. Hay que adverar que el suicida no incurría en estas penas si no se hubiese dado contra él una ordenanza de felonía.

El procedimiento es el siguiente: Cuando se ha cometido un suicidio, el coroner o cualquier otro magistrado hace una información; reúnese el Jurado y procede al examen del cadáver y del lugar del hecho, haciendo al mismo tiempo un estado de los bienes del desgraciado. En caso de que el Jurado olvidara tan importante extremo, el scherif lo verifica por medio de una información de melius inquirendo.

Si el suicidio se prueba y la ordenanza de felonía se ha dictado ya, la Corona se queda con todos los bienes del suicida. Ésta no se hace cargo de las deudas del que voluntariamente ha puesto término a su existencia; sin embargo, se autoriza, por regla general, a los acreedores para presentar a la Tesorería una Memoria que autoriza el libramiento de letras de administración, quedando desde entonces el acreedor investido de los derechos y de las cargas de un representante ordinario. El veredicto del Jurado no es irrevocable, pues todo interesado puede impugnarlo, abriendo una contrainformación delante de la Court of Queen's bench, para anular con ella la ordenanza de felonía. Si es sólo sobre la forma en que lleva la persecución el querellante, la Corte puede autorizar al coroner que rectifique.

d) Alemania. La legislación alemana no es uniforme en esta materia, pues mientras los Códigos bávaros y sajones nada disponen contra los suicidas, el Código penal prusiano uniforma, por el contrario, las penas en que incurren los que se quitan la vida. El cadáver de estos desgraciados era enterrado sin pompa, sin ceremonias religiosas, y cuando la mutilación de los restos mortales era posible, se ejecutaba en ellos la sentencia pronunciada contra el difunto. Cuando el suicidio hubiese tenido lugar por el deseo de escapar a una condena infame, el cadáver era enterrado de noche por el verdugo, en el terreno reservado a la inhumación de los criminales. El Código penal preveía la complicidad, que castigaba severamente: «Cualquiera que dé la muerte a una persona que lo pida o la ayude a suicidarse, incurre en la reclusión en un fuerte o en una casa correccional durante seis o diez años.» El nuevo Código penal alemán castiga la complicidad con la pena de tres años de prisión.

En otros tiempos el rey de Sajonia mandó que los cadáveres de los suicidas fuesen entregados a los anfiteatros públicos de disección.

e) Austria. El Código penal de Austria, muy humanitario y tutelar, dispone que, cuando no llegare a ejecutarse el suicidio por alguna circunstancia fortuita o independiente de la voluntad de su autor, se pondrá a éste en segura custodia y será rigurosamente vigilado hasta que, con auxilio de remedios físicos y morales, vuelva a la razón y a reconocer lo que debe al Criador, al Estado y a sí propio, y se arrepienta de su acción y haga esperar para lo sucesivo un completo abandono de su idea. También el mismo Código de Austria dispone que el cadáver del suicida sea transportado, sin otro acompañamiento que el de la guardia, a un lugar fuera del cementerio, donde será enterrado por los dependientes de la Justicia.

f) Hungría. El Código de Hungría pena con tres años de prisión al que mata a otro por expreso requerimiento de éste, y al inductor del suicidio, o que conscientemente proporciona los instrumentos para su ejecución.

g) Italia. El Código penal de Italia castiga con la penalidad de tres a nueve años de reclusión al que induce al suicidio o le presta su ayuda para efectuarlo, en caso de que se hubiese realizado.

h) Suiza. El Código del cantón de Neuchatel dispone que el que voluntariamente comete un homicidio a instancias expresas y serias de la persona a quien ha matado, será castigado con prisión a lo menos de dos años. El que voluntariamente excita a otra persona al suicidio, será castigado con prisión de tres meses. El Código del cantón del Tesino castiga, como cómplice de homicidio voluntario consumado, al que presta auxilio a otro para que se suicide; mas dice el mismo Código que, si arrepintiéndose, después del auxilio prestado, logra el cómplice impedir todo efecto siniestro, no quedará sujeto a pena; y, además, ordena que se disminuya en un grado la penalidad si el suicidio o atentado hubiese sido determinado por horror a una muerte dolorosa o por efecto de enfermedad incurable, o si se hubiese producido por el sentimiento de salvar el honor propio o de la familia.

i) Holanda. El Código de los Países Bajos castiga con la prisión hasta doce años al que mata a otro por expreso requerimiento de éste, y hasta tres años al que auxilia a otro para que se suicide o le procura medios para realizar el suicidio, en el caso de que éste se efectúe.

j) Portugal. El Código penal de Portugal condena a la pena de prisión al que presta auxilio al suicida o le provoca al suicidio, siguiendo éste a la provocación. Ordena también que el suicida que escapa a la muerte, y no es loco, sea llamado ante el juez, por quien se le advierte la enormidad de su acción, y exige juramento, y, en otro caso, palabra honrada de no reincidir.

k) Honduras. El Código penal de Honduras establece las disposiciones penales sobre el suicidio, en los mismos o parecidos términos que el de España.

l) Venezuela. El Código penal de los Estados Unidos de Venezuela castiga con tres a cinco años de presidio al que induce a otro al suicidio, si el acto se realiza, y también al que le auxilia para que se suicide.

ll) Brasil. El Código penal del Brasil impone de dos a cuatro años de prisión al que por sí auxilia al suicida, o a sabiendas le proporciona medios de realizar el suicidio.

m) Estados Unidos. Los diferentes Códigos penales por que se rigen los diversos Estados de la América del Norte contienen varias disposiciones que se aplican muy raramente. En la Luisiana, el Código prevé los casos de complicidad: «Cualquiera que ayudare al acto del suicidio o procurare los medios para ejecutarlo, conociendo el fin a que son destinados, será hecho prisionero y sometido a rudos trabajos; la dicha pena no podrá ser menor de tres años ni exceder de seis.»

V. Estadística del suicidio

En su obra Análisis del suicidio, Carlos Salicrú, después de hacer constar escrupulosamente los trabajos consultados (Cuadro de los suicidios llegados a noticia del ministerio público de Francia, durante el espacio de trece años (1827-39), por Debreyne; Estudio sobre las estadísticas judiciales de Francia, de 1827 a 1880; La mortalidad en Inglaterra, por Lacomba; Estudio sobre las estadísticas judiciales de Francia, de 1881 a 1905; Estadística oficial francesa, de 1875 a 1881; Estadística oficial alemana, publicada en 1912: Estadística de los suicidios en España según los datos oficiales existentes, por Anguera de Sojo, y Estadística internacional comparada, por Lebrú), llega a las siguientes conclusiones:

