Voltaire, Diccionario filosófico [1764]
Sempere, Valencia 1901
tomo 1
páginas 91-93

Alma
III. Del alma de las bestias

Antes de admitir el extraño sistema que supone que los animales son unas máquinas incapaces de sensación, los hombres no creyeron nunca que las bestias tuvieran alma inmaterial, y nadie fue tan temerario que se atreviera a decir que la ostra estaba dotada de alma espiritual. Estaban acordes las opiniones y convenían en que las bestias habían recibido de Dios sentimiento, memoria, ideas, pero no espíritu. Nadie había abusado del don de raciocinar, hasta el extremo de decir que la naturaleza concedió a las bestias todos los órganos del sentimiento para que no tuvieran sentimiento. Nadie había dicho que gritan cuando se las hiere, que huyen cuando se las persigue, sin sentir dolor ni miedo. No se negaba entonces la omnipotencia de Dios; reconociendo que pudo comunicar a la materia orgánica de los animales, el placer, el dolor, el recuerdo, la combinación de algunas ideas: pudo dotar a varios de ellos, como al mono, al elefante, al perro de caza, del talento para perfeccionarse en las artes que se les enseñan, pudo dar a los animales carnívoros medios para hacer la guerra. No sólo pudo, sino que así lo hizo: pero Pereyra y Descartes sostuvieron que el mundo se equivocaba, que Dios había jugado con él a los cubiletes, dotando con todos los instrumentos de la vida y de la sensación a los animales, con el propósito deliberado de que carecieran de sensación y de vida propiamente llamada: y otros que tenían pretensiones de filósofos, con la idea de contradecir la idea de Descartes, concibieron la quimera opuesta, diciendo que estaban dotados de espíritu los animales, y que tenían alma los sapos y los insectos.

Entre estas dos locuras, la primera que niega el sentimiento a los órganos que lo producen, y la segunda que hace alojar un espíritu puro en el cuerpo de una pulga, hubo autores que se decidieron por un término medio, que llamaron instinto. ¿Y qué es el instinto? Es una forma substancial, una forma plástica, es un no sé qué. Seré de vuestra opinión, cuando llaméis a la mayoría de las cosas yo no sé qué, cuando vuestra filosofía empiece y acabe por yo no sé nada. [92]

El autor del artículo Alma, publicado en la Enciclopedia, dice: «En mi opinión, el alma de las bestias la forma una substancia inmaterial e inteligente. ¿Pero de qué clase es ésta? Debe consistir en un principio activo capaz de sensaciones. Si reflexionamos sobre la naturaleza del alma de las bestias, no nos proporciona ningún motivo para creer que su espiritualidad las salve del anonadamiento.

Es para mí incomprensible poder tener idea de una substancia inmaterial. Representarse algún objeto, es tener en la imaginación una imagen de él, y hasta hoy nadie ha conseguido pintar el espíritu. Concedo que el autor que acabo de citar, entienda concebir por la palabra representar. Pero yo confieso que tampoco la concibo, como no concibo que pueda anonadarse un alma espiritual, como no concibo la creación ni la nada, porque ignoro completamente el principio de todas las cosas.

Si trato de probar que el alma es un ser real, me contestan diciendo que es una facultad; si afirmo que es una facultad y que posee la de pensar, me responden que me equivoco, que Dios, dueño absoluto de la naturaleza, lo hace todo en mí, y dirige todos mis actos y pensamientos; que si yo produjera mis pensamientos, sabría los que produzco cada minuto, y no lo sé; que sólo soy un autómata con sensaciones y con ideas, que dependo exclusivamente del ser Supremo, y estoy tan sometido a el, como la arcilla a las manos del alfarero.

Confieso, pues, mi ignorancia; y que cuatro mil tomos de metafísica son insuficientes para enseñarnos lo que es el alma.

