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Bioética y Hermanos siameses
Los problemas teóricos planteados por la realidad de los siameses (una realidad cuya probabilidad es pequeña pero no despreciable: se estima, para el momento del nacimiento, en un caso sobre cincuenta mil, si bien solamente uno entre doscientos mil casos es viable) son de una complejidad notable, en tanto que obligan a remover las ideas más fundamentales de la Antropología filosófica, ideas tales como las de unidad o identidad de los individuos, la de persona, la de racionalidad, la de conciencia, la de responsabilidad, la de libertad, y aún la idea misma de Naturaleza, que ahora se nos presenta como “monstruosa”, sin dejar por ello de ser naturaleza. Todo ello, obviamente, constituye un “desafío” para los sistemas mejor consensuados de “principios de la Bioética” que tengan que ver con la “autonomía del individuo humano”, con los “derechos humanos” o con el “derecho natural”, en general. ¿Cómo aplicar, aunque fuera retrospectivamente, el principio del “derecho de asociación” [artículo XX de la Declaración Universal de los Derechos Humanos] a los hermanos siameses –tailandeses– Chang y Eng Bunker, que dieron el nombre universal al fenómeno monstruoso del “cuerpo humano doble”? ¿Cómo les aplicaremos (o les dejaremos de aplicar) el principio de solidaridad? ¿Cabe mayor solidaridad que la que mantuvieron estos hermanos, sobre todo a partir de cumplir sus 32 años, en 1843, cuando contrajeron matrimonio respectivamente con las hermanas Adelaida y Sarah Anne Yates, y organizaron sistemáticamente las “visitas solidarias”, en semanas alternas, a las casas en las que residían sus esposas, que no eran, por cierto, hermanas siamesas, sino que vivían en sus casas separadas un par de kilómetros, visitas solidarias que dieron como fruto nada menos que veintiún hijos? Y la “solidaridad ontológica” de los hermanos Bunker no va a la zaga de la solidaridad que mantuvieron otros muchos hermanos que, de cuando en cuando, aparecen en diversos lugares de la historia –Mary y Eliza Chulkhurst, en el Condado de Kent de la Inglaterra del siglo XII; los hermanos Tocci en la Italia del XIX o las hermanas Hensel, Abigail y Britanny, en el final del siglo XX–, y que están presentes en todo caso en los escritos de los naturalistas o en las mitologías de los antiguos (en las águilas bicéfalas, en el dios Jano de dos cabezas, en los centauros, en los andróginos platónicos). ¿Cómo aplicar a todos estos casos el principio del derecho del desplazamiento, que el artículo XX reconoce a todo ciudadano? (Se supone que el desplazamiento tiene no tanto un sentido meramente geográfico –en cuyo caso cada hermano siamés podría, sin duda, desplazarse a donde quisiera si convenciese al otro–, sino un sentido social, el desplazamiento de un individuo respecto de cualquier otro individuo, para acercarse a cualquier otro.) ¿Y cómo aplicaremos a estos organismos bicípites la pena de prisión (o eventualmente la ejecución capital) en el supuesto de que uno de los hermanos, pero no el otro, haya sido condenado en sentencia firme por delito grave por él cometido? En una palabra, podría decirse que la realidad de los siameses inseparables constituye un “banco de pruebas” especialmente útil para poder ensayar comparativamente el alcance de los diferentes sistemas de bioética que se quiera contrastar, porque en este durísimo “banco de pruebas” podemos calibrar no sólo la capacidad de análisis de un sistema bioético dado, sino también los recursos filosóficos (o acaso mitológicos, metafísicos o simplemente retóricos) que necesita poner en marcha para formular un dictamen susceptible de ser sometido al consensus expertorum.