1.ª El número de suicidios aumenta de año en año. A veces, la curva de muertes voluntarias desciende un poco, emprende luego un movimiento de retroceso y se afirma dicho fenómeno en algún año determinado; pero, absolutamente hablando, resulta cierta la afirmación que antecede. 2.ª La tendencia al suicidio entre los dos sexos, en los diferentes países europeos, oscila entre la quinta y la tercera parte de mujeres a hombres. 3.ª La tendencia al suicidio va acentuándose con la edad. En general, esta acentuación tiene lugar hasta los setenta y nueve años, edad en que comienza el decrecimiento. 4.ª Los suicidios registrados en las grandes poblaciones son muchísimo más numerosos que los que se registran en las poblaciones rurales. La explicación estriba en la ventaja de religiosidad, moralidad, salubridad y tranquilidad que tiene el campo sobre las grandes urbes. 5.ª Es conveniente hacer constar que la estación influye en los suicidios, y así, son éstos más numerosos en primavera y en verano que durante el invierno y otoño. 6.ª El suicidio cuenta más secuaces entre los solteros y viudos que entre los casados, no sólo comparados éstos con la población correspondiente, sino también considerados proporcionalmente, sobre todo en los países en donde el matrimonio canónico es el más generalizado. La razón es porque los lazos del matrimonio y de la familia, en especial si tales lazos son santificados por Dios y no pueden ser debilitados por un divorcio fácil, apegan con más fuerza a la vida que el estado de soltero o viudo, máxime si éste no tiene hijos. 7.ª El agricultor paga menos tributo al suicidio que el comerciante, el industrial, el obrero, el capitalista, el que ejerce una profesión liberal, &c. La razón estriba en que el primero, a causa de la regularidad de su vida, de que aspira el aire físico, moral y religiosamente bueno de los campos, no se siente inclinado a atentar contra su existencia como el que, careciendo, en parte, de tan saludables influencias, vive en la morbosa agitación de las poblaciones industriales, sufre las consecuencias de especulaciones aventuradas y respira en un ambiente de excesos enervantes, de odios y miserias. 8.ª Disminuyen de un modo notable, principalmente desde 1906, los suicidios atribuidos a alienación mental. 9.ª Es verdaderamente alarmante el contingente de menores que ofrece la estadística del suicidio, lo cual es debido, aparte de las causas de carácter general, a la influencia funestísima que ejercen en la infancia ciertas películas del cine. 10. Es un hecho constante, universal y uniforme, que el suicidio está en razón inversa de la religiosidad y moralidad de los pueblos y que, en igualdad de circunstancias, los países católicos, prácticamente tales, arrojan un contingente de suicidios enormemente menor que el de los pueblos en donde domina otra religión.

Aparte de las causas mencionadas, Salicrú, al estudiar la etiología del suicidio, añade las siguientes: pauperismo, en sus diversos aspectos; alcoholismo, libertinaje, enfermedades, contrariedades (en la fortuna, en los negocios, en el amor, en la familia, &c.); publicaciones impías, escépticas, pornográficas y sicalípticas; relatos de crímenes en general y suicidios en particular en la prensa periódica, en la novela, en el folletín; inmoralidad (en sus varias acepciones) en las producciones escénicas y en las películas cinematográficas; juego, prostitución, adulteración de la idea del honor y del concepto del heroísmo, y, como causa principalísima y general, el materialismo teórico y práctico, entronizado en la sociedad, en detrimento de la fe y de la práctica moral.

VI. Bibliografía

Narciso Sicars y Salvadó, El suicidio jurídicamente considerado (Barcelona, 1902); J. B. F. Descuret, La medicina de las pasiones (traducida por P. F. Monlau); Lisie, Du suicide; Gastón Garrisson, Le suicide dans l'antiquité et dans les temps modernes (1885); F. Caro, El suicidio y la civilización; Félix Álvarez y Arenas, Cuestiones filosóficas políticolegales sobre los delitos del suicidio y del duelo (Madrid, 1859); E. Esquirol, Des maladies mentales considerées dans le rapport médical, hygiénique et médico-legal (París, 1838); Montesquieu, Esprit des lois; Víctor Arreguine, El suicidio (Buenos Aires, 1899); Lagayte, Suicide ancien et moderne; Carlos Salicrú, Análisis del suicidio (1926).

SUICIDIO. Higiene, Patología y Medicina legal.

El suicidio en su concepto médicosocial entraña muchos problemas de diversa índole. En el concepto puramente estadístico no cabe duda que se relaciona con influencias mesológicas. Así, en ciertas estaciones del año, como en verano, parece mucho más común y lo propio ocurre en los años de grandes perturbaciones atmosféricas. También resulta más frecuente en ciertos países (Irlanda, Sajonia, Rusia), lo que se ha atribuido, ya al clima, ya a la raza. Es un hecho comprobado que la raza germánica da un contingente mayor de suicidas que la raza latina. También las estadísticas revelan la rareza relativa del suicidio en los pueblos católicos por oposición a los protestantes. Las grandes conmociones sociales, como las guerras y revoluciones, son fuente abonada de suicidios. Las épocas de hambre y carestía obran en el mismo sentido, como lo demuestra la demografía en pos de la última conflagración mundial. Por fin, la imitación y el contagio mental desempeñan un papel preponderante. Tal sucedía en la antigüedad grecorromana y tal ocurrió también en los albores de la era romántica. La adolescencia es la edad más abonada para el suicidio, aun cuando se observa también en la más extrema vejez y aun en la infancia. Se ha supuesto erróneamente que crecía con la civilización, pero lo cierto es que existe entre los salvajes (malayos, pieles rojas, chinos). El suicidio es único o múltiple, y en este caso, doble por lo general. Se conocen casos de suicidios de familia y aun colectivos (pueblos o ejércitos), como también se describen formas epidémicas.

Las enfermedades que conducen al suicidio son muy diversas, no siendo cierto que sean todas ellas crónicas ni incurables. Algunas dolencias producen determinada predisposición al mismo (cardiopatías, ictericia, alcoholismo). En otras, la crisis suicida es ocasional y en modo alguno condicionada con el proceso morboso (tuberculosis, sífilis). En ocasiones el suicidio está ligado a un acceso de tipo definido, como sucede en la psicosis y neuropsicosis. Al propio grupo cabe referir los casos observados en las infecciones e intoxicaciones (fiebre tifoidea, grippe, morfinismo, atropismo). Finalmente, el suicidio como idea obsesionante e impulsiva puede constituir toda la enfermedad. Sea como quiera, este caso entra de lleno en el grupo nosológico de la psiconeurosis (neurosis de angustia). Cuando no responde al tipo obsesionante o impulsivo, se refiere el suicidio al tipo alucinatorio o delirante. En este sentido la confusión mental, la epilepsia, la locura senil y el histerismo pueden conducir a aquel desenlace. La degeneración psíquica hereditaria se manifiesta muchas veces por el suicidio. Este es, asimismo, común en las disgenesias, como la imbecilidad, el idiotismo y el grupo mal definido de los niños anormales. Considerado como reacción morbosa ideativa, el suicidio aparece en las locuras razonantes, como la de interpretación. Por lo demás, aquél constituye el sello típico de las psicosis depresivas, como la melancolía y la ciclotimia.