Un filósofo ortodoxo decía a un filósofo heterodoxo: «¿Cómo habéis conseguido llegar a creer que por su naturaleza el alma es mortal y que sólo es eterna por la voluntad de Dios?–Porque lo he experimentado, contesto el otro filósofo.–¿Cómo lo habéis experimentado? ¿Acaso os habéis muerto? Sí, algunas veces. Tenía ataques de epilepsia en mi juventud y os aseguro que me quedaba completamente muerto durante algunas horas. Después no experimentaba ninguna sensación, ni recordaba la que me había sucedido. Ahora me sucede lo mismo casi todas las noches. Ignoro en qué momento me duermo, y duermo sin soñar. Sólo por conjeturas puedo calcular el tiempo que he dormido. Estoy, pues, muerto ordinariamente seis horas cada veinticuatro; la cuarta parte de mi vida». El ortodoxo sostuvo que él pensaba siempre mientras dormía, pero sin saber lo quo pensaba. El heterodoxo le contestó: «Creo por la revelación que pensaré siempre en la otra vida; pero os aseguro que rara vez pienso en esta».

El ortodoxo no se equivocaba al afirmar la inmortalidad del alma, porque la fe y la razón demuestran esta verdad: pero podía equivocarse al asegurar que el hombre dormido piensa [93] siempre. Locke confesaba francamente que no pensaba siempre que dormía; y otro filósofo dijo: «El hombre posee la facultad de pensar, pero esta no es la esencia del hombre». Dejemos a cada individuo la libertad y el consuelo de estudiarse a sí mismo y de perderse en el laberinto de sus ideas.

Esto no obstante, es curioso saber que en 1730 hubo un filósofo que fue perseguido por haber confesado lo mismo que Locke, o sea que no ejercitaba su entendimiento todos los minutos del día y de la noche, así como no se servía en todos ellos de los brazos y de las piernas. No sólo la ignorancia de la corte le persiguió, sino también la ignorancia maligna de algunos que pretendían ser literatos. Lo que sólo produjo en Inglaterra algunas disputas filosóficas, produjo en Francia cobardes atrocidades. Un francés fue víctima por seguir a Locke.

Siempre hubo en el fango de nuestra literatura algunos miserables capaces de vender su pluma y atacar hasta sus mismos bienhechores. Esta observación parece impertinente en un artículo en el que se trata del alma; pero no debemos perder ninguna ocasión de afear la conducta de los que quieren deshonrar el glorioso título de hombre de letras, prostituyendo su escaso talento y su conciencia a un vil interés, a una política quimérica y que hacen traición a sus amigos por halagar a los necios. No sucedió nunca en Roma que denunciaran a Lucrecio por haber puesto en verso el sistema de Epicuro; ni a Cicerón por decir muchas veces que después de morir no se siente dolor alguno, ni acusaron a Plinio, ni a Varron de haber tenido ideas particulares acerca de la Divinidad. La libertad de pensar fue ilimitada en Roma. Los hombres de cortos alcances y temerosos que en Francia se han esforzado en ahogar esa libertad, madre de nuestros conocimientos y espuela del entendimiento humano, para conseguir sus fines han hablado de los peligros quiméricos que ésta puede traer. No reflexionaron que los romanos, que gozaban de completa libertad de pensar, no por eso dejaron de ser nuestros vencedores y nuestros legisladores, y que las disputas de escuela tienen tan poca relación con el gobierno, como el tonel de Diógenes tuvo con las victorias de Alejandro. Esta lección equivale a una lección respecto al alma: quizá tendremos algunas ocasiones de insistir sobre ella.

Aunque adoremos a Dios con toda el alma, debemos confesar nuestra profunda ignorancia respecto al alma, a esa facultad de sentir y de pensar que debemos a su bondad infinita. Confesemos que nuestros endebles raciocinios nada quitan y nada añaden; y deduzcamos de esto que debemos emplear la inteligencia, cuya naturaleza desconocemos, en perfeccionar las ciencias, como los relojeros emplean los resortes en los relojes, sin saber lo que es un resorte. [94]


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