No deja de ser significativo, sin embargo, el relativo “retraimiento” –así podríamos considerarlo– que se observa en los manuales de bioética, o incluso en las Declaraciones de los Comités Nacionales e Internacionales, en todo lo concerniente a la cuestión de los hermanos siameses, planteada como cuestión bioética (y no como cuestión estrictamente embriológica, o incluso sociológica o psicológica). Sospechamos que este supuesto retraimiento tiene que ver con la dificultad que las situaciones planteadas por los siameses suscitan ante sistemas de principios bioéticos generalmente adoptados por consenso y que han sido concebidos desde las coordenadas que pasan precisamente por los “sujetos corpóreos elementales”, casi siempre asociados a concepciones metafísicas sobre el fundamento de la personalidad (el alma racional, como forma sustancial del cuerpo humano individual, la “conciencia de sí mismo”, o el “principio de autonomía”). En todo caso, contrasta este relativo retraimiento de los bioéticos por los problemas implicados en los siameses con el interés que entre esos mismos cultivadores de la bioética han suscitado, en los últimos años, los avances en ingeniería genética orientados a la clonación de los individuos humanos, a pesar de que el problema bioético de los siameses va referido a una realidad “de cuerpo presente” (nunca mejor dicho), mientras que el problema de la clonación artificiosa de los individuos humanos es sólo, hoy por hoy, una posibilidad dudosa, y no tanto por la parte de la ingeniería, como también por la parte de la bioética. También es verdad que esta diferencia –la que existe entre un suceso natural (aunque se llame monstruoso) y un suceso artificial, realizable por la ingeniería genética– podría explicar la avalancha de debates en torno a la clonación, como posibilidad ante la cual hay que tomar posición, para atajarla, para bloquearla o para impulsarla a través de disposiciones jurídicas pertinentes. Y, sin embargo, la cuestión de la clonación natural –referida a los mellizos o hermanos gemelos monocigóticos– es, al menos desde una perspectiva filosófica, del mismo rango que la cuestión de los hermanos siameses. En efecto, la clonación natural (y, por supuesto, la artificial) suscita la cuestión de hasta qué punto la identidad esencial (la identidad del isos, semejanza o igualdad de los elementos de una misma clase o especie) no compromete la identidad personal (la identidad sustancial, como autós, la singularidad personal individual) de las individualidades clonadas en las que se distribuye una misma estructura esencial [213]. Pero los hermanos siameses suscitan la cuestión de hasta qué punto la unidad individual (incluso sustancial) del “organismo geminado” no compromete esa misma identidad o singularidad personal de las “partes capitativas” de tal unidad. Los hermanos siameses plantean la cuestión de la posibilidad de que personas distintas, en su singularidad personal, puedan estar unidas en un único individuo viviente o sustancia orgánica; los clones plantean la cuestión de la posibilidad de que individuos de diferente naturaleza puedan, sin embargo, tener la misma apariencia, incluso la misma personalidad (en cuanto puedan ser sustituidos en determinadas circunstancias los unos por los otros). Si, para medir el alcance de estas cuestiones, nos remitimos a los problemas que se plantearon en la teología cristiana tradicional, cabría poner en correspondencia la cuestión de los siameses con el misterio de la Trinidad divina (una sola unidad viviente divina y tres personas diferentes); mientras que el problema de la clonación mantendría cierta afinidad con el misterio de la Encarnación (porque en él, diversas naturalezas se unen hipostáticamente, sustancialmente, en una sola persona; si bien, en el caso de Cristo, las diversas naturalezas no se contemplan como si fuesen individuos separados y la persona única se considera como única en sustancia y no en esencia): no entramos en las cuestiones del nestorianismo.
En resolución: ante la hipótesis, no muy probable a corto plazo, de que el problema de los hermanos siameses, como problema práctico, pueda considerarse como un problema en vías de extinción (siempre que demos por hecho que los progresos de las tecnologías quirúrgicas o genéticas puedan resolver muchas situaciones de geminación inicial o madura, y que en las situaciones irresolubles, el oportuno diagnóstico prenatal permitirá un aborto legal de los monstruos inseparables, todo esto suponiendo también un consenso ampliado hasta las confesiones religiosas o naturalistas más reticentes, un consenso sobre la indeseabilidad de los organismos siameses, siempre que tales organismos puedan ser evitados dentro de las normas bioéticas), la cuestión de los hermanos siameses seguiría manteniendo una trascendental importancia filosófica. No sería adecuado inferir que, desaparecido el hecho, en un futuro más o menos próximo, desaparecerá también la cuestión filosófica en torno a este hecho. Porque la importancia trascendental de la cuestión de los organismos siameses hay que cifrarla en la circunstancia de que es en función de ella como muchas de las ideas sobre la individualidad, personalidad, racionalidad, libertad, etc. –que atraviesan a las situaciones de los hermanos siameses y a las de los que no lo son– pueden ser redefinidas más allá del marco convencional (el de los que llamamos “sujetos elementales”) [532] en el que estas ideas suelen ser definidas por una tradición milenaria, reforzada en nuestro presente por los principios universales que inspiran a las sociedades democráticas de mercado que tienden a privilegiar al sujeto elemental en la conformación del “individuo canónico” que se toma en cuenta en los diseños de producción, de consumo, así como en los derechos civiles, políticos, por no hablar de los criterios estéticos que presiden las diferentes artes (incluyendo el diseño de modas presentados en las pasarelas por modelos que se aproximan al individuo canónico; ¿qué sentido tendría una pasarela destinada a presentar trajes de otoño para hermanos siameses?, etc.). Así pues, aun cuando en los siglos venideros no existieran ya organismos siameses, su realidad pretérita seguiría siendo un punto de referencia inexcusable para construir la doctrina de la persona; y, por decirlo así, los problemas filosóficos y las resoluciones correspondientes que en torno a los siameses se suscitan, aunque no tuvieran un campo de aplicación práctica directa, seguirían teniendo ese campo de aplicación práctica indirecta al ser referida a los sujetos elementales realmente existentes, por el efecto que en la redefinición de estos sujetos habría de tener la consideración de los siameses. Tampoco es, en nuestro presente, un problema práctico directo, la cuestión de los neanderthales, como eventuales habitantes de lugares desconocidos de la Tierra, que nos obligarían a decisiones éticas, políticas o religiosas determinadas (¿se les bautizaría o no se les bautizaría?, ¿se les proveería de un documento nacional de identidad?). Pero no por ello la cuestión de los neanderthales puede ser puesta entre paréntesis por una antropología filosófica que no quisiera limitarse a formular sus juicios sobre el hombre a la consideración de los hombres actualmente existentes. {QB / → BS25b}