En el concepto médicolegal el suicidio adopta las más variadas formas, como las heridas de arma blanca y de fuego, la precipitación, el aplastamiento, intoxicaciones, asfixia, &c. Las indicaciones para reconocerlo y diferenciarlo del homicidio y del accidente son de diversos orígenes. Así, se tomarán, ya del examen de los lugares, ya del del cadáver o del acusado. El desorden del lugar donde se halla el cadáver, la comprobación de muebles derribados, &c., no concuerdan con la idea del suicidio. La huella o impresiones locales de sangre proporcionarán datos acerca de dónde se infirieron las lesiones o dónde cayó el sujeto. No menos importantes son las huellas de manos y pies cuando son sangrientas. Deberá entonces determinarse si son de la víctima o si pertenecen a extraños. La presencia o ausencia del arma aportan otros datos, aunque no concluyentes, ya que el suicida pudo tirar el arma o disponerlo de tal modo que haga creer en el homicidio. El estado de los vestidos no da sino indicaciones aproximadas, pero no ocurre así con las señales de lucha. Las huellas de violencia que la traducen son de diversa índole (contusiones, heridas, erosiones). Su sitio puede dar indicaciones precisas, excluyendo toda idea de suicidio (orificios de las vías respiratorias). La lesión de suicidio tiene sus regiones de preferencia, así como hay otras que le son inaccesibles. Pueden señalarse como peculiares las reputadas mortales (cabeza, cuello, región precordial). Las lesiones del abdomen son raramente resultado de un suicidio, pero no así la de los miembros (secciones del pliegue del codo y muñeca). La dirección es generalmente de delante atrás, variando, por otra parte, según las regiones, en cuanto a los demás componentes (derecha o izquierda o viceversa). Se dice que la lesión suicida es única, pero esto tiene sus excepciones, como se ve en los enajenados. La multiplicidad responde muchas veces a varias tentativas de suicidio. En éste se diseminan las lesiones en una región poco extensa y, además, electiva. La coexistencia de varias lesiones mortales no permite tampoco excluir el suicidio. Es típico de éste la coexistencia de diversos medios de supresión de la vida (suspensión, disparo, envenenamiento). El examen del acusado excluye el suicidio cuando presenta señales de lucha o impresiones sangrientas.

En cuanto a los elementos particulares de diagnóstico, se deducirán de los diversos tipos de lesiones. Así, el suicidio por instrumento cortante aparece con diferentes caracteres; según la región. El degüello es frecuente con navaja, aunque se emplean otros instrumentos (cuchillas, tijeras, pedazos de vidrio). La posición es sentada o de pie y raramente tendida. La decapitación suicida no puede distinguirse por el solo afecto de los homicidas. En cuanto a la sección de pliegues articulares es más bien propia del suicidio (abertura de venas). Las lesiones por instrumentos cortantes y contundentes son raramente de origen suicida. Sin embargo, no debe excluirse tal idea, ya que se citan casos ejecutados con el hacha, el tranchete y hasta la azuela. Las circunstancias del hecho afianzan el diagnóstico, que no es más que de probabilidad. Entre aquéllas figuran la rareza del arma, la localización especial (cabeza) y el número de las heridas, quizá no graves aisladamente. Las lesiones por instrumentos punzantes, o punzantes y cortantes a la vez, pueden proceder del suicidio. Son, por lo regular, los enajenados los que recurren a tales objetos (agujas, clavos, alfileres, cuerpos extraños). Lo propio cabe decir de los instrumentos de aristas (florete, lima, compás, bayoneta). Los instrumentos de tipo de cuchillo y puñal son los que con menor frecuencia intervienen en el suicidio. Entonces se ataca con preferencia la región cervical, la precordial o la abdominal. Las heridas suicidas por arma de fuego se infieren ya con las cortas (revólveres, pistolas), ya con las largas (escopeta, fusil). No se olvidará que las armas de ocasión y los aparatos singulares deben despertar sospecha de suicidio. La sien, la boca, la frente son las regiones elegidas, aunque todas pueden utilizarse. La multiplicidad y simultaneidad de lesiones en modo alguno permiten excluir el suicidio. En cuanto a las heridas sucesivas, son posibles aun en regiones donde un primer disparo parece excluir un segundo. El hecho se explica tanto por la supervivencia del sujeto como por la repetición automática del disparo en las armas modernas. El sostenimiento del arma en la mano del sujeto después de muerto como carácter del suicidio ha dado lugar a innúmeras discusiones médicolegales. Así, unos lo consideran como un verdadero espasmo cadavérico que fija el postrer movimiento del suicida. Otros, en cambio, lo admiten como una posición accidental que resulta simplemente de la rigidez cadavérica. Los experimentos de comprobación han obtenido sólo resultados contradictorios. La distancia del disparo es un elemento capital de distinción, pues si es lejano nunca puede atribuirse a un suicidio, salvo casos excepcionales. Las lesiones que el arma puede dejar en la mano del sujeto constituyen asimismo un elemento de distinción.

En el suicidio por contusiones sólo se registran dos tipos: la caída de altura y el aplastamiento. El primer caso se da únicamente en la precipitación simulada, ya rematando al sujeto, ya despeñando su cadáver. Como elemento distintivo debe apreciarse la existencia de lesiones de otra naturaleza. Asimismo ha de examinarse si aquéllas tienen un carácter vital. En el aplastamiento se plantea, también el problema de la simulación de un suicidio. El descubrimiento de una lesión mortal por otro mecanismo resolverá la cuestión por completo. Debe recordarse que el aplastamiento puede terminar una serie de tentativas suicidas. Así, una lesión en apariencia grave, craneal o cardíaca, no impide al sujeto sobrevivir y hacerse aplastar.

Las asfixias mecánicas constituyen una modalidad frecuente de suicidio. La suspensión es muy común por su facilidad y rapidez. Obsérvase en el campo más que en las ciudades, y en la mujer menos que en el hombre. A menudo constituye el acto único del suicidio, pues suele ocurrir después de otras tentativas (contusiones, cuchilladas, disparo). El acto es típico de un sujeto vivo y se señala a veces por sus rarezas (suspensión incompleta). Por lo demás, la ahorcadura es casi imposible como forma de homicidio y sólo se simula colgando un cadáver. La estrangulación suicida se efectúa con lazo o con garrote (trozo de madero, mango de cuchara, sable). También puede apretarse el lazo por tracción o asociar a sus efectos los de una mordaza. Pueden invocarse en favor del suicidio las disposiciones tomadas para asegurar la constricción (garrote, nudos múltiples). En cambio, la presencia de lesiones extrañas inclinarán el ánimo a favor de un homicidio. El suicidio por oclusión de vías respiratorias por objetos blandos (cojines, almohadas) es excepcional. La sumersión constituye un medio frecuente de suicidio y puede combinarse con otros (heridas, estrangulación). Adopta muchas veces la forma colectiva y se distingue en ocasiones por sus rarezas (ataduras, cuerpos pesados). Cuando no se descubren violencias extrañas es más probable que se trate de un suicidio. En cambio, si existen aquéllas deben diferenciarse de las accidentales (lesiones por animales acuáticos, por agentes diversos).

