Voltaire, Diccionario filosófico [1764]
Sempere, Valencia 1901
tomo 5
páginas 151-155

Materia
I
(Diálogo entre un energúmeno y un filósofo)

El energúmeno.— Eres enemigo de Dios y de los hombres; crees que Dios es todopoderoso y que puede dar el don del pensamiento a los seres que quiera; pues te voy a denunciar al [152] inquisidor, y arderás vivo; sé cauto, porque ahora te lo digo por última vez.

El filósofo.— ¿Esos son tus argumentos? ¿De ese modo enseñas a los hombres? Admiro tu carácter apacible.

El energúmeno.— Tendré calma para esperar los haces de leña que has de llevar a tu hoguera. Contéstame: ¿Qué es el espíritu?

El filósofo.— No lo sé.

El energúmeno.— ¿Qué es la materia?

El filósofo.— No lo sé muy bien. Creo que es extensa, sólida, resistente, gravitante, divisible y móvil; pero creo que Dios puede concederle otras cualidades que desconozco.

El energúmeno.— ¡Otras cualidades, traidor! Sé dónde vas a parar; vas a decirme que Dios puede animar a la materia, que dotó de instinto a los animales y que es dueño de todo.

El filósofo.— Pudiera muy bien haber sucedido que concediera a la materia lo que no está a tu alcance comprender.

El energúmeno.— ¡Que yo no puedo comprender, malvado!

El filósofo.— Sí; su poder va más lejos que nuestro entendimiento.

El energúmeno.— Ese es un pensamiento de ateo.

El filósofo.— Pues sin embargo, esta es la opinión de muchos santos padres.

El energúmeno.— Pues ni ellos ni Dios nos impedirá que mueras consumido por las llamas; que ese es el suplicio con el que se castiga a los parricidas y a los filósofos que no son de nuestra opinión.

El filósofo.— ¿Es el diablo que te posee el que te enseñó esa manera de argumentar?

El energúmeno.— ¡Te atreves a ponerme al nivel del diablo!

(El energúmeno da un bofetón al filósofo, y el filósofo se lo devuelve con usura.)

El filósofo.— ¡Venid en mi ayuda, filósofos!

El energúmeno.— ¡Santa Hermandad, ven a socorrerme!

(Por una parte vienen corriendo media docena de filósofos, y por la otra se presentan cien dominicos, cien familiares de la Inquisición y cien alguaciles. No puede dudarse qué grupo de los dos ganará la partida.)

II

Los sabios, cuando se les pregunta qué es el alma, contestan que no lo saben. Si se les pregunta qué es la materia, dan la misma respuesta. En cambio, los profesores, y sobre todo los estudiantes, lo saben perfectamente; y diciendo que la materia es extensa y divisible, creen haberlo dicho todo; pero cuando se [153] les pregunta qué es extensión, se ven embarazados para explicarla. Se compone de partes, contestan. ¿Y esas partes de qué se componen? ¿Los elementos de esas partes son divisibles? Al oír esta segunda pregunta, o permanecen mudos, o hablan demasiado, lo que indica que no lo saben bien. ¿Ese ser casi desconocido que llamamos materia, es eterno? Toda la antigüedad lo creyó así. ¿Tiene por sí mismo la fuerza activa? Así lo han creído muchos filósofos. ¿Los que lo niegan, tienen derecho para negarlo? No conciben que la materia pueda tener nada por sí misma; ¿pero cómo pueden asegurar que no esté dotada de las propiedades que le son precisas? Ignoráis cuál es su naturaleza y le negáis los modos, que son los que la constituyen; porque desde el momento que existe, ha de existir de alguna manera, ha de tener figura, y teniéndola, es posible que posea otros modos inherentes a su configuración. La materia existe, y sólo la conocéis por vuestras sensaciones. La geometría nos ha enseñado muchas verdades, pero la metafísica nos ha enseñado muy pocas. Pesamos la materia, la medimos, la descomponemos; pero más allá de estas operaciones groseras, si queremos dar un paso, vemos que hay delante de nosotros un abismo.

