Alma
Transportemos nuestro pensamiento a los tiempos en que la palabra de Jehová poblaba el espacio; en que la tierra se cubría naturalmente de flores y de frutos; en que el sol doraba con sus rayos los nacientes valles; mil animales, salidos de la nada, hollaban la verde alfombra de las primeras florestas, surcaban las ondas del Océano, o hendían el aire con sus alas. Entonces, del seno de su [20] omnipotencia, formó Dios al ser para quien fue hecho todo lo creado. El león y elefante reconocieron al hombre como señor, y la tierra recibió la orden de proveer a las necesidades del que como animal era el más perfecto entre todos los animales, y como inteligencia era la imagen de Dios.
Cuanto más estudiamos los secretos del alma, más nos confundimos ante el sello de grandeza que ha impreso en ella el Eterno. Aprisionada en medio de la materia; sometida, desde la caída del hombre, a las imperiosas necesidades de este ser esclavo; el alma ha calculado las distancias de los astros, descubierto las leyes que rigen al universo, y hasta atentado a Dios a través de las barreras que opone por do quiera su inmensidad. Trozos de rocas convertidos en columnas y en elegantes capiteles, elevaron hasta el cielo el pensamiento de Miguel Ángel. Un lienzo y algunos colores vinieron a formar bajo las manos de Rafael, figuras aéreas, que más bien que obra humana parecían soñadas por los ángeles; y dibujos hechos sobre la corteza o el papel excitaron de edad en edad mil deliciosas sensaciones. El pensamiento del hombre ha conquistado el secreto de sobrevivirse a sí mismo, y obedece a su destino que le impele a la inmortalidad sobre la misma tierra.
A excepción de algunos espíritus soberbios que para hacerse un nombre tuvieron en poco la ventura del género humano, y de varias hordas salvajes rebajadas al instinto de los brutos, todas las naciones han reconocido en el hombre una sustancia independiente del cuerpo y fuente de la voluntad y de la inteligencia. Necesarios han sido el trabajo de los siglos y las luces de una religión superior a los sentidos para hacer comprender más profundamente al hombre los misterios de su alma. La antigüedad no hizo más que entreverlos. Concebía sí la existencia del alma; pero ¿qué era ésta a sus ojos? Una materia más sutil que el cuerpo, un fuego invisible e impalpable. La respuesta debía haber sido dada por aquellos filósofos del Evangelio, que más sublimes, aunque más sencillos que los del Pórtico, enseñaban para comprobación de sus palabras, con una mano el cielo y con otra los altares del error que la cruz del cristianismo había derribado.
Saliendo el espíritu humano de las lenguas del politeísmo se comprendió a sí propio, y vio con claridad que la materia, por sutil que sea, no es más que una esclava bruta e inerte, y que no hay analogía posible entre los fenómenos del alma y los del cuerpo. ¿Podrán los átomos representar la idea de lo justo y de lo injusto, ni representar a mi imaginación el cuadro de una ciudad o de una parte del mundo? No es posible, sin una horrible repugnancia, suponer que una piedra juzga y siente. A más de esto, entre una piedra y un alma material, no podríamos suponer otra diferencia que [21] la que existe por ejemplo entre el hierro y el aire. Serían sí dos cuerpos distintos por su especie, pero semejantes en todas las propiedades que constituyen la esencia de la materia. Así, pues, el alma se compondría de moléculas y de átomos que todos tendrían su extensión, su lado derecho y su lado izquierdo. Sus operaciones serían de la misma naturaleza, por ejemplo, que la de la hoja y los frutos que producen los árboles; un raciocinio tendría su forma y sus partes; un acto de la voluntad su cuerpo y proporciones materiales, suposición intolerable que ha sido objeto del estudio de los grandes filósofos y hecho sonreír a muchas personas. Convengamos en que el alma es una sustancia absolutamente inmaterial, puesto que no puede tener ninguna de las propiedades que vemos en todos los cuerpos.
Pero ¿los brutos piensan? He ahí otra cuestión que ha sido asimismo objeto de serios debates; y que creemos poder terminar con una sola palabra. Dios no puede ordenar que dos y dos sean cinco; así como tampoco que la materia piense, porque el pensamiento por su naturaleza es simple e inmaterial: luego todo ser que piensa, aunque cuando fuera un insecto, no puede pensar con el cuerpo. Aun suponiendo que los brutos tuviesen alma, en cuanto a su inmaterialidad, ¿será semejante a la nuestra? Si esto mereciese respuesta daríamos aquella de Cicerón: «No hay opinión por absurda que sea que no haya sido defendida por algunos filósofos.»