Las intoxicaciones constituyen asimismo una modalidad de suicidio, variando el agente causal según los países. Así, el fósforo es muy frecuente en el N. de Europa, el óxido de carbono en Francia, los cáusticos en España. Se combina también esta forma con otras (heridas por arma blanca, disparo) o se asocian varios tóxicos. También el suicidio es único o múltiple y simple o sucesivo. El tóxico elegido es ya alimenticio (alcohol), ya industrial (ácidos y álcalis concentrados), ya medicamentoso (sulfonal, opio). El diagnóstico diferencial deberá deducirse de las circunstancias del caso. Así, cuando se trata de cáustico, será difícil creer en otra hipótesis que la de un suicidio. La violencia que, en efecto, debiera hacerse para administrarlo haría imposible su empleo. Lo propio cabe decir de los tóxicos de propiedades organolépticas desagradables (sales de cobre, cloroformo, éter). En solución y disimulando aquéllas puede hacerse el caso completamente insoluble. La vía preferida es la bucal, pero cabe asimismo que se elija como más rápida la subcutánea. La inanición representa asimismo una forma de suicidio. Muy común en la antigüedad, sólo ha reaparecido modernamente por exhibicionismo político. Se trata puramente de hechos de sugestión y que no suscitan problema médico forense alguno. Sólo cabe entonces el reconocimiento del estado mental del presunto suicida. A este tipo cabe referir el suicidio de los japoneses en el célebre hara kiri por motivos fantásticos de honor. En cuanto al suicidio por sugestión hipnótica, es del dominio de la credulidad popular y no hay hecho científico alguno que lo corrobore.

Bibliogr. Vibert, Tratado de Medicina Legal y Toxicología (ed. Espasa, Barcelona); Thoinot, Tratado de Medicina Legal (Barcelona, 1925); Chantemesse y Mosny, Traité d'Hygiene (París, 1927); Kräpelin, Lehrbuch d. Geisteskrankheiten (Berlín, 1921); Balthazard, Manuel de Medicine Légal (Barcelona, 1926); Morselli, Il suicidio (Milán, 1916); Brouardel, Cours de Médicine Légale de la Faculté de Médecine (París, 1906); Alzheimer y Bleuler, Handbuch d. Psychiatrie (Berlín, 1926); Wotter y Firth, A text-book of Hygiene (Londres, 1921); Taylor, A Handbook of Medical Jurisprudence (Londres, 1922); Ziino, Trattato di Medicina Legale (Milán, 1923); Tanzi, Trattato de Malaltie mentali (Milán, 1925); Maschka, Handbuch d. guichtliche Medizin (Berlín, 1924); Mata, Tratado de Medicina Legal y Toxicología (Madrid, 1916); Valverde, Manual de enfermedades mentales (ed. Espasa, Barcelona); Tromner, Hypnotismus u. Suggestion (Berlín, 1926); Pitres y Récis, Les obsessions et les impulsions (París, 1921).

SUICIDIO. Moral y Teología.

Es la acción de inferirse uno a sí mismo la muerte voluntariamente.

Errores. Entre los antiguos admitían la licitud del suicidio los estoicos, y más tarde algunos herejes donatistas. Del fundador de la escuela estoica, Zenón, dice el cardenal González, dominico, en su Historia de la Filosofía (t. 1.º, pág. 337, 2.ª ed.), que «en edad muy avanzada, reduciendo a la práctica su teoría acerca de la legitimidad del suicidio, puso fin a sus días», ejemplo que fué imitado por algunos de sus discípulos, como Catón y Séneca, entre otros. De los mencionados herejes afirma san Agustín que reputaban como un género de martirio el quitarse la vida, y así lo propalaban con la palabra y el ejemplo para animar a otros. En los tiempos modernos cunde de una manera alarmante la práctica del suicidio.

Sus causas. Nos limitaremos a indicar algunas. La principal es la falta de fe. Nada tiene de extraño que quien no admite la existencia de Dios y de la vida futura, feliz o desgraciada, según haya sido la conducta observada en este mundo, acuda a ese medio cuando se encuentra en trances difíciles; por eso, a proporción que aumenta la incredulidad, se multiplican los suicidios, según lo atestiguan las estadísticas de diversas naciones. El alcoholismo, los teatros y cinematógrafos, las novelas y la prensa periódica ejercen también terrible influjo. Acerca de la perniciosa influencia de los periódicos, mencionaremos lo ocurrido en Roma en 1919, en el cual tuvo lugar una huelga de tipógrafos que se prolongó cerca de dos meses, durante cuyo espacio dejaron de publicarse los periódicos, apreciándose una muy notable disminución de suicidios en todo ese intervalo; y es que así como en lo físico hay enfermedades contagiosas que producen multitud de víctimas, si no se adoptan las convenientes medidas para impedir el contagio, así también en el orden moral hay delitos cuyo influjo es aterrador, y entre éstos ocupa un lugar preeminente el suicidio. De ahí la gran responsabilidad de la prensa por las crónicas donde reseña los crímenes, las cuales sirven de instrucción y excitante a muchos, que de otro modo se hubieran abstenido de perpetrar el delito.

Influye también a veces la falsa creencia por algunos admitida de que el suicidio es un acto de fortaleza, siendo así que en realidad no es otra cosa que un acto de soberana cobardía y pusilanimidad, ya que la verdadera fortaleza consiste en sufrir con buen ánimo los infortunios y calamidades que ocurren a veces en la vida, algunas de las cuales son más amargas que la misma muerte, y, por tanto, sufridas con resignación son de valor inestimable. No es la fortaleza la que impulsa a los que se hallan sumergidos en el infortunio a poner término a sus males privándose de la vida, sino el horror al sufrimiento, la falta de espíritu de sacrificio necesario para soportar las pruebas y trabajos.

Ilicitud del suicidio. Que el suicidio sea un pecado, y grave, se ve fácilmente fijándose en que está expresamente prohibido por la ley de Dios; que se opone a la tendencia natural a vivir y al amor de caridad con que debemos amarnos a nosotros mismos; que acarrea un daño grave a la sociedad, y, por último, que es un desacato contra el supremo Hacedor.

En efecto, el quinto mandamiento del Decálogo prohíbe el homicidio, pues, como dice san Agustín (De Civitate Dei, lib. 1.º, cap. XX), el precepto no matarás se refiere no a las criaturas irracionales, sino al hombre, y se sobrentiende, añade, no matarás ni a otro ni a ti mismo, porque el que se quita la vida a sí mismo no hace otra cosa que matar a un hombre, y se hace, por tanto, reo de homicidio, según repite el mismo santo en el capítulo siguiente.

Todos los seres, dice el Angélico Doctor (2.ª 2.ª, q. 64, art. V), se aman naturalmente a sí mismos, por lo cual tienden a conservar su existencia, y resisten cuanto pueden a quienes intentan destruirlos. La experiencia cotidiana nos enseña cómo ante cualquier peligro de perder la vida, o la integridad de nuestros miembros, tomamos cuantas medidas están a nuestro alcance para salir del aprieto, y eso de una manera espontánea y casi sin reflexionar, por donde se ve cuán conforme es a la naturaleza, y cómo esa tendencia brota de lo íntimo de nuestro ser, y, por consiguiente, cómo el intento de suicidarse es contra la inclinación natural y contra la caridad con que debemos amarnos; viniendo a concluir de ahí el santo doctor que el suicidio es siempre culpa mortal, por ir contra la ley natural y contra la caridad.