Perdonad al universo entero que se haya equivocado, creyendo que la materia existía por sí misma. ¿Podría creer otra cosa? ¿Cómo había de imaginar que lo que no tiene sucesión no existió siempre? ¿Si no era necesario que la materia existiera, por qué existe? ¿Y si fue necesario, por qué no ha de haber existido siempre? Ningún axioma fue tan universalmente admitido como este: «Nada no se hace de nada.» En efecto, lo contrario es incomprensible. El caos precedió en todos los pueblos a la organización que dio la mano divina al mundo entero. La eternidad de la materia no perjudicó en ningún pueblo al culto de la Divinidad. La religión no pudo resistirse de que se reconociera al Dios eterno, creador de una materia eterna. Fuimos bastante afortunados para que nos enseñara hoy la fe que Dios sacó la materia de la nada; pero las naciones antiguas desconocieron ese dogma, y hasta los judíos lo ignoraron. El primer versículo del Génesis dice que los dioses Eloisn, y no Eloí, crearon al cielo y la tierra; pero no dice que el cielo y la tierra fueron creados de la nada.

Filón, que floreció en la única época en la que los judíos tuvieron alguna erudición, dice en el capítulo que trata de la creación: «Dios, siendo bueno por su naturaleza, no pudo envidiar a las substancias, a la materia, que por sí misma no era buena, que por su naturaleza sólo está dotada de inercia, de confusión y de desorden; y de mala que era se dignó convertirla en buena.»

La idea del caos desembrollado por un Dios se encuentra en todas las teogonías antiguas. Hesiodo repitió lo que creían en el [154] Oriente, cuando decía en su teogonía: «Lo que existió primero, fue el caos.»

La materia se creía que estaba en manos de Dios como la arcilla en el molde del alfarero, si nos es lícito poner comparaciones tan triviales para expresar el poder divino. Siendo la materia eterna, debía tener propiedades eternas, como la configuración, la fuerza de inercia, el movimiento y la divisibilidad. Pero la divisibilidad es la consecuencia del movimiento, porque sin movimiento nada se divide, se separa y se organiza. Consideróse, pues, el movimiento como esencial a la materia. El caos fue un movimiento confuso y la organización del universo fue el movimiento regular que imprimió a todos los cuerpos el creador del mundo. ¿Pero cómo la materia por sí misma puede tener movimiento? Como tiene, según la opinión de los antiguos, extensión e impenetrabilidad. Sin embargo, no podemos concebirla sin extensión y sí que podemos concebirla sin movimiento. A esta objeción respondían los antiguos que es imposible que la materia no sea permeable; y siéndolo, es preciso que algo pase continuamente por sus poros; y ¿por qué tendría poros si algo no pasara por ellos?

Replicando haríamos interminable esta cuestión, porque el sistema de la materia eterna se presta a muchas objeciones, como todos los sistemas. El de la materia creada de la nada no es el menos incomprensible; debemos admitirlo, sin que nuestra razón pueda demostrarlo, porque la filosofía no da la razón de todo. Nos vemos obligados a admitir algunas cosas incomprensibles hasta en la geometría; por ejemplo, ¿podemos concebir dos líneas que se vayan acercando siempre y que nunca se lleguen a encontrar?

A eso pueden contestarnos los geómetras: Os hemos demostrado las propiedades de las asíntotas y no podéis dejar de admitirlas; pero la creación no lo es: ¿por qué la admitís? ¿Qué inconveniente tenéis en creer como toda la antigüedad que la materia es eterna? Por otra parte, los teólogos os argumentarán diciéndoos: Si creéis que la materia es eterna, reconocéis que existen dos principios, Dios y la materia; y caéis en el mismo error que Zoroastro y Manes. Nada hay que responder a los geómetras, porque ellos no conocen más que líneas, superficies y círculos; pero sí que podemos replicar a los teólogos: ¿por qué soy maniqueo? Veo piedras inmensas que no hizo ningún arquitecto; pero con ellas edifica un gran edificio; pero yo no admito que haya dos arquitectos; las piedras brutas han obedecido al poder y al genio.

Por fortuna, cualquier sistema que se adopte no perjudica a la moral, ya que nada importa que la materia haya sido creada u organizada, porque de los dos modos Dios es su Señor absoluto. [155] Debemos ser igualmente virtuosos, ya desembrollara el caos, ya lo encreara de la nada; casi ninguna de esas cuestiones metafísicas influye en la conducta que seguimos en la vida: con esas disputas sucede lo mismo que con lo que hablamos en mesa; cada uno de nosotros, después de haber comido, olvida lo que ha dicho, y se va donde sus negocios o sus placeres le llaman.


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