Pasemos de aquí a un misterio cuyo secreto se ha reservado el Hacedor. El hombre puede comprender que su cuerpo esta sometido a una sustancia más perfecta y que obra sobre esta materia bruta como Dios sobre el universo. Pero ¿cuáles son los lazos que unen íntimamente a dos sustancias tan desemejantes? El hombre lo ignorará eternamente. Su alma existe, su alma es simple y de la misma naturaleza que Dios. Mas después de haberle permitido alcanzar estas verdades, el Eterno le ha señalado con su dedo: «No pasarás de ahí.» El osado que intenta ir más allá experimenta la misma turbación que el imprudente viajero que se inclina al borde de un abismo.
Todos los actos de la voluntad y de la inteligencia provienen del alma. ¿Cuál es la causa de que un niño que sale del seno de su madre sea incapaz de formarlos? ¿Será porque el cuerpo es débil? ¿Que importa el cuerpo? No es por él por el que el hombre quiere y comprende, no, pero sirve de instrumento al alma, que es la que ejerce aquellas facultades. Para que el alma juzgue de la grandeza de un edificio es preciso que los ojos le vean, para que comprenda la armonía de un concierto es menester que los oídos la escuchen. Necesario es, pues, que los nervios que comunican con los ojos y los oídos en el cerebro, hayan adquirido el grado de fuerza [22] conveniente; y que el cerebro mismo, agente tan principal en las operaciones del alma, alcance la perfección que le es propia. El alma no participa del mal estado de su instrumento, y antes espera a que pueda servir, quedando en tanto reducida a una verdadera inercia. La niebla que oculta el sol, no le quita realmente su foco de luz ni su calor; y a medida que aquella se disipa, este astro se presenta a los ojos con todo su resplandor y magnificencia.
Siguiendo el mismo razonamiento se comprenderá por qué un golpe en la cabeza, una fiebre cerebral, pueden trastornar las facultades intelectuales. La armonía entre el alma y el cuerpo debe ser perfecta. Si se rompe una rueda en un reloj, la aguja no podrá ya señalar las horas. Luego si la parte del cerebro que servía al alma para ejercer la memoria se desordena, hasta tanto que se restablezca el orden, permanecerá en cuanto al ejercicio de esta facultad.
La nomenclatura hecha por los filósofos, de las facultades y de las operaciones del espíritu, ha conducido a ideas falsas muchas veces. Consideremos al alma como un ser simple que toma el nombre de inteligencia cuando combina ideas, de raciocinio cuando deduce consecuencias, de voluntad cuando se dirigen a determinado acto. La memoria puede considerarse como un vasto depósito de ideas. A ella es principalmente debida la perfección del espíritu que viene con los años. El alma no es capaz de incremento como el cuerpo; pero como no está nunca en reposo, y antes se ve devorada de una necesidad imperiosa de actividad, cada día le proporciona tesoros, que conservados por medio de la memoria, la conducen progresivamente a otros nuevos. Así pues, independientemente del cerebro, cuya mayor o menor intensidad perjudica a sus operaciones, el alma se fortifica por sí misma. Si un niño naciese con sus órganos perfeccionados, no debemos dudar de que estaría inmensamente distante del hombre de treinta años, por no haber adquirido aún ninguna idea.
Acaso sería esta ocasión de entrar en la gran cuestión de las sensaciones y de las ideas; pero hay otra importante bajo diferentes aspectos, defendida con empeño por unos, atacada violentamente por otros; cuestión sublime, honrosa para sus defensores, y que cubre de oprobio a sus adversarios, fuente de todo orden y de toda justicia: la inmortalidad del alma. ¿Ha venido el hombre a la tierra para cumplir el destino del bruto, comer y dormir? ¿debe ser el juguete de la fuerza, alimentarse de lágrimas, sin ninguna esperanza de consuelo? ¿Son las leyes inventadas para asegurar el reposo de los ricos, y condenar a la inmensa mayoría del género humano a la esclavitud y a la miseria? ¿No es Dios un ser soberanamente justo, sino un tirano caprichoso, que se ha [23] burlado de sus criaturas, prometiéndolas lo que no ha de cumplir? Todas estas y otras muchas cuestiones, serán afirmativamente resueltas, si se niega que el alma es inmortal. ¿Qué interés se prometen algunos hombres con destruir la base de toda virtud, y de toda ventura? ¿Por qué causa, Dios que creó al alma a su semejanza, según conocemos y sabemos independientemente de la revelación de la sagrada escritura, había de aniquilarla después de su separación del cuerpo? ¿Para dar gusto a los filósofos? Un ser tan inmenso, dicen, el Criador de tantos millares de orbes, no puede descender hasta una criatura tan miserable como el hombre. ¿Qué le importa la pequeñez de nuestros cuerpos? Aunque tuviesen las dimensiones del sol, ¿es acaso el tamaño por el que Dios nos juzga? Una sola alma le es más preciosa que los mundos de que ha sembrado el espacio, porque es capaz de amarle y comprenderle, y aquellos no hacen más que demostrar su gloria sin sentirla.