El que se quita la vida se opone también a otra tendencia natural, que es la que nos impulsa a buscar la felicidad y a poner los medios para conseguirla, y nuestra felicidad, como nos enseña la fe, está en la consecución de la gloria del cielo, de la cual nos aparta el pecado, y pecado grave es, como acabamos de ver, el suicidio, y el que lo comete, por librarse de un mal menor, cuales son los infortunios y penas de esta vida, se hace reo de las penas del infierno, en cuya comparación todos los males de esta vida son como una cosa de sueño. Si, pues, queremos conseguir la felicidad, y a ello estamos obligados, debemos procurar conservar la vida y sufrir con paciencia las pruebas a que está sujeta, ya que ese es uno de los medios que al logro de nuestra felicidad ultraterrena conducen. De tal manera estamos obligados a conservar la vida, que ni por librarse del peligro en que nos encontramos de pecar, mientras peregrinamos por este mundo, es lícito a nadie inferirse la muerte. Y si alguien trata de quitárnosla injustamente, nadie ignora ser cosa lícita matar a semejante agresor, si de otro modo no es posible conservar la propia existencia. Este derecho a la defensa propia implica un argumento nada débil en pro de la ilicitud del suicidio, pues no se ve cómo se pueda compaginar con lo contrario.

El suicida comete un acto de verdadera injusticia contra la sociedad. No es el hombre un ser solitario y libre de toda relación con sus semejantes, sino que se halla ligado a los demás con sagrados vínculos, y forma parte y es como miembro del gran organismo que llamamos sociedad, la cual, a la vez que le proporciona inestimables beneficios, no puede, como es natural, carecer de los correspondientes derechos sobre todos y cada uno de sus miembros. Estos derechos lesiona gravemente el suicida, pues, como dice santo Tomás en el lugar antes citado, es condición de la parte, en cuanto tal, ser del todo de quien depende. Y como todo hombre forma parte de la sociedad, de ahí que cuanto él es pertenece a la sociedad, irrogándole, por consiguiente, verdadera injuria si se quita la vida, como enseña Aristóteles en el libro 5.º de Los éticos.

Ni aun a los malhechores les es permitido aplicarse la justicia por sí mismos en castigo de sus maldades, aun cuando sean reos de crímenes penados en el Código con pena capital, porque nadie es juez de sí mismo en esas cosas; a la autoridad pública toca exclusivamente determinar cuándo un individuo es perjudicial a la sociedad y cuándo el bien de ésta exige que se le haga desaparecer (Cf. Vitoria, Relectio De Homicidio).

Nunca es lícito matar a un hombre, a no ser por autoridad pública o en propia defensa, pero ninguna de estas dos cosas tiene lugar cuando alguien se mata a sí mismo, de donde se infiere que nunca es permitido a nadie inferirse la muerte a sí propio. En estos términos se expresa el insigne Báñez, De Jure et Justitia decisiones, comentario al artículo antes citado de la Suma, y añade a continuación: «Es lícito matar a otros cuando se hace según el dictado de la razón, mas nunca es conforme a razón matarse a sí mismo, mientras que el matar a otro puede serlo en algunos casos.»

El suicida atenta contra un derecho intangible de Dios, único dueño de nuestra vida, según leemos en el libro de la Sabiduría (XVI, 13): «Tú eres, Señor, el que tienes el poder de la vida y de la muerte.» La vida, afirma santo Tomás (loc. cit.), es un don de Dios, y de Él depende. Por eso, el que se priva de la vida, peca contra Dios, a la manera que quien mata un esclavo ajeno peca contra el dueño cuyo es el esclavo; como también peca el que se arroga el derecho de juzgar respecto de una cosa que no le pertenece. A Dios sólo toca dar el fallo acerca de la vida o de la muerte, según aquello del Deuteronomio (XXXII, 39): «Yo quitaré la vida, y Yo haré vivir.»

«No es el hombre, como observa Domingo Soto, De Justitia et Jure (l. IV, q. 1, art. 3) dueño de su vida, sino sólo custodio; por eso está obligado a conservarla. Puesto que no la adquiere por sí, sino por un don de Dios, que se sirve de los padres como de instrumentos, no fue conveniente darle el dominio de ella, sino que Dios, su autor, lo retuviera, de tal suerte que no le fuera lícito al hombre salir de la vida sin permiso de Dios, así como tampoco le es dado entrar en ella por sí propio.»

Para decirlo en pocas palabras, el suicida ofende la caridad para consigo mismo y la justicia para con la sociedad y para con Dios.

Casos en que se puede y hasta se debe hacer cosas con peligro de la vida. Después de lo expuesto, resta decir dos palabras acerca del punto que acabamos de enunciar. Nunca es lícito quitarse la vida directamente, pero hay ocasiones en que se puede, y otras en que se debe, hacer cosas con peligro de la vida, a condición de que esto último no se intente ni se siga directa y principalmente de dichas acciones, antes, por el contrario, se pretenda el efecto bueno, permitiéndose sólo el malo, con causa justa. Es sencillamente una aplicación particular de la doctrina general acerca del voluntario indirecto y de la licitud de poner una causa honesta de la cual se siguen dos efectos, uno bueno y otro malo.

Es muy para tenida en cuenta la observación que a este propósito hace el ya citado Báñez (loc. cit.): «Si alguno pregunta cuál sea la norma por la que nos hayamos de guiar para conocer cuándo será lícito al hombre persistir en alguna acción moral, no obstante el peligro cierto de muerte, cuándo será ilícito, cuándo de precepto y cuándo de consejo, responderemos que es preciso acudir a los dictados de la prudencia de varones rectos, recurso tan necesario en las cuestiones morales...»; mas, con todo, dice que aun se pueden hacer algunas indicaciones, y apunta las tres siguientes: 1.ª Siempre que de alguna acción humana, buena o por lo menos indiferente, se sigue notable provecho espiritual o temporal a la sociedad, v. gr., un ejemplo insigne de virtud, es licito perseverar en tal acción, a pesar del peligro cierto de muerte. 2.ª Siempre que de omitir una acción buena o ciertamente no mala de suyo se origine un daño grave a la sociedad o al honor de Dios está el hombre obligado a ejecutar dicha acción, aun con peligro de morir. 3.ª Ocurrirá en muchos casos que esté alguno obligado a ocuparse en las mencionadas acciones en virtud de un compromiso contraído o de haber aceptado un empleo, a los cuales no están obligados quienes se hallan libres de tales cargos, v. gr., los obispos y los párrocos deben a veces, aun con peligro de muerte, administrar los sacramentos, mientras que sobre los sacerdotes que no tienen cura de almas no pesa la misma obligación; igual se diga de los médicos titulares de un pueblo, institución, &c., y de los que ejercen libremente su profesión. Descendiendo a casos más concretos, suelen los autores de moral señalar los siguientes: los soldados están obligados a luchar y a permanecer en el puesto que les encomendaron cuando así lo requiere la defensa de la patria, aunque tengan que exponer su vida. Pueden los misioneros ir a regiones insalubres para enseñar a los infieles la doctrina católica, y las religiosas asistir a los apestados, y los obreros ocuparse en trabajos necesarios o útiles, aun con peligro de perder la vida o de abreviarla, y lo mismo se diga de los ejercicios de mortificación corporal para tener a raya las pasiones, con tal que no se traspasen las reglas de la prudencia cristiana.

SUICIDIO. Sociología e Historia de las Religiones.

