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Mesa como ejemplo de “hermenéutica cultural” de un contenido extrasomático
Las mesas forman indudablemente partes de nuestra cultura extrasomática (“incluso de la civilización”). Pero, además, son dos contenidos con una conformación π de la que no cabe ofrecer ningún precursor φ adecuado [248]. ¿Qué es una mesa? Es decir, ¿a qué categoría extrasomática podemos reducir una mesa? Sólo de un modo muy forzado, podríamos incluirla entre los operadores (III), o entre los relatores (II) [429]. Una mesa es un término. ¿Acaso podría decirse otra cosa de ella si no que es un contenido neutro de la cultura extrasomática (I-3), pero no un indumento (2) o un componento ecomórfico? Esta sería la conclusión que habría que sostener a partir de su condición de “mueble” que suele serle atribuida. Sin embargo, esta categorización es superficial, porque se basa en subrayar en las mesas un rasgo oblicuo, como es su semejanza con los muebles (móbiles), es decir, objetos susceptibles de ser transportados; rasgo que, aunque se aplicase a todas las mesas, no tendría por qué ser interno a ellas, pero que, en todo caso, no se aplica a todas las mesas: hay mesas talladas en una roca inconmovible, es decir, hay mesas inmuebles.
Para poder llevar a cabo la categorización del objeto “mesa”, hay que comenzar determinando su concepto. No por ello la categorización será redundante, sino que, por el contrario, equivaldrá a una “alineación” de las mesas con otras clases de términos, y esta alineación completará su concepto. La dificultad estriba en que una mesa no puede ser definida a partir de su “estructura interna”, como si fuera un objeto absoluto dado en el mundo (en los años 60, en la época del estructuralismo, Mounin analizaba “estructuralmente” el concepto de mesa como ilustración de lo que entendía por estructuras lingüísticas: una mesa es una estructura constituida por partes dadas a diversos niveles jerárquicos, algunos de los cuales pueden eventualmente anularse, tableros, patas, cajones…). Sin embargo, esta definición es ineficaz y meramente genérica, porque se aplica también a un armario, por ejemplo. Es preciso que la estructura de la mesa vaya referida, en todo caso, a las operaciones humanas, puesto que se trata, desde luego, de una estructura antrópica: la morfología de la mesa se desvanece, desde luego, ante el gato que se refugia bajo sus patas, como si fuese un abrigo, o una casa. Hay que referirse a los “servicios” que las mesas prestan a los hombres. Así lo hace, por ejemplo, el Diccionario de la Real Academia: “Mesa es un mueble para comer, escribir, etc., compuesto de un tablero horizontal sostenido por uno o varios pies”. Ahora bien, la enumeración de “servicios concretos” (para comer, para escribir…) equivale a una definición denotativa destinada a encubrir precisamente el concepto general abstracto de mesa; y esto sin entrar en la ridícula declaración de su “estructura” (“compuesto de un tablero horizontal…”). ¿Acaso un pupitre con el tablero inclinado no es una mesa? ¿Acaso no son mesas esos tableros inclinados u horizontales que, sin necesidad de pies o de patas, se elevan sobre el suelo colgados en soportes amarrados en el techo o en la pared de Banco o de la Oficina de correos?
Es preciso remontar el nivel enumerativo y confuso de servicios concretos que “al hombre” puede proporcionar las mesas y elevarse al concepto preciso que, además de comprenderlos a todos ellos, lo haga desde una perspectiva esencial. La clave de este concepto la encontraremos, no “en el hombre”, sino en “las manos del hombre”. No es que primero pueda ponerse la estructura de la mesa, para poner después su relación a las manos humanas. La mesa es un tablero, sin duda, pero situado obligadamente a una altura tal que tenga que ver con las manos de los hombres: las mesas son tableros para manipular y, por ello, si el tablero se eleva excesivamente, aun conservando la estructura, se convierte en un tejado; y si se baja más allá de un límite se convierte en un podium o en un estrado. Ahora bien, la idea que comprende a todas las mesas nos llevará internamente a la consideración de las mismas manos humanas en función de las cuales las definimos. Pero la diferencia entre las manos humanas y las manos de los primates (el “orden de los primates” fue creado por Mivart precisamente a partir del órgano de la manos) sólo aparece a partir de la bipedestación, es decir, cuando Homo erectus sea ya una especie consolidada. Hace más de un millón de años nuestros antepasados ya tenía manos, pero éstas seguían utilizándose para apoyarse en el suelo o para suspenderse de los árboles. A lo largo de su evolución, una especie singular de primates comenzó a erguirse, a asentarse en el suelo sobre sus patas traseras, dejando los brazos colgando del aire, lejos del suelo asignado a los cuadrúpedos. Estas manos colgantes acostumbradas y conformadas para apoyarse en una superficie, tuvieron que crearse su propio suelo artificial, cultural: la mesa es el suelo de las manos. Y esto da una razón precisa de por qué la conformación mesa es antrópica: en el “reino de los cuadrúpedos” no tiene sentido esa conformación, tal como la hemos definido. Por consiguiente, las mesas, en cuanto suelo de las manos –más aún un suelo virtualmente continuo, una “trapezosfera” que contiene a todos los millones de mesas que existen en el planeta (una superficie que “dobla”, a un metro de distancia, al suelo de la esfera geográfica), es algo más que un mueble; es una formación ecomórfica, como los caminos lo son del suelo de los pies. Las mesas son un componente ideal, pero ecomórfico del mundo extrasomático; y, en cualquier caso, nadie negará que esa “trapezosfera” es un concepto mucho más positivo (dado su carácter físico, aunque ideal) de lo que puedan serlo otros conceptos metafísicos, como el concepto de “noosfera” de Teilhard de Chardin que llevaba al límite el concepto de biosfera de Suess. {LM}