Hombre, si Dios te ha criado, grabando sobre tu rostro el sello de la majestad y el poderío, si los animales, unos te sirven de alimento, otros son tus amigos, casi todos tus esclavos, si la primavera viene todos los años a florecer tus jardines, el estío a madurar tus frutos, el otoño a llenar tus bodegas, no ultrajes al autor de tantos beneficios. Su bondad revistió de encanto la sonrisa de tu compañera, dio a tus campos verdura, armonía a la creación: ¡y quieres que después de haber derramado sobre ti los tesoros de su bondad y de su omnipotencia, te mire como a los viles insectos que puso por millares a tu servicio! ¡Ah! ¡cómo es posible que Dios aniquile mi alma, cuando su inmortalidad conviene para su gloria! ¿No la ha dado la idea de una felicidad que no la es permitido alcanzar sobre la tierra? ¿No la hace experimentar después de cada deseo satisfechos, el tedio, el cansancio, que parece decirla: estás reservada para otros destinos y placeres? ¿No ha dado un encanto indecible a la idea de la eternidad porque suspiro? ¿Acaso me habrá engañado, seduciéndome con un vano fantasma? ¿Habrá inscrito en mi corazón la obligación de ser virtuoso, cuando esta virtud difícil, practicada con mil sacrificios, ha de quedar absolutamente sin recompensa? No, no, o el alma es inmortal, o Dios no existe. Prefiero lanzarme al abismo del más espantoso ateísmo que creer en un Dios falaz, inconsecuente y pérfido.
¡Oh cuán vanos son los hombres! Famosos razonadores que deciden en su sabiduría, que el alma muere con el cuerpo, y no quieren renunciar por otra parte a hablar de honor de virtud, sin ver que ser virtuoso sin creer en la inmortalidad es el colmo del absurdo y la simpleza. ¿En qué consiste la virtud? –En llenar sus deberes. –¿En qué consisten estos deberes? –En hacer bien [24] a los demás hombres. –¿Y para qué hacerles bien? –Para que ellos nos le hagan. –¿Y si no le hacen? –Para descanso de la conciencia. –¿Qué es la conciencia? –Responded, doctores. ¿Si el alma no es inmortal qué es la conciencia? ¿Qué es lo justo y lo injusto? Palabras sonoras vacías de sentido. El materialismo no conoce más que un solo código, su egoísmo, y se engaña a sí mismo si no deja de arrastrar de él hasta sus últimas consecuencias. Para él no hay más leyes que las que le obligan por el temor del castigo, sin influir nunca sobre su corazón sino sobre su bajeza.
La inmortalidad del alma, sola sanción posible de toda idea religiosa, es la base de todas las grandes épocas de la historia; y es bien cierto que cuando esta creencia se debilita, sobreviene la decadencia de los estados.
Concluiremos diciendo a los materialistas: ¿por qué procuráis el desencanto de la vida? ¿qué mal os han hecho los millares de infortunados que lloran sobre la tierra para quitarles la única esperanza que puede enjugar sus lágrimas? Vosotros mismos, vosotros, a quienes compadezco como insensatos, ¿por qué renunciáis voluntariamente a una ventura más real que vuestros vanos placeres? Hijos de Adán como nosotros, derramáis a cada paso vuestros sudores sobre la triste herencia del primer hombre. –Peregrinos en la tierra, procuráis vanamente huir de sus espinas. Para el que ve un término al fin de esta ruta tortuosa, ¡qué paz, qué celeste consuelo! ¡Mañana acabará su carrera! ¡mañana, desembarazada de los lazos que la oprimen, irá su alma a reunirse al autor de su inmortalidad! El incrédulo marcha también; pero después de haber recogido algunas flores, se encuentra precisamente al borde de dos abismos, el uno es el de la nada, el otro el de una venganza tan terrible como la mano que la descarga es poderosa.