El suicidio en los pueblos de civilización inferior ofrece grandes anomalías respecto a la propensión de los mismos a cometerlos, pues mientras en algunos es casi desconocido, en otros abunda y en algunos es un hecho social, autorizado y consagrado por la costumbre o el atavismo, como entre los sikhs y los gurgas (V. SUTTEE). Hácese a continuación una reseña demostrativa de ambas tendencias en un gran número de pueblos incivilizados, sobre informaciones sacadas de autores que han observado de visu las costumbres de estos pueblos, y que resume admirablemente el etnólogo E. Westermarck en The origin and development of the moral ideas (II, cap. XXXV, Londres, 1917).

El suicidio se desconoce, según parece, en algunos pueblos. Entre éstos se hallan los yahgans, de Tierra del Fuego, los isleños de las Andaman y un gran número de tribus australianas. De los indígenas de la Australia Occidental y Central escribe sir G. Grey (ésta y las demás obras citadas se hallarán en la Bibliografía al final del artículo): «Cuantas veces les interrogué acerca de esto acogieron mis preguntas con extrañeza, y a veces tomándolas a broma» (II, 248). En las Carolinas, cuando sus moradores oyen mentar el suicidio, parecen no comprender lo que se les dice, pues en su vida han visto cosa más ridícula (Kotzebue, III, 195). Los cafres del Hindu-Kush, aunque son gente que desprecia fácilmente la muerte, no comprenden el suicidio; de ellos dice el explorador Scott Robertson que la idea de darse muerte a sí mismos les parece inexplicable (pág. 381).

Hay algunos pueblos salvajes y bárbaros en los que el suicidio es muy raro y únicamente ocasional, al paso que en otros parece ser frecuente. De los kamchadales dice Georgi (III, 133) que la menor aprensión del peligro les lleva a la desesperación, y apelan al suicidio como a un refugio, y no sólo tratándose de evitar males presentes y reales, sino también imaginarios. Entre los hos (tribu montaraz de la India), el suicidio es tan frecuente como no se ha visto jamás en región alguna. «Cuando una niña se siente lastimada por algo que se ha dicho en menoscabo de su honra, no basta para tranquilizarla alguna reflexión hecha por persona cuerda y bien intencionada, sino que a menudo la induce a atentar contra su vida. Y no sólo tratándose de cosas que afectan a la honestidad, sino también de sencillas ofensas; Tickell, a quien se deben estas noticias (en Journal of Asiatic Society Bengal, IX, 807), refiere el caso de una mujer que decidió tomar un veneno porque un tío suyo se negó a comer de un plato que ella había guisado para él. Entre los karens de Birmania, el suicidio es casi general en las tribus que no han recibido el cristianismo; Mason (en Journal Asiatic Society Bengal, XXXVI, 141) dice de ellos que al reconocerse un individuo atacado de una dolencia incurable o muy penosa, lo primero que dice es que se ahorcará, y lo hace; cuando una joven se ve obligada por sus padres a casarse con el que no ama, se ahorca; las mujeres casadas se suicidan unas veces por celos, otras por riñas con sus maridos, y aun a menudo por mal humor o una pequeña contrariedad; la mujer y la hija, al no permitírseles seguir sus caprichos, tienen siempre en los labios la amenaza de que se quitarán la vida.

Los motivos del suicidio entre los pueblos de civilización atrasada son múltiples: el amor no correspondido, los celos, la enfermedad o la vejez, el sentimiento por la pérdida del hijo, el marido, la esposa; el horror al castigo, la esclavitud, los malos tratos del esposo, el remordimiento, la deshonra o el amor propio herido, la venganza. Hay casos en que la persona ofendida se da muerte a sí misma con el decidido propósito de vengarse del ofensor (Lasch, Rache als Selbstmordmotiv, en Globus, LXXIV, 37 y siguientes). Según esto, entre algunas tribus de Costa de Oro, cuando uno se suicida y antes de hacerlo achacó su extrema resolución a la conducta de un tercero, éste viene obligado a sufrir la misma suerte; a esta práctica, basada en una ley de la tribu, se la denomina «muerte propia sobre la cabeza ajena». Entre los indios tlinkit, la persona ofendida que se reconoce incapaz de vengarse de la ofensa que se le infirió atenta contra su vida con objeto de exponer al ofensor a la venganza de sus parientes y amigos. Entre los chuvash (Simbirsk, Rusia) era costumbre antiguamente que las personas enfurecidas se ahorcasen a la puerta misma de la casa del causante de su cólera (Lebedew, en Archiv für wissenschaftliche Kunde von Russland, IX, 586). Análogo recurso de venganza está aún hoy en uso entre los votiacos, quienes creen que el alma del suicida persigue y acosa al ofensor (Buch, en Acta Scient. Fennicae, XII, 611). A veces el suicidio de los salvajes tiene carácter de sacrificio humano; así, en casos de epidemias u otras calamidades públicas, los chukchos sacrifican sus vidas a fin de apaciguar a los espíritus malos y las almas de los difuntos, a cuya actuación atribuyen la plaga. Entre algunos salvajes es también frecuente que la mujer, especialmente si su marido es persona respetable, se suicide al morir éste y que pida que se la sepulte junto a su esposo, y entre los indígenas del Brasil algunos se dan muerte a sí mismos ante las tumbas de sus jefes. De los indígenas del delta del Níger escribe el conde de Cardi (en Journal of Anthropological Institute, XXIX, 55): «En cierta ocasión en que el Gobierno británico deportó a uno de los jefes de tribu por un delito que había cometido, vi a las mujeres del deportado arrojarse al río y luchar a brazo partido con los que acudían a salvarlas.» «También he podido observar, añade, a criados, libres y esclavos, de un cacique condenado por el Gobierno al destierro atentar contra su propia vida en el momento en que el barco que le conducía se perdía de vista en el horizonte.»

En algunos casos de suicidio entre salvajes se observa que este sacrificio voluntario se relaciona con ideas y nociones que tiene el suicida sobre la vida futura. Así, la creencia en una nueva existencia es causa de que muchos negros del África Occidental se den a sí mismos muerte al hallarse en esclavitud lejos de su patria, convencidos de que renacerán en ella (Tylor, Primitive culture, Londres, 1903, II, 5). Entre los chukchos los hay que se suicidan con el propósito de reunirse más pronto con sus parientes difuntos. Entre los samoyedos no es raro que una muchacha, al ser vendida a un hombre maduro o viejo, se ahorque, en la esperanza de hallar un amante o novio que más le acomode en el otro mundo. Y de los kamchadales dice Georgi (III, 265) que se dan la muerte con el más frío estoicismo porque están convencidos de que la vida futura es una sencilla continuación de la presente, pero mucho mejor y más perfecta, y confían que en ella hallarán satisfacción todos sus deseos; y los suicidios de las personas adultas obedecen, a menudo, a la falsa creencia de que entrarán en el otro mundo en la misma condición en que se hallan en éste, y, por ende, prefieren morir antes que la vejez debilite sus energías.

Las ideas que algunos salvajes tienen del estado después de la muerte contribuyen también a que tomen una extrema resolución sobre su existencia. Así, en la hipótesis (mantenida como doctrina por algunos pueblos atrasados) de que el hombre necesita a la mujer no sólo en la vida presente, sino también en la futura, constituye entre ellos un hecho laudable y aun un deber para la viuda acompañar al marido a la región de las sombras. Los fidjianos opinan que la mujer que en el funeral de su marido se infiere la muerte con grandes muestras de devoción viene a ser la favorita en el reino de los espíritus, y, en cambio, tienen por adúltera a la viuda que no permite que la maten en tales circunstancias. En la Costa de Oro, cuando un hombre de clase baja, casado con una de las hermanas del rey, pierde a su esposa, se exige de él que la siga en el camino de la eternidad, y lo mismo cuando muere su único hijo varón, y si deja de practicar esta costumbre (que tiene fuerza de ley en la tribu) se le insinúa que le costará la vida, y, en efecto, así sucede (Ellis, The tshi-speaking peoples of the Gold Coast, Londres, 1887, pág. 287). Los samoyedos creen que el suicidio por estrangulación es agradable a Dios, quien lo mira a modo de sacrificio voluntario que merece recompensa (Struve, en Ausland, 1880, pág. 777).

El suicidio, mientras en sentir de algunos salvajes abre la puerta de la morada de la felicidad a través de la tumba, a juicio de otros acarrea consecuencias de muy distinta especie; así, los omahas creen que el suicida deja de existir en absoluto, sin que su alma pueda gozar en otros estados. Según los indios Thompson, de la Colombia británica, las almas de los que cometen el suicidio no llegan jamás a la tierra bienhadada de los espíritus; por su parte, los chamanes o sacerdotes de estas tribus afirman que jamás vieron a los tales en aquel reino; que los buscaron, pero no hallaron trazas de ellos; otros sacerdotes dicen que no pueden precisar el lugar adonde van las almas de los suicidas, y creen que se pierden del todo, porque parece que se disuelven. Otros, finalmente, afirman que el alma del suicida no abandona el mundo, sino que anda perpetuamente vagabunda, sin objetivo ninguno (Teit, en Memoirs of the American Museurn of natural history, I, 358 y siguientes). Los jakutos creen también que el alma del suicida no halla jamás reposo. A menudo, la suerte del suicida se representa como un castigo que sufre por su mala acción; así, los dakotas, cuyas mujeres ponen frecuentemente fin a su existencia ahorcándose, creen que el suicidio es un acto de gran desagrado para el «Padre de la vida» y que en el reino de los espíritus se castiga condenando al alma del suicida a cargar perpetuamente con el árbol en que cometió el delito; de aquí que las mujeres dakotas escojan para suicidarse un árbol lo más pequeño posible (Bradburg, pág. 89). Los paharias de las montañas de Rájmahal (India) dicen que el suicidio es un crimen a los ojos de Dios y que el alma del que tan gran ofensa le hace no puede ser admitida en el Cielo, sino que estará eternamente en pena entre el Cielo y la Tierra. Los kayanes de Borneo afirman que los suicidas son enviados a un lugar llamado Tan Tekkan, donde hacen vida de indigencia, alimentándose de hojas, raíces y cuanto pueden alcanzar en las selvas, y que fácilmente se les distingue por su miserable aspecto. Según la creencia de los dyak (Archipiélago Índico), los suicidas van a parar a un lugar especial, donde los que pusieron fin a su vida arrojándose al agua viven en lo sucesivo vestidos en el agua, y los que atentaron contra su vida con el veneno, viven en chozas construidas con maderas venenosas y rodeadas de plantas tóxicas, cuyas exhalaciones atormentan horriblemente sus almas. En otros pueblos creen que a las almas de los suicidas, junto con los de los que sucumbieron en la guerra y los que murieron de muerte violenta, no se les permite vivir con los demás espíritus, a los que su presencia causaría desasosiego y malestar (Steinmetz, en Amer. Anthropol., VII, 58). Entre los indios hidatsa prevalece la creencia de que los espíritus de los que abandonaron voluntariamente este mundo moran en un barrio separado, en la ciudad de los muertos, pero que su situación, por lo demás, no difiere de la de los otros espíritus.

A propósito de lo anteriormente expuesto, observa Westermarck (ob. cit., pág. 238) que no es fácilmente creíble que la suerte del suicida, ya consista en la aniquilación, ya en la existencia errante sobre la Tierra, ya en la separación en el otro mundo, se considere originariamente como castigo, desde el momento que una tal suerte se atribuye a las almas de los que perecen ahogados contra su voluntad o mueren de muerte violenta. Lo que sí parece es que el futuro estado del suicida depende más bien del trato que se da a su cadáver. Este, a menudo, permanece insepulto, o, cuando menos, se le priva de los ritos fúnebres usuales, y esto puede suscitar la idea de que el alma no llega jamás al lugar de reposo, e incluso que deja de existir en absoluto. Entre los indios alabama, por ejemplo, cuando un individuo se suicida, ya sea por desesperación, ya por enfermedad, se le priva de sepultura, y su cuerpo es arrojado al río; en Dahomey, además de negarle la sepultura, lo echan al campo raso, donde es pasto de las alimañas. Los fantis de la Costa de Oro tienen unos sitios reservados a los suicidas y a los que mueren de viruelas, y allí los entierran, lejos de toda habitación y de toda vía pública (Gallaud, en Missions Catholiques, XXV, 347). En las islas Pelew, al suicida no se le da sepultura en el lugar en que descansan sus parientes difuntos, sino en el sitio mismo donde se quita la vida, como se hace con los cadáveres de los que sucumben en la guerra. Entre los sea-dayaks, los que se matan son enterrados en sitios apartados de los lugares de sepelio de los demás, por suponerse que no se les permitirá acompañarse en el séptimo cielo con los espíritus de sus semejantes que murieron de muerte natural o causada por la influencia de los espíritus. La causa de dar este tratamiento a los cadáveres de los suicidas es el temor supersticioso; a estas almas, como las de las personas muertas violentamente o en accidente o desgracia, se las supone dotadas de una malevolencia particular a causa de la muerte no natural que tuvieron, o del estado de angustia o desesperación en que abandonaron la vida, y si se priva de sepultura a sus cuerpos o se les inhuma en el lugar mismo de su delito o en otro lugar separado, es porque nadie se atreve a tocarlos ni relacionarse con ellos, o porque se quiere impedir que se mezclen con los otros muertos. Por lo mismo, en algunos pueblos salvajes se niega la sepultura a los que mueren asesinados, y a los que se supone que han sucumbido a las artes o influencias de los malos espíritus se les entierra aparte, mientras que a los que mueren de un rayo, o se les niega la sepultura o son enterrados en el sitio en que cayeron muertos y en la misma posición en que quedaron (La Flesche, en Journ. American Folk-Lore, II, 11). Lo que a menudo se observa es una relación entre la manera como es tratado el cadáver del suicida y el criterio que reina entre el pueblo acerca del hecho. Entre los indios alabama, el cadáver es arrojado al río porque se considera al suicida un cobarde, y de los osetas dice Kovalewsky (Coutume contemporaine et loi ancienne, París, 1893, pág. 327) que dan sepultura a los suicidas en sitios muy apartados de los enterramientos usuales porque los tienen por grandes pecadores. De los waganda se dice que condenan también como gran pecado el suicidio. Entre los bogos, afirma Munzinger (pág. 93), el hombre no se desespera jamás ni atenta contra su vida, considerando el suicidio como la mayor de las indignidades, y de los dakotas refiere Eastman (pág. 169) que en cierta ocasión en que una muchacha se suicidó por haberla sus padres obligado a casarse con un hombre a quien odiaba les oyó decir que su espíritu no vigilaría su cadáver porque estaba ofendido de que la muerta hubiese dado tan gran disgusto a sus ancianos padres. En Dahomey, el crimen del suicidio se basa en la teoría de que el individuo es propiedad del rey; los cadáveres de los suicidas se exponen a la execración pública en sitios concurridos, separándoles del tronco la cabeza, la cual es enviada a Agbomi, a expensas de la familia, si se trata de un hombre libre, y a expensas del dueño o señor si se trata de un esclavo.

De China afirman varios autores (Gray, I, 329; Huc, pág. 181; Matignon, en Archives d'anthropologie criminelle, XII, 367; Cathonay, en Les missions catholiques, XXI, 341; Ball, pág. 564, y otros) que el suicidio es muy común entre personas de todas clases y edades, y en muchos casos tiene la aprobación y la consagración de ciertos sectores de la opinión pública. Así, se cree que los que atentan contra su vida por motivos de honor tienen abiertas las puertas del Cielo, y en los templos se ven tablas con los nombres de hombres y mujeres virtuosas que murieron por su propia mano. Tiénese asimismo por suicidas honorables a los servidores u oficiales que no pueden sobrevivir a una derrota o a un insulto inferido al soberano; a los jóvenes que por cualquier causa se ven incapaces de vengar un insulto proferido contra sus padres, y a las mujeres que no pueden sobrellevar la pérdida del marido o del hombre a quien habían ofrecido su mano. A pesar de las severas órdenes dadas por el Gobierno prohibiendo el suttee (V. esta voz), las mujeres suicidas, al verse privadas, por la muerte, de sus esposos o amantes, son cada día más en número y siempre con el aplauso, tácito o manifiesto, del público (De Groot, II, 748); y en cuanto a dichas mujeres, cuando el motivo de atentar contra su vida es la defensa de su castidad, el Estado las honra como santas, permitiendo, y aun fomentando, los monumentos o recordatorios en los templos. Otra forma de suicidio que en China constituye motivo de admiración es el que se comete para tomar venganza de un enemigo que no está al alcance. Según las teorías chinas, es el sistema más efectivo de venganza, no sólo porque las leyes cargan la responsabilidad del suicidio en el que lo ocasionó, sino también porque se juzga que el alma, desembarazada de la envoltura e impedimenta del cuerpo, está en mejor disposición que el hombre en vida para perseguir al enemigo. Los chinos tienen una creencia muy firme y arraigada en los espíritus errantes de las personas que murieron de muerte violenta; así, de los suicidas se cree que andan vagabundos por el sitio donde cometieron el delito y procuran inducir a otros a imitar su ejemplo. La muerte violenta, dice Giles (Strage stories from a chinese studio, Londres, 1880, II, 363), es mirada con horror por los chinos, y el suicidio cometido por motivos fútiles merece la reprobación general. En efecto, en el Yü Li, libro sagrado taoísta, muy popular en China, se dice que los que atentan contra su vida por motivos de lealtad, piedad filial, amistad o castidad van al Cielo; pero los que cometen este acto en un arrebato de cólera, o temiendo las consecuencias de un crimen, o con la esperanza de injuriar o perjudicar injustamente a una persona, son severamente castigados en el Infierno; para ellos no hay perdón, ni se les concederá (como a los reos de otros pecados) presentar sus buenas obras en compensación de su delito y en remisión de la penalidad en que han incurrido. Algunos autores aseguran que en China el suicidio se clasifica entre los delitos contra la religión, basando esta creencia en que la persona debe su ser al Cielo y, por ende, es responsable ante el Cielo de la conservación de este don que se le ha otorgado (Alabaster, Notes and Commentaries on chinese criminal law, Londres, 1899, pág. 304). Por lo que atañe al Japón, el almanaque de los santos japoneses (dice Griffis, The religions of Japan, Londres, 1895, pág. 112) está lleno, no de reformadores, filántropos ni fundadores de hospitales y orfanatos, sino de suicidas y personas que han cometido el harakiri. Aun hoy día, nadie asegura mejor el homenaje en su tumba y la apoteosis de su vida que el suicida, aunque haya cometido algún crimen. En un manuscrito japonés, citado por Mitford (pág. 201), se dice: «Matar al enemigo contra el cual hay justo motivo de odio, y luego matarse a sí mismo, es propio del noble samurai, y es una necedad tener por impuro el lugar en que el hombre se ha destripado a sí mismo.»

En la India civilizada está vigente la práctica de la autoinmolación de las viudas, así como otros suicidios con fines religiosos.

El islamismo prohíbe taxativamente el suicidio como una acción impía que se opone a los decretos de Dios (Corán, IV, 33), y los mahometanos dicen comúnmente que es más grave pecado darse muerte a sí mismo que matar a otro, y en realidad el suicidio es cosa rara entre los musulmanes, según afirman Lisle, Du suicide, París, 1856; Legoyt, Le suicide ancien et moderne, París, 1881; Morselli, Il suicidio, Milán, 1879, y otros autores. En cuanto a los pueblos modernos se refiere, y especialmente a la consideración del suicidio en los estados cristianos, V. dicha voz aparte en el artículo SUICIDIO. Derecho penal.

Bibliografía. Grey, Expeditions of Discovery in Narth-West and Western Australia (Londres, 1841); von Kotzebue, Voyage of Discovery into the South (Londres, 1821); Scotts Robertson, The Káfirs of the Hindu-Kush (Londres, 1896); Georgi, Russia (Londres, 1780-1783); Bradbury, Travels in the Interior of America in the years 1809-11 (Liverpool, 1817); Munzinger, Die Sitten und das Recht der Bogos (Winterthur, 1859); Eastman, Dakotah (Nueva York, 1849); Gray, China (Londres, 1878); Huc, The Chinese empire (Londres, 1859); Ball, Things chinese (Londres, 1900); De Groot, Religions System of China (Leyden, 1892); Mitford, Tales of Old Japan (Londres, 1871); J. H. Breasted, Ancient records of Egypt (Chicago, 1905-07, IV, 217), y Development of religion and Thought in ancient Egypt (Nueva York y Londres, 1912); J. Doolitle, Social life of the Chinese (Londres, 1866); A. H. Smith, Village life in China (Edimburgo, 1900); Poussin, Bouddhisme: opinions sur l'histoire de la dogmatique (págs. 325 y siguientes, París, 1909); M. Sinclair Stevenson, The hearth of jainism (Oxford, 1915); J. S. Speyer, Die indische Theosophie (Leipzig, 1914); Chamberlain, Thinks japanese (Londres, 1902); Annual report of Statistics of the Japanese Imperial Government (Tokío, 1917); K. A. Geiger, Der Selbstmord im Klassischen Altertum (Augsburgo, 1888); E. Durkheim, Le suicide (París, 1897); A. Buonafede, Histoire critique et philosophique du suicide (París, 1762).